Mustang, de la realizadora franco-turca Deniz Gamze Ergüven,  es el relato de la emancipación de cinco hermanas adolescentes,  crecidas en un pueblo remoto de la Turquía actual, la misma que reprime  la libertad de prensa entrando a golpe de metralleta en las redacciones y  obligando a los periodistas a cambiar los textos y la misma a la que la  Unión Europea va a pagar cantidades fabulosas de dinero para que le  haga el trabajo sucio –a golpe de expulsiones y campos de internamiento-  de arreglar el problema de los refugiados y migrantes que huyen de  países con guerra o hambruna soñando con una Europa que, a todas luces,  no existe. Esa misma Turquía donde, en muchos rincones, las mujeres  siguen siendo propiedad de los hombres.
La  Turquía de Erdogan, que lleva trece años en el poder, es cada vez más  conservadora y las mujeres están cada vez más amenazadas por ese  conservadurismo galopante. Según cifras oficiales, entre 2002 y 2009 los  asesinatos de mujeres aumentaron un 1.400%, en marzo de 2015, un  estudio del semanario francés Le Point cifraba en 294 el número de mujeres asesinadas en Turquía en 2014.
Mustang es una película valiente, caústica y sincera, que  viene cosechando aplausos y premios desde que se presentó en el Festival  de Cannes 2015. Una obra de arte que puede exhibirse como una enseña en  días como los recientes, cuando oficialmente se habla de homenajear a  las mujeres, y muy especialmente a las mujeres trabajadoras, y se  reivindican derechos fundamentales como la libertad, la dignidad, la  igualdad, el derecho a decidir y el de negarse a situaciones impuestas  de dominio (se llame matrimonio o proxenetismo, e incluso situaciones  más banales como poder conducir un vehículo, tener una cuenta corriente o  entrar sola en un bar).
En un remoto pueblo de Turquía situado al borde del mar Negro, cinco  hermanas adolescentes y casi idénticas, tanto que juntas forman un grupo  homogéneo con sus melenas al viento, sus uniformes de colegiala y sus  risas incontrolables (un recuerdo inevitable para las muchachas en flor  de Marcel Proust y las vírgenes suicidas de Sofía Coppola), crecen en  una familia obsesionada con la tradición, y fundamentalmente con la  conservación de la virginidad de las mujeres hasta el matrimonio.  Huérfanas, perdieron a sus padres en un accidente, de la educación de  las chicas se ocupan una abuela bastante tolerante y un tío modelo  patriarca, represor, machista y quizá también abusador.
El día que algunos vecinos del pueblo se quejan de haber visto a las  chicas regresar de la escuela jugando con muchachos de su edad empiezan a  aumentar las prohibiciones, hasta que la casa familiar se convierte  para ellas en un auténtica prisión a la que la intransigencia del tío va  añadiendo rejas y candados y en la que, en la práctica, viven  secuestradas. La obsesión de la abuela es casarlas, incluso antes de la  edad legal, para lo que intenta servirse de parientes y amigas que le  buscan candidatos. Las niñas consiguen transformar su cárcel en un  refugio, desde el que defenderse, juntas en una piña, contra un mundo  exterior e insidioso, hecho de cotilleos, rumores y acusaciones.
La lucha de las hermanas por su libertad es “un magnífico y  conmovedor pulso entre el pasado y el presente”. De distintas maneras,  las cinco hermanas consiguen romper la opresiva cadena de la tradición  castradora. Las protagonistas, mayoritariamente actrices no  profesionales, consiguen el toque de frescura que la realización exigía  para no convertirse en una historia más de países intolerantes con las  mujeres. La belleza del relato está en la fuerza con que las niñas se  enfrentan al obscurantismo cultural, idéntica a la que oponen a la doma  los “mustangs”, esos caballos originarios del noroeste americano,  sinónimos de libertad, que corren salvajes por las llanuras, y que los  hombres cazan para amaestrar.
Ilsa Lund (Fuente: Crónica Popular)

 
 
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