miércoles, 8 de mayo de 2019

261 ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE ROBESPIERRE



SOBRE LOS PRINCIPIOS DE MORAL POLÍTICA QUE DEBEN GUIAR A LA CONVENCIÓN NACIONAL EN LA ADMINISTRACIÓN INTERIOR DE LA REPÚBLICA

18 pluvioso del año II – 5 de febrero de 1794, en la Convención
Cuando Robespiere pronuncia este discurso en nombre del Comité de salud pública tiene la sensación de encontrarse en una situación de tregua, la cual le autoriza a pensar en el final de la Revolución y a abordar los principios y las formas de la República venidera. El fin de la República es “el disfrute sosegado de la libertad y de la igualdad, el reino de la justicia eterna”. Para alcanzarlo, Robespierre propone un nuevo orden de cosas construido sobre el principio de la virtud, “que no es otra cosa que el amor a la patria y a sus leyes” y el principio de igualdad. Estos principios deben servir de brújula para la acción del gobierno revolucionario que prepara el advenimiento de la República. La virtud republicana debe ser la energía tanto del pueblo como del gobierno, pero es el pueblo quien actúa como guardián último de la misma. Si éste fuese corruptible, entonces la libertad estaría perdida. Por ello mismo, Robespierre se apoya sobre un pueblo naturalmente virtuoso, puesto que ha reconquistado su libertad y al que “para amar la justicia y la igualdad le es suficiente con amarse a sí mismo”. En consecuencia, la virtud debe actuar como una fuerza coactiva sobre el gobierno para que éste haga el bien. Sin embargo, durante la Revolución, la virtud sin el terror es impotente. Y se trata todavía aquí de explicar el terror. Este no es “otra cosa que la justicia pronta, severa, inflexible”. Hay que proseguir el trabajo político que consiste en distinguir a los ciudadanos republicanos de los enemigos de la patria. Las facciones son las que se encuentran en el núcleo del dispositivo contrarrevolucionario. En contra de los moderados,sufrir por el pueblo, pero no tener piedad alguna hacia sus enemigos, pues “perdonar a los opresores de la humanidad es barbarie”. En contra de los “ultrarrevolucionarios”, él expresa que sus manifiestos contra la libertad de cultos y sus “extravagancias estudiadas” desfiguran el gobierno revolucionario. Por esta razón, los unos y los otros son aliados de hecho de la coalición contrarrevolucionaria y de los “aristócratas”. Proclamar los principios de la moral política y luchar contra las facciones es proteger la virtud de la representación nacional.
 
Ciudadanos representantes del pueblo
Expusimos, ya hace cierto tiempo, los principios de nuestra política exterior: hoy vamos a desarrollar los principios de nuestra política interior.
Tras haber vagado durante largo tiempo al azar, y como arrastrados por el movimiento de facciones contrarias, los representantes del pueblo francés por fin han mostrado un carácter y un gobierno. Un súbito cambio en la fortuna de la nación anunció a Europa la regeneración que se estaba produciendo en la representación nacional. Pero, hasta el presente momento en el que hablo, hay que convenir que hemos sido guiados más bien, en estas circunstancias tan tempestuosas, por amor al bien y por la intuición de las necesidades de la patria, más que por una teoría exacta y por reglas precisas de conducta, que no habíamos tenido siquiera el tiempo suficiente para trazar.
Es hora de determinar con nitidez cuál es el fin de la revolución, y el plazo en el que nosotros queremos alcanzarlo; es hora de que nos demos cuenta de los obstáculos que aún nos alejan de él, y de los medios que debemos adoptar para alcanzarlo: idea simple e importante, que parece no haber sido advertida jamás. Pero, claro, ¿cómo hubiera podido osar realizarla un gobierno cobarde y corrupto? Un rey, un senado, un César, un Cromwell deben ante todo recubrir sus proyectos con un velo religioso, transigir con todos los vicios, halagar a todos los partidos, aplastar al de las gentes de bien, oprimir o engañar al pueblo para alcanzar el fin perseguido por su pérfida ambición. Si no hubiésemos tenido una tarea más importante que realizar, si tan sólo se hubiese tratado aquí de los intereses de una facción o de una nueva aristocracia, habríamos podido creer, al igual que ciertos escritores aún más ignorantes que perversos, que el plan de la revolución francesa estaba ya escrito con todas las letras en los libros de Tácito y de Maquiavelo, y que había que buscar en consecuencia los deberes propios de los representantes del pueblo en la historia de Augusto, de Tiberio o de Vespasiano, o incluso en la de ciertos legisladores franceses; puesto que, con la diferencia de ciertos matices mayores o menores, de perfidia o de crueldad, todos los tiranos se asemejan.
En cuanto a nosotros, venimos hoy para poner al mundo entero en conocimiento de vuestros secretos políticos, a fin de que todos los amigos de la patria puedan unirse a la voz de la nación y del interés público; a fin de que la nación francesa y sus representantes sean respetados en todos los países del orbe terrestre donde pueda alcanzar el conocimiento de sus verdaderos principios; a fin de que los intrigantes que no buscan siempre sino reemplazar a otros intrigantes, sean juzgados de acuerdo con reglas seguras y fáciles.
Es preciso tomar precauciones por anticipado, con el fin de poner el destino de la libertad en manos de la verdad que es eterna, mejor que encuentre la muerte tan sólo con pensar el crimen.
¡Feliz el pueblo que puede alcanzar ese punto! Pues, cualquiera que sean los nuevos ultrajes que se le deparen, ¡qué fuente de recursos no le ofrece un orden de cosas en el que la razón pública es la garantía de la libertad!
¿Cuál es el fin hacia el que nos dirigimos? El disfrute sosegado de la libertad y de la igualdad; el reino de esta justicia eterna, cuyas leyes han sido grabadas, no sobre mármol o sobre piedra, sino en los corazones de todos los hombres, incluso en el del esclavo que las olvida, y en el del tirano que las niega.
Queremos un orden de cosas en el que todas las pasiones bajas y crueles sean encadenadas, todas las pasiones bienhechoras y generosas sean avivadas por la ley; en el que la ambición consista en el deseo de merecer la gloria y de servir a la patria; en el que las distinciones no nazcan sino de la igualdad misma; en el que el ciudadano esté sometido al magistrado, el magistrado al pueblo, y el pueblo a la justicia; en el que la patria asegure el bienestar a todo individuo, y en el que cada individuo disfrute con orgullo de la prosperidad y de la gloria de la patria; en el que todos los espíritus se engrandezcan mediante la continua comunicación de los sentimientos republicanos, y mediante la necesidad de merecer la estima de un gran pueblo; en el que las artes sean el adorno de la libertad que las ennoblece, el comercio la fuente de la riqueza pública y no sólo de la opulencia monstruosa de algunas casas.
Queremos que en nuestro país la moral sustituya al egoísmo, la integridad en el obrar al honor, los principios a los usos, los deberes a la conveniencias, el imperio de la razón a la tiranía de la moda, el desprecio del vicio al desprecio de la desgracia, el orgullo a la insolencia, la grandeza de ánimo a la vanidad, el amor a la gloria al amor al dinero, las buenas personas a la buena sociedad, el mérito a la intriga, el talento a la agudeza, la verdad al relumbrón, el encanto de la felicidad al aburrimiento de la voluptuosidad, la grandeza del hombre a la pequeñez de los grandes, un pueblo magnánimo, poderoso, feliz, a un pueblo amable, frívolo y miserable; es decir, todas las virtudes y todos los milagros de la República a todos los vicios y a todas las ridiculeces de la monarquía.
Queremos, en una palabra, satisfacer los íntimos deseos de la naturaleza, realizar los destinos de la humanidad, cumplir la promesas de la filosofía, absolver a la providencia del largo reinado del crimen y de la tiranía. Que Francia, antaño, ilustre entre los países esclavos, eclipsando la gloria de todos los pueblos libres que han existido se convierta en modelo de las naciones, espanto de los opresores, consuelo de los oprimidos, adorno del universo mundo, y que, al sellar nuestra obra con nuestra sangre, podamos al menos ver brillar la aurora de la felicidad universal. Esta es nuestra ambición, éste es nuestro fin.
¿Qué clase de gobierno puede realizar estos prodigios? Únicamente el gobierno democrático o republicano. Estas dos palabras son sinónimas, a pesar de los abusos del lenguaje vulgar; pues la aristocracia no es más republicana que la monarquía. La democracia no es un estado en el que el pueblo, continuamente congregado regule por sí mismo todos los asuntos públicos, aún menos aquél en el que cien mil fracciones del pueblo, mediante medidas aisladas, precipitadas y contradictorias, decidieran la suerte de la sociedad entera: un gobierno tal no ha existido jamás, y no podría existir sino para volver a llevar al pueblo el despotismo.
La democracia es un estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, hace por sí mismo todo lo que puede hacer, y mediante delegados todo lo que no puede hacer por sí mismo.
Por tanto, debéis buscar las reglas de vuestra conducta política en los principios del gobierno democrático.
Pero, para fundar y consolidar entre nosotros la democracia, para llegar al reinado apacible de las leyes constitucionales, es preciso terminar la guerra de la libertad contra la tiranía y atravesar felizmente las tormentas de la revolución: tal es el fin del sistema revolucionario que habéis regularizado. Por tanto, todavía debéis ajustar vuestra conducta a las circunstancias tempestuosas en las que se encuentra la república; y el plan de vuestra administración debe ser el resultado del espíritu del gobierno revolucionario, combinado con los principios generales de la democracia.
Ahora, bien, ¿cuál es el principio fundamental del gobierno democrático o popular, es decir, la energía esencial que lo sostiene y lo hace moverse? Es la virtud; hablo de la virtud pública que produjo tantos prodigios en Grecia y Roma, y que debe producirlos aún mucho más sorprendentes en la Francia republicana; de esa virtud que no es otra cosa que el amor a la patria y a sus leyes.
Pero como la esencia de la república o de la democracia es la igualdad, se concluye de ello que el amor a la patria abarca necesariamente el amor a la igualdad. Es verdad también que este sentimiento sublime supone la prioridad del interés público sobre todos los intereses particulares; de lo que resulta que el amor a la patria supone también o produce todas las virtudes: pues ¿acaso son ellas otra cosa que la fuerza de ánimo que otorga la capacidad de hacer estos sacrificios? ¿Cómo iba a poder, por ejemplo, el esclavo de la avaricia o de la ambición, sacrificar su ídolo por la patria?
No sólo la virtud es el alma de la democracia, sino que tan sólo puede existir bajo este gobierno. En la monarquía, yo no conozco más que a un individuo que pueda amar a la patria, y que, por ello mismo, no tiene incluso necesidad de virtud; es el monarca. La razón estriba en que, de todos los habitantes de sus estados, el monarca es el único que tiene una patria. ¿Acaso no es el soberano, como mínimo, de hecho? ¿No ocupa él el lugar del pueblo? ¿Y qué otra cosa puede ser la patria sino es el país en que se es ciudadano y miembro del soberano?
Como consecuencia del mismo principio, en los estados aristocráticos la palabra patria no posee algún significado más que para las familias patricias que se han apoderado de la soberanía.
Tan sólo en la democracia el estado es verdaderamente la patria de todos los individuos que la componen, y puede contar con tantos defensores interesados por su causa como ciudadanos contiene ella en su seno. Esta es la fuente de la superioridad de los pueblos libres sobre todos los demás. Si Atenas y Esparta triunfaron sobre los tiranos de Asia, y los suizos sobre los tiranos de España y de Austria, no hay que buscarle a ello ninguna otra causa.
Pero los franceses son el primer pueblo del mundo que ha instaurado la verdadera democracia, al convocar a todos los hombres a la igualdad y a la plenitud de los derechos de ciudadanía; y esta es, en mi opinión, la verdadera razón por la cual todos los tiranos coaligados contra la república serán vencidos.
Hay que extraer desde este momento grandes consecuencias de los principios que acabamos de exponer.
Puesto que el alma de la República es la virtud, la igualdad, y vuestro fin es fundar, consolidar la república, de ello se sigue que la primera regla de vuestra conducta política debe consistir en dirigir todas vuestras operaciones al mantenimiento de la igualdad y al desarrollo de la virtud; pues el primer desvelo del legislador debe consistir en fortalecer el principio en que se fundamenta el gobierno. Así, todo lo que tiende a avivar el amor a la patria, a purificar las costumbres, a elevar los espíritus, a encauzar las pasiones del corazón humano en pro del interés público, debe ser adoptado o instaurado por vosotros. Todo lo que tiende a concentrarlas en la abyección del yo personal, a despertar el encaprichamiento por las cosas pequeñas y el desprecio de las grandes, debe ser rechazado o reprimido por vosotros. En el sistema de la Revolución francesa, lo que es inmoral resulta contrario a la política, lo que es corruptor resulta contrarrevolucionario. La debilidad, los vicios, los prejuicios son el camino hacia la monarquía. Arrastrados demasiado a menudo, quizá, por el peso de nuestras antiguas costumbres, al igual que por la imperceptible pendiente de la debilidad humana, hacia las ideas falsas y hacia los sentimientos pusilánimes, tenemos que defendernos menos del exceso de energía que del exceso de debilidad. Quizá el mayor escollo que debamos evitar no es el fervor del celo, sino más bien el cansancio del bien y el miedo a nuestro propio valor. Reavivad sin cesar la sagrada energía del gobierno republicano, en lugar de dejarla decaer. No necesito decir que yo no quiero justificar con esto ningún exceso. Si se abusa de los principios más sagrados, le corresponde a la sabiduría del gobierno el saber consultar las circunstancias, aprovechar la situación, elegir los medios; pues la manera como se preparan las grandes cosas es una parte consustancial al talento de hacerlas, al igual que la sabiduría es en sí misma una parte de la virtud.
No pretendemos fraguar la república francesa en el molde de la de Esparta; no queremos darle ni la austeridad ni la corrupción de los claustros. Acabamos de presentaros, en toda su pureza, el fundamento moral y político del gobierno popular. Disponéis en consecuencia de una brújula que puede orientaros en medio de las tempestades de todas las pasiones, y del torbellino de intrigas que os rodean. Tenéis la piedra de toque con la que podéis poner a prueba todas vuestras leyes, todas las propuestas que se os hacen. Al compararlas constantemente con este principio, podéis, en adelante, evitar el escollo ordinario de las grandes asambleas, el peligro de las sorpresas y de las medidas precipitadas, incoherentes y contradictorias. Podéis dotar a todas vuestras operaciones de la organicidad, la unidad, la sabiduría, la dignidad que deben ser el signo de los representantes del primer pueblo del mundo.
No son las consecuencias fáciles del principio de la democracia las que hay que detallar, es el mismo principio simple y fecundo el que debe ser desarrollado.
La virtud republicana puede ser considerada con relación al pueblo y con relación al gobierno; resulta necesaria en uno y otro caso. Cuando tan sólo el gobierno carece de ella, queda aún la posibilidad de recurrir al pueblo; pero cuando hasta el pueblo mismo se ha corrompido, la libertad está ya perdida.
Felizmente, la virtud es connatural al pueblo, a despecho de los prejuicios aristocráticos. Un nación está verdaderamente corrompida cuando, tras haber perdido gradualmente su carácter y su libertad, pasa de la democracia a la aristocracia o a la monarquía; sobreviene entonces la muerte del cuerpo político por decrepitud. ¡Cuando tras cuatrocientos años de gloria, la avaricia logra desterrar de Esparta las buenas costumbres junto con las leyes de Licurgo, Agis muere en vano intentando restaurarlas! Por más que Demóstenes clama contra Filipo, Filipo encuentra en los vicios de la Atenas degenerada abogados más elocuentes que Demóstenes. Todavía hay en Atenas una población tan numerosa como en los tiempos de Milcíades y de Arístides; pero ya no hay atenienses. ¿Qué importa que Bruto haya dado muerte al tirano? La tiranía sobrevive en los corazones, y Roma ya sólo existe en Bruto.
Pero cuando, como consecuencia de esfuerzos prodigiosos de valor y de razón, un pueblo rompe las cadenas del despotismo para ofrecérselas como trofeos a la libertad; cuando, mediante la fuerza de su temperamento moral, se libra, en cierta manera, de los brazos de la muerte para recobrar todo el vigor de la juventud; cuando, alternativamente sensible y orgulloso, intrépido y dócil no puede ser detenido ni por las murallas inexpugnables, ni por ejércitos innumerables de los tiranos armados en contra suyo, y cuando se refrena a sí mismo ante la imagen de la ley, si no se eleva rápidamente a la altura de sus destinos, no será sino por culpa de quienes le gobiernan.
Por otra parte se puede decir, en cierto sentido, que para amar la justicia y la igualdad el pueblo no necesita de una gran virtud; le basta con amarse a sí mismo.
Pero el magistrado está obligado a sacrificar su interés al interés del pueblo, el orgullo del poder a la igualdad. Es necesario que la ley hable sobre todo con imperio a quien es su ejecutor. Es necesario que el gobierno haga fuerza sobre sí mismo para mantener todas sus partes en armonía con aquélla. Si existe un cuerpo representativo, una autoridad central constituida por el pueblo, le corresponde a ella vigilar y reprimir constantemente a todos los funcionarios públicos. Pero, quién la reprimirá a ella misma sino su propia virtud? Cuanto más alta es esta fuente de donde mana el orden público,
más pura debe ser; es necesario por lo tanto que el cuerpo representativo comience por someter en sí mismo todas las pasiones privadas a la pasión general del bien público. ¡Dichosos los re presentantes, cuando su gloria y su mismo interés los ligan, tanto como sus deberes, a la causa de la libertad!
De todo lo dicho deducimos una gran verdad; y es que la característica de un gobierno popular es ser confiado con el pueblo y severo consigo mismo. A esto se limitaría todo el desarrollo de nuestra teoría, si vosotros sólo tuvieseis que gobernar el navío de la República en la calma: pero la tempestad ruge: y el estadio de la Revolución en el que os encontráis os impone otra tarea.
Esa gran pureza de los fundamentos de la revolución, la sublimidad misma de su objetivo es precisamente lo que constituye nuestra fuerza y nuestra debilidad: nuestra fuerza, porque nos da la superioridad de la verdad sobre la impostura, y los derechos del interés público sobre los intereses privados; nuestra debilidad porque reúne contra nosotros a todos los hombres viciosos, a todos los que, en sus corazones, meditaban cómo despojar al pueblo, y a los que han rechazado la libertad como si fuera una calamidad personal, y a los que han abrazado la revolución como un oficio y la República como una presa: de ahí la defección de tantos hombres ambiciosos o ávidos que, desde el comienzo, nos han ido abandonando sobre la marcha, porque ellos no habían comenzado el viaje para alcanzar el mismo fin. Diríase que los dos genios contrarios que suelen representarse disputándose el dominio de la naturaleza, combaten en esta gran época de la historia humana para fijar sin que haya posible vuelta atrás, los destinos de la humanidad, y que Francia es el teatro de esta lucha temible. En el exterior, todos los tiranos os rodean; en el interior, todos los amigos de la tiranía conspiran. Van a conspirar hasta que la esperanza le haya sido arrebatada al crimen. Es necesario ahogar a los enemigos exteriores e interiores de la República, o perecer con ella; por ello, en tal situación, la primera máxima de vuestra política debe ser que se guíe al pueblo mediante la razón y a los enemigos de pueblo mediante el terror.
Si la energía del gobierno popular en la paz es la virtud, la energía del gobierno popular en revolución es a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia pronta, severa, inflexible; es pues una emanación de la virtud; es mucho menos un principio particular que una consecuencia del principio general de la democracia, aplicado a las más acuciantes necesidades de la patria.
Se ha dicho que el terror era la energía del gobierno despótico. ¿El vuestro se parece al despotismo? Sí, como la espada que brilla en las manos de los héroes de la libertad se asemeja a aquella con la que están armados los satélites de la tiranía. Que el déspota gobierne por el terror a sus súbditos embrutecidos; como déspota, él tiene razón: domad mediante el terror a los enemigos de la libertad, y en tanto que fundadores de la República, vosotros tendréis razón. El gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía ¿O es que la fuerza existe tan sólo para proteger el crimen? ¿Acaso el rayo no está destinado a golpear las cabezas orgullosas?
La naturaleza impone a todo ser físico y moral la ley de velar por su conservación; el crimen degüella a la inocencia para reinar, y la inocencia se debate con todas sus fuerzas entre las manos del crimen.
Que la tiranía reine un solo día, al día siguiente no quedará ni un patriota. ¿Hasta cuándo el furor de los déspotas será denominado justicia, y la justicia del pueblo barbarie o rebelión? ¡Cuánta ternura para los opresores y cuánta inexorabilidad para con los oprimidos! Nada más natural: quien no odie el crimen no puede amar la virtud.
Sin embargo es preciso que sucumba uno u otro. Indulgencia para los realistas, exclaman ciertas gentes. ¡Gracia para los infames! ¡No. Gracia para la inocencia, gracia para los débiles, gracia para los desdichados, gracia para la humanidad!
La protección social sólo les es debida a los ciudadanos pacíficos; no hay otros ciudadanos en la República que los republicanos. Los realistas, los conspiradores no son para ella más que extranjeros, o más bien enemigos. Esta guerra terrible que sostiene la libertad contra la tiranía ¿acaso no es indivisible? ¿Acaso los enemigos de dentro no son los aliados de los enemigos de fuera? Los asesinos que desgarran la patria en el interior; los intrigantes que compran las conciencias de los mandatarios del pueblo; los traidores que la venden; los libelistas mercenarios sobornados para deshonrar la causa del pueblo, para matar la virtud pública, para atizar el fuego de las discordias civiles, y para preparar la contrarrevolución política mediante la contrarrevolución moral, todas esas gentes ¿son menos culpables o menos peligrosos que los tiranos a los que sirven? Todos aquéllos que interponen su dulzura parricida entre los infames y la espada vengadora de la justicia nacional se asemejan a quienes se interpusieran entre los satélites de los tiranos y las bayonetas de nuestros soldados; todos los rebatos de su falsa sensibilidad no me parecen más que suspiros que se les escapan involuntariamente hacia Inglaterra y hacia Austria.
¿Y por quién iban a enternecerse ellos? ¿Acaso por los doscientos mil héroes, lo más selecto de la nación, segados por el hierro del enemigo de la libertad o bajo los puñales de los asesinos realistas o federalistas? No, esos no eran más que simples plebeyos, no eran más que simples patriotas; para tener derecho a su tierno interés es necesario ser, como mínimo, la viuda de un general que ha traicionado veinte veces a la patria; para obtener su indulgencia, es preciso demostrar que se ha hecho sacrificar a diez mil Franceses, al igual que un general romano, para obtener el triunfo, debía haber matado, según creo, a diez mil enemigos. Oyen con sangre fría el relato de los horrores cometidos por los tiranos contra los defensores de la libertad; nuestras mujeres horriblemente mutiladas, nuestros hijos degollados en el seno materno; nuestros prisioneros, sometidos a horribles tormentos en expiación de su heroísmo conmovedor y sublime: y denominan terrible carnicería al castigo demasiado lento de algunos monstruos que se han cebado en la más pura sangre de la patria.
Sufren, con resignación, la miseria de los ciudadanos generosos que han sacrificado a la más bella de las causas sus hermanos, sus hijos, sus esposas: pero prodigan las más generosas consolaciones a las mujeres de los conspiradores; resulta aceptable que ellas puedan seducir a la justicia impunemente, defender en contra de la libertad la causa de sus allegados y de sus cómplices; se ha hecho de ellas casi una corporación privilegiada, acreedora y pensionada del pueblo.
¡Con qué credulidad aún nos dejamos engañar ingenuamente por las palabras! ¡Hasta qué punto la aristocracia y el moderantismo nos gobiernan aún mediante las máximas asesinas que nos han dado! La aristocracia se sabe defender mejor con sus intrigas que el patriotismo con sus servicios. Pretenden gobernar las revoluciones mediante argucias palaciegas; se trata a las conspiraciones contra la República como si fueran causas sumariales abiertas contra particulares. La tiranía mata, y la libertad pleitea; y el código hecho por los mismos conspiradores es la ley por la cual se los juzga.
Se trata de la salvación de la patria, pero el testimonio del universo entero no puede sustituir a la prueba testimonial, ni la misma evidencia a la prueba literal.
La lentitud de los juicios equivale a la impunidad; la incertidumbre de la pena envalentona a los culpables; y todavía hay quien se lamenta de la severidad de la justicia; hay quien se lamenta de la detención de los enemigos de la República. Eligen sus ejemplos en la historia de los tiranos, porque no quieren buscarlos en la de los pueblos, ni sacarlos del genio de la libertad amenazada. En Roma, cuando el cónsul descubrió la conjura, y la sofocó al instante con la muerte de los cómplices de Catilina, ¿por quién fue acusado él de haber violado las formas? Por el ambicioso César, que quería engrosar su partido con la horda de los conjurados, por los Pisón, los Clodio, y todos los malos ciudadanos que temían la virtud de un verdadero Romano y la severidad de las leyes.
Castigar a los opresores de la humanidad, es clemencia; perdonarlos es barbarie. El rigor de los tiranos no tiene otro fundamento que el rigor mismo; el rigor republicano se fundamenta en la beneficencia.
Por ello, ¡maldito sea quien ose dirigir contra el pueblo el terror que no debe dirigir más que contra sus enemigos! ¡Maldito sea todo aquel que, confundiendo los inevitables errores del civismo con los errores calculados de la perfidia, o con los atentados de los conspiradores, deja de lado al intrigante peligroso para perseguir al apacible ciudadano! ¡Perezca el alevoso malvado que se atreva a abusar del sagrado nombre de la libertad, o de las armas temibles que ella le ha confiado, para llevar el duelo o la muerte a los corazones de los patriotas! Este abuso se ha cometido, no podemos ponerlo en duda. Y ello ha sido exagerado, sin duda, por la aristocracia: pero aunque tan sólo existiera en toda la república un solo hombre virtuoso perseguido por los enemigos de la libertad, el deber del gobierno sería el de buscarlo con inquietud y vengarlo con notoriedad.
Pero ¿es necesario concluir como consecuencia de esas persecuciones promovidas contra los patriotas por el celo hipócrita de los contrarrevolucionarios, que es preciso devolver la libertad a los contrarrevolucionarios y renunciar a la severidad? Precisamente estos nuevos crímenes de la aristocracia no hacen sino demostrar su necesidad. ¿Qué prueba la audacia de nuestros enemigos sino la tibieza con la que se les ha perseguido? Esto es debido, en gran parte, a la relajada doctrina que se ha predicado durante los últimos tiempos para tranquilizarlos. Si vosotros hiciéseis caso de esos consejos, vuestros enemigos lograrían alcanzar sus fines y recibirían de vuestras propias manos el premio a la última de sus fechorías.
¡Con cuánta frivolidad se juzga cuando se ve en algunas victorias alcanzadas por el patriotismo el final de todos los peligros! Echadle un vistazo a nuestra verdadera situación: os apercibiréis de que la vigilancia y la energía os resultan más necesarias que nunca. Una sorda malevolencia se opone por todas partes a las medidas del gobierno: la fatal influencia de las cortes extranjeras, no por ser más oculta es menos activa ni menos funesta. Se percibe que el crimen intimidado no hace sino encubrir su andadura con mayor destreza.
Los enemigos interiores del pueblo francés se han dividido en dos facciones, a modo de dos cuerpos de ejército. Marchan bajo banderas de diferente color, y por caminos distintos: pero marchan con un mismo fin, el fin es la desorganización del gobierno popular, la ruina de la Convención, es decir, el triunfo de la tiranía. Una de estas facciones nos empuja a la debilidad, la otra al exceso. Una quiere convertir la libertad en una bacante, la otra, en una prostituta.
Algunos intrigantes subalternos, a menudo incluso buenos ciudadanos engañados, se alinean en uno u otro partido: pero los cabecillas pertenecen a la causa de los reyes o de la aristocracia y se unen siempre en contra de los patriotas. Los bribones, aún cuando se hacen la guerra entre ellos, se aborrecen mucho menos de lo que detestan a la gente honesta. La patria es su presa; se pelean entre ellos para repartírsela: pero se coaligan contra quienes la defienden.
A los unos se les ha dado el nombre de moderados; seguramente tiene más de agudeza que de exactitud la denominación de ultrarrevolucionarios con la que se ha venido a designar a los otros. Esta denominación, que no puede aplicarse en ningún caso a hombres de buena fe a los que el celo y la ignorancia pueden arrastrar más allá de la sana política de la revolución, no caracteriza con exactitud a los hombres pérfidos que la tiranía soborna para comprometer, mediante su aplicación falsa y funesta, los principios sagrados de la revolución.
El falso revolucionario suele estar, aún mucho más a menudo, de este lado de la revolución, que más allá de la revolución: es moderado o un fanático del patriotismo, según las circunstancias. Se decide en los comités prusianos, ingleses, austriacos, e incluso en los moscovitas lo que pensará él mañana. Se opone a las medidas enérgicas, y las exagera cuando no ha podido impedirlas; severo con la inocencia, pero indulgente con el crimen, es acusador incluso de los culpables que no son lo bastante ricos como para comprar su silencio, ni lo bastante importantes como para merecer su celo, pero se encuentra a buen resguardo siempre de comprometerse jamás hasta el punto de defender la virtud calumniada; es descubridor a veces de complots ya descubiertos, desenmascarador de traidores ya desenmascarados e incluso ya decapitados, pero se deshace en elogios hacia los traidores vivos y aún acreditados; afanado siempre en halagar la opinión del momento, y no menos solícito a no esclarecerla jamás, y sobre todo a nunca contrariarla; siempre está presto a adoptar medidas audaces con tal de que estas tengan muchos inconvenientes; es calumniador de aquellas que no ofrecen sino ventajas, o bien les añade todas las enmiendas que pueden convertirlas en perjudiciales; dice la verdad con economía y justo lo preciso para adquirir el derecho de mentir impunemente, destila el bien gota a gota y derrama el mal a chorro vivo; inflamado de ardor en pro de las grandes resoluciones que nada significan, se muestra más que indiferente por las que pueden honrar la causa del pueblo y salvar la patria; muy afanado en las formalidades patrióticas; muy apegado, al igual que los devotos de quienes él se declara enemigo, a las prácticas externas, mejor preferiría poder usar cien gorros frigios que hacer una buena acción.
¿Qué diferencias encontráis entre esas gentes y vuestros moderados? Son sirvientes empleados por el mismo amo, o si preferís, cómplices que fingen estar en discordia entre ellos para ocultar mejor sus crímenes. Juzgadlos no por la diversidad de sus lenguajes, sino por la identidad de sus resultados. Quien ataca a la Convención nacional con discursos insensatos y quien la confunde para comprometerla, ¿acaso no están de acuerdo? Aquel que, con su severidad injusta, fuerza al patriotismo a temer por sí mismo, invoca la amnistía en favor de la aristocracia y de la traición. Aquel que convocaba a Francia a la conquista del mundo, no tenía otro fin sino el de convocar a los tiranos a la conquista de Francia1. Aquel extranjero hipócrita que, desde hace cinco años, proclama a París la capital del globo, no hacía sino traducir a otra jerga los anatemas de los viles federalistas que condenaban París a la destrucción2. Predicar el ateísmo no es sino una manera de absolver la superstición y de acusar a la filosofía; y la guerra declarada contra la divinidad no es otra cosa que una diversión en favor de la monarquía.
¿Qué recurso les queda para combatir la libertad? ¿Alabarán, al modo de los primeros campeones de la aristocracia, las dulzuras de la servidumbre y las beneficencias de la monarquía, el genio sobrenatural y las virtudes incomparables de los reyes?
¿Proclamarán la vanidad de los derechos del hombre y de los principios de la justicia eterna?
¿Tratarán de exhumar a la nobleza y el clero, o reclamarán los derechos imprescriptibles de la alta burguesía a la doble herencia?
No. Es mucho más cómodo adoptar la máscara del patriotismo para desfigurar, mediante insolentes parodias, el drama sublime de la revolución, con el fin de comprometer la causa de la libertad mediante una moderación hipócrita o mediante extravagancias estudiadas.
También la aristocracia se constituye en sociedades populares; el orgullo contrarrevolucionario oculta bajo harapos sus complots y sus puñales; el fanatismo destruye sus propios altares; el realismo canta las victorias de la República; la nobleza, agobiada por los re cuerdos, abraza tiernamente la igualdad para ahogarla; la tiranía, teñida con la sangre de los defensores de la libertad, esparce flores sobre la tumba de aquéllos. ¡Si todos los corazones no han cambiado, cuántos rostros se han enmascarado! ¿Cuántos traidores se inmiscuyen en nuestros asuntos para arruinarlos!
¿Queréis ponerlos a prueba? Pedidles, en lugar de juramentos y declamaciones, servicios reales.
¿Hay que actuar? Ellos discursean. ¿Hay que deliberar? Quieren comenzar por la acción. ¿Los tiempos son pacíficos? Se opondrán a todo cambio útil. ¿Son tempestuosos? Hablarán de reformarlo todo, para trastornarlo todo. ¿Queréis contener a los sediciosos? Ellos os recuerdan la clemencia de César. ¿Queréis arrancar a los patriotas de la persecución? Os ponen por modelo la firmeza de Bruto. Revelan que tal individuo ha sido noble cuando él sirve a la República; no recuerdan en cambio quién la ha traicionado. ¿Es útil la paz? Ellos os muestran las palmas de la victoria. ¿La guerra es necesaria? Alaban las dulzuras de la paz. Es necesario defender el territorio? Pretenden castigar a los tiranos más allá de los montes y de los mares. ¿Es necesario recuperar nuestras fortalezas? Quieren tomar por asalto las iglesias y escalar el cielo. Olvidan a los austriacos para hacerle la guerra a los devotos. ¿Hay que sostener nuestra causa con la fidelidad de nuestros aliados? Clamarán en contra de todos los gobiernos del mundo y os propondrán acusar, incluso, al Gran Mogol mismo. ¿El pueblo acude al Capitolio a dar gracias a los dioses por sus victorias? Entonan cánticos lúgubres sobre nuestros reveses pasados. ¿Se trata de obtener nuevas victorias? Siembran entre nosotros el odio, las divisiones, las persecuciones y el desánimo. ¿Hay que hacer real la soberanía del pueblo y concentrar su fuerza en un gobierno fuerte y respetado? Consideran que los principios del gobierno lesionan la soberanía del pueblo. ¿Hay que reclamar los derechos del pueblo oprimido por el gobierno? No hablan de otra cosa que del respeto por las leyes y de la obediencia debida a las autoridades constituidas.
Han encontrado un admirable expediente para secundar los esfuerzos del gobierno republicano: desorganizarlo, degradarlo completamente, hacer la guerra a los patriotas que han contribuido a nuestro éxito.
¿Buscáis los medios para abastecer a vuestros ejércitos? ¿Os ocupáis en arrebatar a la avaricia y al miedo las subsistencias que ellos tienen encerradas? Gimen patrióticamente sobre la miseria pública y anuncian el hambre. El deseo de prevenir el mal es siempre para ellos un motivo para aumentarlo. En el norte se ha matado a las gallinas y se nos ha privado de huevos so pretexto de que las gallinas se comían el grano. En el sur se ha hablado de destruir las moreras y los naranjos, so pretexto de que la seda es un artículo de lujo, y los naranjos algo superfluo.
No podríais llegar a imaginar jamás ciertos excesos cometidos por contrarrevolucionarios hipócritas para infamar la causa de la Revolución. ¿Podríais creer que en el país donde la superstición ha ejercido mayor imperio, no contentos con sobrecargar las actividades relativas al culto con todas las formas que podían hacerlas odiosas, han propagado el terror entre el pueblo, difundiendo el rumor de que se iba a matar a todos los niños menores de diez años y a todos los viejos mayores de setenta? ¿Y que este rumor ha sido difundido particularmente en la antigua Bretaña, y en los departamentos del Rin y del Mosela? Este es uno de los crímenes imputados al antiguo acusador público del tribunal criminal de Estrasburgo. Las locuras tiránicas de este hombre hacen verosímil todo lo que se cuenta de Calígula y de Heliogábalo; pero no podemos darles crédito ni siquiera con las pruebas a la vista. Él llevaba su delirio incluso hasta el punto de requisar a las mujeres para su uso personal: se asegura incluso que ha empleado este expediente para casarse.
¿De dónde ha salido, de repente, ese enjambre de extranjeros, de curas, de nobles, de intrigantes de toda laya, que simultáneamente se ha esparcido sobre la superficie de la república, para ejecutar, en nombre de la filosofía, un plan de contrarrevolución que sólo ha podido ser detenido por la fuerza de la razón pública? ¡Execrable concepción, digna del genio de las cortes extranjeras coaligadas contra la libertad, y de la corrupción de todos los enemigos interiores de la República!
Y así, a los milagros continuos obrados por la virtud de un gran pueblo, la intriga mezcla siempre la bajeza de sus tramas criminales, la bajeza ordenada por los tiranos, que la convierten a continuación en materia de sus ridículos manifiestos, para sujetar a los pueblos ignorantes con el fango del oprobio y con las cadenas de la esclavitud.
Bueno, pero, ¿qué daño le pueden hacer a la libertad los crímenes de sus enemigos? ¿Acaso el sol, aún cuando está tapado por un nubarrón pasajero, deja de ser el astro que anima la naturaleza? ¿La espuma impura que el Océano arroja sobre sus orillas lo hace acaso menos imponente?
En manos pérfidas todos los remedios a nuestros males se convierten en venenos; todo lo que podáis hacer, todo lo que podáis decir, lo volverán ellos contra vosotros, incluso las verdades que acabamos de desarrollar.
Así, por ejemplo, tras haber sembrado por todas partes los gérmenes de la guerra civil con el ataque violento contra los prejuicios religiosos, intentarán armar al fanatismo y a la aristocracia con las mismas medidas que la sana política os ha aconsejado prescribir a favor de la libertad de cultos. Si hubierais dejado libre el curso a la conspiración ésta habría desencadenado, tarde o temprano, una reacción terrible y universal. Si la detenéis, tratarán de sacar partido todavía, tratando de propalar que protegéis a los curas y a los moderados. No debéis maravillaros si los autores de este sistema son precisamente los mismos curas que más osadamente han confesado su charlatanería.
Si los patriotas arrebatados por un celo puro pero irreflexivo, han sido en algún lugar víctimas de sus intrigas, ellos arrojarán toda su reprobación sobre los patriotas; pues el primer punto de su doctrina maquiavélica es perder a la República perdiendo a los republicanos, del mismo modo que se somete a un país destruyendo al ejército que lo defiende. Podemos concluir de aquí uno de sus principios favoritos, y es que hay que valorar a los hombres como si no fuesen nada; máxima de origen monárquico, que quiere decir que les deben ser entregados a ellos todos los amigos de la libertad.
Hay que destacar que el destino de los hombres que sólo buscan el bien público es convertirse en víctimas de quienes buscan su propio bien, y esto tiene dos causas: la primera, que los intrigantes atacan con los vicios del antiguo régimen; la segunda, que los patriotas no se defienden más que con las virtudes del nuevo.
Una situación interior tal debe pareceros digna de toda vuestra atención, sobre todo si reflexionáis que debéis combatir al mismo tiempo a los tiranos de Europa, que debéis mantener sobre las armas a un millón doscientos mil soldados, y que el gobierno está obligado a reparar continuamente, a fuerza de energía y vigilancia, todos los males que la innumerable multitud de nuestros enemigos nos ha infligido durante el curso de cinco años.
¿Cuál es el remedio de todos estos males? No conocemos ningún otro que no sea el desarrollo de la energía general de la República, la virtud.
La democracia perece como consecuencia de dos excesos, la aristocracia de los que gobiernan o el desprecio del pueblo por las autoridades que él mismo ha establecido, desprecio que hace que cada camarilla, que cada individuo atraiga para sí el poder público, y conduzca al pueblo, mediante los excesos del desorden, a la aniquilación o al poder de uno sólo.
La doble tarea de los moderados y de los falsos revolucionarios consiste en hacer que demos vueltas perpetuamente entre estos dos escollos.
Pero los representantes del pueblo pueden evitar ambos escollos; pues el gobierno siempre es dueño de ser justo y sabio; y cuando posee esta característica, está seguro de la confianza del pueblo.
Es bien cierto que el fin de todos nuestros enemigos es disolver la Convención; es verdad que el tirano de Gran Bretaña y sus aliados prometen a sus parlamentos y a sus súbditos arrebataros vuestra energía y la confianza pública de la que ella os ha hecho merecedores; y esta es la primera de las instrucciones que ha dado a todos sus comisarios.
Pero hay una verdad que debe ser tenida por trivial en política, y esta es que un gran cuerpo investido de la confianza de un gran pueblo no puede perderse más que por sí mismo; vuestros enemigos no lo ignoran, así que no dudéis de que ellos se dedican sobre todo a despertar entre vosotros todas las pasiones que pueden secundar sus siniestros planes.
¿Qué pueden ellos contra la representación nacional, si no logran sor prenderla en actos políticamente inapropiados que puedan suministrar pretextos a sus criminales protestas? Ellos deben desear tener necesariamente dos tipos de agentes, unos que traten de degradar la mediante sus discursos, otros que, en su seno mismo, se es fuercen por engañarla, por comprometer su gloria y los intereses de la República.
Para atacarla con éxito, sería útil comenzar la guerra civil contra aquéllos representantes vuestros en los departamentos que habían merecido vuestra confianza, y contra el Comité de salud pública; también ellos han sido atacados por hombres que parecían combatir entre sí.
¿Qué mejor cosa podían tratar de hacer que paralizar el gobierno de la Convención, y quebrantar todas sus energías, justo en el momento en que se debe decidir la suerte de la República y de los tiranos?
¡Lejos de nosotros la idea de que existe aún entre nosotros un solo hombre suficientemente vil como para querer servir a la causa de los tiranos! ¡Pero más lejos aún el crimen, que no nos será perdonado, de engañar a la Convención nacional, y de traicionar al pueblo francés con un culpable silencio! Pues si existe algo feliz para un pueblo libre, esto es la verdad, azote de los déspotas, que es siempre su fuerza y su salvación. Ahora bien, es cierto que aún existe un peligro para nuestra libertad, quizá el único peligro serio que le queda por correr: este peligro es el plan que ha existido verdaderamente de unir a todos los enemigos de la República resucitando el espíritu de partido; de perseguir a los patriotas, de desmoralizar, de perder a los agentes fieles al gobierno republicano, de hacer que falten las partes más esenciales del servicio público. Se ha querido engañar a la Convención con respecto a los hombres y con respecto a las cosas; se ha querido darle el pego respecto de las causas de los abusos que se han exagerado, con el fin de hacerlos irremediables, se ha estudiado cómo llenarla de falsos temores, para extraviarla o para paralizarla; se busca dividirla, se ha buscado sobre todo dividir a los representantes enviados a los departamentos y al Comité de salud pública; se ha querido inducir a los primeros a contrariar las medidas de la autoridad central, para crear el desorden y la confusión; se ha querido irritarlos a su regreso, para convertirlos, sin que lo supieran, en instrumentos de una conspiración. Los extranjeros utilizan en su provecho todas las pasiones particulares, e incluso al patriotismo engañado. Habían tomado, al principio, la determinación de ir por derecho al objetivo, calumniando al Comité de salud pública; se regalaban los oídos, entonces, diciendo abiertamente que aquél sucumbiría bajo el peso de sus penosas funciones. La victoria y la fortuna del pueblo francés lo impidieron.
Tras esta época tomaron la decisión de alabarlo, mientras lo paralizaban y destruían los frutos de sus trabajos. Todas esas vagas protestas contra los agentes fijos del Comité, todos los proyectos de desorganización, disfrazados bajo el nombre de reformas, ya rechazados por la Convención, y reproducidos hoy con una extraña afectación; ese apresuramiento en ensalzar a algunos intrigantes que el Comité de salud pública debió alejar; ese terror inspirado a los buenos ciudadanos; esa indulgencia con la que se acaricia a los conspiradores, todo ese sistema de impostura y de intriga, cuyo autor principal es un hombre al que habéis expulsado de vuestro seno3, está dirigido en contra de la Convención nacional, y tiende a hacer realidad los propósitos de todos los enemigos de Francia.
Desde el momento en que ese sistema fue anunciado en los libelos, y puesto en práctica mediante actos públicos, la aristocracia y el realismo comenzaron a levantar una insolente cabeza, el patriotismo fue nuevamente perseguido en una parte de la República, la autoridad nacional percibió una resistencia que ya había comenzado a resultar inusual entre los intrigantes. Por lo demás, aunque esos ataques indirectos no hubiesen ocasionado otro inconveniente que el de dividir la atención y la energía de los que tienen que sobrellevar el inmenso peso con el que vosotros los habéis cargado, y distraerlos demasiado a menudo de las grandes medidas de salud pública, para ocuparse en desbaratar intrigas peligrosas, podrían todavía ser considerados como una diversión útil a nuestros enemigos.
Pero tranquilicémonos; aquí está el santuario de la verdad; aquí residen los fundadores de la República, los vengadores de la humanidad y los destructores de los tiranos.
Aquí, para destruir un abuso, basta con indicarlo. Y en cuanto a ciertos consejos inspirados por el amor propio o por la debilidad de los individuos, nos basta con llamarlos, en nombre de la patria, a la virtud y a la gloria de la Convención nacional. Hemos decidido abrir en la Convención una discusión solemne sobre todos los motivos de su inquietud y sobre todo lo que puede influir en la marcha de la revolución; la conjuramos a no permitir que ningún interés particular y oculto pueda usurpar aquí el ascendiente de la voluntad general de la Asamblea y el poder indestructible de la razón. Nos limitaremos hoy a proponeros que consagréis mediante vuestra aprobación formal las verdades morales y políticas sobre las que debe basarse vuestra administración interna y la estabilidad de la República, al igual que consagrasteis ya los principios de vuestra conducta respecto de los pueblos extranjeros: mediante esto congregaréis a todos los buenos ciudadanos, despojaréis de la esperanza a los conspiradores; aseguraréis vuestro camino y confundiréis las intrigas y las calumnias de los reyes; honraréis vuestra causa y vuestro carácter a los ojos de todos los pueblos.
Dadle al pueblo francés esta nueva prueba de vuestro celo en proteger el patriotismo, de vuestra justicia inflexible para los culpables y de vuestra adhesión a la causa del pueblo. Ordenad que los principios de moral política que acabamos de desarrollar sean proclamados, en vuestro nombre, dentro y fuera de la República.

Notas:
1. Se trata de los brisotinos, que hicieron campaña, durante 1791-1792 a favor de una guerra de anexión que comenzó a ser emprendida bajo la Convención girondina. Ver los discursos de Robespierre contra la guerra de conquista el 2 de enero de 1792, el 3 de abril de 1793 y su proyecto de Declaración de derechos del 24 de abril de 1793.
2. Anacharsis Cloots, que reclamaba con sus pronunciamientos una guerra ofensiva de los ejércitos franceses para liberar a los pueblos oprimidos y hacer de París la capital del mundo. Ver el discurso de 2 de enero de 1792.
3. Fabre d´Énglantine, implicado en el asunto de la Compañía de Indias, fue detenido el 12 de enero de 1794.

Texto extraído del libro de M. Robespierre Por la felicidad y por la libertad. Discursos.
Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/sobre-los-principios-de-moral-politica/

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