Madrid, baluarte de nuestra guerra de independencia. 7.XI.1936 - 7.XI.1937
[Nota preliminar: El texto que presentamos a continuación reproduce fielmente la edición impresa por el Servicio Español de Información, 1937? Únicamente se han corregido errores tipográficos claros.]
A la memoria de Emiliano Barral
I
Madrid, 7 de noviembre de 1936
II
Más de una vez he dicho que si Madrid no hubiera sido capital de España cuando estalló la rebelión militar, habría conquistado, en este año de abnegación y heroísmo la capitalidad que más de tres siglos no han podido disputarle. Y la habría conquistado sin pretenderlo, como se conquistan todas las cosas grandes: aspirando a otras mucho mayores.
Madrid ha sabido ser España, España entera, que es la España leal al Gobierno de nuestra gloriosa República. Luchando sin tregua contra los traidores de dentro y los invasores de fuera, Madrid, no tuvo una hora de vacilación, de desconfianza o de cobardía: ni siquiera un momento de jactancia en que gritase: ¡Viva Madrid! porque siempre ha gritado: ¡Arriba el pueblo!
Madrid ha sabido ser más que capital de España y espejo de todos los buenos españoles; porque al defender la causa popular, -la justicia para el pueblo- vierte su sangre por todos los pueblos y defiende el porvenir del mundo.
Valencia, 27 de Julio de 1937
III
LA SONRISA MADRILEÑA
Madrid tenía ya -¿quién puede dudarlo?- una breve y gloriosa tradición salpicada de sangre y de heroísmo, su breve historia trágica, que Don Francisco de Goya anotó para siempre. Pero el pueblo madrileño, que no lo ignoraba, nunca se jactó de ella; en los labios madrileños Bailén, Cádiz, Zaragoza, Gerona, eran, entre las gestas de nuestra guerra de la independencia, tanto o más que Madrid. Cuando Madrid hace del 2 de Mayo una fiesta piadosa específicamente madrileña, quitándole la solemnidad y el atuendo de fiesta nacional, para no herir el amor propio de una nación amiga, obra en función españolísima, como capital de todas las Españas. Nosotros tendíamos a olvidar lo trágico y lo heroico madrileño. En verdad, nos lo borraba esa jovialidad de Madrid, no exenta de ironía, de apariencia frívola y desconcertante, esa gracia madrileña inasequible a los malos comediógrafos, que todo lo achabacanan, y que tan finamente han captado los buenos (Lope, Cruz, Jacinto Benavente), esa gracia cuya degradación es el chiste, y que es esencialmente un antídoto contra lo trágico, y un anticipo del fracaso de lo solemne. Pero la sonrisa madrileña, levemente cínica, marcadamente irónica, es ya una sonrisa a pesar de todo, porque en Madrid es la vida más dura que en el resto de España. Es en Madrid donde adquieren más tensión los resortes de la lucha social y de la competencia en el trabajo, el lugar de los mayores afanes y los mayores riesgos, donde, a causa de la mucha concurrencia, es más grande la soledad del individuo, donde es más ardua la empresa de salir adelante con la propia existencia y la de la prole. Hay en la sonrisa madrileña una lección de moral, de dominio del hombre sobre sí mismo, que pudiera expresarse: a mayor esfuerzo menor jactancia.
IV
En los primeros días de la rebelión militar, Madrid tuvo la intuición inmediata del enemigo, la revelación de toda la fuerza con que había de medirse. Cómo y por qué el pueblo, precisamente el pueblo madrileño era el menos sorprendido por la traición fascista, y el más dispuesto a combatirla, es algo que los historiadores del porvenir nos explicarán, acaso, algún día. El hecho es que la decisión de pelear hasta morir fué algo perfectamente maduro en el alma del pueblo.
Y esta decisión era tanto más heroica y magnífica, cuanto que el pueblo carecía de todo recurso material para la guerra, no tenía armas ni instrumentos, ni hábitos militares, frente a un enemigo que parecía poseerlo todo. En opinión de muchos, asistimos, por aquellos días, ya para siempre gloriosos, a uno de esos milagros de la voluntad popular, que solo se obran en España. Y hemos de reconocer que el milagro se hizo en Madrid sin aparato mágico, sin apariencias sobrenaturales, como una empresa perfectamente humana.
V
MADRID FRUNCE EL CEÑO. LOS MILICIANOS DE 1936
Después de puesta su vidatantas veces por su leyal tablero...
JORGE MANRIQUE
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal vez será porque estos hombres, no precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única -si se pierde, no hay otra- por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.
VI
Cuando una gran ciudad -como Madrid en estos días- vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece -literalmente-, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
*
VII
Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y -digámoslo con orgullo- perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie -signos de clase, hábitos e indumentos- a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar -jesuíticamete- la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Sí, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues, a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie», porque -y éste es el más hondo sentido de la frase-, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores que siempre ha despreciado al señorito.
Agosto 1936
VIII
Madrid, el frívolo Madrid nos reservaba la sorpresa de revelarnos, a tono con las circunstancias más trágicas de la vida española, toda la castiza grandeza de su pueblo. En los rostros madrileños, durante unos días de seriedad, vimos a España entera en su mejor retrato. Madrid, frunciendo el ceño oportunamente, había eliminado al señorito y ya podía sonreír otra vez.
El enemigo -los traidores de dentro y los invasores de fuera- se iba poco a poco aproximando a Madrid. La aviación enemiga multiplicaba sus asesinatos monstruosos de los inermes y los inofensivos: de enfermos, de ancianos, de mujeres, de niños. El cielo otoñal madrileño, con sus nubes de plata y sus lluvias ligeras, tan alegre antaño, tan hospitalario y acogedor cuando nos anunciaba los días del renacer de la vida ciudadana, la vuelta de los escolares a sus estudios, la reapertura de sus centros de solaz y cultura, era ahora una constante invitación a la blasfemia, a una blasfemia que los combatientes no proferían. Madrid había recobrado su sonrisa a pesar de todo, expresiva ahora de una ironía mucho más honda. Madrid había llegado a una plena conciencia de su grandeza y de su soledad, quiero decir que Madrid se sentía a solas con España, con lo más hondo y perdurable de su raza, con ese ímpetu español que no miente a la patria, porque es la patria misma, y que, cuando otros la invocan para traicionarla y venderla, acude a defenderla y a comprarla con la propia sangre. Con España, -y algunos nobles amigos extranjeros-, y enfrente de los traidores, de los cobardes, de los asesinos, de las hordas compradas al hambre africana, enfrente de los siervos incondicionales, ciegos instrumentos de la reacción europea, frente a los más sombríos fantasmas de la historia, más o menos motorizados, frente a las tropas italianas de flamantes equipos militares, al servicio de un faquín endiosado, frente a los técnicos de la guerra, de una guerra sin posible victoria, sabios verdugos del género humano, a sueldo de la ambición germánica... Era todo eso lo que Madrid tenía enfrente, lo que Madrid oía tronar a sus puertas.
Quien oyó los primeros cañonazos disparados sobre Madrid por las baterías facciosas, emplazadas en la Casa de Campo, conservará para siempre en la memoria una de las emociones más antipáticas, más angustiosas y perfectamente demoniacas que pueda el hombre experimentar en su vida. Allí estaba la guerra, embistiendo testaruda y bestial, una guerra sin sombra de espiritualidad, hecha de maldad y rencor, con sus ciegas máquinas destructoras vomitando la muerte de un modo frío y sistemático sobre una ciudad casi inerme, despojada vilmente de todos sus elementos de combate, sobre una ciudad que debía ser sagrada para todos los españoles, porque en ella teníamos todos -ellos también- alguna raíz sentimental y amorosa. Los asesinos de Madrid, asesinos de España, estaban allí crueles, implacables... Pero no entraban. ¡Ah! No podían entrar. Hubo de aplazarse indefinidamente el sacrílego Te Deum en la Puerta del Sol que proyectaban aquellos enemigos de Dios para festejar la consumación de su crimen. No entraron, no podian entrar, porque Madrid no lo consentía. Un General insigne y unos cuantos capitanes egregios -¿habrá algún dia bronce bastante para ellos?- cuajaron con pechos madrileños un frente de combate, una barrera infranqueable para el odio faccioso. Ha pasado un año y, para asombro del mundo -¿merece el mundo tan sublime espectáculo?- esa barrera sangra, pero no cede. ¿Triunfará Madrid? La victoria la ha ganado cien veces, quiero decir que cien veces la ha merecido.
Valencia, 7 de Noviembre de 1937
ANTONIO MACHADO
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