lunes, 29 de septiembre de 2014

"LA ISLA MÍNIMA" RESCATA A ATÍN AYA, EL ÚLTIMO FOTÓGRAFO QUE MIRÓ A LA CLASE OBRERA

Trabajadores. Gañanía de El Chorreadero Viejo. San José del Valle. Cádiz 2001

EL CINE SE INSPIRA EN UN TRABAJO HISTÓRICO

Si la clase obrera se ha extinguido, aquí están los últimos especímenes. Hombres y mujeres del sur, personas de una absoluta importancia marginal, que fueron el objetivo de la corta vida de Atín Aya (1955-2007), mientras peleaban por exprimir los frutos de la tierra y del mar para seguir penando. Fue fotógrafo en blanco y negro en un país que no conseguía coger color. Se interesó por los protagonistas de la parte de atrás de la historia, los de la España sin Transición, los que no lograron pasar de la humildad y la escasez al bienestar. Los aplastados. Como ese galgo exprimido que arrastra sus costillas por las marismas del Guadalquivir y agacha la cabeza, sumiso y huidizo. Un perro semihundido, en un país semienterrado. Ése, el que busca Aya.

Y no sólo él. Hace unos días, Javier Zurro informaba de que Alberto Rodríguez, director del filme La isla mínima, y su director de fotografía, Alex Catalán, habían encontrado en el trabajo del fotógrafo sevillano honda fuente de inspiración, sobre todo, en las imágenes de las marismas del Guadalquivir, su proyecto más reconocido, de primeros de los noventa. Anoche, el Jurado del Festival de San Sebastián respaldaba el filme de Rodríguez con la Concha de Plata al mejor actor para Javier Gutiérrez y premio a la mejor fotografía para Catalán. Es decir, Atín Aya vencedor.

Cuentan los cineastas que se encontraron con aquellas fotografías en una exposición y quedaron impresionados por el retrato de “los vestigios de vida de sitios que habían estado muy poblados y que con la mecanización del campo habían quedado despoblados”. Rodríguez reconoce que la película es el reflejo de la mirada de Aya –instantáneas replicadas en tomas–, pasado por la negrura del relato de un asesinato. Un buen homenaje para un documentalista de la cara B del esplendor.

Ropa sucia, pelo revuelto, zapatos gastados, pantalones remendados, botas enfangadas, boinas tiesas y abrigos para toda la vida, el atrezo de la dignidad del campo, donde aparecen plantados posando con naturalidad, entregados, respetados. Aya es un fotógrafo honesto, da la cara, prefiere desaparecer estando presente y convertir a los personajes en personas: Emiliano, Francisco, José, Manuel, Isabel, Manuela, Cristóbal, Añito…

Fotógrafo de camuflaje

“Atín no se ajustaba en absoluto al modelo de viajero intrépido, sino más bien al contrario”, cuenta su hija María, que recuerda que tanto por ocio como por trabajo viajaba lo justo y preciso y con la intención muy definida. “Era frecuente que visitara el mismo lugar y a las mismas gentes muchas veces hasta conseguir la fotografía deseada”, explica en el prólogo del volumen dedicado a su obra en la colección PhotoBolsillo (La Fábrica).

En Paisanos (2000-2005) demuestra que es un gran retratista, de los mejores, de los que entran hasta la cocina del alma, y se cuela en sus hogares, pasa un rato con ellos, logra su complicidad y los atrapa. Sin olvidar su entorno, el paisano y el paisaje, mostrando un dominio depurado de la luz, los contrastes y el volumen.

Un fotógrafo muy escénico, que ha bebido de la pintura. De alguna manera, es inevitable no ver en la foto de los trabajadores de la gañanía El Chorreadero Viejo (en San José del Valle, Cádiz) una interpretación de La Fragua de Vulcano, de Velázquez. Luz y tiempo. Es curioso cómo florece un instinto antropológico al retratar, que le obliga a detenerse en los detalles que envuelven la vida de todos ellos. Compone sin olvidarse del gran decorado vital, como un protagonista más.

Las estrellas de Aya habían aparecido unos años antes, con la serie Sevillanos, 20 años tomando fotografías de sus vecinos de la capital andaluza. Siempre reivindicando la resistencia individual de cada uno de ellos. Forman parte de la totalidad sevillana, pero se resisten a ser uno más de ellos. Aunque, irremediablemente, acaban sucumbiendo a una fuerza superior: Sevilla, lo sevillano, los sevillanos.

La ciudad parece penalizar al individuo y su individualidad, frente a las fotos de los paisanos. En el campo, Aya hace del ser humano un ser soberano, azotado por las calamidades. Para los sevillanos no encuentra épica, para los paisanos tiene a paladas. Pastores abrigados con sus impermeables, vapuleados por el viento, como siega fácil. Ecos de Richard Avedon y August Sander en un joven cazador con galgos, rodeado por la nada seca. Nunca exótico, nunca turista. Lo extraño no está lejos.

Corazones humildes

Lo insólito es un caballo muerto, abandonado en medio de un infinito vacío. Aya se detiene, de vez en cuando, en unas tierras que no tienen límites espaciales ni temporales, como escenarios de Dino Buzzati. Abandono y silencio en postales que esperan la llegada de los Tártaros, de los que no hay noticia. Por más que la línea del horizonte trate de hacerse con la atención de la cámara de Atín Aya, él escapa siempre, como Houdini, porque su corazón ya tiene dueño: gentes humildes, rescatadas del olvido, sobreviviendo al páramo.

Así como la poesía ve más que el poeta, al fotógrafo le ocurre lo mismo. El fotógrafo y el poeta tratan de fundirse con la naturaleza, de llegar a tocar la esencia, de perderse en los límites del tiempo y del espacio. Aspirar a ser la misma cosa.

Explorar el rostro

Viajaba en todoterreno con un colchón en la parte trasera y cortinillas de tela negra, para peinar con calma los paisajes y las gentes de las marismas del Guadalquivir, como un “explorador paciente”. “El enorme mapa de la marisma que colgaba en la pared, frente a su cama, iba creciendo mes a mes en anotaciones, post-it amarillos, pequeñas fotografías con chinchetas que marcaban e ilustraban enclaves importantes”, cuenta su hija.

La biografía de Aya cabe en un folio, pero ocupa tomos y tomos. Esconde un hombre inquieto, que se traslada desde Sevilla a Navarra a estudiar Filosofía y Ciencias de la Educación y seis años más tarde se licencia en Psicología. Para entonces, con 25 años, María ya había cumplido tres. Decide entonces moverse a Madrid para formarse como fotógrafo y, tras trabajar en Cover, vuelve a Sevilla para hacerse fotoperiodista en las ediciones del ABC y Diario 16.

Es en los noventa, amparado por su trabajo como fotógrafo oficial de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Sevilla, cuando se centra en el género documental, y abre campo de actuación y viaja a La Habana, Perú, San Salvador de Bahía. Recibe el Premio FotoPres de la Obra Social La Caixa y fallece el 16 de septiembre de 2007.

“Si los fotógrafos se dividieran en ‘fotógrafos de la toma’ y ‘fotógrafos del revelado’, mi padre pertenecería sin duda al primer grupo. Ello no quiere decir que descuidase la edición ni mucho menos el revelado”. Aya se acerca de una forma especial al sujeto, de ahí que su archivo sea un relato de pequeñas historias, que se abre y se cierra “bajo la apariencia de pequeños misterios, que pertenecen exclusivamente a la mirada del que dispara”. “El disparo es caprichoso, y siempre esconde algo, muchas veces esa mirada me salpica, me pellizca, y me doy cuenta de que no es otro que él, el que me enseña, con el que aprendo”. María recuerda.

Fuente: El Confidencial

1 comentario:

  1. Quiero ver la película, cuadramos agendas y vamos juntos o ya la has visto, jejeje, sigo sin estar segura de que este blog sea tuyo, ya me dirás, miles de besosssssssssss

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