viernes, 2 de enero de 2009

"OTTO DIX: PINTURA, SOCIALISMO Y DESOLACIÓN"

Metrópolis (1928)

Otto Dix no sólo transitó por buena parte de los “ismos” que hicieron vibrar su época, sino que también participó con su obra en algunos de los debates claves para esclarecer lo que significa el arte en nuestras sociedades.

La política fue un elemento decisivo en su forma de entender el mundo, esto es, de pintar, y su implicación ética con los derrotados, los humillados y ofendidos de la historia, unida a su acusado sentido de lo grotesco, le condujeron a pintar de una forma tan vigorosa y exaltada que a menudo causaba aversión. Sus putas, sus mutilados, el lumpen que puebla su obra, constituyen una de las denuncias iconográficas más potentes de la historia del arte. Su verismo, su hipertrofiada objetividad, su tendencia a la caricatura, a retratar lo obsceno, es decir, aquello que acostumbra a permanecer oculto, velado por la hipocresía, la buena educación y el gusto dominante –o impuesto– le llevaron en dos ocasiones al banquillo, afortunadamente sin consecuencias, y le convirtieron en una de las presas más cotizadas por el nazismo. Otto Dix era, se mirara como se mirara, un artista degenerado. La Segunda Guerra Mundial –de hecho la toma nazi del poder– supuso para Dix un golpe del que ya no se recuperaría. Había perdido impulso y las circunstancias no le permitirían recuperarlo. Pero eso ya no importaba mucho: Otto Dix era uno de los grandes, uno de esos artistas que representan a una época y que nos devuelven, transformada, enriquecida, violentada, su imagen, la de una Historia que nos explica el presente y que, en ocasiones, ayuda a vislumbrar el futuro.
Tiempos de guerra
Otto Dix nació el 2 de diciembre de 1891 en Untermhaus, cerca de Gera, en Turingia. Hijo de obreros cualificados estudió dibujo y muy joven comenzó a trabajar como pintor-decorador. En 1908 ya pinta sus primeros óleos, pasteles y dibujos al carboncillo y, un año más tarde, ingresa en la Escuela de Artes y Oficios de Dresde, la que fuera su ciudad de referencia. Pero una catástrofe interrumpiría su vida y la de millones de europeos: la Primera Guerra Mundial. Kokoschka fue herido en una emboscada y capturado por los rusos en el frente oriental; Macke caía el 29 de septiembre en la Champagne francesa y Marc sucumbía el 4 de marzo de 1916 en Verdún; Kirchner, por su parte, fue asaltado por tal crisis física y mental que tuvo que ser ingresado en el sanatorio Königstein en el Taunus. Dix tuvo más suerte que ellos. Tras incorporarse como voluntario al frente recorrió en un convoy militar Francia, Flandes, Polonia y Rusia; fue herido, condecorado y ascendido. Pero esa buena suerte, ese cumplimiento ejemplar no debe engañarnos. Mientras duró la campaña Otto Dix escribió multitud de cartas describiendo los horrores de aquella feroz matanza y, sobre todo, trabajó a destajo en unas condiciones dramáticas, esas condicione que, milagrosamente, habían permitido también escribir a Wittgenstein su Tractatus. Dix pintó retratos y autorretratos–su célebre Autorretrato como soldado– así como cientos de dibujos, aguadas y acuarelas. Influido por el cubismo y el futurismo el pintor tomaría nota de la devastación, de las trincheras y lo impactos de los obuses, de los cadáveres desmembrados y de la naturaleza arrasada. Todo ello le haría merecedor, años más tarde, de la denuncia de los exquisitos críticos nazis: por “sabotaje al espíritu militar de las fuerzas armadas”. Para Dix la guerra es un fenómeno telúrico, geológico, pero esa aparente impersonalidad no oculta su feroz denuncia. Tan sólo Goya había logrado algo parecido a lo que Dix hará en esos años. En 1916, en la Galería Arnold, muestra ya algunos de sus trabajos, macabros, expresionistas, como La guerra, Autorretrato como Marte, o el guache Trincheras. Aunque no será hasta 1923 que no aparezca la carpeta definitiva sobre el tema La guerra, y pinte su óleo Las trincheras, hoy desaparecido. “Ese Dix provoca náuseas”, aseguró el historiador del arte Julius Meier-Graefe en 1924. El “entrenamiento demencial de cuatro años” que fue la contienda rinde sus frutos artísticos en una obra que quedará definitivamente afectada por su impacto. “A juzgar por los cuadros bélicos de los antiguos, parece como si sus autores nunca hubieran estado allí”, se queja Dix. Pero él sí estuvo, y se empapó de la miseria, del sufrimiento y del dolor. Su tremendo tríptico sobre el tema exime de cualquier comentario, y los nazis no se lo perdonarían. Era difícil, al comienzo, no sucumbir a la fascinación de los uniformes, al delirio popular, al hechizo propagandístico de las “tempestades de acero”. Incluso alguien tan poco proclive a esos frenesís como Stefan Zweig no pudo sustraerse del todo a su atracción. Así lo confiesa en sus memorias: “En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida ala calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida”. Otto Dix no se dejó engañar, y si bien afirmó que no era pacifista, como no era “político” ni otras muchas cosas, lo cierto es que su obra es incuestionablemente antibelicista, como sus pinturas, su compromisos, estuvieron siempre con la izquierda. Pues los tiempos en los que Dix más brilló fueron tiempos turbulentos y exaltados; fue una época fascinante y terrible en que izquierda y derecha radicalizaban sus posturas y se enfrentaban diariamente en las calles, en los cafés, en los barrios. Fueron los tiempos de la efímera, romántica y malograda República de Weimar, de la que Dix fue, de algún modo, “pintor de corte”.
Tiempos de revuelta
Tras la contienda, en 1919, Otto Dix volvió a su querida Dresde e iniciaría el periodo más fecundo, más innovador y brillante de su carrera. Y también el más comprometido políticamente. El 3 de noviembre de 1918 la flota alemana se había sublevado en Kiel: era el comienzo. A la sublevación siguieron levantamientos en Colonia, Hannover o Munich, donde el poeta y socialista Kurt Eisner proclama, por fin, la caída de la monarquía y forma el primer Consejo de Obreros y Soldados. Poco después se constituyen otros en Dresde o Leipzig y, apenas unos días más tarde, los acontecimientos se precipitan. El 10, bajo la presión de una huelga general, Guillermo II abdica, dimite el canciller Max von Baden y el Consejo de Comisarios del Pueblo nombra a Friederich E. Ebert, miembro del Partido Socialista Alemán, presidente de la República, y a su compañero de partido, Ph. S. Scheidemann, primer ministro. Es la “revolución de noviembre”: la República de Weimar ya está en marcha. Los conflictos, sin embargo, no tardan en aparecer. Buena parte de Alemania, en especial Berlín, donde en última instancia se juega su destino la República, se halla sumida en huelgas, mientras sus calles son un hervidero de manifestaciones, desfiles y proclamas. En las empresas se han creado consejos de obreros y soldados, alentados por la oposición pero sobre todo por los espartaquistas de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg: queda otra revolución pendiente. El 6 de enero de 1919 Ebert encarga a un compañero de filas, Gustav Noske, que tome el mando de las fuerzas armadas congregadas en Berlín para acabar con el “caos”. Como es tradicional el orden se impondrá con bestial contundencia. Mientras se elabora la constitución en Weimar, bajo los auspicios de Goethe y Schiller, Noske, apoyado por cuerpos de voluntarios, por tropas de aventureros del antiguo ejército imperial pagadas por industriales, “limpian” Berlín y sus alrededores. El día 15 de ese mismo enero una de esas tropas de voluntarios, tras descubrir dónde se ocultaban, detuvo a Liebknecht y a Rosa Luxemburg y los condujo al cuartel general de la guardia de caballería, donde esperaban recibir la recompensa de cien mil marcos por sus cabezas. Allí, en el Hotel Edén, el capitán Pabst, tras tomarles declaración, decidió “eliminarles”. Tras ser golpeada con las culatas de los fusiles Luxemburg fue introducida inconsciente en un coche donde el teniente primero Vogel le apoyó la pistola en la sien y disparó. Arrojaron su cadáver al Landwehrkanal. Tardaron cinco meses en recuperar sus restos. Apenas un mes más tarde, el 12 de febrero, Leo Jogiches, amante de Rosa, publicaba un artículo en Die Rote Fahne acusando a los culpables. Unos días más tarde era detenido y asesinado. El ansiado orden parecía reinar de nuevo. Mas esas muertes no han servido para nada. Entre noviembre de 1918 y marzo de 1919, el promedio de parados en Berlín es de 180.000, cifra que llega a 300.000 en el extrarradio y que en años sucesivos se disparará. Asimismo la ciudad debe encargarse de 20.000 huérfanos y unos 100.000 heridos o inválidos de guerra. A ello se suman los millares de afectados por la gripe y la miseria y la desnutrición infantil. Trabajar en las fábricas es una condena a galeras, pero la amenaza del paro aterra a toda la población. Vivir en la República de Weimar no es, ya lo sabemos, fácil. Y los artistas no pueden permanecer ajenos a todo ello. En 1919 A. Räderschiedt, F.W. Seiwert y A. Hoerle rinden homenaje a la memoria de los revolucionarios encarcelados o asesinados en Vivos. Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht, Eisner, Leviné y tantos otros no pueden caer en el olvido. Ese mismo año Max Beckmann recupera a la revolucionaria polaca en El martirio y unos meses más tarde Käthe Kollwitz termina su Lámina conmemorativa en homenaje de K. Liebknecht. Sin embargo, será la arquitectura la que deje la huella más espectacular. Una huella casi tan efímera, a pesar de todo, como la de la propia República: es el Monumento a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg que, por iniciativa del Partido Comunista Alemán, se erige en 1926 y que se ha considerado el epitafio artístico de la Revolución de Noviembre. Fue proyectado por Mies van der Rohe y en su concepción albergaba reflejos del recuerdo a los “caídos de la Comuna” del cementerio Pêre Lachaise parisino. En 1933 los nazis lo destruyeron: esa Historia no querían que fuera la suya.
Un arte de combate
Otto Dix no fue ajeno, en absoluto, a todo esto. Aún en plena Guerra, el 10 de noviembre de 1917, K. Hiller había fundado el Consejo Político de Trabajo Intelectual, cuyo programa apareció en Das Ziel, y un año después, el 3 de diciembre de 1918, surgiría de él el Novemberrgruppe, el más importante de los movimientos expresionistas aglutinado en torno a la revolución homónima. Pero el expresionismo ya había evolucionado también y ahora daba paso a una generación emergente y radical, una “segunda generación expresionista”, en la que Dix, Grosz y Beckmann marcaban la pauta. Arte y política se dan ahora la mano. En la Circular del 13 de diciembre de 1919 se hablaba ya de “una agrupación de los artistas plásticos radicales”, de “los revolucionarios del espíritu”, y en el Manifiesto el Grupo de Noviembre proclama: “Nosotros estamos en el terreno fructífero de la revolución”. Y fijan como objetivo privilegiado “el dedicar nuestras mejores energías a la construcción ética de la joven Alemania libre”, así como “combatir con denuedo y sin temor el atraso y la reacción”. No tuvieron éxito, es cierto, pero lucharon con todas sus fuerzas para conseguirlo. A rebufo del Grupo de Noviembre berlinés se constituyeron multitud de agrupaciones similares: La liga de activistas en Dusseldorf, La bola en Magdeburgo, el Rih en Karlsruhe, La pedrada en Bielefeld y, sin duda el más importante de ellos, el de la Secesión de Dresde-Grupo 1919. De toda aquella efervescencia han quedado hoy pocos nombres. Ilya Ehrenburg los juzgó ya en 1921 con una severidad no exenta de sentido: “Lo que pude ver no era pintura, sino la erupción histérica de hombres que, en vez de revólveres o bombas, habían cogido en sus manos los pinceles y tubos de colores. En mis anotaciones tropiezo todavía con algunos títulos de cuadros: Sinfonía en sangre, Radio caos, Espectro del fin del mundo, etc. La desarmonía anímica buscaba una salida. Lo que la crítica ha denominado “neoexpresionismo” o “dadaísmo” tenía más que ver con los recuerdos de la batalla estival, con rebeliones e insurrecciones, que con la pintura”. Y así debía ser. Estaba en juego toda una época. El propio grupo la tenía muy claro. En la guía confeccionada para la exposición El arte en Berlín, de 1920, podía leerse: “Los artistas del Grupo Noviembre quieren dar a su época –¡a nuestra época!– contenidos nuevos, ser a su manera la expresión de ella y explicar su posición frente al mundo y la vida. Escuchad cómo gritan de felicidad estos cuadros, cómo se derrumban ante la seriedad, cuando el dolor hace estallar los gemidos, cómo gritan de rabia bajo los golpes y el entrechocarse de formas, de colores que gruñen y zumban. Todo vibra en estas imágenes, los sonidos resuenan, brotan murmullos de colores y, como una marea de aguas vivas, la felicidad sumerge a quien es sensible a ellos.”
Berlín, máxima expresión de la modernidad
Lo cierto es que el expresionismo tocaba a su fin y pintores como Otto Dix iban a participar activamente en su disolución pero también en su superación y renovación. Secesión de Dresde, al que Dix se unió desde el comienzo, aunaba el expresionismo y la radicalidad política, a los que se sumaba cierta moda “apocalíptica”. Era un “expresionismo socialista” que aglutinó a nombres como Conrad Felixmüller, Otto Griebel, Walter Jacob u Otto Lange. Se unieron como una “asociación fraterna” pero la cohesión duró muy poco. Felixmüller viró hacia el comunismo de los consejos obreros y en la exposición El arte en Berlín se exigió que una de las pinturas de Dix fuera retirada, sin contar el pintor con el apoyo del Comité Directivo. Tras la ausencia de Felixmüller las fugas y las entradas fueron constantes, hasta el punto de que cuando en mayo de 1922 se organice una retrospectiva de los miembros fundadores, sólo Dix permanecía en el grupo. Dix pasó por la inevitable “fase cósmica” que caracterizó a todos sus miembros y, en un principio, mantuvo un expresionismo puro que alternaba con su deuda hacia el cubofuturismo. Están ya sus temas: la muerte, el eros, el nacimiento, pero aún Dix no ha encontrado la forma exacta de expresarse. En 1920 será dadaísta e iniciará ya el camino hacia el verismo que desembocará en la “nueva objetividad”, de la que será el retratista por excelencia: está depurándose. Mas en esa pluralidad estilística, en esos vaivenes que le llevan de la deformación caricaturesca al expresionismo o al sarcasmo dadaísta, Otto Dix logrará piezas tan memorables como el Retrato del Dr médico Heinrich. Lo que siempre será Dix es “realista”, pero ¿qué otra cosa se puede ser? “Y es que soy un realista, sabe usted, que necesita verlo todo con sus propios ojos para constatar que es así... De modo que soy un realista. Tengo que verlo todo. Tengo que presenciar en persona todos los abismos insondables de la vida. Por eso voy a la guerra”, exclama el pintor. Durante un par de años, de 1925 a 1927, Otto Dix estuvo en Berlín, la ciudad más fascinante del momento, “la máxima encarnación de la modernidad”, como la describió Lionel Richard. Entre 1919 y 1933 en Berlín confluyeron “gigantismo, crisis social y vanguardia”. Se convirtió en un laboratorio de la historia. En ella las contradicciones de la época alcanzaron una virulencia tal que a la postre fue aniquiladora pero cuyos roces, cuyas embestidas, hicieron saltar chispas de auténtico genio, produjeron una revolución en el arte y en la vida. Y Dix estuvo allí para pintarlo. Su tríptico Metrópolis es posiblemente la muestra más acabada de lo que aquella sucia, brillante y hambrienta República de Weimar dio de sí. Enloquecido capitalismo, vertiginoso jazz, alcohol, drogas, y baile. Y también lisiados que arrastran sus muñones por las aceras, y prostitutas decrépitas que lucen sus despojos a las puertas de las mansiones. Fulgor y desolación: miseria. Influido por la lectura del Ulises de Joyce Dix aúna dinamismo y simultaneidad, presente e historia, y amplía las “formas expresivas que en esencia ya existen en los maestros antiguos”. Frenética danza de la muerte, Metrópolis nos ofrece una modernidad reflexiva, crítica y madura. Son los años en los que el capitalismo muestra su cara –perfectamente retratada por Grosz o Dix– más truculenta y amarga, y son los años en los que la pintura, la música y el teatro alemanes muestran al mundo por dónde se puede avanzar. Schönberg, Kurt Weill o Vogel se dieron allí cita, pero a menudo no les resultó fácil trabajar. En enero de 1924 Alban Berg presentó su Wozzeck. El director general de música de la Ópera Nacional reconoció de inmediato su valía, aunque le costó dos años conseguir que se estrenara. A Berg su obra le granjeó el título de “criminal de la composición musical”. Hubo críticos que la valoraron, es cierto, aunque al final ganaría otra apuesta: la de acabar con “esos envenenadores de las fuentes de la música alemana”. Reinhardt, Jessner o Piscator tampoco lo tuvieron fácil. El Guillermo Tell de Jessner provocó un escándalo considerable. Y no sólo eso. Según Arnold Zweig fue la prueba definitiva de la “primera oleada antisemita”. Se acercaban malos tiempos no sólo para el teatro. Erwin Piscator era consciente de ello y radicalizó su trabajo en consecuencia: es el teatro proletario, militante y político. Atraído por el deslumbrante Berlín en 1920 Bertold Brecht también acude allí. Pero para pasarlo mal. Miserable, viviendo en un cuchitril gélido, sin apenas comer, en la primavera de 1922 es llevado por unos amigos al hospital de la caridad: está desnutrido. Sin embargo no desistirá hasta ligar su nombre al de la ciudad, y en 1928 conoce ya el éxito: es la Ópera de cuatro cuartos.
¿Vive todavía ese cerdo?
Todo aquello no podía durar. Goebbels ha puesto sus ojos en la “Babilonia roja”. Se crean los Sturmlokale, esa especie de cuarteles generales con forma de taberna, y las SA organizan un sistema de incursiones, asaltos y “operaciones de limpieza” contra los comunistas y los barrios obreros. El caldo de cultivo había engordado lo suficiente. La desbocada inflación de los primeros años veinte había sido controlada, pero al final de la década era el paro lo que amenazaba a unos alemanes cuyo nivel de vida se había deteriorado, cuya salud empeoraba por momentos: los dorados años veinte se oxidaban. Y la marea nazi no iba a perder su oportunidad. El 30 de enero de 1933 Hindenburg pide a Hitler que ocupe el cargo de canciller. Es la culminación de un proceso degenerativo que dura ya tres años y que cambiará la historia no sólo de Alemania sino de todo el mundo. Y los poetas, los pintores, los músicos lo apreciarán enseguida. En abril de ese mismo 1933 Manfred von Killinger, comisario del Reich en el land de Sajonia anota en su diario: “¿Vive todavía ese cerdo?” Ese cerdo es Otto Dix. Y sí, vive todavía. Pero pronto tendrá que cambiar su forma de hacerlo... En mayo se le expulsa de la Academia de Bellas Artes de Prusia, se le destituye de su cargo en la Academia de Artes Plásticas de Dresde –sin derecho a pensión–, y se “exilia” a orillas del Lago Constanza. Tras el fallido atentado contra Hitler pasará una semana en prisión preventiva, pero puede regresar a un exilio plagado de hermosos paisajes que le aburren. “Es una lástima que no se pueda encerrar a esta gente”, comentó el Führer al ver sus cuadros. Pero hizo algo parecido. O peor. En sus operaciones de “limpieza” los nacionalsocialistas confiscaron cerca de 260 obras de Dix. Fue, de hecho, uno de los más destacados “engendros de la locura, de la desfachatez, de la ineptitud”. En Constanza Otto Dix pintó paisajes, regresó a motivos de la tradición cristiana, hizo algunos retratos y, cuando podía, volvía a su adorada Dresde. También fue llamado a filas y hecho prisionero por los franceses. A su regreso del cautiverio acudió a su refugio junto al lago, pero permaneció intacto su amor por la salvajemente destruida ciudad del Elba. Hasta su muerte, el 25 de julio de 1969, mantuvo un precario equilibrio entre las dos Alemanias. Recibió premios, condecoraciones y elogios, aunque su esplendor hacía tiempo que quedó atrás. Como el de toda una época. Del brillo fascinante del Berlín dorado quedaron, tras la guerra, 70.000 toneladas de bombas arrojadas y 75 millones de metros cúbicos de escombros. Otto Dix fue testigo de todo aquello y dejó constancia de ello: “Sí, desde luego que no pinto ni para esos ni para aquellos. Lo siento. Soy un proletario soberano de tal calibre ¿verdad? que digo ¡Esto lo hago! Y podéis decir lo que queráis. Para qué es bueno esto, ni yo mismo lo sé. Pero lo hago. Porque sé que eso fue así y no de otra manera”. Si Grosz titulaba sus memorias Un sí menor y un NO mayor, Otto Dix apostó toda su vida por el sí: “hay que ser capaz de decir sí, sí a las manifestaciones humanas, que estarán ahí y lo estarán siempre”. Y ese sí es el que humaniza sus pinturas, aún las más crueles, las más grotescas, las más feroces. Porque es un sí repleto de sensibilidad, de ternura incluso. De desolación a veces. Extraño “pintor de corte”, nuevo maestro antiguo, retratista sin par, Otto Dix forma parte de lo mejor del siglo XX, de esa estirpe milagrosa que luchó por iluminar una época y que, finalmente, sólo encontró desolación.

Texto de Antonio García Vila (Fuente: El Viejo Topo)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Otto Dix junto con George Grosz son mis dos genios de la nueva objetividad alemana...

Gracias por este blog, cuantos tesoros!!!!
Me lo copio y lo leo en papel, el monitor no me gusta para la lectura de textos.

E.D.

Anónimo dijo...

Por cierto, puedo hacerme con la publicación de "El viejo topo" sobre este artículo???

pd: Otra vez E.D.