Izquierdo Cabrera, Eduardo
14 x 21 cm.
Nº de páginas: 96
Editorial: LUPERCALIA EDITORIAL
ISBN: 9788494163975
Año edición: 2014
PVP: 12,90 €
La revista Efe Eme publica una fantástica crítica de “Debo ser muy buena presa (cuando tengo tantas escopetas apuntándome)” a cargo de su director Juan Puchades. Ahí va:
Sí, Eduardo Izquierdo es uno de los colaboradores habituales de EFE EME, así que lógica y ética recomiendan que servidor no escriba crítica alguna de su primera novela. Pero lo bien cierto es que, más allá del colegueo, “Debo ser muy buena presa cuando tengo tantas pistolas apuntándome” (ese es el largo título completo) merece la pena ser leída y, por supuesto, recomendada.
Reconozco que me llevé tremenda sorpresa al adentrarme en el libro y comprobar que el argumento principal giraba alrededor del cantaor flamenco El Cabrero. Sobre todo porque uno hace a Eduardo tan próximo al flamenco como, pongamos por caso, al trip hop o al trash metal. Porque lo suyo, en lo musical, tiene más que ver con los sonidos de raigambre estadounidense, el country, el blues, el rock guitarrero… También, por supuesto, con el rock español. Pero nada que ver con el flamenco. Sin embargo, una vez acomodado entre sus páginas (las de la novela), se comprende la elección por ciertas similitudes (en las que nunca hubiera reparado) entre El Cabrero y el mismísimo Johnny Cash. Pero tal cual. Y no es broma.
El personaje que sirve para tirar del hilo argumental es un periodista de “Rolling Stone” (la original, la de Estados Unidos, no la franquicia hispana) que quiere “venderle” a sus jefes el relato de ese cantaor profundamente de izquierdas y libertario crecido entre cabras, curtido al sol de Andalucía y de personalidad férrea e inquebrantable. Desde ahí, mezclando ficción y realidad, Eduardo levanta con soltura un relato en el que se cruzan las dos historias, la del periodista y la del propio cantaor, resultando de ello una novela breve puesta en pie con excelente pulso que atrapa de tal modo que hasta te entran ganas de escuchar la música del Cabrero, aunque tal cosa jamás se te hubiera pasado por la cabeza.
Eduardo Izquierdo, en suma, sale más que bien librado de su estreno como novelista, logrando lo más importante: dejar tan buenas sensaciones que estaremos atentos a sus próximos pasos literarios.
A continuación os dejo un pequeño extracto.
Sevilla. 1971
—Qué haces ahí to vestío de negro chiquillo?
—Busco un sitio donde me dejen cantar.
—¿Y piensas encontrarlo durmiendo en un portal?
—La vía está mu negra compare. Como el color de mi camisa.
—¿Tienes hambre chaval?
—Más que el perrunciego.
—Vente conmigo anda.
Y José cogió sus cosas. Apenas una bolsa de tela maltrecha con una muda limpia y una navaja. Había salido hacía unas semanas de Aznalcóllar, camino de Madrid, de la capital, como todos la llamaban. Era el lugar de los sueños. Donde todo se movía. El centro del universo. Allí es donde uno tenía que estar si quería vivir del
cante. Con las mejores salas, con los mejores apoderados y con los mejores músicos. La flor y la nata de los guitarristas estaban en Madrid. Los mejores. Aquellos que habían tocado con los más grandes. Pero él no supo donde ir. El dinero que le habían dado por las cabras cubrió el billete de tren y poco más. Aquellos altos edificios eran demasiado duros y demasiado crueles para alguien que apenas había salido del cobijo de sus cabras. A pesar de que allí canta en tabernas y hasta en portales. Algo con lo que apenas logra ganar unas perras con las que pagarse un billete hasta Córdoba. Siguiente estación. Y la enfila con la actitud del que ha perdido una batalla, pero no una guerra. Porque es un luchador, tal y como le había enseñado padre. Él no conoce el significado de la palabra perder y sabe que en la perseverancia está el secreto de casi todo en la vida. Cabezón. Eso le decía madre que era. Pero no lo hacía como si fuera un defecto, o al menos eso es lo que le decían sus ojos. «Tú llegarás donde quieras porque eres un cabezón», y entonces le besaba la frente. Y él la creía. Más que a nadie que pudiera hablarle en este mundo. Porque si tenía que describir la verdad no se le ocurría mejor definición que las palabras de su madre. Y en todo eso iba pensando en aquel vagón de tren.
Camino de otra nueva ciudad, soñando con encontrar un rincón en la judería en el que le dejaran cantar, entre sus calles estrechas pero llenas de la luz de la vida, convencido de que si lo había dicho madre, no podía fallar.
La casualidad hizo que parte del camino hacia Sevilla, su siguiente parada, lo hiciera en el asiento trasero de un coche de la Guardia Civil. Ellos le ayudaron, extrañamente, sin pedir nada a cambio. A pesar del miedo que sintió cuando aquel coche pintado de verde y blanco se paró a su lado en la carretera. Pensando que ya
la había liao. Que iba fino y que aquella noche dormía en el calabozo. Pero se equivocó. Porque ellos sólo querían ayudar a un chaval desamparado que caminaba por la carretera. Y en esos momentos es
cuando se acuerda. Se acuerda que padre quería que fuera Guardia Civil. «Me cago en Dios José, ¿qué coño haces toas las noches que vienes a la una o a las dos? Estudia para Guardia Civil, como tu hermano, que eso es sueldo fijo». Poca gracia le hubiera hecho haberlo visto acabar en soportales del campo de fútbol del Sevilla. Allí iba la gente a disfrutar. José iba por las noches a dormir.
Se llamaba Paco y tenía cara de buen zagal. O eso le pareció a José. La voz rota, de tronío. Y los ojos oscuros como la sombra del zaguán. ¿Y tú a que le cantas muchacho? A tó señor. A la cantidad de injusticias, rivindico muchas cosas que sí están palpables y bajo los pies de los hombres. El que lo pisa, por no levantar el pie, se avergüenza. Y si es para dar un paso adelante, menos. Nadie quiere dar un paso adelante no sea que vaya a perder el sitio. El Paco sonrío. ¿Y por eso vistes de negro? Visto de negro porque no se pué vestir de
otro color. Pa rivindicar. Porque tó está mu negro. Y si he reivindicado las «vereas» como cabrero que soy y seré toa mi vía, pues también mi propio gremio se echa pa atrás porque al poderoso le parece más prudente, más cristiano, más borrego, más cordero de Dios.
Cuando Paco oyó cantar por primera vez a José lo entendió, y algo se le rompió en el alma. Aquella manera de entonar las gilianas que sólo sabían cantar así los gitanos de pura cepa. Esa especie de soleá por bulerías con un aroma especial. José sentía y hacía sentir. El terciopelo de su voz se rompía como si un baldeo inesperado le arrancara la nuez. O las alboreás, que Paco sólo había oído cantar así en alguna boda gitana. Esa forma de decir. Que esas coplas no se cantan, se dicen. Y esas letras. Esas palabras que se clavaban. Yo
escribo mis letras porque uno lo mismo rivindica que espera para ver si hay una respuesta o para hacerme ver que estoy equivocado dentro de la razón. No es que esté equivocado para entrar en un determinado sitio donde a lo mejor no me hace falta, pero sí que me tengan en cuenta, ¿no?
Por eso José entró en la compañía de Paco sin apenas darse cuenta. Con naturalidad. La Cuadra, que así se llamaba. Eso sí, para cantar seguiriyas, tonás y cantes de trilla. Pero vendrás con nosotros a ver mundo chaval. Y José se fue. A la Italia, a la Francia y a la Suiza. A dejar huella con su cante. A romper el silencio de los cielos. A ver mundo, que es lo que siempre había querido, y de paso a que el mundo lo viera a él. Y también a conocer a la Elena.
Tenía los ojos claros, como el amanecer de la sierra. Pero sobre todo tenía duende. Sin bailar. Sin cantar. Pero lo tenía. Tenía esa forma de mirar que puede hacer que un hombre pierda el sentío. El norte no es norte con una mujer así. Y la brújula se te vuelve loca. Y el corazón se te aprieta. Y casi puedes tocarlo cuando te rebota en el pecho. Y sabes que puedes hacer cualquier cosa que te pida. Y no sólo eso. Sino que vas a hacerlo y ni siquiera vas a preguntar el por qué. Y si te mira otra vez de esa manera igual te vuelves loco del todo. Igual pierdes el control. Y te arrancas las entrañas para que esos ojos no dejen de mirarte así. Para que no se acabe nunca. Mientras el mundo da vueltas a tu alrededor, y a ti no te importa que pare de girar. O que lo haga más rápido. Porque el tiempo se ha parado y algo ha de sacarte de esa sensación o vas a volverte loco. Pero no quieres. Porque es igual que cuando uno está cantando. No puedes dejarlo,
pero duele. Tienes que sentirlo, pero asusta.
José no duró mucho en la Cuadra. Eran gente de buenalma. Pero él quería cantar sus palabras, quería estar con sus cabras y, sobre tó, con la Elena. Y aunque no quiso, le hizo daño al Paco. Él lo había cuidado. Le había dado cobijo y es de biennacidos ser agradecido. No era un malaje y José tampoco. Así que lo dejó una tarde de abril. Cuando ya no hacía falta. Cuando habían acabado las representaciones que había firmadas. Cuando el Paco tenía tiempo de encontrar a otro chaval con un montón de sueños en los soportales del campo de fútbol del Sevilla.
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