Hormigón lúcido nos ha dicho que el capitalismo ahora posee una maquinaria de aplastamiento de la conciencia crítica, que nunca antes tuvo.
La última vez que nos vimos fue hace pocas fechas, el 23 de marzo, en el aula escalonada de la Facultad de Letras de la calle San Bernardo, con ocasión de la Asamblea para una cultura popular antifascista (Cultura contra el fascismo). Nos dimos un abrazo, quizás con un punto más de emoción de lo previsto. Lo vi más agachado, pero sereno. Y cuando presentó su ponencia me tranquilizó: seguía combativo, irónico. Antes nos habíamos encontrado en el Congreso de Escritores que celebramos en el Ateneo de Madrid (2012) y poco después organizamos una mesa de trabajo sobre Bertolt Brecht en el teatro Valle Inclán, donde compartimos empeño con el director Ernesto Caballero. Y después el mazazo de la noticia de su muerte.
Había sido un trabajador incansable y entusiasta. Un marxista lúcido que casi al final, en su compendio El legado de Brecht, nos vino a decir que quizás necesitemos a Brecht en estos tiempos convulsos, confusos y líquidos. Precisamente Brecht es lo que nos unía de forma estable a Hormigón y a mí.
Dramaturgo, director, periodista crítico, novelista (con una última novela primorosamente escrita, Un otoño en Venecia), poeta (Dos luces en la espesura, su última entrega), profesor de teatro, ensayista, alguna vez actor. Investigador teatral con dos obras singulares: Autoras de la historia del teatro español y Directoras de la historia del teatro español). Incansable desde que en 1962 dirigiera el teatro universitario de Zaragoza. Su última entrega teórica fue El legado de Brecht.
A principios de los años 70 manejé, para la elaboración de mi tesis doctoral, los textos de Hormigón sobre cultura, realismo y pueblo en Valle Inclán. Me decía entonces, intentando un esquema operativo, que Valle era Brecht más el esperpento menos el efecto de distanciamiento. Y desde entonces sé que quien quiera comprender la complejidad real del brechtismo no puede eludir a Hormigón, ese Hormigón lúcido que nos ha dicho que “el capitalismo en su fase actual está acrecentando sus cotas primitivas de barbarie, rapacidad y depredación del planeta, pero ahora posee una maquinaria de aplastamiento de la conciencia crítica por múltiples caminos, que nunca antes tuvo. (…) Pero siempre conservo la esperanza dialéctica más honda de que no siempre será así, que algún día las afirmaciones vanas del presente mediocre se desvelarán como grandes mentiras”.
Brecht, como he dicho, era el cemento de nuestra amistad. Su poesía, su teatro diferentes. Su original literatura que, hasta cierto punto, y de manera amable, nos servía para contradecir ese gran pronunciamiento de que “La literatura no ha existido siempre”. Como si la literatura fuera un discurso específico de la formación social burguesa y no fuera posible fuera de ella. Y sí era posible, desde un inconsciente antagónico, desde una relación imaginaria, también de clase, pero diferente, con la realidad. Y sí era posible desde la labor fría, insensata, pero irrefutable, del efecto de distanciamiento brechtiano, que separa el sentido común dominante de otra forma de entender las cosas que no convierte la explotación y el dominio en espacios totalizantes, contra los que no es posible luchar.
En las jornadas del Congreso de Escritores y Artistas celebrado en el Ateneo de Madrid, tuvimos ocasión de conversar, y hasta de comer juntos en una mesa compartida llena de crítica y alegría. Y sabíamos que él y yo, individuos de 1943, quizás no alcanzáramos a ver las transformaciones revolucionarias que sin duda llegarán alguna vez a producirse. O sí, bromeamos: eso mismo dijo Lenin en Zurich a principios de 1917, y fíjate lo que pasó después. Y nos dispusimos a esperar el tren sellado que podría transportarnos a la estación Finlandia. Pero ahora te has ido de repente, Juan Antonio. Pero no te preocupes, si llega el tren, dejaré en tu honor un asiento vacío.
Había sido un trabajador incansable y entusiasta. Un marxista lúcido que casi al final, en su compendio El legado de Brecht, nos vino a decir que quizás necesitemos a Brecht en estos tiempos convulsos, confusos y líquidos. Precisamente Brecht es lo que nos unía de forma estable a Hormigón y a mí.
Dramaturgo, director, periodista crítico, novelista (con una última novela primorosamente escrita, Un otoño en Venecia), poeta (Dos luces en la espesura, su última entrega), profesor de teatro, ensayista, alguna vez actor. Investigador teatral con dos obras singulares: Autoras de la historia del teatro español y Directoras de la historia del teatro español). Incansable desde que en 1962 dirigiera el teatro universitario de Zaragoza. Su última entrega teórica fue El legado de Brecht.
A principios de los años 70 manejé, para la elaboración de mi tesis doctoral, los textos de Hormigón sobre cultura, realismo y pueblo en Valle Inclán. Me decía entonces, intentando un esquema operativo, que Valle era Brecht más el esperpento menos el efecto de distanciamiento. Y desde entonces sé que quien quiera comprender la complejidad real del brechtismo no puede eludir a Hormigón, ese Hormigón lúcido que nos ha dicho que “el capitalismo en su fase actual está acrecentando sus cotas primitivas de barbarie, rapacidad y depredación del planeta, pero ahora posee una maquinaria de aplastamiento de la conciencia crítica por múltiples caminos, que nunca antes tuvo. (…) Pero siempre conservo la esperanza dialéctica más honda de que no siempre será así, que algún día las afirmaciones vanas del presente mediocre se desvelarán como grandes mentiras”.
Brecht, como he dicho, era el cemento de nuestra amistad. Su poesía, su teatro diferentes. Su original literatura que, hasta cierto punto, y de manera amable, nos servía para contradecir ese gran pronunciamiento de que “La literatura no ha existido siempre”. Como si la literatura fuera un discurso específico de la formación social burguesa y no fuera posible fuera de ella. Y sí era posible, desde un inconsciente antagónico, desde una relación imaginaria, también de clase, pero diferente, con la realidad. Y sí era posible desde la labor fría, insensata, pero irrefutable, del efecto de distanciamiento brechtiano, que separa el sentido común dominante de otra forma de entender las cosas que no convierte la explotación y el dominio en espacios totalizantes, contra los que no es posible luchar.
En las jornadas del Congreso de Escritores y Artistas celebrado en el Ateneo de Madrid, tuvimos ocasión de conversar, y hasta de comer juntos en una mesa compartida llena de crítica y alegría. Y sabíamos que él y yo, individuos de 1943, quizás no alcanzáramos a ver las transformaciones revolucionarias que sin duda llegarán alguna vez a producirse. O sí, bromeamos: eso mismo dijo Lenin en Zurich a principios de 1917, y fíjate lo que pasó después. Y nos dispusimos a esperar el tren sellado que podría transportarnos a la estación Finlandia. Pero ahora te has ido de repente, Juan Antonio. Pero no te preocupes, si llega el tren, dejaré en tu honor un asiento vacío.
Felipe Alcaraz
Publicado en el Nº 326 de la edición impresa de Mundo Obrero mayo 2019
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