Presentación de Eduardo Galeano en la Conferencia de CLACSO, México, 2012. EDUARDO GALEANO. EL TRABAJO Y LA DIGNIDAD HUMANA
Este bello y poderoso texto fue leído por Eduardo Galeano en la sesión magistral de clausura de la VI Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales,
llevada a cabo del 6 al 9 de noviembre de 2012 en la Ciudad de México.
Más de 5 mil participantes, gran parte de ellos jóvenes, acompañaron su
presentación en aquellas jornadas promovidas por el Consejo
Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y la UNESCO. Más abajo puede accederse al video completo de su conferencia.
No sé cómo podremos acostumbrarnos a la ausencia de Eduardo Galeano, a
sus siempre necesarios y oportunos relatos, a su compromiso y
militancia incansable a favor de la justicia, la libertad y la igualdad.
El mejor homenaje que podemos rendirle es leerlo y escucharlo,
contagiando a las nuevas generaciones el valor de la palabra para hacer
del nuestro, un mundo más humano.
Pablo Gentili, Secretario Ejecutivo de CLACSO y coordinador del blog Contrapuntos.
No se asusten, empezaré diciendo “seré breve”, pero esta vez es
verdad. Y es verdad porque yo estoy empeñado en una inútil campaña
contra la “inflación palabraria” en América Latina, que yo creo
que es más jodida, más peligrosa que la inflación monetaria, pero se
cultiva con más frecuencia. Y porque además lo que voy a hacer es leer
para ustedes un mosaico de textos breves previamente publicados en
revistas, periódicos, libros. Pero no reunidos como ahora en una sola
ocasión, reunidos en torno a una pregunta que me ocupa y me preocupa
como –estoy seguro– a todos ustedes, que es la pregunta siguiente: ¿los
derechos de los trabajadores son ahora un tema para arqueólogos? ¿Sólo
para arqueólogos? ¿Una memoria perdida de tiempos idos? Este en un
mosaico armado con textos diversos que se refieren todos –sin querer
queriendo, yendo y viniendo entre el pasado y el presente– a esta
pregunta más que nunca actualizada: ¿“Los derechos de los trabajadores”
es un tema para arqueólogos? Más que nunca actualizada en estos tiempos
de crisis, en los que más que nunca los derechos están siendo
despedazados por el huracán feroz que se lleva todo por delante, que
castiga el trabajo y en cambio recompensa la especulación, y está
arrojando al tacho de la basura más de dos siglos de conquistas obreras.
La tarántula universal
Ocurrió en Chicago en 1886. El 1º de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario Philadelphia Tribune
diagnosticó: “El elemento laboral ha sido picado por una especie de
tarántula universal y se ha vuelto loco de remate”. Locos de remate
estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas
y por el derecho a la organización sindical. Al año siguiente, cuatro
dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados sin
pruebas en un juicio mamarracho. Se llamaban George Engel, Adolph
Fischer, Albert Parsons y Auguste Spies; marcharon a la horca mientras
el quinto condenado (Louis Lingg) se había volado la cabeza en su celda.
Cada 1º de mayo el mundo entero los recuerda.
Dicho sea de paso, les cuento que estuve en Chicago hace unos siete u
ocho años, y les pedí a mis amigos que me llevaran al lugar donde todo
esto había ocurrido, y no lo conocían. Entonces me di cuenta de que en
realidad esto, esta ceremonia universal – la única fiesta de veras
universal que existe –, en Estados Unidos no se celebraba; o sea, era en
ese momento el único país del mundo donde el 1 de mayo no era el Día de
los Trabajadores. En estos últimos tiempos eso ha cambiado, recibí hace
poco una carta muy jubilosa de estos mismos amigos contándome que ahora
había en ese lugar un monolito que recordaba a estos héroes del
sindicalismo, que las cosas habían cambiado y que se había hecho una
manifestación de cerca de un millón de personas en su memoria por
primera vez en la historia. Y la carta terminaba diciendo: “Ellos te
saludan”.
Cada 1º de mayo el mundo recuerda a esos mártires, y con el paso del
tiempo las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes
les han dado la razón. Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin
enterarse. Prohíben los sindicatos obreros y miden las jornadas de
trabajo con aquellos relojes derretidos de Salvador Dalí.
Una enfermedad llamada "trabajo"
En 1714 murió Bernardino Ramazzini. Él era un médico raro, un médico
rarísimo, que empezaba preguntando: “¿En qué trabaja usted?”. A nadie se
le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia. Su
experiencia le permitió escribir el primer Tratado de Medicina del Trabajo,
donde describió – una por una – las enfermedades frecuentes en más de
cincuenta oficios. Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para
los obreros que comían hambre, sin sol y sin descanso, en talleres
cerrados, irrespirables y mugrientos. Mientras Ramazzini moría en Padua,
en Londres nacía Percivall Pott. Siguiendo las huellas del maestro
italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte de los
obreros pobres. Y entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan
breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban
desnudos por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de
limpieza respiraban mucho hollín.
El hollín era su verdugo.
Desechables
Más de 90 millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas
Walmart. Sus más de 900 mil empleados tienen prohibida la afiliación a
cualquier sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un
desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los
derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de
asociación. Y más, el fundador de Walmart, Sam Walton, recibió en 1992
la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones de los Estados Unidos.
Uno de cada cuatro adultos norteamericanos y nueve de cada diez niños
engullen en McDonald’s la comida plástica que los engorda. Los
trabajadores de McDonald’s son tan desechables como la comida que
sirven. Los pica la misma máquina. Tampoco ellos tienen el derecho de
sindicalizarse.
En Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan,
las empresas Intel, Motorola, Texas Instruments y Hewlett-Packard
lograron evitar esa molestia. El gobierno de Malasia declaró union free (libre
de sindicatos) el sector electrónico. Tampoco tenían ninguna
posibilidad de agremiarse las 190 obreras que murieron quemadas vivas en
Tailandia en 1993, en el galpón trancado por fuera donde fabricaban los
muñecos de Sesame Street, Bart Simpson, la familia Simpson y los
Muppets.
En sus campañas electorales del año 2000, los candidatos Bush y Gore
coincidieron en la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo
norteamericano de relaciones laborales. “Nuestro estilo de trabajo” –
como ambos lo llamaron – es el que está marcando el paso de la
globalización que avanza con botas de siete leguas y entra hasta en los
más remotos rincones del planeta.
La tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un
obrero de Nike en Indonesia tenga que trabajar 100 mil años para ganar
lo que gana en un año – 100 mil años para ganar lo que gana en un año –
un trabajador de su empresa en los Estados Unidos. Es la continuación de
la época colonial, en una escala jamás conocida. Los pobres del mundo
siguen cumpliendo su función tradicional: proporcionan brazos baratos y
productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos, zapatos deportivos,
computadoras o instrumentos de alta tecnología, además de producir como
antes caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el mercado
mundial.
Desde 1919 se han firmado 183 convenios internacionales que regulan
las relaciones de trabajo en el mundo. Según la Organización
Internacional del Trabajo, de esos 183 acuerdos Francia ratificó 115,
Noruega 106, Alemania 76 y los Estados Unidos… 14. El país que encabeza
el proceso de globalización sólo obedece sus propias órdenes. Así
garantiza suficiente impunidad a sus grandes corporaciones, lanzadas a la
cacería de mano de obra barata y a la conquista de territorios que las
industrias sucias pueden contaminar a su antojo. Paradójicamente, este
país que no reconoce más ley que la ley del trabajo… no reconoce más ley
que la ley del trabajo fuera de la ley, es el que dice que ahora no
habrá más remedio que incluir cláusulas sociales y de protección
ambiental en los Acuerdos de Libre Comercio. ¿Qué sería de la realidad,
no? ¿Qué sería de ella sin la publicidad que la enmascara? Estas
cláusulas son meros impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo al
rubro “relaciones públicas”, pero la sola mención de los derechos
obreros pone los pelos de punta a los más fervorosos partidarios,
abogados, del salario de hambre, el horario de goma y el despido libre.
Desde que Ernesto Zedillo dejó la Presidencia de México, pasó a
integrar los directorios de la Union Pacific Corporation y del consorcio
Procter & Gamble, que opera en 140 países, y además encabeza una
comisión de las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos en la revista
Forbes. En idioma “tecnocratés”, se indigna
contra lo que llama “la imposición de estándares homogéneos en los
nuevos acuerdos comerciales”; traducido, eso significa “olvidemos de una
buena vez toda la legislación internacional que todavía protege más o
menos, menos que más, a los trabajadores”. El presidente jubilado cobra
por predicar la esclavitud, pero el principal director ejecutivo de
General Electric lo dice más claro: “Para competir hay que exprimir los
limones”, y no es necesario aclarar que él no trabaja de limón en el reality show del mundo de nuestro tiempo. Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las manos y “yo no fui, yo no fui”.
En la industria posmoderna el trabajo ya no está concentrado, así es
en todas partes, y no sólo en la actividad privada. Los contratistas
fabrican las tres cuartas partes de los autos de Toyota; de cada cinco
obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es empleado de la empresa; de
los 81 obreros de Petrobras muertos en accidentes de trabajo a fines del
siglo XX, 66 estaban al servicio de contratistas que no cumplen las
normas de seguridad.
A través de 300 empresas contratistas, China produce la mitad de
todas las muñecas Barbie para las niñas del mundo. En China sí hay
sindicatos, pero obedecen a un Estado que en nombre del socialismo se
ocupa de la disciplina de la mano de obra. “Nosotros combatimos la
agitación obrera y la inestabilidad social para asegurar un clima
favorable a los inversores”, explicó Bo Xilai, alto dirigente del
Partido Comunista Chino.
El poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países y
las personas compiten en lo que pueden, a ver quién ofrece más a cambio
de menos, a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera
del camino están quedando los restos de las conquistas arrancadas por
tantos años de dolor y de lucha.
Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que por algo se llaman sweatshops (“talleres
del sudor”), crecen a un ritmo mucho más acelerado que la industria en
su conjunto. Ocho de cada diez nuevos empleos en la Argentina están en
negro, sin ninguna protección legal; nueve de cada diez nuevos empleos
en toda América Latina corresponden al llamado “sector informal”, un
eufemismo para decir que los trabajadores están librados a la buena de
Dios. ¿La estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores
serán de aquí a poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de
una especie extinguida?
En el mundo del revés, la libertad oprime. La libertad del dinero
exige trabajadores presos, presos de la cárcel del miedo, que es la más
cárcel de todas las cárceles. El Dios del mercado amenaza y castiga, y
bien lo sabe cualquier trabajador en cualquier lugar. El miedo al
desempleo que sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de
obra y multiplicar la productividad, eso hoy por hoy es la fuente de
angustia más universal de todas las angustias.
¿Quién está a salvo del pánico, de ser arrojado a las largas colas de
los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un obstáculo
interno, para decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola,
que explicó el despido de miles de trabajadores diciendo que “hemos
eliminado los obstáculos internos”? Y en tren de preguntas, la última:
ante la globalización del dinero, que divide el mundo en domadores y
domados, ¿se podrá internacionalizar la lucha por la dignidad del
trabajo? Menudo desafío.
Un raro acto de cordura
En 1998, Francia dictó la ley que a 35 horas semanales el horario de
trabajo. Trabajar menos, vivir más. Tomás Moro había soñado en su Utopía
pero hubo que esperar cinco siglos para que por fin una nación se
atreviera a cometer semejante acto de sentido común. Al fin y al cabo,
¿para qué sirven las máquinas si no es para reducir el tiempo de trabajo
y ampliar nuestros espacios de libertad? ¿Por qué el progreso
tecnológico tiene que regalarnos desempleo y angustia? Por una vez, al
menos, hubo un país que se atrevió a desafiar tanta sinrazón. Pero, pero…
poco duró la cordura. La ley de las 35 horas murió a los diez años.
Este inseguro mundo
Hoy, vale la pena advertir que no hay en el mundo nada más inseguro
que el trabajo. Cada vez son más y más los trabajadores que despiertan
cada día preguntando: “¿Cuántos sobraremos, quién me comprará?”. Muchos
pierden el trabajo, y muchos pierden, trabajando, también la vida. Cada
15 segundos muere un obrero asesinado por eso que llaman “accidentes de
trabajo”.
La inseguridad pública es el tema preferido de los políticos, que
desatan la histeria colectiva en cada elección. “¡Peligro, peligro –
proclaman – en cada esquina acecha un ladrón, un violador, un asesino!”.
Pero esos políticos jamás denuncian que trabajar es peligroso. Y es
peligroso cruzar la calle, porque cada 25 segundos muere un peatón
asesinado por eso que llaman “accidentes de tránsito”. Y es peligroso
comer, porque quien está a salvo del hambre puede sucumbir envenenado
por la comida química. Y es peligroso respirar, porque en las ciudades,
en las grandes ciudades, el aire es… el aire puro es como el silencio:
un artículo de lujo. Y también es peligroso nacer, porque cada 3
segundos muere un niño que no ha llegado vivo a los cinco años de edad.
Una historia real para acabar (se me fue la mano con las teorías), un
par de cosas que tengan más que ver con la realidad de carne y hueso,
como la historia de Maruja. El 30 de marzo, Día del Servicio Doméstico,
no viene mal contar la breve historia de una trabajadora de uno de los
oficios más ninguneados del mundo. Maruja no tenía
edad. De sus años de antes, nada decía; de sus años de después, nada
esperaba. No era linda ni fea ni más o menos, caminaba arrastrando los
pies, empuñando el plumero o la escoba o el cucharón. Despierta, hundía
la cabeza entre los hombros. Dormida, hundía la cabeza entre las
rodillas. Cuando le hablaban, miraba al suelo, como quien cuenta
hormigas. Había trabajado en casas ajenas desde que tenía memoria. Nunca
había salido de la ciudad de Lima, nunca. Mucho trajinó de casa en
casa, y en ninguna se hallaba. Por fin, por fin, encontró un lugar donde
fue tratada como si fuera persona. A los pocos días, se fue.
Se estaba encariñando.
Desaparecidos
Agosto 30, Día de los Desaparecidos. Los muertos sin tumba, las
tumbas sin nombre, las mujeres y los hombres que el terror tragó, los
bebés que son o han sido botín de guerra, y también los bosques nativos,
las estrellas en la noche de las ciudades, el aroma de las flores, el
sabor de las frutas, las cartas escritas a mano, los viejos cafés donde
había tiempo para perder el tiempo, el fútbol de la calle, el derecho a
caminar, el derecho a respirar, los empleos seguros, las jubilaciones
seguras, las casas sin rejas, las puertas sin cerradura, el sentido
comunitario y el sentido común.
El origen del mundo
Hacía pocos años que había terminado la Guerra Española, y la cruz y
la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los
vencidos, un obrero anarquista recién salido de la cárcel, buscaba
trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo.
Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda,
con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo
que le quedaba.
Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los
reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un
niño pequeño, le recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Josep
Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me contó esta
historia. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio, me lo
contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la
condenación eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no entendía
razones. “Pero, papá – le preguntó Josep, llorando –, pero, papá… si
Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?”. Y el obrero, cabizbajo, casi en
secreto, dijo: “¡Tonto, tonto! ¡Al mundo lo hicimos nosotros, los
albañiles!”.
Ciudad de México, viernes 9 de noviembre de 2012
Fuente: El País
Los derechos de los trabajadores: ¿un tema para arqueólogos? from clacso.tv on Vimeo.