martes, 25 de octubre de 2011

"DE LA PRIMERA TRAGEDIA SOCIALISTA"

Monumento a Andréi Platonov en su cidad natal, Voronezh



TEXTO DEL ESCRITOR SOVIÉTICO ANDRÉI PLATONOV PUBLICADO EN NEW LEFT REVIEW Nº 69 DE JULIO/AGOSTO DE 2011

INTRODUCCIÓN A PLATONOV

Su trigésimo quinto año de vida, 1934, marcó un hito en la vida de Andréi Platonov. Ya había escrito La excavación y Chevengur, las dos novelas por las que aún hoy se le conoce, pero no había publicado completas ninguna de las dos. El público soviético lo conocía por unas cuantas historias cor­tas y, sobre todo, por su satírico relato sobre la colectivización, Para su uso futuro, que había suscitado una miríada de críticas oficiales cuando se pu­blicó en 1931. En los tres años siguientes, Platonov fue incapaz de publicar nada. Pero en la primavera de 1934 formó parte de una brigada de escrito­res enviada a Turkmenistán para informar de los progresos de la sovietiza­ción en esa zona. Por esos años le pidieron asimismo algunos artículos para almanaques. Los iba a editar Gorki para celebrar el cumplimiento del Segun­do Plan Quiquenal en 1937, pero nunca se publicaron. El texto que repro­ducimos a continuación es uno de esos artículos escrito para una publica­ción denominada Cuadernos de notas. Estaba sobre la mesa de Gorki en enero de 1935, un mes después del asesinato de Kírov que desencadenó una serie de purgas que presagiaban el terror venidero. A Gorki le basta­ron unos pocos días para rechazar el texto de Platonov calificándolo de «inadecuado» y «pesimista». A principios de marzo, el secretario de organi­zación del sindicato de escritores calificó el artículo inédito de «reacciona­rio», ya que «reflejaba la filosofía de elementos hostiles al socialismo».

Platonov probablemente lo escribiera en la primera mitad de 1934, cuan­do volvió de Asia central. Según una anotación hecha en un cuaderno de notas a mediados de abril que llevaba por título «La dialéctica de la natu­raleza en el desierto de Karakum», ya estaba dándole vueltas por entonces a lo que luego serían las cuestiones clave del artículo. Está lleno de refe­rencias a La feliz Moscú, la novela que estaba escribiendo y también reu­tilizaría algunos detalles en el guión de «Padre-Madre» (véase NLR 53). El texto es, entre otras cosas, una crítica a la visión de la naturaleza del pro­pio Gorki, que en un artículo de 1932 había afirmado: «Nuestra tierra des­vela aún más generosamente sus incontables tesoros». Platonov era un ex­perto en hidrografía que conocía bien los problemas por los que había atravesado su región natal, Voronezh, durante la sequía de principios de la década de 1920. Tenía una concepción diferente en la que se entreve­raban la fe en la tecnología con el conocimiento directo de la dureza de un entorno del que dependía la humanidad. «La primera tragedia socialis­ta» ocupa un lugar poco usual en la obra de Platonov. En realidad es una pieza periodística, pero sus artículos de la época de Voronezh (1921-1926) expresan una mayor rebeldía mientras que su crítica literaria (de 1937 en adelante) se centra, sobre todo, en cuestiones de tipo estético. Tiene muy pocos textos filosóficos, aunque puede que recuperemos algunos más cuando se cumplan sesenta años de su muerte y podamos completar el ca­tálogo de sus obras. El manuscrito de este texto se publicó por primera vez en 1991. Luego, en 1993, apareció una segunda versión mecanografiada. En esta última, probablemente la que leyera Gorki, se da mucha mayor re­levancia a los problemas a los que se enfrentaban «los ingenieros del alma» de la URSS. La presente traducción se basa en el manuscrito original de Pla­tonov que resulta tan seco como profético.

DE LA PRIMERA TRAGEDIA SOCIALISTA

Deberíamos agachar la cabeza y no deleitarnos en la vida; por grande que sea el placer, nuestra vida es algo mejor y más serio. Cualquiera que se de­leite en el placer será, sin duda, atrapado y perecerá como un ratón en una ratonera por intentar «disfrutar» del cebo de manteca de cerdo. Hay mucha manteca de cerdo a nuestro alrededor, pero es un cebo. Deberíamos rea­lizar pacientemente nuestras tareas socialistas, como la gente corriente y punto.

Se trata de una disposición o conciencia que responde a los criterios crea­dores de la naturaleza. La naturaleza no es grande; es abundante. Y es tan dura que nunca depara su abundancia y su grandeza a nadie, lo que, por otra parte, ha resultado ser beneficioso ya que, de otro modo, hubiéramos saqueado y destrozado o nos hubiéramos comido toda la naturaleza a lo largo de la historia. La gente se hubiera solazado en su disfrute; siempre hubieran tenido apetito. Si el mundo físico no funcionara según sus pro­pias leyes (de hecho según la ley básica, la de la dialéctica), la gente lo hu­biera destrozado todo en unos pocos siglos. Es más, aunque no hubiera ha­bido seres humanos, la naturaleza se habría destrozado a sí misma. Puede que la dialéctica sea expresión de la mezquindad, del inquietante laconis­mo de la estructura de la naturaleza gracias al cual fue posible la evolución histórica de la humanidad. De no haber sido por ella, la tierra entera ha­bría perecido, como un dulce que se deshace en la mano de un niño an­tes de que haya tenido tiempo de comérselo.

¿Dónde está la verdad en nuestro retrato histórico? Evidentemente esboza­mos un retrato triste porque no se marcha en la dirección de la historia en el mundo entero, sino en una pequeña parte, lo que supone una tremen­da sobrecarga.

Desde mi punto de vista, la verdad se expresa en el hecho de que «la tec­nología lo decide todo». La tecnología es, de hecho, el sujeto de la trage­dia histórica contemporánea, siempre y cuando hablamos de tecnología no sólo en relación con el conjunto de instrumento de producción crea­dos por el hombre sino también en referencia a la organización social, que hunde sus sólidos cimientos en la tecnología de la producción e incluso en la ideología. Incidentalmente, la ideología no se sitúa en la superestructura, no funciona «sobre», sino «en» y es el núcleo de la forma en que la socie­dad se experimenta a sí misma. En aras de la exactitud conviene incluir en la noción de tecnología al tecnólogo mismo, a la persona, para limar la du­reza de la situación que vivimos.

La tecnología guarda una relación trágica con la naturaleza. El objetivo de la tecnología es: «Dadme un lugar donde colocarme y moveré el mundo». Pero la naturaleza es de tal modo que no se la puede derrotar. Podemos mover el mundo con una palanca en un momento dado, pero perderíamos tanto por el camino que nuestra victoria sería inútil. Es un ejemplo básico de dialéctica. Pensemos en una realidad contemporánea: la fusión del áto­mo. Más de lo mismo. Llegará un momento en el que, tras haber inverti­do una cantidad n de energía en la fusión del átomo, obtengamos n + 1 y estemos tan contentos con esa ganancia porque es una ganancia absoluta obtenida como resultado de una alteración aparentemente artificial de los principios de la naturaleza, es decir, de la dialéctica. La naturaleza se re­troalimenta, sólo funciona a través del intercambio equilibrado o, en todo caso, ligeramente a su favor, al contrario que la tecnología. La dialéctica protege al mundo exterior de nosotros. De ahí que nos hallemos ante una paradoja. La dialéctica de la naturaleza es el mayor obstáculo a la tecnolo­gía y enemiga de la humanidad. La tecnología se pensó para suavizar o in­vertir la dialéctica. Hasta el momento sólo lo ha logrado de manera parcial y el mundo aún no nos muestra su cara amable.

Sólo la dialéctica nos instruye y, a pesar de ser la fuerza que creó la tec­nología, es nuestro único recurso contra la desaparición, sumergidos en un gozo infantil y temprano. La dialéctica se despliega en la sociología, en el amor, en las profundidades del ser humano. Un hombre que tiene un hijo de diez años lo deja con su madre para casarse con una belleza. El chico empieza a añorar a su padre y torpemente, con toda paciencia, se ahorca. Un gramo de placer en un extremo se compensa con una tonelada de tierra en una tumba en el otro. El padre retira la cuerda del cuello de su hijo y lo sigue a la tumba sin dilación. Quería gozar de esa belleza inocente; no quería experimentar su amor como una carga compartida con una mujer, sino con placer. No goces, o morirás.

Algunos ingenuos podrían decir: la presente crisis de producción rebate estos argumentos. Nada los rebate. Basta con imaginar la complejísima es­tructura social del imperialismo y fascismo contemporáneos, considerar las hambrunas y la destrucción que afectan a la humanidad en esos lugares para darse cuenta de a qué coste se incrementaron las fuerzas productivas. En el fascismo y en las guerras entre Estados la autodestrucción es el resultado de pérdidas en la producción de alto nivel y de las venganzas subsiguientes. El nudo gordiano se corta, no se resuelve y el resultado ni siquiera es una tragedia en el sentido clásico. No cabe duda de que, sin la URSS, el mundo acabaría destruyéndose a lo largo del pró­ximo siglo.

En nuestro país, las tragedias del hombre armado con máquinas pero do­tado de corazón y de la dialéctica de la naturaleza deben resolverse a tra­vés del socialismo. Pero debemos ser conscientes de que es una tarea muy seria. Nuestro antiguo modo de vida sólo arañaba la «superficie» de la na­turaleza y obteníamos lo que necesitábamos de los desperdicios y excrementos de formas y sustancias elementales. Pero el mundo en el que nos adentramos nos oprime con una fuerza equivalente a la que nosotros in­vertimos en su conquista.

Fuente: http://www.newleftreview.es/

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