viernes, 16 de febrero de 2024

ARTÍCULO "LA CULTURA, LA DEMOCRACIA Y LA MÚSICA", DEL COMPOSITOR COMUNISTA SALVADOR BACARISSE, PUBLICADO EN FEBRERO DE 1950 EN LA REVISTA "CULTURA Y DEMOCRACIA"

La Cultura, la Democracia y la Música

Por Salvador Bacarisse

No creo que ninguno de los colaboradores de Cultura y Democracia sienta la necesidad de tomar precauciones al plantear el tema que vaya a desarrollar en sus páginas. Lo aborda francamente, seguro de que el lector sabe, apenas enunciado el título, cuál es la materia sobre la que el autor va a discurrir.

Con la música no sucede lo mismo. Por lo menos así lo creo yo. Y sin embargo, es justo que se hable de ella y que los músicos empecemos por aclarar lo que entendemos que, en el arte de los sonidos, forma parte de la cultura de un pueblo, lo que no es mero vehículo de distracción, llamémoslo así. ¿La ópera, la música sinfónica y de cámara y, hasta cierto punto, la zarzuela?

(Con este «hasta cierto punto» empezamos a ver las dificultades de la discriminación apuntada. Precisamente la zarzuela -y no la mejor que, por ser ya antigua, se va olvidando poco a poco- es lo que para muchas gentes simboliza el arte de la música).

¿Y por qué no el guitarrista y el cantador flamencos, creadores muchos de ellos, ya que no todos, de un arte tan enraizado -y con razón- en el corazón de casi todo nuestro pueblo? Su lenguaje musical, popular, directo, comprensible, es, desde luego, legítimo. Mas entre el «cante jondo» y el cuplé aflamencado existe la misma diferencia que separa al lenguaje popular andaluz de la grosería del señorito de colmado. El cuplé, la revista, no son más que bazofia que nada tiene que ver ni con la música ni con la distracción. Son un atentado contra la dignidad humana y sólo pueden crecer y multiplicarse en medios sociales envilecidos, propios de una sociedad burguesa corrompida y que se complace en su propio envilecimiento. (Con descaro lo dice un «crítico» franquista -Antonio Fernández Cid-: «el folklore está de moda; da dinero, gusta, se aplaude, llena los teatros...»). ¿El folklore? ¿Qué tienen que ver los adinerados autores de «zambras», «pasodobles» y «fandanguillos» que se exhiben en los teatros «ocupados» de España por los falangistas con los anónimos creadores de la admirable canción popular española, surgida del paisaje asturiano, murciano o catalán, del esfuerzo, del amor del minero, del campesino...?



Si la nieve resbala por el sendero


ya no veré a la niña que yo más quiero.


¡Ay amor!


Si la nieve resbala, ¿qué haré yo?



Déjame a la trasera del carro, Pedro,


por que vaya más cerca del bien que dejo.



¿Qué li donarem a la pastoreta,


qué li donarem per anà a ballà?


Yo li donaria una caputxeta


y a la muntanyeta la faria anà.



Cuando cantan n'el árbol los paxarines


ye que lloren cantando les sos penines.


Dexa, dexa que canten los paxarines


que también tienen penes los probitines.



Labradores de Castilla


vení a ver maravilla,


trigo blanco y sin neguilla


que de verlo es bendición.


Ésta sí que es siega de vida,


ésta sí que es siega de flor.


En cuanto a música que unos llaman «clásica», otros «sabía» y otros «seria», plantea una serie de problemas en su esencia, sus fines y su difusión, cuya solución interesa a cuantos se preocupen por la cultura y la democracia.

La música y el pueblo

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Es un hecho que la música llamada «sabia» se desenvuelve independientemente -paralelamente, podríamos decir- de la música popular. El pueblo no sólo no se siente interpretado por ella, sino que ni siquiera puede pretender a su comprensión y, lógicamente, se aparta, se separa de ella.

Lejos de molestar al compositor, esta inhibición popular le halaga, puesto que él escribe para una «minoría selecta». Si la mayoría de sus contemporáneos no le comprende, ya le comprenderá la posteridad. En todo caso, ellos no escriben para el pueblo, ni pretenden ser comprendidos por él porque, por reacción contra la mala música de inspiración popular, caen en la deformación «formalista», por cuya senda el pueblo no puede seguirlos.

Las consecuencias de esta desviación son catastróficas. El lugar que debieran ocupar en el corazón, en la sensibilidad de su pueblo, los sucesores de nuestros clásicos -de los vihuelistas a Manuel de Falla- lo ocupan los autores de tanta y tanta Leandra, Corsaria o Castigadora, cuya misión no es sino cooperar al intento de corrupción espiritual que llevan a cabo cuantos pretenden al mismo tiempo destruir la democracia y la cultura en España.

Si en vez de ello cuantos músicos honrados, engañados por el espejuelo del «arte por el arte», del «vanguardismo», del «intelectualismo», acordándose del carácter «realista» de toda nuestra música clásica, siguieran por el camino que les señala lo mismo Luis Milán o Esteve que Albéniz, Bretón, Falla o Chapí, no habría llegado a producirse el abismo que separa al pueblo de compositor «serio», y que los músicos hemos de colmar si no queremos perder nuestra condición de españoles y de demócratas, pues evidentemente el «formalismo» es una tendencia no solamente ajena al arte español -y no sólo musical-, sino una tendencia fundamentalmente antiespañola y en el fondo reaccionaria.

El formalismo en música

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Antes de seguir adelante no creo impertinente decir unas palabras de la forma y del formalismo en música.

El arte de los sonidos, como cualquier lenguaje organizado, obedece a unas normas no sólo gramaticales: analógicas, fonéticas, sintáxicas; sino «preceptivas», pudiéramos decir, y análogas a las que rigen la forma poética. Si «haiga» está mal dicho y un «soneto» ha de tener 14 versos, ¿cuántas palabras mal dichas y sonetos torcidos (por no emplear otros términos de comparación más groseros pero más cercanos a la realidad) no encontraremos en tanta «blanca» más o menos «doble» como infecta el ambiente lírico español?

Ahora bien, del respeto de la forma a la deformación formalista no hay más que un paso. Y si una serie de palabras gramaticalmente correctas, pero sin ilación, son una monstruosidad y no una frase; una «Fuga», una «Sonata», una «Sinfonía» (formas musicales), que solamente respondieran a preocupaciones exclusivamente formalistas, se apartarían tanto de lo «normal», de lo «real», como ese engendro literario que hemos evocado.

Y lo que decimos de la forma, lo decimos igualmente del lenguaje. El compositor formalista es un «innovador», un «vanguardista», un «izquierdista», y le acecha el peligro de no saber de qué «antigüedad», o más bien de qué «antigualla», tiene que alejarse y hacia dónde debe dirigirse. No todo lo viejo es malo, ni todo lo nuevo, bueno; y a fuerza de innovar no podemos atentar contra los fundamentos naturales de la música. Innovar no es sinónimo de progresar, pero para muchos espíritus falsamente revolucionarios la idea es atractiva, aunque vana y engañosa. En arte como en todo el izquierdismo a ultranza no encubre sino una tendencia, más aún que reaccionaria, totalmente destructiva.

¿Quiere ello decir que hemos de inmovilizarnos en el tiempo y en el espacio, anclándonos en un nacionalismo fosilizado? El devenir constante de nuestra historia musical nos aconseja todo lo contrario, demostrándonos al mismo tiempo que si en algunos momentos ha alcanzado verdadera grandeza -Falla, el más cercano a nosotros, y Albéniz, unas décadas antes, ¿no son un ejemplo deslumbrante?-, esta grandeza se debe precisamente a la solidez, a la profundidad de sus raíces en la tierra y el alma española; como han profundizado en la tierra y el alma alemanas o rusas un Beethoven o un Mussorgsky. Éstos y aquéllos son de ayer, de hoy y de mañana; de España, de Rusia, de Alemania y de todas partes. ¡Cuántos innovadores cosmopolitas no se ha llevado, en cambio, el viento sin que su propia inconsistencia, su inutilidad, les permitiera fructificar en parte alguna!

El realismo musical

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El mundo asiste actualmente al espectáculo de dos tendencias musicales no sólo diferentes, sino antagónicas. Una de ellas está representada por la renuncia a la herencia clásica, por el apartamiento total del lenguaje musical natural (sustituido por otro tan bárbaro como el nombre que lo designa: «dodecafónico atonal»), por el desprecio absoluto hacia el canto popular, la emoción y la belleza. Sus promotores, sus cultivadores, se gargarizan constantemente con la palabra «libertad»: libres de hacer lo que les venga en gana -y cuanto más extraño, más deforme, más horrendo, mejor-, libres de ofender el sentimiento estético popular (tan alto siempre que nunca ha rechazado las verdaderas manifestaciones del genio artístico de todos los tiempos y de todos los pueblos), libres de degradarse a sí mismos creando -si  a eso se le puede llamar crear- en el vacío, renegando de sus progenitores e insultando a su pueblo con su desprecio.

Del otro lado están los que reconocen el valor eterno de las grandes creaciones de todos los siglos, nacidas del sentimiento popular o en función del mismo; los servidores de la simplicidad -que no sólo puede sino que debe aliarse a la más absoluta maestría-; los cultivadores de la belleza sana, natural, de ayer, de hoy y de mañana. En una palabra: los realistas. Los que aún creen que la música no es un lenguaje vano; que aún puede expresar sentimientos humanos; que es capaz de describir un paisaje, de ilustrar un texto poético intensificando su poder de sugestión, su emoción; los que aceptan la subordinación de la creación musical al objeto preciso que la motiva (nuestra música, la buena, está llena de este realismo: La Verbena de la Paloma como el Amor brujo o El sombrero de tres picos); los que, en cambio, no subordinan todos los géneros al género sinfónico o a la música de cámara so pretexto, precisamente, de liberar a la música de la subordinación a un texto literario, a una necesidad dramática o coreográfica.

El realismo nos conducirá a reanudar la tradición lírica popular española que, partiendo del Misterio de Elche -exaltación de los sentimientos populares en la Edad Media-, ha de llegar a la exaltación de las sublimes virtudes del pueblo y de sus héroes en lucha por su independencia, por su libertad, por su felicidad, por su honor. En este mundo sonoro, bello, emocionante, exaltado, limpio, alegre, de todos y para todos, ¿cómo podría prosperar la tristeza, la suciedad, la torpeza de esos engendros revisteriles o de tablado de café cantante con que una sociedad podrida pretende divertirse, arrastrando con ella a un pueblo sistemáticamente alejado de la belleza para mejor dominarlo y explotarlo?

El internacionalismo en arte no nace de empequeñecer y empobrecer el arte nacional, sino que brota allí donde éste florece. Olvidar esta verdad significa perder la línea directriz, perder la propia fisonomía, convertirse en un cosmopolita sin nacionalidad. No se puede ser internacionalista en música ni en nada, sin ser un verdadero amante de la Patria. Puesto que la base del internacionalismo estriba en el respeto a los demás pueblos, no cabe ser internacionalista sin respetar y amar a su propio pueblo. Andrei Zhdánov de su discurso “Las vías de desarrollo de la música soviética”.

Cultura y democracia : revista mensual. Núm. 2, febrero 1950.

Redacción y Administración: 38, rue des Amandiers París

Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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