El compromiso histórico de Enrico Berlinguer
Selección e introducción de José Luis Martín Ramos
A mediados de octubre de 1973 Berlinguer publicó el tercero de sus artículos políticos iniciados al hilo de la reflexión sobre el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular en Chile. En él formuló y argumentó la propuesta que él mismo denominó del «compromiso histórico»: un acuerdo de fondo entre el mundo católico y la izquierda –él mismo reiteró en el texto la alusión a socialistas y comunistas– con la perspectiva del avance de la democracia y la articulación de un amplio consenso de una transformación socialista. La cuestión católica, que ya Gramsci había instado a considerar sin sectarismo, empezó a tener respuestas organizativas y políticas en el PCI tras la común participación en las luchas de la resistencia contra la ocupación alemana y el fascismo, en los primeros años de la postguerra. En 1946 Togliatti impulsó una reforma de los estatutos del partido por el que se establecía la afiliación al PCI «independientemente de la raza, las creencias y las convicciones religiosas». Se empezaba a reconfigurar de manera efectiva el partido como laico y democrático y, como Berlinguer expresaría, «como tal no teísta, no ateo y no antiteísta», que perseguía un estado con esas mismas características y consecuencias[1]. Años más tarde, en 1954, de nuevo Togliatti hizo un llamamiento al mundo católico para compartir la lucha contra el peligro del holocausto nuclear, que dejaba abierto la política de la Guerra Fría. A pesar de la derechización del partido de la Democracia Cristiana, Togliatti mantuvo hasta su muerte la llamada a los comunistas de no caer en el reduccionismo y el sectarismo ante el mundo católico; en su discurso de Bérgamo, en 1963, señaló la centralidad de la cuestión de las relaciones entre el mundo comunista y el católico y la necesidad de resolverla de manera positiva. Berlinguer tomó la iniciativa política definitiva, cuyo sentido de fondo no desaparecía por los funestos acontecimientos que acabaron con la vida de su principal interlocutor político en la Democracia Cristiana, Aldo Moro. El tercer artículo de Rinascita, por otra parte, es toda una lección sobre el análisis abierto, no sectario, de la sociedad y el carácter indispensable de la política de alianzas en la consecución del consenso para el avance hacia el socialismo.
Enrico Berlinguer
Lenin escribió: «Hay que entender –y la clase revolucionaria aprende a entender desde su propia amarga experiencia– que no se puede ganar sin aprender la ciencia de la ofensiva y la ciencia de la retirada». El propio Lenin, que fue sin duda el líder revolucionario más audaz en la ciencia de la ofensiva, fue también el más audaz al ser capaz de captar rápidamente los momentos de consolidación y retroceso, y en utilizar estos momentos para tomarse un tiempo, para reorganizar las fuerzas y reanudar el avance. Dos ejemplos reveladores de estos genial capacidad de Lenin fueron el compromiso con el imperialismo alemán consagrado en la paz de Brest-Litovsk, y el compromiso con las fuerzas capitalistas internas que caracterizó la orientación que llevó el nombre de NEP (Nueva Política Económica). Tampoco hay que olvidar que Lenin no dudó en tomar esas decisiones yendo a contracorriente. Estas dos grandes operaciones revolucionarias, que contribuyeron decisivamente a salvar el poder soviético y para asegurar su futuro, se aplicaron en condiciones históricas irrepetible, pero su enseñanza de previsión y sabiduría táctica permanece intacta.
El objetivo de una fuerza revolucionaria, que es transformar datos concretos de una determinada realidad histórica y social, no se puede lograr sobre la base del puro voluntarismo y los impulsos espontáneos de clase de los sectores más combativos de las masas trabajadoras, sino moviéndose siempre desde la visión de lo posible, combinando combatividad y resolución con prudencia y capacidad de maniobra. El punto de partida de la estrategia y la táctica del movimiento revolucionario es la identificación exacta de la estado de las correlaciones de fuerza existentes en un momento dado y, en general, la comprensión de todo el marco de la situación internacional general y la interna en todos sus aspectos, sin aislar nunca unilateralmente este o aquel elemento.
La vía democrática al socialismo es una transformación progresiva –que en Italia puede realizarse en el marco de la Constitución antifascista– de toda la estructura económica y social, los valores y las ideas rectoras de la nación, el sistema de poder y el bloque de fuerzas sociales en el que se expresa. Lo que sí es cierto es que la transformación general por la vía democrática que queremos llevar a cabo en Italia necesita, en toda su fases, de la fuerza y del consenso.
La fuerza debe expresarse en la vigilancia incesante, la combatividad de las masas trabajadoras, en su determinación de rechazar rápidamente –ya sea en el gobierno o en la oposición– las maniobras, los intentos y ataques a las libertades, los derechos democráticos y la legalidad constitucional. Conscientes de esta necesidad ineludible, siempre hemos puesto en guardia a las masas trabajadoras y populares, y seguiremos haciéndolo, contra cualquier forma de ilusión o ingenuidad, contra cualquier subestimación de las intenciones agresivas de las fuerzas de la derecha. Al mismo tiempo, advertimos a los opositores a la democracia de cualquier ilusión. Como reiteró el Camarada Longo en el 13º Congreso, cualquiera que cultive intenciones de aventura sepa que nuestro partido sería capaz de luchar y ganar en cualquier terreno, llamando a la unidad y a la lucha de todas las fuerzas populares y democrática, como pudimos hacer en los momentos más difíciles y desafiantes.
La profunda transformación de la sociedad por vías democráticas necesita del «consenso» en un sentido muy preciso: en Italia sólo puede producirse como una revolución de la gran mayoría de los población; y sólo con esta condición, «el consenso y la fuerza» se complementan y puede convertirse en una realidad invencible.
Esa relación entre fuerza y consenso también es necesaria sea cual sean las formas de lucha adoptadas, incluso si son las más avanzadas hasta las que hacen uso de la violencia. Nuestro movimiento de liberación nacional, que fue un movimiento armado, fue capaz de resistir y ganar porque se basó en la unidad de todas las fuerzas populares y democráticas y porque fue capaz de ganar el apoyo y el consentimiento de la gran mayoría de los población. Por otra parte, incluso en la orilla opuesta, se vio que los movimientos antidemocráticos y el propio fascismo no pueden establecer y ganar únicamente mediante el uso de la violencia reaccionaria, sino que tienen necesidad de una base de masas más o menos amplia, especialmente en países con una estructura económica y social compleja y articulada. Y es incluso obvio recordar que, en general, la dominación de la burguesía no se basa sólo en sobre los instrumentos (desde los más brutales hasta los más refinados) de coerción y represión, sino que también se apoya en una base de consenso más o menos manipulado, sobre un determinado sistema de alianzas sociales y políticas.
Por eso, la cuestión de las alianzas es el problema decisivo de toda revolución y toda política revolucionaria, por lo que es la también decisiva para la afirmación de la vía democrática.
En países como Italia, hay que partir de la constatación de que se ha creado y existe una estratificación social y una articulación política muy compleja.
El desarrollo capitalista italiano ha dado lugar a la formación de un proletariado coherente. Esa clase que una larga experiencia de luchas –estamos a casi un siglo de batallas proletarias– que la labor educativa del movimiento socialista, que la influencia decisiva en él de cincuenta años del Partido Comunista, la han hecho especialmente combativa y madura; esa clase, que es el motor de toda transformación de la sociedad, sin embargo sigue siendo una minoría de la población de nuestro país y de la propia población trabajadora.
Lo mismo ocurre, en mayor o menor medida, en casi todos los demás países capitalistas. Entre el proletariado y la gran burguesía –las dos clases antagonistas fundamentales del régimen capitalista– se ha creado, de hecho, en las ciudades y el campo, una red de categorías y estratos intermedios, que a menudo se suelen considerar como un todo y se denominan genéricamente «clase media», pero que es necesario identificar y definir, de cada uno de ellas el lugar y la función precisos en la vida social, económicas y políticas y orientaciones ideales.
Junto a estas clases medias, a las que a menudo se entremezclan, el proletariado, existen en nuestra sociedad estratos de la población y fuerzas social (se trata, por ejemplo, de gran parte del Mezzogiorno y las islas, las masas de mujeres y jóvenes, las fuerzas de la ciencia, tecnología, cultura y arte) que no son asimiladas, como tal, en la dimensión de las «categorías», y que sin embargo tienen una condición en la sociedad que las mancomuna y hasta cierto punto las une, más allá de su posición profesional e incluso de su propia la pertenencia a una determinada clase social.
Parece muy claro que, para el resultado de la batalla democrática que llevamos a cabo por la transformación y la renovación de nuestra sociedad, es necesario determinar dónde se encuentran, en qué sentido se orientan y cómo se mueven estas masas, estas clases medias, estos estratos de la población. Es evidente, por ello, lo decisivo que es para el destino del desarrollo democrático y el avance hacia el socialismo que el peso de estas fuerzas sociales se muevan sea al lado de la clase obrera o contra ella.
A partir de esta estructura económica y estratificación social de Italia no sólo hemos derivado el consenso respecto a nuestra política en el etapa actual, sino que hemos establecido puntos fijos relativos al lugar que tienen en la revolución italiana cuestiones como la meridional, la de la mujer, la juventud, la escuela y la cultura, y la función de las clases intermediarios.
Sobre esto último, en el documento más obligatorio de nuestro partido que es la Declaración del Programa aprobada por el 8ª Congreso (1956), se afirma:
«Se establece una concordancia objetiva de fines entre la clase obrera, luchando contra los monopolios y para derrocar el capitalismo, ya no sólo con las masas proletarias y semi-proletaria, sino también con la masa de cultivadores directos en el campo y con una parte importante de las clases medias productivas en las ciudades, lo que permite nuevas posibilidades de ampliación del sistema de alianzas de la clase obrera y de las bases de masas para una renovación democrática y socialista.
La masa de la clase media está formada por diferentes estratificaciones y grupos sociales, en en relación con las diferentes características económicas y sociales y el diferente grado de desarrollo de las diferentes zonas. Aunque siendo necesario un estudio en profundidad diferenciado por zona a zona, la posibilidad de una alianza permanente de la clase obrera con capas de la La clase media de la ciudad y del campo está determinada por una convergencia de intereses económicos y sociales que se deriva del desarrollo histórico y de la estructura actual de la el capitalismo (…)
Por otro lado, debe quedar claro que para grupos decisivos de la clase media la transición a nuevas relaciones de tipo socialistas o socialistas sólo tendrán lugar en base a su ventaja económica y el libre consentimiento, y que en una sociedad democrática que se desarrolla hacia el socialismo tendrá garantizada su actividad económica».
Por lo tanto, la estrategia de las reformas sólo puede afirmarse y avanzar si se apoya en una estrategia de alianzas. De hecho, hemos hecho hincapié en que, en la relación entre las reformas y las alianzas, éstas son la condición decisiva porque si se estrechan las alianzas de la clase obrera y se amplía la base de los grupos dominantes, tarde o temprano la propia realización de la reformas fracasa y toda la situación política retrocede hasta dar un vuelco completo.
Por supuesto, la política de alianzas tiene su punto de partida en la búsqueda de la convergencia entre los intereses económicos inmediatos y la perspectiva de la clase obrera y las de otros grupos y fuerzas sociales. Sin embargo esta búsqueda no debe concebirse ni aplicarse de forma esquemática o estática. Es decir, hay que exigir y perseguir objetivos que ofrezcan concretamente a esos estratos de población y esas fuerzas y grupos sociales una certeza de perspectivas que garanticen nuevas formas y posiblemente mejorar su nivel de existencia y su papel en la sociedad, aunque en un desarrollo económico diferente y en un orden social más justo y moderno.
Para ello, también es necesario trabajar para determinar un evolución en la propia mentalidad de esas clases y fuerzas sociales, en el sentido de ampliar a toda la población una visión cada vez menos individualista o de defensa corporativa y cada vez más social de los intereses de los individuos y de la colectividad.
Por tanto, no nos limitamos a buscar y establecer la convergencia con figuras sociales y categorías económicas ya definidas, sino que tendemos a conquistar y englobar en un complejo abanico de alianzas todo los grupos de población, fuerzas sociales no clasificables como clases, que son precisamente las mujeres, los jóvenes y las jóvenes, las masas populares del Mezzogiorno, las fuerzas de la cultura, los movimientos de opinión; y proponemos objetivos no sólo económicos y sociales, sino de desarrollo civil, de progreso democrático, de afirmación de la dignidad de la persona, de expansión de las múltiples libertades del hombre. Así es como nos proponemos y hacemos el trabajo concreto para construir y preparar los cimientos, las condiciones y garantías de lo que se quiere llamar «modelo nuevo del socialismo».
Una gran cuestión que nos compromete políticamente, y que debe comprometer cada vez más a los marxistas más teóricos y a los estudiosos más avanzados en Italia y los países de Occidente, es cómo hacer que un programa de profunda las transformaciones sociales –que necesariamente provoca reacciones de todo tipo de los grupos reaccionarios– no se lleve a cabo de tal manera que empuje hacia una posición de hostilidad por parte de vastos estratos de las clases medias, sino que reciba, en todas sus fases, el consentimiento de la gran mayoría de la población. Esto, evidentemente, implica una cuidadosa elección de las prioridades y el momento de la transformaciones sociales y, en consecuencia, implica esforzarse no sólo por evitar un colapso de la economía, sino más bien asegurar, incluso en el transición crítica hacia nuevos acuerdos sociales, la eficiencia del proceso económico.
Este es sin duda uno de los problemas vitales a los que se enfrenta un gobierno de las fuerzas obreras y populares; pero es fundamental en un país como Italia, donde una fuerza tan grande como la nuestra, habiendo dejado hace tiempo el terreno de la pura propaganda, busca, por ahora desde la oposición, con el arma de la presión de masas y la iniciativa política unitaria, imponer el inicio de un programa de transformación social.
Si es cierto que se puede realizar una política de renovación democrática sólo si cuenta con el apoyo de la gran mayoría de la población, se sigue la necesidad no sólo de una política de amplias alianzas sociales sino también de un determinado sistema de relaciones políticas, de modo que favorezca una convergencia y colaboración entre todas las fuerzas democráticas, hasta que se forme una alianza política entre ellas.
Por el contrario, el enfrentamiento y choque frontal entre partidos que tienen una base en el pueblo y por los cuales se sienten representadas importantes masas de población, llevan a una ruptura, a un verdadera división del país en dos, lo que sería perjudicial para la democracia y abrumaría los fundamentos mismos de la supervivencia del Estado democrático.
Conscientes de eso siempre hemos sabido –y hoy la experiencia chilena nos refuerza en esta persuasión– que la unidad de los partidos obreros y las fuerzas de izquierda no es condición suficiente para garantizar la defensa y el progreso de la democracia cuando esta unidad se opone a un bloque de partidos desde el centro hasta la extrema derecha. El problema político central en Italia ha sido, y sigue siendo más que nunca, el de evitar una soldadura estable y orgánica entre el centro y la derecha, en un amplio frente de tipo clerical-fascista, y lograr en cambio mover las fuerzas sociales y políticas del centro a posiciones sistemáticamente democráticas.
Obviamente, la unidad, la fuerza política y electoral de la izquierda y la comprensión la cada vez más sólida entre sus diversas y autónomas expresiones, son la condición indispensable para mantener una presión creciente en el país en favor del cambio y para su determinación. Sería, empero, completamente ilusorio pensar que aunque los partidos y fuerzas de izquierdas consiguieran el 51% de los votos y de la representación parlamentaria (que marcaría, en sí mismo, un importante paso adelante en la correlación de fuerzas entre los partidos en Italia), eso garantizaría la supervivencia y el trabajo de un gobierno que fue la expresión de este 51%.
Por ello no hablamos de una «alternativa de izquierdas», sino de una «alternativa democrática», es decir, de la perspectiva política de una colaboración y comprensión de las fuerzas populares de inspiración comunista y socialista con las fuerzas populares de inspiración católica, así como con formaciones de otra orientación democrática.
Nuestra obstinación en proponer esa perspectiva es objeto de controversia y críticas de diversos sectores. Pero la verdad es que ninguno de nuestros críticos y objetores ha podido y sabido señalar otra perspectiva válida, capaz de sacar a Italia de la crisis en la que la ha metido la política de división de las fuerzas democráticas y populares, para dar solución a los inmensos y lacerantes problemas económicos, sociales y civiles abiertos y de garantizar el futuro democrático de nuestra República.
Y, de hecho, bien visto, las controversias y los intentos de hacer imposible la perspectiva que proponemos no han impedido, en cambio, que se impusiera y se imponga en la conciencia de las cada vez más amplias masas populares y sus movimientos reales, así como, hasta cierto punto y de diversas maneras, en la propia vida política y en los partidos. Lo demuestra que el problema que planteamos se vuelve más maduro y urgente. Y si nadie es capaz de presentar una alternativa diferente tan válida y creíble como la que proponemos, Esto se debe a que esa alternativa diferente, en Italia, no existe.
Nuestra política de diálogo y confrontación con el mundo católico se desarrolla necesariamente a diferentes niveles y con diferentes interlocutores. En primer lugar está el problema, sobre el que nuestra posición de principio y nuestra línea política son conocidos, planteados por la presencia en Italia de la Iglesia católica y sus relaciones con el Estado y la sociedad civil. Luego está el problema de buscar un mayor entendimiento mutuo y un entendimiento con aquellos movimientos y tendencias de los católicos que, en número creciente, forman parte del movimiento obrero y se orientan en una dirección claramente anticapitalista y antiimperialista.
Pero no hay que olvidar el otro gran problema constituida por la existencia y la fuerza de un partido político como la Democracia Cristiana que, aparte del calificativo de «cristiana» que da de sí mismo, reúne en sus filas o bajo su influencia una gran parte de las masas obreras y populares de orientación católica. Hace unos meses, Rinascita publicó una serie de artículos y ensayos en los que se examinan y analizan los distintos aspectos de la cuestión de la DC. Remitimos al lector a ellos, limitándonos aquí a volver a plantear el tema en sus términos básicos.
El principal error que hay que evitar es juzgar la Democracia Cristiana italiana, y de hecho todos los partidos que llevan este nombre, como una categoría ahistórica, casi metafísica, por su propia naturaleza en última instancia, destinado a ser siempre o en todas partes un partido de la reacción. Y es verdaderamente risible que se reduzca a esto, en sustancia, todo el análisis sobre la DC que nos dan las personas que, con tanta arrogancia, intentan subirse a su caballo y dar a todos lecciones de marxismo.
Naturalmente, nuestro juicio sobre la DC está igualmente lejos de eso que del que sus dirigentes dan de él, que, invirtiendo el contenido pero manteniendo el mismo método ahistórico que ahora hemos criticado, presentan a la DC como una parte que, «por su propia naturaleza», sería el garante de las libertades y el abanderado del progreso democrático. En realidad, ambos juicios que hemos mencionado carecen de verdadera seriedad y tienen los dos un carácter puramente instrumental. El único criterio marxista, o incluso el que quiera basarse en la seriedad política, es considerar la DC tanto en el contexto histórico político en el que se sitúa y opera como en la realidad social y política compuesta que se expresa en ella. Sólo de esta manera es posible ponerse en posición de intervenir e influir realmente en la orientación y la conducta práctica de ese partido.
Siempre hemos sido conscientes del vínculo entre la Democracia Cristiana y los grupos dominantes de la burguesía, y su peso relevante, en ciertos momentos decisivos, en la política de la DC. Pero la DC y su entorno también aglutina otras fuerzas e intereses económicos y sociales, desde los de varias categorías de la clase media hasta los, muy consistentes especialmente en ciertas regiones y zonas del país, de los estratos populares, de campesinos, jóvenes, mujeres e incluso trabajadores. También el peso y exigencias de los intereses y aspiraciones de estas fuerzas se han hecho sentir en mayor o menor medida en el transcurso de la la vida y la política de la DC y se puede hacer que cuenten cada vez más más.
Además de esta variada y contradictoria composición social de la DC, deben ser tenido en cuenta sus orígenes, historia, tradiciones y las diferentes tendencias políticas e ideales que se han agitado y se agitan en su interior, desde las reaccionarias, conservadoras y moderadas hasta las democráticas e incluso progresistas. Todo eso ayuda a explicar cómo los acontecimientos históricos de este partido han sido muy tortuosos y a menudo marcado por actitudes antitéticas. Nacido como un partido popular, democrático y laico, se opuso inicialmente al movimiento fascista, pasando luego a apoyar y participar en el primer gobierno Mussolini, rompiendo después con él para llegar, a través de un trabajo arduo, a la participación en la lucha clandestina y el compromiso pleno y directo en la Resistencia, junto y en unidad con las fuerzas proletarias y populares. Tras la liberación, tras el advenimiento de la República y tras la redacción de la Constitución, fruto de un acuerdo entre los tres grandes partidos de masas (comunista, socialista y demócrata-cristiano), fue precisamente el partido Demócrata-Cristiano –en el clima de división creado en Europa y en el mundo por la incipiente Guerra Fría– el principal artífice de la ruptura de la alianza del gobierno con los comunistas y socialistas, de la unidad sindical y, en general, del entendimiento entre las fuerzas antifascistas. Y fue precisamente la DC quien llevó a cabo a partir de ese momento una política de oposición y choque frontal con el movimiento obrero y popular de comunistas y socialistas. La derrota de esta política, debido a la capacidad de lucha de la clase obrera, los jornaleros, los campesinos, los trabajadores y sus organizaciones sindicales y políticas, y también por a la tenacidad con que nuestro partido nunca se ha desviado de su línea unitaria, reabrió una perspectiva de avance al movimiento democrático y el país y creó una nueva situación también en la DC. De hecho, aunque manteniendo la inspiración conservadora y moderada de su línea, le ha sido imposible devolver el país a la división vertical y el choque frontal. Cuando uno de sus hombre, Tambroni, se aventuró en un intento extremo de restaurar tal condición, fue rápidamente arrollado por un gran movimiento popular y unitario y liquidado por su propio partido. Pero hay más: cuando la DC, derrotada en su línea, inició un nuevo tipo de maniobra de aislamiento del PCI, con el experimento del centro-izquierda, también fracasó por este terreno.
La DC aún no ha salido de la crisis de perspectivas provocada por el fracaso de esas diversos intentonas de establecer una línea de división en el pueblo y el país. Advierte que es muy difícil y puede estar preñada de aventuras fatales, para todos y ella misma, jugar la carta de la oposición y la confrontación, pero todavía no ha llegado a emprender el camino contrario de manera coherente. Y ahí radica una de las causas determinantes de la crisis que afecta al país.
¿Qué hacer? ¿En qué dirección hay que intentar empujar las cosas? Del breve resumen que hicimos de la composición conducta social y política de la DC, parece que este partido es un realidad no sólo variada, sino muy cambiante; y resulta que los cambios son determinados tanto por su dialéctica interna como, aún más, por la forma en que se desarrollan los acontecimientos internacionales y nacionales, desde las luchas y las correlaciones de fuerza entre las clases y entre los partidos, por el peso que ejercen en la situación el movimiento obrero y el PCI, su fuerza, su línea política y su iniciativa. Consideremos el caso más reciente, el del gobierno Andreotti: la hostilidad activa de las masas populares, la combatividad y la iniciativa conjunta de la oposición comunista, la batalla del partido socialista y la de grupos, corrientes y personalidades dentro de la propia DC han llevado al desmoronamiento de la coalición de centro-derecha y ha creado una situación en la que la misma mayoría de fuerzas dentro de la DC que llevó a Andreotti al gobierno, o al menos lo apoyó, ha fracasado.
La DC tuvo que abandonar la línea de centro-derecha y la perspectiva. Siendo tal la realidad de la DC y donde se encuentra hoy en día, es claro que la tarea de un partido como el nuestro sólo puede ser aislar y derrotar drásticamente las tendencias que apuntan o que puede tener la tentación de centrarse en oponerse y dividir de manera vertical del país, o que de otro modo persisten en una posición de sesgo ideológico anticomunista, que es de per se, en Italia, un peligro inminente de división de la nación. Lo es, por el contrario, actuar para garantizar que la tendencias que, con realismo histórico y político, reconocen la necesidad y madurez de un diálogo constructivo y de un entendimiento entre todas las fuerzas populares, sin que esto signifique confusión o renuncia a las distinciones y a la diversidad ideales y políticas que caracterizan a cada una de estas fuerzas.
Por supuesto, primero entendemos que el camino hacia esta perspectiva no es fácil ni puede apresurarse. También sabemos qué y cuántas batallas apretadas y apremiantes, para afirmar esta perspectiva, habrá que librar en los varios planos y no sólo por nuestro partido, con determinación y con paciencia. Pero tampoco hay que creer que el tiempo disponible es indefinido. La gravedad de los problemas del país, las amenazas siempre acechantes de las aventuras reaccionarias y la necesidad de abrir por fin a la nación un camino seguro hacia el desarrollo económico, de la renovación social y el progreso democrático hacen cada vez más urgentes y maduras para lo que se puede llamar la nueva del gran «compromiso histórico» entre las fuerzas que reúnen y representan la gran mayoría del pueblo italiano.
Nota
[1] Enrico Berlinguer, «Carta al Obispo de Ivrea, Monsr. Luigi Bettazzi, 7 de octubre de 1977
Fuente: Rinascitta, 12 de octubre de 1973 en Espai Marx 18 de noviembre de 2022
Portada: Berlinguer interviene en un mitin en la Piazza della Signoria de Florencia en 1980 (foto: Il Riformista)
Ilustraciones, Conversación sobre la historia
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