viernes, 16 de febrero de 2018

HENRI CARTIER-BRESSON: EL RAYO QUE NO CESA

"Niños jugando en ruinas" (Sevilla, 1932)
 
“No hay nada en este mundo que no tenga un momento decisivo”. La cita, columna vertebral de su obra, introduce el libro Images à la sauvette (The Decisive Moment, en la versión de inglés), del fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson (1908–2004), el gran retratista del siglo XX, el arquitecto del presentimiento. Desde este martes se presenta en Buenos Aires una exposición de 133 de las fotografías de este padre del fotoperiodismo.

Publicado en 1952, en París, aquel libro marcó un quiebre en la historia de la fotografía. Escribió allí que “fotografiar es poner la cabeza, el ojo y el corazón en el mismo punto de mira”. Que es “un modo de gritar, de liberarse, no de probar ni de afirmar la propia originalidad”. Que fotografiar “es una manera de vivir”.

Nació en el seno de una familia acomodada, de industriales. No quiso heredar el negocio. Su formación no comenzó en la fotografía: en los años veinte se inscribió en una academia de pintura, aprendió geometría y composición y trabajó con ceras y lápices (El País, 11/02/04). En 1928 o 1929 conoció a André Breton, padre del surrealismo. Fue cuando Cartier-Bresson frecuentaba las reuniones surrealistas del café de la Plaza Blanche, en París. En 1995, el fotógrafo escribió que al surrealismo le debía la fidelidad, que aquel movimiento le enseñó a dejar que el objetivo fotográfico recorriera las huellas del inconsciente y del azar.

En 1931 viajó a Costa de Marfil y vivió el colonialismo y su opresión. Regresó enfermo. Tuvo una comprensión: la cámara es un instrumento más rápido que el ojo. Descubrió la cámara Leica, que, en sus palabras, se convirtió en la prolongación de su ojo y no lo abandonó jamás. En 1932, le publicaron su primer reportaje gráfico en la revista Vu y expuso, ese mismo año, en una galería de Nueva York. En 1955 se convirtió en el primer fotógrafo que expondría su obra en el Museo del Louvre.

El cine, el comunismo y la Segunda Guerra

Tuvo un vínculo con el cine: hacia 1936 trabajó como asistente del director francés Jean Renoir, lo que le llevó a realizar tres documentales sobre los hospitales en España durante la Segunda República (El País, 15/03/09). Ya entre 1933 y 1934, había “transmitido a su forma el sueño de la II República: niños en una barriada de Sevilla, un gran terreno en obras y el barrio chino de Barcelona, un primer plano del portero de toriles de Valencia” (El País, 11/02/04).

Firmó sus primeros reportajes periodísticos en el semanario del Partido Comunista francés Regards, dirigido por Aragon (Louis Aragon fue uno de los grandes referentes del surrealismo, quien, desde 1930, rompería relaciones con Breton, se convertiría en un apologista del estalinismo y haría carrera a través del aparato político del PCF). El vínculo de Cartier-Bresson con la militancia comunista data entre 1935 y 1945. Luego adoptaría una posición crítica.

Durante la Segunda Guerra, trabajó en la Unidad de Cine del ejército francés. Fue apresado por los alemanes en 1940. Logró escapar tres años después y se unió a un grupo de comunistas. Participó de la Resistencia. De esa época son sus retratos de personajes como los pintores Pablo Picasso, Henri Matisse y George Braque. Retrató también para la historia, en 1944, la liberación de París, las ruinas del pueblo arrasado de Oradour-Sur-Glane y “las escalofriantes series sobre los ajustes de cuentas a los colaboracionistas en Dachau” (Ídem anterior), pueblo de Munich, donde hubo un campo de concentración nazi. En 1947, cofundaría la célebre agencia Magnum junto con Robert Capa, David Seymour y Georges Rodger. Se considera que forjaron las mejores décadas del fotoperiodismo de la historia.

La URSS, Cuba y  Pekín

Cubrió, para grandes revistas internacionales, las multitudes en los funerales de Gandhi; el mayo francés en 1968; la URSS en 1955 (tras la muerte de Stalin); llegó a Pekín doce días antes de la toma de la ciudad por parte de los maoístas (“el ejército chino actual intenta salvar, en la sangre de los estudiantes, la esclerosis del régimen”, escribió en 1989 tras la matanza de Tiananmen, cuando la burocracia china aplastó una rebelión estudiantil).

Cuenta que, cuando llegó a la URSS, le preguntaron qué quería ver: “Expliqué que lo que más me interesaba era la gente, que pretendía cruzarme con ellas en la calle, en los almacenes, en el trabajo, durante sus ratos de ocio, en todos los aspectos visibles de la vida, en cualquier parte donde pudiera acercame de puntillas a las personas y no molestarlas al fotografiarlas”.

También fotografió Cuba en 1963. Escribiría, en la Revista Life, tras retratar a Ernesto “Che” Guevara: “El Che es un hombre violento y un realista. Sus ojos brillan, apasionan, seducen y fascinan. Es un hombre persuasivo y verdadero gran revolucionario, en absoluto un mártir. Tenía uno la sensación de que si la revolución tenía que extinguirse en Cuba, el Che reaparecería en otro parte, con toda su vitalidad”).

La espalda a los poderosos

Como ya se ha dicho, Cartier-Bresson, en sus retratos, le dio la espalda a los poderosos y miró, sobre todo, a los olvidados. El día de la coronación de Jorge VI, en mayo de 1937, le dio la espalda al rey y fotografió al pueblo que miraba (Ídem anterior). Allí estaba su objetivo, ese instante decisivo, ese modo de la sensibilidad: un hombre comiendo de Kuomintang, Pekín, en 1949; otro saltando el charco detrás de la estación  de Saint-Lazare, en París, en 1932; trabajadores rusos bailando en una cafetería en 1954-1955, en Moscú; una pareja dormida, abrazados, en Rumania, 1975; prostitutas en la calle Cuauhtemoctzin, México, en 1934.

Sin embargo, por su cámara también pasaron personajes vibrantes del arte y la política: Truman Capote, Igor Stravinsky, Albert Camus, Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre, Marilyn Monroe, Alberto Giacometti, Coco Chanel o Marcel Duchamp. Dejó, además, delicadas fotografías de paisajes. Escribió sobre el momento de captar la plenitud: “Es preciso aproximarse en puntillas aunque se trate de naturaleza muerta. Sigiloso como un gato, pero con el ojo vigilante. Sin atropellos”.

Decía que, al tomar la foto, lo mejor es que te olviden, al fotógrafo y a la cámara: “Trabajamos en el movimiento, una especie de presentimiento de la vida, y la fotografía tiene que atrapar en el movimiento el equilibrio expresivo  (…). Entre el público y nosotros se sitúa la impresión, que es el medio de difusión de nuestro pensamiento”.

“En fotografía —agregó— la creación consiste en un breve instante, un rayo, una réplica: en subir el aparato hasta el ojo y atrapar, en la pequeña caja económica, lo que te ha sorprendido, cazarlo al vuelo sin trucos, sin dejar que se resista. Lo más pequeño puede constituir un gran tema, un pequeño detalle humano puede convertirse en un leitmotiv. Captar el hecho verdadero con relación a la realidad profunda”.

Fotografiar es retener la respiración

Trabajaba con el sentido de la economía (“nada de adornos”, decía el escritor Ezra Pound); explicaba que el “instante puede ser fruto de un largo conocimiento o producto de la sorpresa” (cuando viajaba, Cartier-Bresson se instalaba en el lugar, no iba como turista); que ese instante “es su propia pregunta y también su respuesta”. Eternizó: “Fotografiar es retener la respiración cuando todas nuestras facultades se conjugan ante la realidad huidiza”.

Sus tres pasiones—además de la cámara Leica— fueron los pintores Paul Cézanne, Jan Van Eyck y Paolo Uccello. En 1966, abandonó la agencia Magnum para dedicarse a la pintura y al dibujo. Le bastaron cuatro décadas para convertirse en un emblema del fotoperiodismo (en la cima también está otro imprescindible, el fotógrafo Robert Doisneau). El 25 de enero pasado, por el 20 aniversario del crimen de José Luis Cabezas,  se colocó una placa con su frase: “Es monstruoso que el dedo sobre el gatillo sea la respuesta al dedo sobre el obturador”.

Como dijo de su colega húngaro André Kertész, Henri Cartier-Bresson tuvo una admirable continuidad de la curiosidad. Fue crítico de todo rasgo de pretensión artística: “Me niego a ser un abanderado, yo que he intentado pasar desapercibido toda mi vida para observar mejor”. Su instante decisivo —como el título del libro del poeta Miguel Hernández— sigue siendo un rayo que no cesa.

Fuente: El Otro



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