"SILVESTRE REVUELTAS", DE OCTAVIO PAZ
Silvestre Revueltas, todos lo recuerdan, era, físicamente, de la misma estirpe de Balzac y Dumas. (En lo espiritual era otra cosa; nada menos ciclópeo que su delicada, penetrante, aguda música, dardo o estilete). Se parecía mucho al segundo y tenía del primero la mirada tierna, el ademán poderoso, la generosa corpulencia y la íntima finura que dicen tuvo Balzac. Con ese cuerpo, con esa noble cabeza y ese rostro asombrado de dios, Neptuno de la Música, se erguía frente a la orquesta, frente al mar de los sonidos, como un humano monumento, prodigioso y terrible, devastado por todas las olas, padre de las olas y vencedor de ellas; luchando contra invisibles elementos, desataba las oscuras e infernales potencias de la música, que duermen en el silencio y las sometía a su poder, llevándolas a un silencio más alto y tenso del que salieron. Muchos, al dirigir la orquesta, parecen magos; otros, simples prestigitadores, más que convocar a los espíritus de la música se entretienen en escamotearnos su presencia. Silvestre no era un mago, pero tampoco un prestigitador; el espectáculo que involuntariamente ofrecía era mucho más patético que las maravillas de la magia y las sorpresas de la habilidad. Silvestre sacaba de sí mismo, de su entraña, cada nota, cada sonido, cada acorde; los extraía de su corazón, de su vientre, de su cabeza, de un bolsillo insondable de sus pantalones –como ese objeto mágico que siempre llevamos con nosotros, único confidente de nuestro tacto angustiado, oscuro resumen de las mil muertes y nacimientos de cada día. O brotaban de sus ojos, de sus manos, del aire eléctrico que creaba en torno suyo. Silvestre era, al mismo tiempo, la cantera, la estatua y el escultor.
A pesar de su corpulencia y de su espíritu vasto y generoso, no ha creado una música de grandes proporciones; había como una íntima contradicción en su ser. Su música, irónica, burlona, esbelta —flecha y corazón al mismo tiempo—, era un prodigioso y delgado instrumento para herir. Más que una arquitectura, su obra es un arma aguda y trágica. Un arma y una entraña, simultáneamente. Silvestre no se defendía de la música, como no se defendía de la vida. Aguzaba la punta de su música como el sacerdote aguza la hoja del cuchillo, porque él era, siempre, el sacrificador y la víctima. En esta actitud podemos encontrar el secreto de su autenticidad y de su verdad; había encontrado el punto misterioso en que el arte y la vida se tocan y comunican, el nervio tenso de la creación. Su arte, por eso, era todo lo que puede ser el arte, ni más ni menos: legítimo, genuino. Ni sincero, ni mentiroso, categorías que no pertenecen al arte, sino verdadero. Esta legitimidad artística la tenían también su vida y su cuerpo; al tocar su mano se tocaba algo caliente, profundo: un hombre.
Era tierno en ocasiones; en otras, áspero y reconcentrado. Silvestre no amaba el desorden, ni la bohemia; era, por el contrario, un espíritu ordenado; a veces hasta exageradamente ordenado. Puntual, exacto, devorado casi por ese afán de exactitud, se presentaba siempre con anticipación a las citas y se apresuraba a cumplir con las comisiones o encargos que se le daban. Esta preocupación por el orden era un recurso de su timidez y una defensa de su soledad. Porque era tímido, silencioso y burlón. Amaba a la poesía y a los poetas y su gusto era siempre el mejor. No tenía placer en las compañías ruidosas; era un solitario y un hosco defensor de su soledad. Pero después de aquellas temporadas de orden absoluto y exasperante (el mismo rigor a que se sometía lo exigía a sus compañeros), de ensimismada concentración, se desbordaba en un ansia de comunión, de amor. Entonces su humor negro se convertía en blanco, como la negra ola al besar a la playa. Un humor blanco, como la espuma de la vida. Y el silencio reconcentrado se volvía un mágico, poético surtidor, lleno de imágenes. Y es que Silvestre, como casi todos los hombres verdaderos, era un campo de batalla. Jamás se hizo traición y jamás traicionó la verdad contradictoria, dramática, de su ser. En Silvestre vivían muchos interlocutores, muchas pasiones, muchas capacidades, debilidades y finuras. "Sólo una manera simple de considerar a los sentimientos puede afirmar que hay sentimientos simples." Esta riqueza de posibilidades, de adivinaciones y de impulso es lo que da a su obra —la más importante de América-, ese aire de primer acorde, de centella escapada de un mundo en formación. No era fácil ordenar elementos tan ricos y dispares, de pronto; sin embargo, toda su obra está presidida por algo que no es la alegría, como creen algunos, ni la sátira o la ironía, como creen los demás. Este elemento, el mejor y más puro, es la piedad. La alegre piedad frente a los hombres, los animales y las cosas. Por la piedad la obra de este hombre, tan desnudo, tan indefenso, tan herido por el cielo y los hombres, sobrepasa, en significaciones, a gran parte de la música contemporánea. Y ocupa un lugar, en el corazón de nosotros, superior al de la grandiosa pintura mexicana, que lo conoce todo, menos la piedad. (Ni en Orozco, ni en Siqueiros, ni en Diego hay simpatía, alegría o piedad).
El nombre de Silvestre Revueltas resuena dentro de mí como un gran cohete de luz, como una aguda flecha que se dispersa en plumas y sonidos, en luces, en colores, en pájaros, en humo pálido, al chocar contra el desnudo corazón del cielo. Era como el sabor del pueblo, como el pueblo mismo, cuando el pueblo es pueblo y no multitud. Era como una feria de pueblo; la iglesia, asaetada por los fuegos de artificio, plateada por la cascada de aguas resplandecientes, fortaleza inocente y cándida, humeante ruina que gime en los sonidos, en los ayes de la cohetería agónica; el mágico jardín, con su fuente y su kiosko con la música heroica, desentonada y agria; y los cacahuates, en pirámides, junto a las naranjas, las jícamas terrestres y jugosas y las dulces cañas de azúcar, con sabor a estrella líquida y tierra inocente, plantadas militarmente, como fusiles o lanzas, en las orillas de las calles. Y era como el silencio de una oscura y desierta calle, en un barrio de la ciudad, poblada de pronto por gritos angustiosos. Y como el rumor de una vecindad y la gracia de la ropa puesta a secar, bajo el cielo altísimo y las nubes que giran, lentamente. Y era, también, como el silencio del cielo, que calla ante nuestras preguntas y nos vela su destino.
Fuente: PAZ Octavio, “Silvestre Revueltas”, en Taller, núm. XII, México, enero – febrero de 1941. Reproducido en Pauta, núm. 9, México, enero de 1984. [Documento electrónico disponible en www.fororevueltas.unam.mx, sección Testimonios, Eduardo Contreras Soto (comp.)]
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