CARTA A ANTONIO MACHADO, DE JOSÉ SARAMAGO
Antonio Machado murió hoy hace setenta años. En el cementerio de
Collioure, donde sus resto descansan, un buzón de corres recibe todos
los días cartas que le escriben personas dotadas de un infatigable amor
que se niega a aceptar que el poeta de “Campos de Castilla” esté muerto.
Tienen razón, pocos están tan vivos. Con el texto que viene a
continuación, escrito cuando el 50º aniversario de la muerte de Machado,
y para el Congreso Internacional que tuvo lugar en Turín, organizado
por Pablo Luis Ávila y Giancarlo Depretis, tomo mi modesta lugar en la
fila. Una carta más para don Antonio.
Me acuerdo, tan nítidamente
como si fuera hoy, de un hombre que se llamó Antonio Machado. En ese
tiempo yo tenía catorce años e iba a la escuela para aprender un oficio
que de poco iba a servirme. Había guerra en España. A los combatientes
de un lado les dieron el nombre de rojos, mientras que los del otro
lado, por las bondades que de ellos oía contar, debían tener un color
así como el del cielo cuando hace buen tiempo. Al dictador de mi país le
gustaba tanto ese ejército azul que dio orden a los periódicos para que
publicaran las noticias de modo que hicieran creer a los ingenuos que
los combates siempre terminaban con victorias de sus amigos. Yo tenía un
mapa donde clavaba banderitas hechas con alfileres y papel de seda. Era
la línea del frente. Este hecho prueba que conocía a Antonio Machado,
aunque no lo había leído, lo que es disculpable si tenemos en cuenta mi
poca edad. Un día, al darme cuenta de que andaba siendo engañado por los
oficiales del ejército portugués que dirigían la censura de la prensa,
tiré el mapa y las banderas. Me dejé llevar por una actitud irreflexiva,
de impaciencia juvenil, que Antonio Machado no merecía y de la que hoy
me arrepiento. Los años fueron pasando. En cierto memento, no recuerdo
cuando ni como, descubrí que el tal hombre era poeta, y tan feliz me
sentí que, sin ningún propósito de vanagloria futura, me puse a leer
todo cuanto escribió. Fue entonces cuando supe que ya había muerto, y,
naturalmente, coloqué una bandera en Collioure. Es tiempo, si no me
equivoco, de poner esa bandera en el corazón de España. Los restos
pueden quedarse donde están.
Fuente: Otros Cuadernos de Saramago
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