domingo, 19 de agosto de 2018
"PETRÓLEO", OBRA DE CLAUDIO GRANAROLI HOMENAJE A PIER PAOLO PASOLINI
Petróleo
Homenaje a Pier Paolo Pasolini
Claudio Granaroli
2016
Acrílico sobre tela
508x236 cm
Donación del artista a la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla
Universidad de Sevilla - Patio de la Claraboya
El tríptico toma su título de la novela póstuma de del escritor (1992)
La obra de Claudio Granaroli, escenario y foro de contemporaneidad, constituye una serie de paisajes inquietantes, título de una de sus últimas propuestas. Hace falta en verdad esparcir inquieta semilla de pensamiento, aun en el eclipse de las certezas; seguir injertando ramas resistentes en los agostados arbustos de nuestras desoladas campas; conseguir que arraigue, apenas enterrado, el rizoma de alguna negación activa. Sin medias tintas: inquietar.
Y entre estos paisajes, resuelto eco de la no aceptación pasoliniana, óleo de piedra, Petróleo: una suerte de descarnificado retablo de solo tres cuerpos, una teoría informal de blancos y negros y grises (el gris: el color que sustenta la piedra, en palabras de Jorge Oteiza) y, traza de un crimen inscrita en el tríptico, centro y culmen de una representación fatalmente sacra, un roción de sangre, de rojo sanguino –sobre una hacina de urgentes trazos negros que manchan lo blanco: inevitable pensar en un muro, en murales quizás y en sus expresionistas, abstractas secuelas: en Jakson Pollok, en Lee Krasner, en Antonio Saura… e implícito en ellos, en el origen, el guiño al picassiano Guernica. Pero el rojo es Pier Paolo Pasolini, una tumefacción de carne que se empodrecerá en la liturgia de la muerte: de la que la magmática novela póstuma Petróleo habla, a zaga se diría de su huella, y que el rastro pintado de Granaroli persigue. Acaso el rojo que el poeta ve en el Descendimiento del Pontormo, un rojo de amapolas machacadas “en un ardor de cementerio”.
El espectador que requiere el arte, cualquier arte, “no es el que se escandaliza, odia, se ríe; el espectador es el que comprende, aprecia, estima, se apasiona. Entre autor y espectador se establece una dramática relación democrática entre iguales” –como justo escribiera Pasolini, herético desertor de tantos seguros cercados vitales e intelectuales, señalando con el dedo a los custodios del orden, siempre dispuestos a convertirlo todo en espectáculo: un espectáculo a la medida de la homologación, de la banalidad, de la planicie mental: el ser humano sometido a toda suerte de engorde, desposeído de su concienta pensante y disidente, rebajado de persona a mecanismo consumidor.
El grito –aun sereno, paradójicamente en voz baja– jamás acallado de Pasolini debería oírse todavía hoy, quizá hoy más que nunca, contra la desmesurada mercantilización, la falsa provocación creciente, la falaz escenificación de tanto yo autorial autocomplaciente en esta feria global repleta de piezas cual engranajes en la maquinaria del consumo de arte. Un grito asesinado entre deshechos, como en el Petróleo de Granaroli, rojo entre el amasijo grisnegruzco.
Pero asimismo esta obra invita a una reflexión que intente recuperar el tiempo, que se empeñe en apoderarse de nuevo del presente. Otra observación de Oteiza: “No hablo de lo que ya sé, sino de lo que el propio hablar, según se genera, me va haciendo saber”. Así, la imagen que está ante nosotros no pretende repetir, reproducir, representar nada que resida fuera de ella –aun celando o desvelando a veces una multiplicidad formal o conceptual de sentidos–, sino presentarse a sí misma, o mejor, presentificarse: como tales trazos y signos. Hacerse presente; es más, convertirse en presente. Por eso requiere del espectador, del destinatario, que mediante ella se apodere del presente, de su propio presente.
Es necesario caer en la cuenta: el presente está condenado a ser, de inmediato, pasado: “metafísica del instante” ha sido llamada esta condición. Pero no es verdad, es cuando menos incierto, que el tiempo presente adquiera consistencia y duración precisamente porque tiene ya un pie en el futuro que lo confirma. No. El futuro anula, aniquila, cercena, fulmina el presente si caemos en la trampa de ansiosas estrategias de actualización. Y ni siquiera este es el problema más grave: el presente no llegará a ser pasado, sino que ya lo es: ruina ante la avalancha de posibles futuros, ante el extravío provocado por un futuro inminente que a su vez de inmediato se convertirá en remoto pasado. Un futuro que apenas existirá como presente para devenir súbito residuo: un futuro que existe solo como condena al fracaso del presente. De consecuencia, nos ha sido robada la memoria; pero con el presente de la mano: el tiempo, en una palabra. Los cuadros de Granaroli significan otros tantos motivos para la reflexión y la recuperación sobre el tiempo y del tiempo. También para la recuperación de un espacio: el propio del arte como ocasión de pensamiento y acción.
Ahora bien, parafraseando a Jacques Derrida: ¿dónde acontece la obra? ¿Dónde empieza? ¿Dónde acaba? ¿Cuál es su límite interno? Y ¿cuál el externo? ¿Cómo determinar lo intrínseco de la obra, aquello que es, que existe dentro de un marco concreto? Más aún, ¿cómo determinar en qué consiste el marco, cualquier imaginable marco? Porque lo extrínseco, el afuera, participa siempre, se quiera o no, de la escena, de la obra, del adentro. Sobre todo en un tríptico que no esconde sus suturas…
Este retablo mueve así a la reflexión: e invita al contemplador a reflexionar también sobre sí mismo; pues, objeto mas a la par sujeto de la obra, en tanto que marco, forma parte de la escena. En el fondo, no con lenguajes, sino de lenguajes se habla, siempre mediante la construcción de lenguajes se camina por el conocimiento, la consciencia. De otro modo, se cae inexorablemente en las redes, en los cepos del discurso predispuesto. Además porque –según Georges Steiner, ahora– “los aconteceres del lenguaje constituyen la substancia cognoscitiva de nuestro ser; pero solo alcanzamos la distancia suficiente para observarlos desde fuera mediante ese salto irremediable más allá del lenguaje que es la muerte”.
Mientras tanto, dispongámonos, precipitémonos por decirlo con Derrida: “precipitémonos sobre la pregunta que busca su senda hacia lo irrepetible, sobre la pregunta que intenta abrirse camino a partir de lo irrepetible”. De interpelar se trata; no otra cosa hace el arte.
Y ¿nosotros, qué? Nosotros, el marco… Aun a riesgo de nada encontrar (o más bien de encontrar nada), recuperemos a cambio el coraje de usar nuestros lenguajes –el que esté en condición de forjarse cada quien–, de no pensar con palabras de otros, con discursos de otros. Reapropiémonos de una noción de lenguaje como instrumento de conocimiento, no de identificación de una apócrifa realidad que otros, los custodios del orden, manipulando tiempos y espacios, nos aderezan. Dispongámonos a tener el valor de comprender, de indagar en el arte como posibilidad estrictamente humana de expresión: lo cual sería indagar en nosotros mismos a través del arte. Y quienes habrán de creer que ellos ya saben (y juzgarán en consecuencia cualquier gesto inútilmente pleonástico, acostumbrados a encerrase en el cerco de viejas certidumbres adquiridas), recuerden los versos de Pier Paolo Pasolini:
Solo amar, solo conocer cuenta,
no el haber amado,
no el haber conocido.
Miguel Angel Cuevas
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