martes, 11 de marzo de 2014

INAUGURADO MONUMENTO EN EE.UU. AL LUCHADOR ANTIESCLAVISTA DENMARK VESEY

Monumento a Denmark Vesey inaugurado el pasado 15 de febrero en Charleston (Carolina del Sur), obra del escultor Ed Dwight.

EL BOOMERANG DEL PASADO ESCLAVISTA

Para muchos estadounidenses, Vesey fue un líder negro que luchó por la libertad, pero para otros, un terrorista. Una estatua en su homenaje en Carolina del Sur (EE.UU.) reavivó la polémica.


Un grupo de activistas de la ciudad de Charleston, Carolina del Sur, descubrió una estatua de tamaño real de Denmark Vesey, un hombre negro, abolicionista, que fue ejecutado en el año 1822 por liderar una rebelión fallida de esclavos en esa ciudad.

Para muchas personas, Vesey fue un hombre que luchó por la libertad y por los derechos civiles, pero la estatua, el trabajo de casi dos décadas, recibió fuertes contraataques: un crítico lo acusó recientemente de terrorista y un historiador lo calificó como “un hombre decidido a crear el caos”.

Locutores de radio, académicos y los blogs de varios diarios condenaron el proyecto por ser “el paralelo en Charleston del veredicto contra O. J. Simpson en los años 60, y sugirieron otros afro-americanos a los que consideran mejores candidatos para un homenaje, como el pionero del rock Chubby Checker o el astronauta Ronald E. McNair.” No hay duda de que Vasey fue un hombre violento, que planeaba atacar y matar a hombres blancos en Charleston. Pero aquellos que lo condenan por ser un terrorista sólo demuestran lo poco que, como cultura, entendemos sobre la esclavitud y lo que esta obligó a hacer a tantos hombres y mujeres.

Vesey fue una figura tan compleja como el mundo que lo creó. Nació alrededor de 1767, probablemente en la Isla de St. Thomas. De chico fue adquirido como para trabajar como grumete por Joseph Vesey, un esclavista que se había instalado en Charleston justo después de la Revolución.

En 1779 el enorme y brillante esclavo ganó 1.500 dólares en la lotería de la ciudad y usó 600 para comprar su libertad. Pero el dueño de su esposa rechazó vendérsela y los blancos de Charleston continuaron siendo los propietarios de ella y de muchos de sus hijos.

A principios de 1822, Vesey había comenzado a desarrollar un plan para liberar a los esclavos de la ciudad. El 14 de julio, los esclavos tenían que matar a sus amos mientras estos dormían, luchar hasta llegar a los muelles y navegar hasta la República Negra de Haití, donde los esclavos habían derrocado con éxito a los colonos franceses dos décadas antes.

Vesey no había vivido en vano los horrores de la esclavitud en El Caribe y en Carolina del Sur para después poner la otra mejilla. Con una despiadada brutalidad, que es la que horroriza a los críticos modernos de la estatua, se preocupaba muy poco por los civiles que caerían mientras los esclavos en rebelión avanzaban hacia los bloques. Mientras discutía sobre el hombre que era dueño de su esposa e hijos con sus compañeros de conspiración, Vesey agarró una enorme serpiente en su patio y la estrujó con una sola mano: “Esto es lo que haremos con ellos”, dijo con calma.

Cuando el plan se frustró y Vesey y sus compañeros fueron capturados, los blancos de Charleston estallaron en cólera. Durante el juicio, en junio de 1822, La justicia lo acusó de haber trazado un “diabólico plan”, destinado a instigar “la sangre, la indignación, el robo y la conflagración”.

Fuera del edificio con estructura de castillo, mujeres negras cantaban y rezaban mientras las autoridades sentenciaban a Vesey y a 34 de sus compañeros a la horca.

La complejidad de la historia de Vesey es difícil de entender, y las luchas contra la esclavitud y las historias de violencia no sólo sucedieron en Carolina del Sur; los sureños blancos deberían preguntarse también por qué Manhattan erigirá una estatua al esclavo Caesar Varick, que fue quemado vivo en 1741 por planear una revuelta similar a la de Vesey.

Hace más de una década, mientras estaba dando una charla sobre Vesey en Charleston, un miembro de la audiencia desafío mi idea de que el deseo de Vesey de libertad para sus amigos y familiares podía haber sido bueno, a pesar de que lo hubiese llevado a cabo de la peor forma: “¿Por qué no trabajar con el sistema para conseguir la liberación?”, preguntó el hombre, o “¿hacer una marcha de protesta?”.

Aunque bienintencionada, la pregunta revela hasta qué punto la sociedad estadounidense todavía tiene mucho por andar antes de conseguir tener un conocimiento sofisticado del pasado. No había “sistema” para que Vesey pudiera apelar a él; su estado había prohibido las manumisiones (liberación de esclavos), en 1820. El único camino hacia la libertad era blandir una espada. Los estadounidenses de hoy pueden admirar la revolución de Martin Luther King Jr., la marcha no violenta a Washington, pero su mundo no era el de Vesey, y eso es algo que deberíamos entender.

Es irónico que tal miopía histórica pueda encontrarse en Charleston, que hoy se precia de ser una de las ciudades más históricas de la nación. Cada tarde, carros tirados por caballos transportan a los turistas por sus angostas calles, pero como sugiere la disputa generado en torno a la estatua de Vesey, los guías turísticos cuentan, como poco, una historia incompleta.

Con frecuencia ignoran, por ejemplo, a los más de 400.000 africanos vendidos –en lo que ahora son los Estados Unidos– de los que, aproximadamente el 40% llegaron a la Isla de Sullivan y a la infernal Isla de Ellis, cerca del puerto de Charleston. Hoy, nada conmemora ese horrible hecho salvo un simple banco, colocado por la escritora Toni Morrison financiado por fondos privados.

Los críticos de la estatua de Vesey pueden estar preocupados por sus métodos, (a pesar de que en la ciudad haya estatuas de los hombres que tomaron un arma para luchar por la esclavitud, en 1861). Pero tienen que reconocer que sus opiniones fueron formadas por el látigo. Una vez que le dijeron que lo iban a colgar, Vesey aseguró que “el trabajo de insurrección seguiría adelante”. En lo que se refiere a enfrentar verdades incómodas sobre nuestra historia, tenía más razón de la que creía.

(c) The New York Times

Fuente: Douglas R. Egerton (Ñ)

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