sábado, 5 de octubre de 2024

"LOS OFENDIDOS", UN DOCUMENTAL SALVADOREÑO QUE EXPLORA LA RELACIÓN ENTRE MEMORIA E IMPUNIDAD

Título original Los ofendidos
Año 2016
Duración 82 min.
País El Salvador
Dirección Marcela Zamora
Guion Marcela Zamora
Fotografía Alvaro Rodriguez
Sinopsis Este documental pone el foco en la necesidad de reconstruir la memoria histórica a través de testimonios que dan cuenta de los crímenes perpetrados en la guerra civil de El Salvador durante los años 80.

El general David Munguía Payés, ministro de Defensa de El Salvador, entra en la sala.

Allí lo esperan Marcela Zamora y el equipo técnico del documental Los ofendidos, estrenado este jueves en México, en el Festival de documental iberoamericano de la memoria en Morelos.

Con su aire de despiste continuo y falsa tartamudez, el militar se sienta en el borde de un sillón de cuero. Parece tenso. Lleva puesto un uniforme verde de combate. Nadie se camufla una mañana de martes para una entrevista a menos que el disfraz sea el mensaje.

Zamora pone frente a él el “Libro amarillo”, un documento elaborado por el Estado mayor militar y la policía nacional en 1987, en plena guerra civil salvadoreña, y lo deja hablar.

Munguía Payés dice: “Ese libro se comienza a elaborar identificando a aquellas personas que eran consideradas comunistas y dañinas al régimen, las cuales deberían ser capturadas y en algunos casos hasta eliminadas. Yo ni me daba cuenta, andábamos en el terreno, entrábamos y salíamos(…). Lo que estaba sucediendo en la retaguardia no lo sabíamos. No sé cuál es el punto sobre ese libro”.

Zamora lo interrumpe: “¿Le digo cuál es?”.

Munguía Payés titubea. “Para mí no es tanto que haya listas de nombres”, dice, “sino si en realidad se cometieron errores, si algunas de esas personas se persiguieron para ser eliminadas”.

Zamora estalla con esa suavidad firme, sin agresión, que imprime su sello de narradora y, a la vez, de reportera a los documentales que dirige: “El tercer nombre de este libro es Rubén Ignacio Zamora Rivas, mi papá. Lo capturó la policía y lo torturaron durante 33 días”, le dice.

Munguía Payés tartamudea su respuesta después de un silencio incómodo: “Es un episodio muy triste en el marco de la guerra, seguro se dieron esas cosas y cosas peores”.

Es habitual que alguien filme un documental para dialogar con su padre.

Lo es, también, que esa conversación íntima, familiar, privada por definición, una vez proyectada sobre una pantalla, se eleve a la categoría de cuestionamiento generacional. Que sirva para que una hija entienda las decisiones que tomó su padre, especialmente si el padre es uno de los actores principales de la historia del país.

Lo que es menos habitual es que ese diálogo no se base en el conflicto padre-hija y muestre, en cambio, un acuerdo —rápido y del que no estamos acostumbrados a ser testigos— entre ambos, entre las mentes lúcidas de dos generaciones.

Zamora deja que su padre se explique. Llora escuchándolo leer un poema de Roque Dalton. Zamora admira a su padre y su documental trasluce ese amor. Como el que le tiene a cada una de las otras tres víctimas de la tortura, a las que muestra con una empatía tal que no se ahorra en la edición de audio los ruidos ahogados de la emoción que le provoca rememorar la barbarie, por ejemplo, con el médico torturado Juan Romagoza.

La guerra civil de El Salvador fue, como todas las guerras civiles, un espacio para la tortura y la represión. Un partido sangriento que además terminó en empate y amnistía, imposición de olvido e impunidad.

El padre de Marcela Zamora, Rubén, fue líder político de la insurgencia salvadoreña durante la guerra. Y regresó tras varios años de exilio obligado para ser uno de los gestores de los acuerdos de paz. Hizo política. Fue, también, el primer candidato a la presidencia por la izquierda en la posguerra. Aceptó una primera amnistía que no dejaba impunidad y no aceptó la segunda, la que dejó a las víctimas abandonadas, imposibilitadas de acceder a la justicia. Las dejó olvidadas, silenciadas, ofendidas.

Hay víctimas que son un país. Zamora las retrata y su padre las explica sin rabia, porque las entiende. Porque fue víctima. “Lo que tenemos es una amnistía que es inconstitucional, porque amnistías absolutas por delitos de lesa humanidad no existen. Lo que el país necesita es la verdad. Para poder reconciliarse es necesario saber cuál es la verdad, que se reconozcan los hechos para poder perdonarlos”, dice Rubén Zamora, enfrentado en la pantalla —a través del montaje que hace su hija— con la figura de Carlos Eugenio Vides Casanova, jefe máximo de la represión durante la guerra, deportado de los Estados Unidos a El Salvador en abril de 2015, y todavía impune por sus crímenes.

Marcela Zamora hace periodismo documental. Crónica visual de largo aliento. Indaga el pasado para hablar del presente.

Su cámara fue una de las primeras que siguió, en María en tierra de nadie, el viaje de las centroamericanas rumbo a Estados Unidos. Son las víctimas indirectas de la guerra civil y la represión que su nueva película detalla. Es el viaje de quienes dejan a sus hijos solos para buscar un futuro y los entregan, sin querer, a las pandillas que ahora asedian, extorsionan y asesinan a la población.

También denunció la esclavitud en Las muchachas, en el que contó la historia de la mujeres que llegan a la ciudad escapando de la guerra y la pobreza en sus pueblos y, por obligación y supervivencia, también dejan a sus hijos solos y sin oportunidades.

Mostró también que el país es un Cuarto de los huesos salpicado de fosas comunes que llevan abriéndose desde hace más de tres décadas, y en las que los pandilleros no dejan de arrojar cadáveres; o, remontándose al pasado, ha detallado masacres como Las Aradas, que el Estado ya cometía en los años ochenta del siglo pasado.

Su obra recorre la historia de su país desde que nació. Y además, marca una ruta.

Los ofendidos”, dice Zamora, “debe ser un documental para reflexionar sobre la verdad”.

“Para poder perdonar hay que saber a quién perdonar”, agrega. Los torturados y torturadas que entrevista Zamora, lejos de pedir venganza, piden la verdad. Apegada a ciertas reglas de la profesión periodística, Zamora no quiere decirlo en voz alta porque no dice nada en voz alta, pero Los ofendidos no es nada más ni menos que el aporte del género documental a la estocada final contra la impunidad que carcome su país.

Fuente: The New York Times en español

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viernes, 4 de octubre de 2024

"SILVESTRE REVUELTAS", DE OCTAVIO PAZ, EN EL 84 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL COMPOSITOR COMUNISTA MEXICANO

 

"SILVESTRE REVUELTAS", DE OCTAVIO PAZ

Silvestre Revueltas, todos lo recuerdan, era, físicamente, de la misma estirpe de Balzac y Dumas. (En lo espiritual era otra cosa; nada menos ciclópeo que su delicada, penetrante, aguda música, dardo o estilete). Se parecía mucho al segundo y tenía del primero la mirada tierna, el ademán poderoso, la generosa corpulencia y la íntima finura que dicen tuvo Balzac. Con ese cuerpo, con esa noble cabeza y ese rostro asombrado de dios, Neptuno de la Música, se erguía frente a la orquesta, frente al mar de los sonidos, como un humano monumento, prodigioso y terrible, devastado por todas las olas, padre de las olas y vencedor de ellas; luchando contra invisibles elementos, desataba las oscuras e infernales potencias de la música, que duermen en el silencio y las sometía a su poder, llevándolas a un silencio más alto y tenso del que salieron. Muchos, al dirigir la orquesta, parecen magos; otros, simples prestigitadores, más que convocar a los espíritus de la música se entretienen en escamotearnos su presencia. Silvestre no era un mago, pero tampoco un prestigitador; el espectáculo que involuntariamente ofrecía era mucho más patético que las maravillas de la magia y las sorpresas de la habilidad. Silvestre sacaba de mismo, de su entraña, cada nota, cada sonido, cada acorde; los extraía de su corazón, de su vientre, de su cabeza, de un bolsillo insondable de sus pantalones –como ese objeto mágico que siempre llevamos con nosotros, único confidente de nuestro tacto angustiado, oscuro resumen de las mil muertes y nacimientos de cada día. O brotaban de sus ojos, de sus manos, del aire eléctrico que creaba en torno suyo. Silvestre era, al mismo tiempo, la cantera, la estatua y el escultor.

A pesar de su corpulencia y de su espíritu vasto y generoso, no ha creado una música de grandes proporciones; había como una íntima contradicción en su ser. Su música, irónica, burlona, esbelta —flecha y corazón al mismo tiempo—, era un prodigioso y delgado instrumento para herir. Más que una arquitectura, su obra es un arma aguda y trágica. Un arma y una entraña, simultáneamente. Silvestre no se defendía de la música, como no se defendía de la  vida. Aguzaba la punta de su música como el sacerdote aguza la hoja del cuchillo, porque él era, siempre, el sacrificador y la víctima. En esta actitud podemos encontrar el secreto de su autenticidad y de su verdad; había encontrado el punto misterioso en que el arte y la vida se tocan y comunican, el nervio tenso de la creación. Su arte, por eso, era todo lo que puede ser el arte, ni más ni menos: legítimo, genuino. Ni sincero, ni mentiroso, categorías que no pertenecen al arte, sino verdadero. Esta legitimidad artística la tenían también su vida y su cuerpo; al tocar su mano se tocaba algo caliente, profundo: un hombre.

Era tierno en ocasiones; en otras, áspero y reconcentrado. Silvestre no amaba el desorden, ni la bohemia; era, por el contrario, un espíritu ordenado; a veces hasta exageradamente ordenado. Puntual, exacto, devorado casi por ese afán de exactitud, se presentaba siempre con anticipación a las citas y se apresuraba a cumplir con las comisiones o encargos que se le daban. Esta preocupación por el orden era un recurso de su timidez y una defensa de su soledad. Porque era tímido, silencioso y burlón. Amaba a la poesía y a los poetas y su gusto era siempre el mejor. No tenía placer en las compañías ruidosas; era un solitario y un hosco defensor de su soledad. Pero después de aquellas temporadas de orden absoluto y exasperante (el mismo rigor a que se sometía lo exigía a sus compañeros), de ensimismada concentración, se desbordaba en un ansia de comunión, de amor. Entonces su humor negro se convertía en blanco, como la negra ola al besar a la playa. Un humor blanco, como la espuma de la vida. Y el silencio reconcentrado se volvía un mágico, poético surtidor, lleno de imágenes. Y es que Silvestre, como casi todos los hombres verdaderos, era un campo de batalla. Jamás se hizo traición y jamás traicionó la verdad contradictoria, dramática, de su ser. En Silvestre vivían muchos interlocutores, muchas pasiones, muchas capacidades, debilidades y finuras. "Sólo una manera simple  de considerar a los sentimientos puede afirmar que hay sentimientos simples." Esta riqueza de posibilidades, de adivinaciones y de impulso es lo que da a su obra —la más importante de América-, ese aire de primer acorde, de centella escapada de un mundo en formación. No era fácil ordenar elementos tan ricos y dispares, de pronto; sin embargo, toda su obra está presidida por algo que no es la alegría, como creen algunos, ni la sátira o la ironía, como creen los demás. Este elemento, el mejor y más puro, es la piedad. La alegre piedad frente a los hombres, los animales y las cosas. Por la piedad la obra de este hombre, tan desnudo, tan indefenso, tan herido por el cielo y los hombres, sobrepasa, en significaciones, a gran parte de la música contemporánea. Y ocupa un lugar, en el corazón de nosotros, superior al de la grandiosa pintura mexicana, que lo conoce todo, menos la piedad. (Ni en Orozco, ni en Siqueiros, ni en Diego hay simpatía, alegría o piedad).

El nombre de Silvestre Revueltas resuena dentro de como un gran cohete de luz, como una aguda flecha que se dispersa en plumas y sonidos, en luces, en colores, en pájaros, en humo pálido, al chocar contra el desnudo corazón del cielo. Era como el sabor del pueblo, como el pueblo mismo, cuando el pueblo es pueblo y no multitud. Era como una feria de pueblo; la iglesia, asaetada por los fuegos de artificio, plateada por la cascada de aguas resplandecientes, fortaleza inocente y cándida, humeante ruina que gime en los sonidos, en los ayes de la cohetería agónica; el mágico jardín, con su fuente y su kiosko con la música heroica, desentonada y agria; y los cacahuates, en pirámides, junto a las naranjas, las jícamas terrestres y jugosas y las dulces cañas de azúcar, con sabor a estrella líquida y tierra inocente, plantadas militarmente, como fusiles o lanzas, en las orillas de las calles. Y era como el silencio de una oscura y desierta calle, en un barrio de la ciudad, poblada de pronto por gritos angustiosos. Y como el rumor de una vecindad y la gracia de la ropa puesta a secar, bajo el cielo altísimo y las nubes que giran, lentamente. Y era, también, como el silencio del cielo, que calla ante nuestras preguntas y nos vela su destino.

Fuente: PAZ Octavio, “Silvestre Revueltas”, en Taller, núm. XII, México, enero febrero de 1941. Reproducido en Pauta, núm. 9, México, enero de 1984. [Documento electrónico disponible en www.fororevueltas.unam.mx, sección Testimonios, Eduardo Contreras Soto (comp.)]

jueves, 3 de octubre de 2024

"CANTATA DE LA COSECHA", DEL COMPOSITOR DE LA REPÚBLICA POPULAR DE POLONIA STANISLAW WIECHOWICZ

Desde 1945 Stanislaw Wiechowicz dirigió el departamento de composición de la Escuela Superior Estatal de Música de Cracovia (actualmente Academia de Música). En 1951, se convirtió en director artístico honorario de la Unión de Conjuntos Instrumentales y de Canto Polacos 

Fue autor de numerosos trabajos en el campo de la pedagogía vocal. Recibió numerosos premios artísticos y condecoraciones estatales de la República Popular de Polonia.

Estaba particularmente interesado en la música coral y representó un estilo nacional consistente basándose en la música popular polaca . Fue alumno de Władysław Żeleński, Maksymilian Steinberg, Józef Wihtol y Vincent d'Indy, y creador de la canción coral moderna polaca a capella . Preparó un repertorio fundamental para el movimiento de canto polaco. Desarrolló significativamente la textura coral, inspirándose a menudo en la textura instrumental. En algunas formas desarrolladas introdujo la técnica variacional. Sus arreglos de canciones populares fueron muy originales, frescos y reveladores del contenido de las canciones .

Cantata de la cosecha

Pieza corta (aprox. 8') para coro mixto a capella, compuesta en 1948 y galardonada con el primer premio en el Concurso Olímpico Polaco. El compositor utilizó fragmentos de textos populares tradicionales, prestando atención principalmente a sus propiedades sonoras y acentuadas. Stanisław Wiechowicz fue considerado el maestro más destacado en el campo de la música coral polaca contemporánea. Esta reputación se ganó principalmente la Cantata de la Cosecha , donde el estilo individual del creador, la ingeniosa estilización del folclore y el virtuosismo en el uso de las voces humanas dieron como resultado una verdadera obra maestra.

Premios

El artista recibió numerosos premios y condecoraciones. Entre ellas:  

  • Orden de la Bandera del Trabajo, 1.a clase (1963) 
  • Medalla del décimo aniversario de la República Popular de Polonia (28 de febrero de 1955)
  • 1er premio en el Concurso Olímpico Nacional y medalla olímpica de bronce en el Concurso Olímpico Internacional de Arte de Londres por la Cantata Harvest (olímpica) para coro mixto a 8 voces (1948)
  • Premio Artístico Estatal, 2º grado, por obras corales basadas en motivos populares, especialmente por la Cantata de la Cosecha (1950) 
  • Premio de la Unión de Compositores Polacos a la trayectoria musical (1953)
  • 1er premio en el concurso de composición organizado con motivo del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes de Varsovia por el Concierto de la Ciudad Vieja para gran orquesta de cuerda (1955)
  • Premio del Ministro de Cultura y Arte por Carta a Marc Chagall para voces solistas, recitadores, coro mixto y orquesta sinfónica (1961)