La Revolución Cubana terminó el primero de enero del 59. Esa noche, Fidel Castro entró en Santiago de Cuba, hizo capital a la ciudad durante unas horas y, subido al balcón del ayuntamiento santiagueño, proclamó el triunfo de la Revolución a voz en grito. Al día siguiente, Camilo Cienfuegos y el Che Guevara llegaron a La Habana. Era un hecho: Fulgencio Batista, "El Hombre", había sido derrocado. Siete años antes, el gobierno estadounidense había apoyado su ascenso al poder en la isla cuando dio el golpe de Estado.
"No nos engañemos creyendo que en lo adelante todo será fácil; quizás en lo adelante todo sea más difícil", dijo Fidel Castro pocos días después de tomar La Habana. El comandante sabía que la electricidad en el ambiente solo significa tormenta, y es que no iba a ser tan sencillo librarse del yugo de los EEUU como parecía en aquellas noches templadas de invierno. Washington haría el primer intento de muchos para invadir la isla dos años después en Playa Girón y Fidel llevaría allí a la victoria a sus tropas. Mientras tanto, la percepción negativa de lo estadounidense se infiltraba ya en el pueblo cubano.
Victoria, combate, repulsa, respeto
"Lo que hay en el libro es una parte minúscula de todo el material que tengo. He podido consultar y digitalizar todo el fondo de diapositivas de la editora política del Partido Comunista de Cuba", continúa el investigador. Así, en Mi tío no se llama Sam, hay hasta 93 ilustraciones, la mayoría correspondientes a carteles de propaganda que Fidel Castro mandó distribuir entre la población y colocar en las calles. La mayoría con una clara influencia soviética, una cartelería que recuerda a la usada por los republicanos durante la Guerra Civil española.
"La ciudad, en según qué momentos, estaba empapelada con carteles de todo tipo", cuenta González. Estamos hablando de carteles que muestran al Tío Sam con las manos cortadas, a la Estatua de la Libertad amordazada, a Nixon y a Hitler en un naipe con esvásticas o al famoso "No pasarán" bajo una rosa clavada en el pie de un soldado estadounidense. "Las gigantografías -las vallas- llegan a medir 5, 6, 7 metros y a ocupar espacios como la Plaza de la Revolución Cubana o la Oficina de Intereses", explica.
¿Teme alguna vez EEUU a Cuba? Mejor dicho, ¿teme alguna vez el gobierno estadounidense la influencia que tendrá esa propaganda sobre el pueblo cubano? "Sí. En los primeros años de la Revolución, en los que hay una adhesión unánime al proyecto ideológico. Ahora, con el paso del tiempo, este discurso a la población le es inmune porque se vuelve parte del paisaje urbano", explica González.
"A medida que convives con un discurso que es repetitivo, te inmunizas a ese discurso a medida que lo comparas con tu realidad cotidiana", cuenta González. No es que la Revolución pase desapercibida, es que la costumbre de esa Revolución se vuelve insípida. "Eso no quiere decir que en el discurso de la relación entre Cuba y EEUU exista y haya existido una cierta fidelidad al hecho de defender unos principios de dignidad, soberanía e independencia frente a EEUU. Eso sigue incólume", sentencia.
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