Título original: Salt of the Earth
Año: 1954
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Director: Herbert J. Biberman
Guión: Michael Wilson
Música: Sol Kaplan
Reparto: Juan Chacón, Will Geer, Rosaura Revueltas, Mervin Williams, Frank Talavera, Clinton Jencks, Virginia Jencks
‘La sal de la tierra’, de Herbert J. Biberman, es una referencia del cine de revolucionarias corajudas gracias a su protagonista.
Para iniciarse en el feminismo, conviene aprender a escribir Simone de Beauvoir. Como es harto difícil (pruébenlo y verán), un camino más corto y fructífero resulta ver la película La sal de la tierra. Gusta mucho, a hombres y mujeres, de derechas o izquierdas. Se trata de un caso de unanimidad insólito, siendo como es un film hecho por comunistas estadounidenses, una especie ferozmente perseguida en el pasado. El secreto de su éxito radica en la poderosa presencia de Esperanza, una mujer inolvidable que habría hecho las delicias del mismísimo Gorki. Esperanza pertenece a esa casta superior de madres corajudas que tanto le fascinaban al escritor ruso, capaces de realizar a la vez dos tareas harto difíciles: la colada y la revolución. Todos los pusilánimes envidiarán la valentía de una mujer así, una mujer con los bemoles necesarios para enfrentarse al jefe y decirle lo que nosotros, acobardados por la crisis, sólo mascullamos bajo la almohada. No se prodigan mujeres con este arrojo en las pantallas. Las estrellas femeninas del séptimo arte casi siempre han debido pagar un diezmo de sumisa seducción, que en el mejor de los casos les ha servido para camelar al conejo Rabbit y en el peor para ganarse un tortazo del varonil Glenn Ford.
Si Silvio Rodríguez compusiese otra canción de mujeres, dedicada en esta ocasión a las actrices de Hollywood, se le acumularían los apelativos peyorativos: depresivas, ñoñas, floreros, fatales... Da gusto, por eso, toparse en una película con una señora de una pieza como Esperanza. Su rebeldía trasciende fronteras y épocas, y, si no fuese por sus rasgos chicanos, diríamos que se crió en la misma cuna griega que Antígona. Esperanza, como compañera de minero, podría encarnar el icono feminista perfecto del industrial siglo XX, antes incluso que las cultivadas Arendt o Woolf. El personaje de Esperanza es un logro cinematográfico que no está ni al alcance de Eisenstein. Las cintas soviéticas, por mucho que las defiendan los teóricos del montaje, desalientan la praxis subversiva. Tras el visionado de esa avalancha humana precipitándose por las escaleras de Odesa, no apetece nada salir de manifestación, pues se apodera de uno la terrible sensación de que, al primer grito inofensivo que suelte, le va a caer encima la caballería de Atila.
Sin embargo, la huelga de Esperanza y sus comadres transpira tal tono de comedia italiana que dan ganas de unirse a ese coro de mujeres reclamando leche para un bebé. Su manera pacífica de protestar, utilizando apenas la primitiva técnica del grito pelado, se revela como un ejemplo a seguir por los movimientos insurgentes. Demuestra que en la vida se pueden conseguir bastantes más cosas por medio de la constancia. Claro que la constancia de Esperanza surge del estrecho molde en que se ahormó su figura. El suyo es uno de esos personajes grandes porque grandes fueron las privaciones que le rodearon. Su actriz, Rosaura Revueltas, estuvo en prisión, al igual que su director, Herbert Biberman, acechados por la sombra de las listas negras.
En realidad, todo el equipo de la película acabó condenado a un paro perpetuo. Pero antes tuvieron las agallas suficientes para terminar y estrenar, casi en la clandestinidad, aquella obra prohibida por tocar el tema tabú de una huelga minera. Ahora han logrado su recompensa. Esperanza se ha convertido en un referente de lucha cívica. Por esa valentía espontánea, La sal de la tierra es un film tan esperanzador que, ya digo, gusta a todo el mundo. Incluso gusta a la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, que la ha incluido entre sus bienes culturales. ¡Vaya ironía, señor McCarthy! Pero es que ya lo dice el refrán, la Esperanza es lo último que se pierde.
Fuente: Diagonal
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