ARTÍCULO DE JUAN GOYTISOLO PUBLICADO EN EL VIEJO TOPO Nº 269 DE JUNIO DE 2010
En un momento en que, tras la derecha presuntamente civilizada de las últimas décadas, asoma la oreja con distintos disfraces la ultraderecha pura y dura y se intenta conculcar las normas del Estado de derecho con ardides y trampas en nombre de asociaciones de supuestas Manos Limpias, pero sucesoras de quienes sí las tenían manchadas de sangre, y de la Falange Española de tan “grata” memoria, es hora de alzar la voz y de reivindicar los ideales de la Ilustración: la libertad, la justicia y la dignidad de los seres humanos, cualesquiera que sean su origen, religión, cultura y etnia. Nuestro porvenir común va en ello.
En un ensayo publicado por Arthur Koestler a fines de los años cincuenta del pasado siglo, el autor de El cero y el infinito y El testamento español evocaba el silencio embarazoso de quienes se sentían culpables por acción u omisión de los crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial y lo atribuía a una amnesia inducida, pero necesaria para digerir el bochorno de lo acaecido. Citaba el ejemplo de Alemania respecto a la barbarie nazi, y en especial al Holocausto, y a la Francia de Vichy y su colaboración voluntaria con el ocupante y sus infames leyes antijudías. Aunque hubo testimonios tempranos de los campos de concentración y de exterminio, la asunción de los mismos por quienes invocaban el deber de obediencia y por los testigos silenciosos de aquéllos llevó su tiempo. Sólo a partir de los años sesenta, con la emergencia de una generación ajena a los hechos, se rompió el tabú y la desmemoria programada no se transmutó en olvido. Infinidad de novelas, filmes, biografías y libros de historia afloraron a la superficie de la conciencia cívica europea. A la mudez de quienes fueron testigos de las atrocidades hitlerianas y volvieron la vista para otro lado, sucedió la voluntad de sus hijos y nietos de conocer la verdad y reivindicar el honor y la dignidad de las víctimas. Lo mismo ocurrió en la Unión Soviética a la muerte de Stalin, en el breve paréntesis de Kruschef, y, sobre todo, con la apertura de Gorbachov.
En el caso de España y de la Guerra Civil, la historia es distinta. Después de treinta y cinco años de dictadura, la autodisolución de las Cortes franquistas y el proceso de reconciliación nacional que culminó con el pacto de la Transición y revalidación de la Monarquía instaurada por el Caudillo, desembocaron en la Constitución de 1978 que puso fin –fuera de la intentona golpista del 23 de febrero de 1981– a la sangrienta espiral de guerras civiles, pronunciamientos y algaradas que marcan nuestra historia desde la invasión napoleónica y el reinado de Fernando VII. Pero ello se hizo a costa del bando legal, esto es, el de los republicanos vencidos. Mientras que los alzados contra el Gobierno legítimo con el apoyo sin rebozo, no sólo de Hitler y Mussolini, sino de la Iglesia que –con la digna excepción del cardenal Vidal i Barraquer y del obispo de Vitoria– calificó el golpe militar de Cruzada, enhestó en el frontispicio de sus templos a los “caídos por Dios y por España” y beatificó y beatifica aún a los sacerdotes asesinados en los primeros meses de la guerra, los “rojos” fusilados sin juicio alguno en cunetas y descampados y enterrados luego en fosas comunes, siguen siendo objeto de un olvido impuesto, de un anonimato injusto y cruel para sus familias y allegados.
La Ley de la Amnistía de 1977, aprobada por la casi totalidad del espectro político –desde notorios franquistas que se autoindultaron con ella al Partido Comunista recién legalizado– fue considerada como el punto final de la Guerra Civil y de la interminable dictadura de Franco en virtud de un consenso fundado en la voluntad de mirar al futuro y poner entre paréntesis los dolorosos recuerdos del pasado inmediato. Dicho consenso, que igualaba de hecho a las víctimas de ambos lados, mantuvo su vigencia casi dos décadas hasta que el cambio generacional similar al de Alemania y Francia, y el afianzamiento de la democracia en la Península, lo ponen hoy en tela de juicio. Si ello reabre inútilmente unas heridas ya cicatrizadas, como arguyen los promotores de la cacería emprendida contra el juez Baltasar Garzón, ¿cómo explicar entonces que el juicio de crímenes mucho más próximos en el tiempo, como los que permitieron condenar a Pinochet y a los esbirros de la dictadura argentina, haya sido posible en Chile y Argentina, pero no lo sea en España? El consabido argumento de que en ambos lados se perpetraron barbaridades y es inútil y aún contraproducente airearlas, falsea la realidad y perpetúa el doble rasero con que se trata a las víctimas: unas, enaltecidas y glorificadas por espacio de ochenta años, y otras sepultadas en fosas comunes en un limbo perpetuo. Pero, sobre todo, encubre la verdad de lo acaecido a partir del 18 de julio de 1936: la asimetría existente entre la anarquía del campo republicano, producto de la violencia del golpe militar contra sus instituciones, y el programa exterminador de Franco y los suyos. Alguien tan poco sospechoso de extremismo ni de propaganda interesada como el poeta Juan Ramón Jiménez escribió a este respecto unas líneas cuya claridad me exime de cualquier comentario:
“Los dos bandos han cometido atrocidades, pero, mientras de un lado las autoridades republicanas han tratado de impedirlas por todos los medios, del otro lado las autoridades rebeldes las han alentado y hasta ordenado. Esta es la diferencia.”
Después de evocar la guerra sin cuartel de Queipo de Llano contra los llamados “rojos” –aunque había entre ellos muchos que no lo eran–, y su llamamiento a no respetar siquiera a las mujeres ni a los niños, el gran poeta escribe:
“España ha sido vendida al extranjero por hombres que no pueden llamarse españoles (…). De suerte que ya no hay más que una España, invadida, como otras veces, por la codicia extranjera y, como otras veces, a solas con su pueblo y con su destino, quiero decir con su razón de ser en lo futuro, para luchar sin tregua ni desmayo por su propia existencia contra dos potencias criminales, tan fuertes como viles, que le han salido al paso en la más peligrosa encrucijada de su historia.”
Cuando, al deshacerme del lastre doctrinal del nacionalcatolicismo en el que fui adoctrinado en mi niñez y adolescencia, tuve la certeza de que la literatura aspira por principio a crear un ámbito de libertad y es ajena por tanto al propósito de sujetar voluntades ajenas, la atmósfera intelectualmente opresora en la que vivía me resultó insoportable. No conocía aún la cara oculta de la Guerra Civil, escamoteada por los vencedores, pero sentía en mi fuero interior que su país no era el mío. El exilio voluntario y mi feliz aclimatación en él me abrieron los ojos a lo que significó la República y su sueño ahogado en sangre. La censura sufrida por los intelectuales y escritores en razón de sus ideas, agravada en el caso de los catalanes por las cortapisas impuestas a su lengua, me llevó a ver la historia española de manera distinta. La sublevación de Franco y los suyos contra el orden constitucional no era sino un episodio más de la larga lucha del poder nacionalcatólico contra las aspiraciones populares a un sistema de mayor justicia y equidad, aspiraciones que afloraron a la superficie de nuestra desconcertada península cuando la situación lo propiciaba. Excluido de la comunidad bienpensante por el “cordón sanitario” del que habla Marcel Bataillon en referencia al impuesto por el Santo Oficio en tiempos de Felipe II a los portadores de virus nocivos, pude captar mejor lo disimulado tras una densa cortina de humo. Como escribí en 1977, al recuperar la libertad de expresión, “podemos hablar de idiomas ocupados como hablamos de países ocupados y la actitud del creador en el primer caso debe ser la del patriota en el segundo: la resistencia y rebeldía a los mitos y cárceles mentales que oprimen y esclavizan.” La recuperación de vocablos suprimidos, críticas ahogadas, ideas proscritas, memorias sepultas y guardadas bajo siete llaves que se almacenan en la mente y el corazón hasta asfixiarnos.
“La censura –dice el sociólogo francés Jean-Paul Valabrega– castiga a la vez al emisor y al receptor, al que escribe y al que lee. Mientras que en la prohibición penal ninguna regla castiga a un tiempo al culpable y a la víctima, en el acto de censura no hay culpable ni víctima. Todo el mundo es culpable, exceptuando, claro está, el censor.”
Aunque creo que la memoria, ya sea individual, ya la colectiva de un pueblo, no pueden regularse por preceptos ni normas, no cabe duda de que la Ley de la Memoria Histórica promulgada por el actual Gobierno ha abierto la posibilidad a las víctimas de los crímenes perpetrados por el bando vencedor de la Guerra Civil de reivindicar la dignidad de los suyos y de identificar a millares y millares de cuerpos anónimos enterrados en fosas comunes. Este derecho a la justicia no tiene fecha de caducidad y la iniciativa del juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón no incurre en prevaricación alguna. La denuncia de asesinatos y genocidios como los que conocí en Bosnia, Argelia y Chechenia en los años noventa del pasado siglo tiene validez universal y no caben argucias como las de los jueces del Tribunal Supremo al admitir a trámite las querellas de Manos Limpias –no sé si con Ariel u otra marca de detergente– y de Falange Española. Todo ellos nos muestra que la Transición política no fue acompañada de una transición cultural indispensable al afianzamiento de la democracia en España. Hubo iniciativas estimables, pero no una política clara y resuelta de revisar las premisas en las que se fundaba el régimen anterior y su visión retrógrada del pasado. Como advertí hace ya años:
“nuestros caciques culturales se pusieron al día: cambiaron de talante y modales, suprimieron los rasgos más llamativos y vulnerables de su anterior tesitura, manifestaron una inesperada vocación de aperturismo y diálogo, acogieron con la misma sonrisa inefable de antes a las ovejas descarriadas en sus programas y suplementos, mostraron que no nos guardaban rencor alguno, admitieron en su nómina a un puñado de jóvenes avispados y ansiosos de hacer carrera y, gracias a una sabia y prudente combinación de todo ello, permanecieron incrustados en los asientos de sus despachos –en estrecha simbiosis con ellos– con la flamante etiqueta de demócratas y liberales de toda la vida.”
Me excusarán si recurro a mi memoria personal de escritor. En fecha tan lejana como 1966, el protagonista –alter ego– de mi novela Señas de identidad, publicada en México, no en España, contempla su ciudad natal desde la hermosa atalaya de Montjuïc junto a los grupos de turistas a la escucha de las explicaciones de los guías que blanquean cuidadosamente la historia del lugar: la del penal militar en el que tronaba la estatua ecuestre del Generalísimo, ofrenda de la villa, se leía en el pedestal: a su Caudillo libertador. Sus reflexiones amargas contra el olvido impuesto por el Régimen condensan literariamente en su monólogo el debate actual entre quienes se autoindultaron y sus entonces indefensas víctimas
“Sin embargo en este mismo ámbito de calcinada tierra cielo remoto imposibles pájaros luz obsesiva durante el reino de los Veinticinco Años de Paz reconocidos y celebrados ya hoy por todos los bienpensantes del mundo hombres armados habían golpeado a compatriotas indefensos con látigos fustas bastones se habían cebado en ellos con sus culatas correas botas fusiles hombres cuyo único delito fuera defender con las armas el gobierno legal cumplir con su juramento de fidelidad a la República proclamar el derecho a una existencia justa y noble creer en el libre albedrío de la persona humana escribir la palabra LIBERTAD en tapias cercados aceras muros condenados a muerte miraron por última vez el cielo las nubes, los pájaros todo aquello que de una forma u otra representaba para ellos la vida pasaron el duermevela agitado que precede a la ejecución escribieron su carta de adiós al padre la madre la mujer la novia los hijos comieron el último plato de lentejas bebieron ávidamente la última taza de café caminaron hacia el paredón vigilados encuadrados empujados sostenidos por sus verdugos afrontaron los fusiles con serenidad lloraron solicitaron valientemente la venia de dar la orden de fuego suplicaron vida salva se reconciliaron con Dios rechazaron los auxilios del cura gritaron rieron aullaron se mearon de miedo cayeron tronchados por las balas rindieron el último suspiro.”
La amargura que embebe este monólogo es la de la voz asfixiada de los defensores de la Segunda República cuya proclamación hace ochenta años celebramos hoy. El paseo melancólico del protagonista de la novela por la fortaleza que simbolizaba entonces el triunfo de la opresión y el silencio, después de un recorrido por el vecino cementerio y una visita al recinto civil en el que tres losas anónimas albergaban los restos de Ferrer Guardia, Durruti y Ascaso, culmina con su asomada al foso situado al pie de las murallas del castillo.
“Aunque ninguna lápida lo evocara el Presidente de la abrogada Generalitat de Catalunya vivió en Montjuïc los últimos instantes de su vida entregado por los nazis después de la derrota de Francia el político festejado un día por las multitudes barcelonesas bajó a los fosos del castillo escoltado por las bayonetas de los soldados pensó en su amada ciudad con pesar y nostalgia aspiró el aire puro y agreste del monte contempló el cielo claro por última vez habías dado un billete de veinte duros al guardián de los jardines y sin necesidad de formular la pregunta tan manifiestos debían ser tus propósitos el hombre te guió hacia la izquierda, apuntó con el dedo un lienzo desnudo del muro e indicó bajando la voz aquí fue caballero donde fusilaron a Companys.”
La validez universal de la justicia, no sólo en casos como los de Bosnia y Uganda sino también en los de Chile, Argentina y España, resulta más difícil de establecer cuando éstos se perpetran en el curso de acciones bélicas, como los bombardeos contra objetivos puramente civiles llevados a cabo por uno de los bandos enfrentados para minar la moral del adversario. Nadie ha juzgado por ejemplo la destrucción de Dresde ni el empleo del arma atómica en Hiroshima y Nagasaki pese a que encajan en la tipología de unos actos contrarios a la moral y la justicia que condenan la muerte planificada de inocentes. En nuestra Guerra Civil, la Alemania nazi y la Italia fascista se sirvieron también del terror aéreo para inclinar la balanza del conflicto a favor de los alzados. Picasso inmortalizó con su pincel la destrucción de Guernica, pero muchos ignoran hoy lo acaecido en Barcelona el 17 de marzo de 1938, cuando la aviación italiana estacionada en Mallorca –mientras Inglaterra y Francia ocultaban la cabeza bajo el ala con su cobarde política de no intervención– machacó el centro de la ciudad con un balance de centenares de víctimas. Al visionar a petición del director de cine Fredéric Rossif los materiales preparatorios de su película Mourir à Madrid a comienzos de los sesenta del pasado siglo, pude apreciar la devastación provocada por el bombardeo en un documental de la Generalitat catalana. La reciente divulgación de los archivos del jefe del Gobierno de la República, Juan Negrín, nos permite seguir de hora en hora el infierno que se abatió sobre la ciudad. Leámoslo:
“Resultado de los bombardeos hasta las 17:30. Sitios donde han caído las bombas: Calle Nueva de la Rambla 98. Paseo de San Juan frente el 104. Hotel Colón. Banco Comercial. Paseo de Gracia. Calle de Tullers. Calle de la Provenza 365 y 380. Plaza de Tetuán. Paseo de Gracia frente al Socorro Rojo, Balmes entre Diputación y Cortes. Cortes entre Rambla de Cataluña y Balmes. Calle de Bárbara Chaflán. San Ramón. Teatro Novedades. Los muertos y heridos, si contar los del último bombardeo, son 270 muertos y 350 heridos. Posteriormente dicen hasta la hora presente hay 400 muertos. 17 de marzo 1938.”
Tales atrocidades, encubiertas como supuestas acciones bélicas, no entran en el campo de los genocidios objeto de la validez universal de la justicia invocada por Garzón y por quienes juzgaron y juzgan a los culpables de crímenes contra la humanidad, pero permanecen vivas en el corazón y la mente de quienes las presenciaron y de sus descendientes. El impacto de esta tragedia colectiva no afecta desde luego al juez del Tribunal Supremo Luciano Varela ni a sus amigos de la extrema derecha, pero sí a millares de barceloneses y a sus deudos entre los que yo me encuentro. Cerrar los ojos y acallar la ignominia del franquismo, como pretenden, no es propio de un Estado de derecho como el nuestro: perpetúa y legitima la amnesia impuesta por el silencio, el primer paso en el camino que conduce inexorablemente al olvido. Lo que se ventila hoy en el Poder Judicial es un episodio más de la lucha entre las víctimas y los responsables de lo que en Sarajevo de nominé memoricidio. No está de más recordar que en 1939, como en la capital bosnia medio siglo después, los supuestos depositarios del espíritu nacional y de las esencias patrias, procedieron al auto de fe de cuantas obras y documentos desmentían sus leyendas y mitos: la quema sistemática de libros judeo-masónicos, ateos y comunistas y la que redujo a cenizas la biblioteca de Pompeu Fabra, agregan un nuevo y siniestro capítulo a las vicisitudes de la historia falseada por los vencedores a costa de los vencidos. No nos resignemos pues a una permanente injusticia. Bajar la guardia y rendirnos sería dar por buena la brutalidad de los alzados contra el conjunto de aspiraciones e ideales que encarnó la República. La herencia cívica y ética de ésta no ha muerto: sigue viva y muy viva en nuestros corazones y conciencias.
Texto leído en el Memorial Democràtic de la Generalitat de Catalunya el 14 de abril 2010.
Fuente: http://www.elviejotopo.com
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