lunes, 7 de septiembre de 2009

60 AÑOS DE LA MUERTE DEL MURALISTA MEXICANO JOSÉ CLEMENTE OROZCO

Zapatistas (1931)

FUE FUNDADOR DEL GRUPO SOLIDARIO DEL MOVIMIENTO OBRERO Y COLABORADOR DE "EL MACHETE", PERIÓDICO DEL PARTIDO COMUNISTA MEXICANO

(Zapotlán, actual Ciudad Guzmán, 1883 - México, 1949). Unido por vínculos de afinidad ideológica y por la propia naturaleza de su trabajo artístico a las controvertidas personalidades de Rivera, Siqueiros y Tamayo, José Clemente Orozco fue uno de los creadores que, en el fértil período de entreguerras, hizo florecer el arte pictórico mexicano gracias a sus originales creaciones, marcadas por las tendencias artísticas que surgían al otro lado del Atlántico, en la vieja Europa.

Orozco colaboró al acceso a la modernidad estética de toda Latinoamérica, aunque la afirmación tenga sólo un valor relativo y deban considerarse las peculiares características del arte que practicaba, poderosamente influido, como es natural, por la vocación pedagógica y el aliento político y social que informó el trabajo de los muralistas mexicanos. Empeñados éstos en llevar a cabo una tarea de educación de las masas populares, con objeto de incitarlas a la toma de conciencia revolucionaria y nacional, debieron buscar un lenguaje plástico directo, sencillo y poderoso, sin demasiadas concesiones al experimentalismo vanguardista.

A los veintitrés años ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Carlos para completar su formación académica, puesto que su familia había decidido que aprovechara sus innegables condiciones para el dibujo en "unos estudios que le aseguraran el porvenir y que, además, pudieran servir para administrar sus tierras", por lo que el muchacho inició la carrera de ingeniero agrónomo. El destino profesional que el entorno familiar le reservaba no satisfacía en absoluto las aspiraciones de Orozco, que muy pronto tuvo que afrontar las consecuencias de un combate interior en el que su talento artístico se rebelaba ante unos estudios que no le interesaban. Y ya en 1909 decidió consagrarse por completo a la pintura.

Durante cinco años, de 1911 a 1916, para conseguir los ingresos económicos que le permitieran dedicarse a su vocación, colaboró como caricaturista en algunas publicaciones, entre ellas El Hijo del Ahuizote y La Vanguardia, y realizó una notable serie de acuarelas ambientadas en los barrios bajos de la capital mexicana, con especial presencia de unos antros nocturnos, muchas veces sórdidos, demostrando en ambas facetas, la del caricaturista de actualidad y la del pintor, una originalidad muy influida por las tendencias expresionistas.

De esa época es, también, su primer cuadro de grandes dimensiones, Las últimas fuerzas españolas evacuando con honor el castillo de San Juan de Ulúa (1915) y su primera exposición pública, en 1916, en la librería Biblos de Ciudad de México, constituida por un centenar de pinturas, acuarelas y dibujos que, con el título de La Casa de las Lágrimas, estaban consagrados a las prostitutas y revelaban una originalidad en la concepción, una búsqueda de lo "diferente" que no excluía la compasión y optaba, decididamente, por la crítica social.

Puede hallarse en las pinturas de esta primera época una evidente conexión, aunque no una visible influencia, con las del gran pintor francés Toulouse-Lautrec, ya que el mexicano realizó también en sus lienzos una pintura para "la gente de la calle", lo que se ha denominado "el gran público", y ambos eligieron como tema y plasmaron en sus telas el ambiente de los cafés, los cabarets y las casas de mala nota.

Orozco consiguió dar a sus obras un cálido clima afectivo, una violencia incluso, que le valió el calificativo de "Goya mexicano", porque conseguía reflejar en el lienzo algo más que la realidad física del modelo elegido, de modo que en su pintura (especialmente la de caballete) puede captarse una oscura vibración humana a la que no son ajenas las circunstancias del modelo. Conservó este sobrenombre para dar testimonio de la Revolución Mexicana con sus caricaturas en La Vanguardia, uniéndose de ese modo a la tradición satírica inaugurada, a finales del siglo XIX, por Escalante y Villanuesa.

Un año decisivo

Una fecha significativa en la trayectoria pictórica de José Clemente Orozco es el año 1922. Por ese entonces se unió a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y otros artistas para iniciar el movimiento muralista mexicano, que tan gran predicamento internacional llegó a tener y que llenó de monumentales obras las ciudades del país. De tendencia nacionalista, didáctica y popular, el movimiento pretendía poner en práctica la concepción del "arte de la calle" que los pintores defendían, poniéndolo al servicio de una ideología claramente izquierdista.

Desde el punto de vista formal, la principal característica de los colosales frescos que realizaba el grupo era su abandono de las pautas y directrices académicas, pero sin someterse a las "recetas" artísticas y a las innovaciones procedentes de Europa: sus creaciones preferían volverse hacia lo que consideraban las fuentes del arte precolombino y las raíces populares mexicanas. Los artistas crearon así un estilo que se adaptaba a la tarea que se habían asignado, a sus preocupaciones políticas y sociales y su voluntad didáctica; más tarde (junto a Rivera y Siqueiros) actuó en el Sindicato de Pintores y Escultores, decorando con vastos murales numerosos monumentos públicos y exigiendo para su trabajo, en un claro gesto que se quería ejemplarizante y reivindicativo, una remuneración equivalente al salario de cualquier obrero.

Orozco era pues un artista que optó por el "compromiso político", un artista cuyos temas referentes a la Revolución reflejan, con atormentado vigor e insuperable maestría, la tragedia y el heroísmo que llenan la historia mexicana, pero que dan fe también de una notable penetración cuando capta los tipos culturales o retrata el gran mosaico étnico de su país.

Embajador artístico e incansable viajero

En 1928 el artista decide realizar un viaje por el extranjero. Se dirigió a Nueva York para presentar una exposición de sus Dibujos de la Revolución; inició de ese modo una actividad que le permitirá cubrir sus necesidades, pues Orozco se financia a partir de entonces gracias a sus numerosas exposiciones en distintos países. Su exposición neoyorquina tuvo un éxito notable, que fructificó dos años después, en 1930, en un encargo para realizar las decoraciones murales para el Pomona College de California, de las que merece ser destacado un grandilocuente y poderoso Prometeo; en 1931 decoró, también, la New School for Social Research de Nueva York.

Pero pese a haber roto con los moldes academicistas y a su rechazo a las innovaciones estéticas de la vieja Europa, el pintor sentía una ardiente curiosidad, un casi incontenible deseo de conocer un continente en el que habían florecido tantas civilizaciones. Los beneficios obtenidos con su trabajo en Nueva York y California le permitieron llevar a cabo el soñado viaje. Permaneció en España e Italia, dedicado a visitar museos y estudiar las obras de sus más destacados pintores.

Se interesó por el arte barroco y, desde entonces, puede observarse cierta influencia de estas obras en sus posteriores realizaciones, sobre todo en la organización compositiva de los grupos humanos, en la que son evidentes las grandes diagonales, así como en la utilización de los teatrales efectos del claroscuro, que descubrió al estudiar las obras de Velázquez y Caravaggio, que le permitió conseguir en sus creaciones un poderoso efecto dramático del que hasta entonces carecía, gracias al contraste entre luces y sombras y a las mesuradas gradaciones del negro en perspectivas aéreas.

Se dirigió luego a Inglaterra pero el carácter inglés, que le parecía "frío y poco apasionado", no le gustó en absoluto y, tras permanecer breve tiempo en París, para tomar contacto con "las últimas tendencias del momento", decidió emprender el regreso a su tierra natal. Allí inició de nuevo la realización de grandes pinturas murales para los edificios públicos.

Con la clara voluntad de ser un intérprete plástico de la Revolución, José Clemente Orozco puso en pie una obra monumental, profundamente dramática por su contenido y sus temas referidos a los acontecimientos históricos, sociales y políticos que había vivido el país, contemplado siempre desde el desencanto y desde una perspectiva de izquierdas, extremadamente crítica, pero también por su estilo y su forma, por el trazo, la paleta y la composición de sus pinturas, puestas al servicio de una expresividad violenta y desgarradora.


La lucha en el occidente: Carrillo Puerto y Lenin y la Revolución Bolchevique

"EL ARTE DE JOSÉ CLEMENTE OROZCO". ARTÍCULO DE ALEJO CARPENTIER PUBLICADO EN 1926 EN LA REVISTA SOCIAL

A Guillermo Jiménez, en memoria de un atole en Los Monotes –del otro Orozco-, y en previsión de una copa en Montparnasse

Un boceto mendaz

Vi por primera vez a José Clemente Orozco en el casi austero salón de la Liga de Escritores de América –ese rincón tan cordial que se cobija en una ruinosa casona cuya mera sombra es ya reconfortante para los que piensan. Arrellanado en un chato butacón de cuero, sus ojillos vivos lanzaban miradas, entre tímidas y suspendidas, a través de lentes arbitrariamente erguidos en una nariz puntiaguda, y su única mano dejaba colgar indolentemente un cigarrillo virgen de lumbre. Mientras los gestos secos y nerviosos del doctor Atl poblaban el ambiente de una teoría de ángulos, y su verbo cáustico y certero pirueteaba en defensa de no recuerdo qué idea nueva y audaz –nuevas y audaces son siempre las ideas defendidas por ese viejo, joven entre los jóvenes-, el pintor sonría distraídamente. Aislado, distante, absorto tal vez ante los torbellinos de su vida interior, me hacía pensar en alguna gárgola meditabunda que asistiera al vano tráfago urbano sin el menor deseo de abandonar el sitial de un cómodo alero.
Aquel día no recuerdo haberle oído hablar. (Desde el fondo de su retrato, aureolada por una conjugación de rombos y círculos de color, la poetisa Nehul-Olin parecía agradecerle su silencio, fijando en él dos pupilas verdes, de profanidad infinita.)
De pronto notamos la desesperación del pintor. El doctor Atl nos explicó:
-Clemente Orozco y Diego Rivera piden permiso para retirarse… Es decir… ya se han marchado, pero piden permiso de todos modos.
Y no volví a ver a Orozco durante algunos días. Si hubiera desconocido su arte y no pudiera sustraerme a la tentación mendaz de imaginar la obra como trasunto del carácter de su creador, habría visto en ese artista un enamorado de las pastosas penumbras whistlerianas o de las mórbidas y sutiles degradaciones impresionistas; un intérprete del silencio, la paz, el reposo…

Danza macabra

Una especie de estupefacción se entroniza en el ánimo cuando se penetra, por vez primera, en el patio principal de la Escuela Nacional Preparatoria de México. Sobre algunos centenares de metros de pared, con extraordinaria violencia de color, con increíble audacia de líneas, una serie de figuras de grandes dimensiones gesticulan, se contorsionan, gritan… Parece que jamás tornará a reinar absoluto silencio ante esa atormentada humanidad que surge de los frescos, con una plenitud de volumen que hace pensar en los relieves asirios.
En el centro, de proporciones enormes, el Hombre fija en nosotros sus ojos alucinados, con los puños contraídos y el torso en sobrehumana tensión. Y, a sus lados, se coloca una serie de figuras simbólicas –simbolismo sin coronas de laurel, caduceos ni musas- que nos muestran al Hombre aniquilando al pasado, al Hombre avanzando triunfalmente hacia el futuro, al Hombre múltiple entonando un salmo de fuerza y optimismo…
Separándonos de este eje de la composición general, donde se alzan figuras llenas de nobleza y vigor –como la del Obrero-, las figuras adquieren un extraño carácter, trágico y a la vez burlón, participando en una gigantesca supercaricatura, preñada de crueldad, que traza toda una Danza macabra de la vida mexicana actual, con sus momentos patéticos, con sus ilesos conflictos. No es ya, con en las incisivas pinturas de Holbein, un seco tableteo de tibias lo que comunica unidad ideológica a esos frescos, sino un espíritu de indignación ante las injusticias sociales y las supersticiones, contra las cuales los pinceles del artista se rebelan en un vasto clamor de protesta que se traduce en escenas de una crudeza contundente.
Y aparece entonces un Jehová ventrudo y con cara de idiota, sentado en un trono de nubes, recibiendo los favores de burgueses endomingados como los del Aduanero Rousseau, mientras indios humildes, con sus mujeres y niños, son rechazados por una milicia diabólica. Más abajo vemos obreros acuchillándose ferozmente con sus herramientas, bajo las miradas complacidas de los elegantes comensales de una orgía burguesa, instalados ante una mesa guarnecida de vinos y mujeres… Después es la “eterna víctima”, el indio, dejándose engañar por un falso apóstol, vestido con burdo sayal… que deja entrever los eslabones de una cadena de oro. Y alternando con los frescos, cubriendo los menores espacios de pared, aparecen sencillas composiciones decorativas, de un simbolismo sarcástico: manos rudas que dejan caer monedas en un cepo de iglesia, mientras otra mano, fina, ensortijada, recoge esas monedas debajo…
En esos momentos la imaginación de Orozco se desborda; en sus pinturas resuenan ecos de clamores apocalípticos. Y entonces vemos crecer la silueta de este voluntarioso creador; sus brazos de justo se lazan anunciando nueva era, y su sombra se yergue, muy fuerte, como la de un nuevo Juan que increpara a los hombres de este siglo, desde las duras rocas de Patmos.

Soldados y soldaderas

-Ya verá (me ha dicho el doctor Atl) lo interesantes que son las escenas revolucionarias de Orozco. Él conoce bien la Revolución mexicana… ¡como que la hizo conmigo!...
Fueron, en efecto, las escenas revolucionarias de Orozco las que me impresionaron más profundamente. Es menester haber visto, en la última galería de la Preparatoria, un fresco titulado Soldados y soldaderas, para comprender toda la fuerza trágica de la Revolución mexicana.
Allí la expresión ha sido lograda con una economía de medios, una sobriedad casi milagrosa: en una llanura agreste, gris, terrosa, se destacan las rollizas siluetas de soldados y soldaderas que se alejan. Las figuras están situadas con rara seguridad; puestas en valor sin un detalle inútil, dan una inolvidable sensación de fuerza y equilibrio. Están materialmente “plantadas” en la pared.
… Y en esa escena, donde “no hay casi nada”, flota una angustiosa atmósfera de tragedia que infunde extraño malestar.

Estética revolucionaria

Una noche en que vagábamos por no recuerdo qué silenciosa calleja del México viejo, Diego Rivera, hablándome de su arte, expuso una idea audaz que es algo como la piedra angular de sus credos estéticos:

Cada muro de un edificio público, de una escuela, de cualquier lugar perteneciente a la colectividad en que sea posible ejecutar una pintura revolucionaria, será una posición estratégica ganada a la burguesía en la guerra que sostenemos. No importa si esas posiciones son tomadas, perdidas y vueltas a recuperar muchas veces, pues el pintor revolucionario no es un excelso y ridículo creador de obras maestras sino un combatiente de vanguardia, un soldado en las tropas de choque del ejército proletario.

Esto resume las aspiraciones de la generación de artistas mexicanos a que pertenece Clemente Orozco. Él –como el enorme Diego y sus discípulos- no ha soñado jamás como ser un “excelso creador de obras maestras”. Verdadero soldado en las tropas de choque del ejército proletario, ha combatido heroicamente para ocupar y conservar las posiciones estratégicas ocupadas por sus pinturas. Contra ellas se han perpetrado atentados absurdos. Estudiantillos clericales han tratado de estropear sus frescos, apedreándolos y raspando los colores; aun hoy se ven algunos mancillados por inscripciones y dibujos necios.
Pero José Clemente Orozco no se inmuta. Sus ideales revolucionarios son tan fuertes como el amor a su arte, y le comunican esa exaltada y viril pureza espiritual que Diego Rivera quiere percibir en las palpitaciones creadoras del artista de hoy. Ha retocado los frescos lastimados y continúa trazando su serie magistral de escenas revolucionarias –lo más interesante plásticamente, de su obra-. Su arte es trascendental porque está concebido con una absoluta fe en su trascendencia.
Aun en sus momentos de relativa ingenuidad, la obra de Orozco, realiza una especie de apostolado pictórico, animada de un espíritu análogo al que originó la pintura religiosa de la Edad Media, pero sirviendo a una nueva y noble causa. Creados para la multitud, como las obras del arte revolucionario ruso, esos frescos sólo aspiran a llegar directamente al corazón del pueblo con la mayor elocuencia posible. Ajenos a todo academicismo timorato, se orientan hacia una nueva belleza por medio de estilizaciones poderosas. En ellos se ha dado traducción plástica a un mundo de aspiraciones y de ideales que resumen todo un momento de la vida mexicana contemporánea.
José Clemente Orozco es una de las grandes figuras del arte de nuestra América.

Social, vol. 11, nº 10, octubre de 1926.

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