Por Anatoli Lunacharski [1]                                 
Traducción: Alejandro Ariel González
Trotski 
apareció en la historia de nuestro partido de una forma un poco 
inesperada e inmediatamente brillante. Hasta donde oí, comenzó su 
actividad socialista democrática, al igual que yo, apenas hubo terminado
 el colegio, y parece que aún no tenía dieciocho años cuando fue 
deportado.
Sin embargo,
 eso sucedió bastante después de los primeros acontecimientos 
revolucionarios de mi vida, dado que Trotski es cinco o seis años menor 
que yo. Al parecer, huyó del destierro. En cualquier caso, me hablaron 
por primera vez de él cuando apareció en el II Congreso del Partido, ese
 donde se produjo la escisión[2].
 Por lo visto, Trotski asombró al público extranjero con su elocuencia y
 un aplomo y una formación notables para una persona joven. Se corría la
 anécdota, seguramente falsa pero de todos modos significativa, de que 
Vera Ivánovna Zasúlich[3],
 con su habitual carácter expansivo, luego de conocerse con Trotski 
exclamó en presencia de Plejánov: “Sin dudas, este muchacho es un 
genio”, y que Plejánov, cuando se retiraba de la sesión, le dijo a 
alguien: “Nunca le perdonaré eso a Trotski”. En efecto, Plejánov siempre
 odió a Trotski; sin embargo, parece que la causa de ello no fue que la 
buena de V. I. Zasúlich reconociera a Trotski como un genio, sino que 
este lo atacara con inusual brío directamente en el II Congreso, 
diciendo de él cosas bastantes irreverentes. En aquel tiempo, Plejánov 
se consideraba una majestad absolutamente intocable en el medio 
socialdemócrata; incluso los que no eran sus partidarios en la polémica 
se acercaban a él con el sombrero entre las manos, y semejante 
brusquedad por parte de Trotski debió sacarlo de quicio. Es probable que
 en el Trotski de aquel tiempo hubiera mucho ardor infantil. Dicho con 
propiedad, a Trotski no lo trataban con mucha seriedad debido a su 
juventud, pero todos decididamente reconocían en él a un talentoso 
orador y, por supuesto, sentían que no era un pollito, sino un 
aguilucho.
Yo
 me encontré con él relativamente más tarde, precisamente en 1905, luego
 de los sucesos de enero. Entonces había llegado a Ginebra proveniente 
no recuerdo de dónde, y debía intervenir junto conmigo en una gran mitin
 convocado con motivo de esa catástrofe. Por entonces, Trotski era 
inusualmente elegante, a diferencia de todos nosotros, y era muy guapo. 
Esa elegancia, y sobre todo cierta manera desdeñosa y arrogante de 
hablar con quien fuera, me sorprendieron muy desagradablemente. Yo 
miraba con gran hostilidad a ese petimetre que, de piernas cruzadas, 
tomaba notas con un lápiz para aquel impromptu que tenía que pronunciar 
en el mitin. Pero Trotski habló muy bien. También intervino en el mitin 
internacional en el que yo hablé por primera vez en mi vida en francés y
 él en alemán; las lenguas extranjeras nos incomodaban a ambos, pero de 
algún modo salimos bien parados de ese infortunio. Luego recuerdo que 
fuimos nombrados –yo por parte de los bolcheviques y él de los 
mencheviques- para cierta comisión encargada del reparto de ciertas 
sumas generales, y allí también Trotski intervino con un tono seco y 
arrogante. No volví a encontrarme con él hasta mi regreso a Rusia, luego
 de la primera revolución. También fue poco lo que lo encontré durante 
la revolución: se mantenía apartado no solo de nosotros, sino también de
 los mencheviques. Su trabajo tenía lugar ante todo en el Consejo de los
 diputados obreros, y junto con Parvus[4]
 organizó un grupo aparte que publicaba un periódico pequeño y barato, 
pero muy agudo y muy bien redactado. Recuerdo que alguien dijo en 
presencia de Lenin: “La estrella de Jrustaliov[5]
 se apaga, y ahora el hombre fuerte en el Consejo es Trotski”. Lenin 
pareció afligirse por un instante y luego dijo: “¿Y qué?, Trotski ha 
logrado eso con su labor incansable y su brillante trabajo de 
agitación”.
De
 los mencheviques, Trotski era en ese entonces el más próximo a 
nosotros, pero no recuerdo si participó siquiera una sola vez en esas 
conversaciones bastante extensas que se entablaron entre nosotros y los 
mencheviques con el fin de llegar a un acuerdo. Para cuando se celebró 
el Congreso de Estocolmo, ya había sido arrestado.
En ese 
momento, su popularidad entre el proletariado de Petersburgo era ya muy 
grande, y se agrandó aún más debido a su comportamiento inusualmente 
pintoresco y heroico durante el juicio. Debo decir que, de todos los 
líderes socialdemócratas de los años 1905-1906, Trotski sin dudas 
resultó ser, a pesar de su juventud, el más preparado y el menos 
afectado por ese dejo de relativa estrechez propio de los emigrados que,
 como ya he dicho, en aquel tiempo afectaba incluso a Lenin; sentía 
mejor que los demás qué significaba llevar adelante una lucha de escala 
nacional. Y salió de la revolución con mayor popularidad aún; ni Lenin 
ni Mártov ganaron en esencia nada. Plejánov perdió mucho como 
consecuencia de la aparición en él de tendencias constitucionalistas 
democráticas. Pero Trotski saltó a primera fila desde ese entonces.
Durante la 
segunda emigración, Trotski se estableció en Viena, a consecuencia de lo
 cual nuestros encuentros eran poco frecuentes.
Ya he 
hablado del papel que desempeñó en Stuttgart: se mantuvo discreto y nos 
llamó a hacer lo mismo, considerando que la reacción de 1906 nos había 
doblegado y que, por tanto, éramos incapaces de infundir respeto al 
congreso.
Luego 
Trotski se entusiasmó con la línea conciliadora y con la idea de la 
unidad del partido. Fue el que más gestiones hizo con motivo de ello en 
las diferentes sesiones plenarias, y consagró dos terceras partes de su 
periódico “Pravda” y de su grupo precisamente a realizar el infructuoso trabajo de unificación del partido.
El único éxito que consiguió en este sentido fue aquella sesión plenaria que expulsó del partido a los liquidadores[6], casi expulsó a los del grupo “Vperiod”[7]
 e hilvanó una costura muy precaria y temporal entre los leninistas y 
los martovianos. Ese Comité Central envió, dicho sea de paso, al 
camarada Kámeniev (a propósito, su cuñado) en calidad de inspector 
general de Trotski, pero entre Kámeniev y Trotski se produjo una ruptura
 tan violenta que el primero regresó pronto a París. Aquí diré sin más 
que a Trotski se le daba muy mal organizar no solo el partido, sino 
también un grupo pequeño. Nunca tuvo partidarios directos; si lograba 
imponer su criterio en el partido era exclusivamente gracias a su 
personalidad, y el hecho de que no lograra encontrar una plaza entre los
 mencheviques obligaba a estos a tratarlo como a un anarquista 
practicante que les producía irritación: en aquel tiempo no podía ni 
hablarse de una total aproximación a los bolcheviques. Trotski estaba 
más cerca de los martovianos, y todo el tiempo se mantenía en esa 
posición.
Su enorme 
autoritarismo y cierta incapacidad o falta de deseo de mostrarse 
siquiera algo amable y atento con las personas, la falta de ese encanto 
que siempre ha envuelto a Lenin, condenó a Trotski a cierta soledad. 
Solo basta con pensar que incluso algunos de sus amigos personales (me 
refiero, por supuesto, a la esfera política) se terminaron convirtiendo 
en sus enemigos jurados; así sucedió, por ejemplo, con su ayudante de 
campo Siemkovski, y así sucedió después con su casi amado discípulo 
Skóbeliev.
Para el 
trabajo en grupos políticos Trotski era poco apto, pero en el océano de 
los acontecimientos históricos, donde tales organizaciones no son para 
nada importantes, aparecían en primer plano sus cualidades positivas.
Me
 acerqué a Trotski durante el Congreso de Copenhague. Cuando apareció 
allí, Trotski, por algún motivo, consideró necesario publicar en la 
revista Vorwärts un artículo en que él, vituperando a mansalva 
contra toda la delegación rusa, declaraba que esta última, en realidad, 
no representaba más que a los emigrados. Eso enfureció a los 
mencheviques y a los bolcheviques. Plejánov, que odiaba a Trotski con un
 odio abrasador, aprovechó esa ocasión y armó una suerte de juicio 
contra Trotski. Eso me pareció injusto, intervine bastante enérgicamente
 a favor de Trotski y en general contribuí (junto con Riazánov) a que el
 plan de Plejánov fracasara por completo… En parte por esto, en parte 
quizás por causas más fortuitas, empezamos a encontrarnos a menudo con 
Trotski durante el congreso: descansábamos juntos, conversábamos mucho 
sobre cualquier tema, sobre todo político, y nos separamos en términos 
bastante amenos.
Poco después
 del Congreso de Copenhague organizamos nuestra segunda escuela 
partidaria en Bolonia e invitamos a Trotski a que viniera a dar clases 
prácticas sobre periodismo y a dictar un curso, si no me equivoco, sobre
 la práctica parlamentaria de la socialdemocracia alemana y austríaca y,
 creo, sobre la historia del partido socialdemócrata en Rusia. Trotski 
accedió amablemente a esta propuesta y pasó en Bolonia casi un mes. Por 
cierto, todo ese tiempo llevó adelante su línea e intentó que nuestros 
estudiantes abandonaran su punto de vista de extrema izquierda y pasaran
 al punto de vista conciliador y de centro, si bien consideraba a este 
último bastante a la izquierda. Pero este juego político suyo no tuvo 
ningún éxito; en compensación, sus lecciones extraordinariamente 
talentosas gustaron mucho a los estudiantes, y en general durante toda 
su estancia Trotski estuvo inusualmente alegre, brillante, 
extraordinariamente leal con nosotros y dejó de sí los mejores 
recuerdos. Fue uno de los trabajadores más fuertes de nuestra segunda 
escuela.
Mis
 últimos encuentros con Trotski fueron aún más prolongados y más 
íntimos. Eso sucedió ya hacia 1915 en París. Trotski había ingresado, 
como ya he dicho, en la redacción de “Nashe Slovo”, y eso, por 
supuesto, no sucedió sin ciertas intrigas y disgustos: algunos estaban 
asustados por tal ingreso, temían que una personalidad tan fuerte 
terminara acaparando el periódico. Sin embargo, este costado del asunto 
quedaba en un plano secundario. Mucho más relevantes eran las relaciones
 entre Trotski y Mártov. Nosotros sincera y efectivamente queríamos, 
sobre una nueva base internacionalista, organizar la unión completa de 
todo nuestro frente, desde Lenin hasta Mártov. Yo peroraba por ello del 
modo más enérgico y en cierta medida fui el que creó el lema: “¡Abajo 
los defensistas, viva la unidad de todos los internacionalistas!”. 
Trotski adhirió por completo a esta causa. Formaba parte de sus viejos 
sueños y de algún modo justificaba toda su línea previa.
Con los 
bolcheviques no tuvimos ningún desacuerdo, por lo menos ninguno 
importante; pero con los mencheviques las cosas marcharon mal: Trotski 
intentó por todos los medios convencer a Mártov de que rompiera con los 
defensistas. Las reuniones de redacción se convertían en extensas 
discusiones durante las cuales Mártov, con una admirable agilidad 
intelectual, casi recurriendo a cierta astucia de sofista, evitaba dar 
una respuesta directa a si rompería o no con los defensistas, por lo que
 Trotski lo atacaba a veces muy encolerizado. Las cosas llegaron hasta 
una ruptura casi absoluta entre Trotski y Mártov (al cual, por otra 
parte, Trotski siempre había tratado con enorme respeto como intelecto 
político) y, a la vez, entre los internacionalistas de izquierda y el 
grupo martoviano.
Durante
 ese período, entre Trotski y yo había tantos puntos políticos de 
contacto que, quizás, fue cuando estuvimos más cerca el uno del otro; 
cualquier conversación en nombre suyo, y con él en nombre de otros 
redactores, tenía que llevarla adelante yo. Muy a menudo interveníamos 
juntos en diferentes reuniones de estudiantes emigrados; juntos 
redactábamos diferentes proclamas; en una palabra, manteníamos una 
estrecha alianza. Y esa línea nos unió tanto que precisamente desde ese 
entonces conservamos una amistosa relación. Aclararé, sin embargo, que 
esta proximidad entre nosotros, de la que por supuesto estoy orgulloso, 
se basaba y se basa exclusivamente en la identidad de nuestras 
posiciones políticas y en el seductor y vasto talento de Trotski.
En cuanto a 
los otros aspectos de la vida espiritual de Trotski, por el contrario, 
no he podido encontrar ni la menor posibilidad de acercamiento; tiene un
 trato frío hacia el arte; la filosofía la considera como algo de menor 
importancia; las grandes cuestiones concernientes a la concepción del 
mundo parece evitarlas y, por lo tanto, mucho de lo que para mí es 
central nunca ha encontrando en él repercusión alguna. El tema de 
nuestras conversaciones era casi exclusivamente la política. Y así sigue
 siendo hasta hoy.
Siempre he 
considerado a Trotski una persona importante. ¿Y quién podría dudar de 
ello? En París ya lo había visto crecer rápidamente como hombre de 
Estado, y en el futuro siguió creciendo aún más, no sé si porque lo 
conocí mejor y él pudo mostrar mejor toda la medida de sus fuerzas en el
 trabajo a gran escala que nos imponía la historia o si porque 
efectivamente la prueba de la revolución y sus tareas realmente 
terminaron de formarlo y aumentaron la amplitud de sus alas.
El
 trabajo de agitación en la primavera de 1917 ya pertenece a la parte 
esencial de mi libro, pero debo decir que bajo la influencia de su 
enorme alcance y de su éxito deslumbrante, algunas personas cercanas a 
Trotski incluso tendieron a ver en él al auténtico líder de la 
revolución rusa. Así, el difunto M. S. Uritski, que tenía un gran 
respeto por Trotski, me dijo una vez a mí y, creo, a Manuilski: “Ha 
llegado la gran revolución, y parece que por más inteligente que sea 
Lenin, su figura comienza a opacarse ante el genio de Trotski”. Esta 
valoración era falsa no porque exagerara el talento y la potencia de 
Trotski, sino porque en ese tiempo aún no estaban claras las dimensiones
 del genio de Lenin al frente del Estado. Pero en efecto, en ese período
 comprendido entre el primer éxito rutilante de su vuelta a Rusia y los 
días de julio, Lenin un poco se apagó, no intervenía muy a menudo, no 
escribía mucho y principalmente se dedicaba a dirigir el trabajo de 
organización en las filas de los bolcheviques, mientras que Trotski 
tronaba en los mitines de Petrogrado.
Las
 virtudes más ostensibles de Trotski eran su don de orador y su talento 
como escritor. Considero a Trotski probablemente el orador más grande de
 nuestro tiempo. A lo largo de mi vida he oído a muchos tribunos 
parlamentarios y populares del socialismo y a muchos oradores célebres 
del mundo burgués, y me resultaría difícil mencionar a alguno de ellos, 
con excepción de Jaurès (a Biébel lo oí cuando ya era anciano), que 
pudiera poner a la altura de Trotski.
Su 
apariencia impresionante, su gesticulación bella y expresiva, el potente
 ritmo de su habla, su voz fuerte y jamás fatigada, su brillante 
coherencia, el estilo literario de sus frases, la riqueza de sus 
imágenes, su punzante ironía, su ardiente patetismo, su lógica 
extraordinaria y verdaderamente de hierro por su claridad: he aquí las 
virtudes de Trotski como orador. Puede hablar en forma lapidaria, 
arrojar varios disparos inusualmente certeros y puede pronunciar esos 
grandiosos discursos políticos que solo le he oído a Jaurès. He visto a 
Trotski hablando entre dos horas y media y tres ante un auditorio en 
completo silencio, de pie además, que oía como fascinado su enorme 
tratado político. En la mayoría de los casos, lo que Trotski decía ya me
 era conocido, y además es natural que un agitador tenga que repetir 
muchas de sus ideas una y otra vez ante nuevas masas, pero Trotski 
exponía cada vez la misma idea en forma diferente. No sé si ahora 
Trotski habla mucho en su calidad de ministro de guerra de una gran 
potencia; es muy probable que el trabajo de organización y los 
infatigables viajes por todo el inmenso frente lo hayan apartado de la 
oratoria, pero incluso así Trotski es ante todo un gran agitador. Sus 
artículos y libros constituyen, por así decir, un discurso cristalizado:
 es un literato en su oratoria y un orador en su literatura.
Por
 eso se entiende que Trotski sea un destacado publicista, aunque, desde 
luego, ese encanto que confiere a su habla un estilo espontáneo se 
pierde en el escritor.
En lo que 
respecta a sus cualidades internas como líder, Trotski, como ya he 
dicho, en la pequeña escala de la organización partidaria –labor que se 
mostró decisiva en el futuro, puesto que precisamente los resultados del
 trabajo clandestino de personas tales como Lenin, Chernov y Mártov 
dieron luego a sus partidos la posibilidad de disputar la hegemonía en 
Rusia y en el mundo- era torpe y malhadado. No sé si en general Trotski 
puede ser un buen organizador. Me parece que también en el papel de 
ministro de guerra debe actuar más como agitador e intelecto político 
que como organizador en el propio sentido de la palabra. Esta 
condicionado por las limitaciones claramente definidas de su 
personalidad.
Trotski es 
un hombre mordaz, intolerante, autoritario, y me imagino, y a muy a 
menudo sé, que esto provoca ahora no pocos roces y enfrentamientos que, 
con un carácter más afable, podrían ser del todo evitados.
En cambio, 
como hombre político del consejo, Trotski está a la misma altura que 
como orador. Y no podía ser de otra forma: el orador más diestro cuyo 
discurso no esté iluminado por el pensamiento no es más que un virtuoso 
estéril, y toda su oratoria un címbalo tintineante. El amor con el que 
habla el apóstol Pablo puede que no sea tan necesario para un orador, ya
 que este último puede estar inspirado por el odio, pero el pensamiento 
es indispensable. Solo un gran político puede ser un gran orador. Y dado
 que Trotski es ante todo un orador político, es obvio que sus discursos
 son la expresión del pensamiento político.
Me
 parece que Trotski es incomparablemente más ortodoxo que Lenin, aunque a
 muchos esto les parezca extraño; el camino político de Trotski parece 
ser un poco sinuoso, no fue ni menchevique ni bolchevique, buscó caminos
 intermedios, luego desembocó en la corriente bolchevique; y, sin 
embargo, Trotski en realidad siempre se ha guiado, por así decir, por la
 letra del marxismo revolucionario. Lenin se siente amo y señor en el 
ámbito del pensamiento político, y muy a menudo proclamaba consignas 
nuevas que nos dejaban a todos pasmados, nos parecían un disparate y 
luego arrojaban sus fructíferos resultados. Trotski no se caracteriza 
por esa audacia de pensamiento: él toma el marxismo revolucionario y 
extrae de él todas las conclusiones aplicables a una situación dada; es 
infinitamente audaz en su juicio contra el liberalismo, contra el 
semisocialismo, pero en modo alguno es un innovador.
Por
 su parte, Lenin es mucho más oportunista, en el sentido más profundo de
 la palabra. Otra vez suena extraño, ¿acaso Trotski no estaba entre las 
filas de los mencheviques, esos notorios oportunistas? Pero el 
oportunismo de los mencheviques no es otra cosa que la flaccidez 
política de un partido pequeñoburgués. No me refiero a este tipo de 
oportunismo; me refiero al sentido de realidad que a veces obliga a 
cambiar de táctica, a esa enorme sensibilidad por las demandas de la 
época que en un momento lleva a Lenin a afilar los dos filos de su 
espada y en otro momento a colocar esta en su vaina.
Trotski es 
menos capaz de ello. Trotski traza su camino revolucionario en línea 
recta. Estas particularidades distintivas se han reflejado en el famoso 
enfrentamiento entre ambos líderes de la gran Revolución rusa con motivo
 de la paz de Brest-Litovsk.
De Trotski 
se estila decir que es ambicioso. Esto, por supuesto, es una absoluta 
tontería. Recuerdo una frase muy significativa que dijo Trotski con 
motivo de la aceptación por parte de Chernov de una cartera ministerial:
 “Qué rastrera ambición, abandonar una posición en la historia por 
aceptar una cartera en un momento no propicio”. Me parece que en esta 
frase está todo Trotski. No tiene ni una gota de vanidad, no aprecia en 
absoluto títulos y demostraciones de poder; lo que sí aprecia 
infinitamente, y en esto reside su ambición, es su papel histórico. Aquí
 quizás sea un poco interesado, como en su natural ambición de poder.
Lenin 
tampoco es nada ambicioso, menos aún que Trotski; creo que Lenin nunca 
mira en torno suyo, nunca se mira en el espejo de la historia, nunca 
piensa siquiera en qué dirá de él la posteridad; simplemente hace su 
trabajo. Y lo hace autoritariamente no porque el poder le resulte dulce,
 sino porque está seguro de su razón y no puede tolerar que otro le 
estropee su trabajo. Su ambición resulta de su enorme seguridad en la 
rectitud de sus principios y, quizás, de la incapacidad (muy útil para 
un líder político) de adoptar el punto de vista del adversario.
Para
 él, una disputa nunca es simplemente una discusión; para él es un 
enfrentamiento entre diferentes clases, entre diferentes grupos; por así
 decir, entre diferentes especies humanas. Para él una disputa es 
siempre una contienda que, en condiciones favorables, puede convertirse 
en batalla. Lenin está dispuesto a saludar la transformación de la 
contienda en batalla.
A diferencia
 de él, Trotski, sin dudas, mira a menudo en torno suyo. Trotski valora 
extraordinariamente su papel histórico y, probablemente, estaría 
dispuesto a realizar cualquier sacrificio personal –sin excluir, por 
supuesto, el más grave de ellos: el sacrificio de su propia vida- con 
tal de quedar en la memoria de la humanidad con una aureola de líder 
revolucionario trágico. Su ambición tiene el mismo carácter que la de 
Lenin, con la diferencia de que él es más propenso a cometer errores, ya
 que no posee el instinto casi infalible de Lenin y, dado que es un 
hombre irascible y de temperamento colérico, es más propenso, por 
supuesto –aunque solo temporalmente- a dejarse enceguecer por su pasión,
 mientras que Lenin, siempre inmutable y dueño de sí mismo, difícilmente
 pueda siquiera una vez dejarse llevar por la irritación.
No hay que 
creer, sin embargo, que el segundo gran líder de la revolución rusa es 
en todo inferior a su colega; hay aspectos en los cuales Trotski 
indiscutiblemente lo supera: es más brillante, es más claro, es más 
activo. Lenin es apto como ningún otro para, sentado en el sillón 
presidencial del Consejo de Comisarios del Pueblo, dirigir en forma 
genial la revolución mundial, pero, desde luego, no podría arreglárselas
 con la tarea titánica que echó Trotski sobre sus espaldas, con esos 
fulminantes viajes de un lado a otro, esos discursos abrasadores, esas 
fanfarrias de órdenes dictadas con urgencia, ese papel de electrizador 
constante de un ejército que flaquea bien allí, bien allá. En este 
sentido, no hay persona que pueda reemplazar a Trotski.
Cuando
 se produce una revolución verdaderamente grande, un gran pueblo siempre
 encuentra para cada papel al actor adecuado, y uno de los indicios de 
la grandeza de nuestra revolución es que el Partido Comunista ha 
promovido de sus entrañas o ha tomado prestadas de otros partidos e 
incorporado a su organismo a muchas personas notables que se ajustan 
perfectamente a tal o cual función pública.
Pero los que más se funden con sus papeles son precisamente los dos más fuertes entre los fuertes: Lenin y Trotski.
 Notas
[1] Publicado en el libro Siluetas revolucionarias, Moscú, 1923.
[2]
 Lunacharski se refiere al congreso del Partido Obrero Socialdemócrata 
Ruso celebrado en 1903, en el que se produjo la escisión entre 
bolcheviques y mencheviques. [Nota del traductor]
[3]
 Vera Ivánovna Zasúlich (1849-1919), escritora revolucionaria populista,
 una de las líderes del menchevismo. [Nota del traductor]
[4]
 Aleksandr Lvóvich Parvus (seudónimo de Izraíl Lázarievich Guélfand) 
(1867-1924), socialista revolucionario de origen bielorruso, colaborador
 del periódico “Iskra” y de la revista “Zariá”. [Nota del traductor]
[5]
 Piotr Alekséievich Jrustaliov (seudónimo de Gueorgui Stepánovich Nosar)
 (1877-1918), abogado menchevique que alcanzó notoriedad por su 
capacidad retórica; contribuyó al levantamiento de los obreros urbanos 
en 1905. [Nota del traductor]
[6]
 Liquidadores: grupo socialista que propugnaba abandonar la actividad 
clandestina y concentrarse en la labor parlamentaria. [Nota del 
traductor]
[7]
 El grupo “Vperiod” (“Adelante”) fue creado en 1909 y nucleaba a los 
partidarios de la creación de una nueva cultura proletaria y el 
desarrollo de una ciencia y filosofía proletarias. Proponía la unión del
 marxismo con la religión y se oponía al marxismo revolucionario (A. V. 
Lunacharski, A. A. Bogdánov, etc.). [Nota del traductor]
Fuente: Eslavia