martes, 4 de febrero de 2014

JORGE BALLESTER, UN ARTISTA IRREPETIBLE

Jorge Ballester y Joan Cardells, unidos en el Equipo Realidad, en su objetivo de servir a la sociedad a través del arte, utilizaron la evocación de iconos culturales como recurso expresivo y realizaron para la Associació Democràtica d’Estudiants de València (ADEV) el hermoso cartel homenaje a la denigrada figura de Federico García Lorca en el trigésimo aniversario de su vil asesinato, cuyo acto conmemorativo en honor del poeta fue prohibido por la policía.

OBITUARIO PUBLICADO EN LE MONDE DIPLOMATIQUE Nº 220 DE FEBRERO DE 2014

Jorge Ballester (Valencia, 1941- 2014) falleció el 20 de enero a los 72 años. Referente en el arte contemporáneo y el compromiso social desde una posición inequívocamente de izquierdas, Jorge era hijo del escultor Antonio Ballester, nieto de Ballester Aparici y sobrino de Josep Renau, figuras claves en el panorama artístico de la Segunda República tanto desde la perspectiva de las vanguardias como del compromiso social y político en la creación. Ballester vivió en la Valencia de posguerra hasta los cinco años, conoció el exilio en México –allí trató desde su infancia con figuras como Luis Buñuel, León Felipe, Juan Rejano, Pedro Garfias, Max Aub o Ramón José Sender–, vivió en Roma y Los Ángeles, y a su regreso aún transitó por el franquismo y la mitificada transición. Cursó estudios de Bellas Artes en Valencia y de Arquitectura en Roma.

En 1966 fundó, junto con Joan Cardells, el Equipo Realidad, que cultivaba una corriente artística basada en el trabajo en equipo, la abolición del subjetivismo pictórico, la repulsa del creador como genius loci, la crítica social y el compromiso político. Sus obras recreaban un Pop Art que aprehendía imágenes de la realidad cotidiana y negaba la autoría y el arte como objeto de transacción, al tiempo que proyectaba la denuncia social y política. Tras una primera etapa en la que Ballester y Cardells exploran las posibilidades transgresoras que aún ofrece el Pop Art, se centran en series que toman como referente el mundo de la burguesía reducido a un conjunto de signos metonímicos y culminan con la dedicada a la Guerra Civil, cuya contemplación aún hoy resulta asfixiante. Se trata de unos cuadros que tienen el insólito mérito de lograr, al margen de cualquier enunciado explícito, marginarse del sistema, porque molestan, repelen el buen gusto y la buena conciencia. Provocan, en suma, un rechazo que dificulta su transacción mercantil.

El Equipo Realidad disolvió su asociación tras diez años de trayectoria. Ballester formará equipo durante algún tiempo con Enrique Carrazoni y ya en solitario conformará una crónica despiadada de los años que siguen a la muerte del dictador. Son cuadros que nos devuelven una imagen cruel y siniestra de la Transición, mucho más próxima a lo que este periodo significó realmente que la edulcorada versión estereotipada que se nos ha pretendido transmitir y sacralizar. La obra de Ballester ofrece un documento mucho más ilustrativo y fidedigno de la época que el arte enmarcado en este mismo periodo y bendecido por las instancias oficiales y oficiosas.

Encerrado en su estudio, Ballester da rienda suelta a su heterodoxia y se aplica al ajuste de cuentas con un superyó poblado de fantasmas, cuyo peso no pocas veces le encorvó las espaldas. Durante casi treinta años se dedicó a pintar –pero también a esculpir y a experimentar con las nuevas tecnologías– frente a un público imaginario, con un nivel de autoexigencia que no habría necesitado si tal público hubiese sido real. Jorge Ballester trabajó el diseño y otras artes creativas –sus aportaciones han acompañado la trayectoria de Le Monde diplomatique en español–, pero nunca abandonó los pinceles ni sus convicciones de izquierda. Su maestría en el diseño queda avalada por sus aportaciones a la era dorada del cartel cultural valenciano, en los años ochenta, cuando eclosionan autores como Miguel Calatayud, Artur Heras y Ramírez Blanco, entre otros.

Las obras de Ballester, en fin, nunca fueron un frío ejercicio de arqueología, tampoco en su intención. Sería erróneo observar en ellas, exclusivamente, los elementos históricos que la componen. Según sus propias palabras estos son “elementos culturales que nos comunican unos con otros o al revés, que nos divorcian, que dificultan y rompen la comunicación entre unos y otros; siempre relaciono el acto de pintar con las cuestiones que me llaman la atención del entorno social”. Lejos de considerarse un determinado tipo de artista, Ballester reconocía que no podía –ni quería– dejar de pintar: “Me gusta pintar pero no ser pintor. Los condicionamientos del mercado rebajan las virtudes de una obra porque siempre se enfoca a la venta y al éxito, que son dos palabras que me provocan rechazo. El éxito y la fama hacen a la gente estúpida y al producto, también”, decía. Él quiso ser simplemente un hombre que pinta. A lo largo de más de tres décadas Jorge Ballester evitó cosificarse en tanto que artista, y su personalidad no se ha retroalimentado de la respuesta de la sociedad –léase el capital, sus portavoces y los medios que le sirven–. Es lo que le permitió mantenerse vivo hasta el final como artista, y escapar de la aberrante lógica del espectáculo. Culto y socarrón, renunció a un mercado ajeno a la sensibilidad y convicciones del autor, cuyo legado revela su grandeza y personalidad. Jorge Ballester fue un artista irrepetible.

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