LA CUESTIÓN DE LA MUJER, por Eleanor Marx
The Woman Question,“Westminster Review”. 1886
*
La publicación del libro de August Bebel, La Mujer y el Socialismo,
y la aparición de una traducción inglesa de la obra, hace que sea
oportuno cualquier esfuerzo para explicar la posición de las socialistas
ante la cuestión femenina. La acogida de la obra en Alemania e
Inglaterra hace urgente dicho esfuerzo, a menos que nuestros adversarios
estén dispuestos a menospreciarnos y que nosotros estemos dispuestos a
mantenernos pasivos ante su actitud. Los autores de este artículo han
pensado que el público inglés, hábil en esa imparcialidad de la que
dicen que es privilegio de ellos, prestará atención a los puntos de
vista, argumentos y conclusiones de quienes se califican como
socialistas. Sean cuales sean las opiniones a las que ese público inglés
se adhiera en última instancia, lo hará con conocimiento de causa. Los
autores también han pensado que el examen de tal cuestión estaría mejor
realizado si era obra de un hombre y una mujer que reflexionan y
trabajan conjuntamente. Desean que, en todo lo que sigue, se dé por
descontado que se trata de dos socialistas que expresan sus opiniones
personales. Aunque piensen que la mayoría de sus camaradas comparten
esas opiniones, no debe considerarse al partido de los autores
comprometido con todas las propuestas que siguen, ni, a fortiori, con ninguna de ellas en particular
Primero
que nada, unas palabras sobre la obra que sirve de referencia a este
artículo. Bebel es obrero, socialista y miembro del Reichstag. Su libro Die Frau ha sido prohibido en Alemania,
lo que acrecienta las dificultades para conseguirlo y el número de
quienes lo han logrado. La prensa alemana lo ha condenado casi
unánimemente y le ha imputado a su autor todos los vicios posibles e
imaginables. Quienes recuerden las posiciones y la personalidad de Bebel
comprenderán enseguida la influencia del libro y el significado de esos
ataques. Cofundador del Partido Socialdemócrata en Alemania, uno de los
primeros difusores de la crítica de la economía política de Karl Marx,
puede que el mejor orador de su país, Bebel goza de la veneración y la
confianza del proletariado, también goza del odio y temor de los
aristócratas y capitalistas. No solamente es el hombre más popular de
Alemania, sino que, también, es querido por todos aquellos que lo
conocen, tanto amigos como adversarios. Se han hecho muchos esfuerzos
para calumniarle, pero, sin dudarlo un momento, podemos decir que las
acusaciones lanzadas contra él son tan falsas como venenosas.
La
traducción inglesa de su último libro ha sido acogida con invectivas en
determinados barrios. La cólera de esas críticas irritadas podría
tenerse por justa si se hubiese extendido a la negligencia sin
precedentes de los editores de la versión inglesa. Su negligencia es
mucho más de señalar e imperdonable teniendo en cuenta que la edición
alemana, impresa en Zúrich, carece particularmente de errores. Debemos
excluir de nuestra condena a la traductora, la doctora Harriet B. Adams
Walther. Esta, en conjunto, ha cumplido bastante bien su tarea, aunque
un manifiesto desconocimiento del vocabulario y fórmulas económicas haya
provocado, aquí y allí, ambigüedad y haya dado pruebas de una
inexplicable reticencia a usar el plural. Pero el libro está lleno de
errores de imprenta en cuanto a los caracteres, la ortografía y la
puntuación. ¡Encontrar en un libro de solo 264 páginas una suma de al
menos 170 errores es demasiado!
No
pensamos ocuparnos de la parte histórica que abre el libro. Por más
interesante que sea tenemos que pasar de largo de ella, hay mucho que
decir sobre las relaciones actuales entre hombres y mujeres y sobre los
cambios que creemos inminentes. Además, la parte histórica no es
verdaderamente la mejor del libro. En ella se pueden encontrar errores
aquí y allí. El libro a consultar, el más seguro sobre este punto en
particular de la cuestión de la mujer, es el de F. Engels El origen de la Familia, la propiedad privada y el Estado. Pasemos, pues, a la sociedad y a la mujer de hoy en día.
Desde
el punto de vista de Bebel, y puede muy bien decirse en este caso desde
el de los socialistas en general, la sociedad se encuentra en un estado
de agitación y fermentación. Es la agitación de la putrefacción y la
fermentación de la descomposición. El fin del modo de producción
capitalista y, por ello mismo, de la sociedad de la que es la base,
creemos que es más calculable en años que en siglos. Y este fin
significa la refundición de la sociedad en formas más simples, incluso
en elementos, cuya estructuración creará un nuevo y mejor orden de
cosas. La sociedad está en quiebra moral y en las relaciones entre los
hombres y las mujeres es donde esa quiebra se manifiesta con la más
repugnante de las claridades. Son inútiles los esfuerzos para diferir
ese hundimiento construyendo castillos en el aire. Hay que ver los
hechos cara a cara.
Uno
de estos hechos de la más fundamental importancia, ni es ni ha sido
nunca justamente confrontado por el hombre o la mujer promedio al
considerar estas relaciones. No ha sido comprendido ni siquiera por
aquellos hombres y mujeres por encima de la media que han hecho de la
lucha por la mayor libertad de las mujeres la tarea de sus vidas. Este
hecho fundamental es que la cuestión es de incumbencia de las
estructuras económicas. Como todo en nuestra compleja sociedad moderna,
la situación de la mujer descansa sobre los datos económicos. Solo
porque Bebel no deja de insistir en este punto, su libro ya es un libro
de valor. La cuestión femenina es parte de la organización de la
sociedad en su conjunto. Para quienes no han captado esta noción podemos
citar a Bacon que escribe en el primer libro de El Avance del Saber:
“Otro
error […] es que, tras el reparto de las artes y las ciencias
particulares, los hombres han abandonado la universalidad […] lo que
solo puede detener y hacer que cese toda progreso [.] Tampoco es posible
descubrir las partes más profundas y ocultas de cualquier ciencia de
que se trate si uno se mantiene en el nivel de esa ciencia sin
elevarse.”
En
verdad, este error que se comete cuando “los hombres (y las mujeres)
abandonan la universalidad” no es más que es expresión de un “humor
pecaminoso”. Es una enfermedad o, para ayudarnos con una imagen que
pueda sugerir el pasaje y la frase citadas, quienes se enfrentan a la
forma en que son tratadas actualmente las mujeres sin buscar las causas
en la organización económica de nuestra sociedad contemporánea son como
los médicos que tratan una afección localizada sin examinar el estado
general del paciente.
Esta
crítica se aplica no solo a la persona común que hace broma de
cualquier discusión en la que se trate sobre la sexualidad. También se
aplica a esos caracteres superiores, en muchos casos serios y
reflexivos, que ven que las mujeres se encuentran en un estado
lamentable y desean que se haga algo para mejorar su condición. Este es
el caso de la masa de personas excelentes y trabajadoras que agitan por
ese objetivo perfectamente justo, por el sufragio femenino; por la
derogación de la Ley de Enfermedades Contagiosas, una
monstruosidad engendrada por la cobardía y la brutalidad masculinas; por
la educación superior de las mujeres; por la apertura de las
Universidades, las profesiones liberales y todos los oficios, desde el
de maestro hasta el de viajante de comercio. En toda esa agitación,
completamente justa, sobresalen particularmente tres cosas. Primero, los
interesados en ella pertenecen, por regla general, a las clases
acomodadas. Con la única y limitada excepción parcial de la agitación
sobre las enfermedades contagiosas, casi ninguna de las mujeres que
participan de forma prominente en estos diversos movimientos pertenece a
la clase trabajadora. Esperamos el comentario de que se puede decir
algo así, en lo que respecta a Inglaterra, del movimiento más amplio que
reclama nuestros esfuerzos especiales. Ciertamente, el socialismo es
actualmente en este país poco más que un movimiento literario. No
engloba más que a una franja de obreros. Pero podemos responder a esta
crítica con que en Alemania este no es el caso, y que, incluso aquí en
Inglaterra, el socialismo está comenzando a extenderse entre los
trabajadores.
El
siguiente punto es que todas las ideas de esas “mujeres de vanguardia”
se basan ya sea en la propiedad, ya sea en cuestiones sentimentales o
profesionales. Ninguna de ellas va más allá de esas tres cuestiones para
alcanzar los fundamentos, no solamente de cada una de esas cuestiones,
sino de la misma sociedad: la determinación económica. Este hecho no
tiene que sorprender a quienes conocen la ignorancia de las coordenadas
económicas de quienes militan a favor de la emancipación de la mujer. Si
juzgamos de acuerdo con sus escritos y discursos, la mayoría de los
defensores de la mujer no ha prestado nunca ninguna atención al estudio
de la evolución de la sociedad. No parece generalmente ni que dominen,
incluso, la economía vulgar, economía que, según nosotros, es falaz en
sus enunciados e inexacta en sus conclusiones.
El
tercer punto se desprende del segundo. Aquellos a los que nos referimos
no hacen ninguna propuesta que salga del marco de la sociedad de hoy en
día. Por este hecho, su trabajo siempre es de poco valor según
nosotros. Nosotros apoyaremos el derecho a voto para todas las mujeres
(no solamente para aquellas que tengan bienes), la derogación de la Ley sobre Enfermedades Contagiosas y
el acceso de los dos sexos a todas las profesiones. La verdadera
situación de la mujer en relación con el hombre no se tocará en
profundidad, (no nos ocupamos en estos momentos del desarrollo de la
competencia y de la agravación de las condiciones de vida, pues nada de
eso, aparte de forma indirecta la ley sobre las enfermedades
contagiosas, transforma en la mujer las relaciones entre los sexos).
Tampoco negaremos en absoluto que una vez se haya alcanzado cada uno de
esos tres puntos, la vía se verá despejada para el cambio radical que
debe llegar. Pero es fundamental recordar que el cambio último solamente
se logrará una vez que se haya producido la transformación todavía más
radical, de la que es el coralario. Sin esa transformación social, las
mujeres jamás serán libres.
La
verdad, no completamente reconocida incluso por quienes agitan
positivamente a favor de la mujer, es que la mujer, como las clases
trabajadoras, está en una condición oprimida; que su posición, como la
de ellos, es de degradación despiadada. Las mujeres están sometidas a
una tiranía masculina igual que los obreros están sometidos a una
tiranía organizada de los ociosos. Incluso habiendo entendido todo esto,
nunca debemos cansarnos de insistir en la no comprensión de que, para
las mujeres, como para las clases trabajadoras, bajo las actuales
condiciones de la sociedad no es realmente posible ninguna solución de
las dificultades y problemas que se presentan. Todo lo que se hace, sin
importar el clamor de trompetas con el que se anuncie, es paliativo, no
correctivo. Las clases oprimidas, tanto las mujeres como los productores
directos, deben comprender que su emancipación vendrá de ellos mismos,
de su propia acción. Las mujeres encontrarán aliados en los hombres más
conscientes, como los trabajadores están encontrando aliados entre los
filósofos, artistas y poetas. Pero, unas no tienen nada que esperar del
hombre en su conjunto, y los otros no tiene nada que esperar del
conjunto de las clases medias.
La
verdad de esto se desprende del hecho de que, antes de pasar a la
consideración de la condición de la mujer, tenemos que decir unas
palabras de advertencia. Lo que tenemos que decir del ahora les parecerá
exagerado a muchos; mucho de lo que tenemos que decir del futuro,
visionario, y, quizás, todo lo que se diga, peligroso. Para la gente
culta, la opinión pública sigue siendo sólo la del hombre, y la
costumbre adquiere valor de moral. La mayoría todavía insiste en las
debilidades ocasionales de la mujer como un obstáculo para su igualación
con el hombre. Y se habla con entusiasmo sobre la vocación natural de
la mujer. En cuanto a lo primero, la gente olvida que las debilidades
femeninas, bajo determinadas circunstancias, se ven exageradas por las
condiciones insalubres de nuestra vida moderna, si, de hecho, no se
deben totalmente a ellas. Si esas condiciones se racionalizasen,
aquellas debilidades desaparecerían en gran parte, si no completamente.
También olvida la gente que todo esto de lo que se habla tan
superficialmente cuando se discute sobre la libertad de la mujer es
convenientemente ignorado cuando se trata de la esclavitud de la mujer.
Olvidan que los empresarios capitalistas sólo tienen en cuenta esas
debilidades de la mujer para reducir el nivel general de los salarios.
Una vez más, no existe vocación natural de la mujer igual que tampoco
existe una ley natural de la producción capitalista o que tampoco está
naturalmente limitada la suma producida por el obrero y que forma sus
medios de subsistencia. Que, en el primer caso, la vocación de la mujer
se supone que es sólo el cuidado de los hijos, el mantenimiento de las
condiciones del hogar y una obediencia general a su amo; que, en el
segundo, la producción de plusvalía es un requisito necesario para la
producción de capital; que en el tercero, la cantidad que el trabajador
recibe para sus medios de subsistencia es tal que sólo le mantendrá
justo por encima del punto de inanición: no se trata de leyes naturales
en el mismo sentido que las leyes del movimiento. Sólo son ciertas
convenciones temporales de la sociedad, como la convención de que el
francés es el idioma de la diplomacia.
Tratar
detalladamente la situación de la mujer actualmente consiste en repetir
una historia ya mil veces contada. A pesar de todo, para nuestro
objetivo debemos resaltar de nuevo determinados puntos muy conocidos y
hacer balance de dos que lo son menos. En primer lugar, una idea general
que concierne a todas las mujeres. La vida de la mujer no coincide con
la del hombre. No se reúnen, no se ven incluso en numerosos casos. De
ahí la atrofia de la vida familiar. Según Kant: “un hombre y una mujer
constituyen cuando están unidos el ser total y acabado, un sexo
complementa al otro.” Pero cuando cada sexo está incompleto y el menos
completo de los dos lo está hasta la última extremidad y que, por regla
general, ninguno de los dos llega a instaurar con el otro una relación
regular, libre, verdadera, profunda y en pleno acuerdo, el ser jamás es
total ni acabado.
En
segundo lugar, una idea especial que tiene que ver sólo con un cierto
número, pero importante, de mujeres. Todo el mundo sabe el efecto que
ciertos oficios, o modos de vida, tienen en el físico y en su
apariencia. El jinete, el borracho, son reconocidos por sus andares, por
su fisonomía. ¿Cuántos de nosotros nos hemos detenido, o nos hemos
atrevido a detenernos, en el grave hecho de que, en las calles, en los
lugares públicos, en el círculo de amigos, podemos, en un momento
determinado, si han pasado de cierta edad, reconocer a las mujeres
solteras, que los escritores ingeniosos llaman incierta, con una
delicada ironía peculiarmente suya? Pero no podemos distinguir a un
hombre soltero de uno casado. Antes de plantear la pregunta que surge de
este hecho, recordemos la terrible proporción de mujeres solteras. Por
ejemplo, en Inglaterra, en el año 1870, el 41% de las mujeres se
encontraban en ese estado. La pregunta a la que conduce todo esto es
sencilla, legítima, y sólo es desagradable por la respuesta que debe
dársele. ¿Cómo es que nuestras hermanas llevan en sus frentes este sello
de instintos perdidos, afectos sofocados, de cualidades naturales en
parte asesinadas? ¿Cómo es que sus hermanos más afortunados no llevan
esa misma marca? Y aquí, ciertamente, no hay ninguna ley natural. Esta
libertad para con el hombre, esta prevención de legiones de uniones
nobles y legítimas no le afectan, sino que recaen pesadamente sobre la
mujer, son el resultado inevitable de nuestro sistema económico.
Nuestros matrimonios, como nuestra moral, se basan en el mercantilismo.
No poder cumplir con los compromisos comerciales es un pecado mayor que
la calumnia de un amigo, y nuestras bodas son transacciones comerciales.
Ya
se mire a la mujer en su conjunto o solamente a esa triste colectividad
que lleva marcados en la frente los sellos de una perpetua virginidad,
siempre encontramos la necesidad de ideas e ideales. El motivo de esto
es, además, la dependencia económica respecto al hombre. Las mujeres, a
semejanza de los obreros, se han visto privadas de sus derechos como
seres humanos, igual que se ha privado a los obreros de sus derechos
como productores. El método utilizado en ambos casos es el único que
permite la expropiación, sin importar ni en qué momento ni bajo qué
circunstancias, ese método es la fuerza.
Actualmente,
en Alemania la mujer es menor en relación con el hombre. Un marido de
baja condición puede castigar a su mujer. Todas las decisiones
concernientes a los hijos dependen de él, incluso fijar la fecha del
destete. Es el hombre quien dirige, sea la que sea la fortuna de la que
pueda disponer la mujer. La mujer no puede realizar contratos sin su
consentimiento, ni formar parte de una organización política. Es inútil
que señalemos cómo todo esto ha mejorado en Inglaterra en los últimos
años, o que recordemos a nuestros lectores que las recientes
transformaciones se deben a la acción de las mismas mujeres. Pero es
necesario que recordemos que, una vez añadidos todos esos derechos
civiles, la mujer inglesa, esté o no casada, depende moralmente del
hombre y que es maltratada por él. La situación no es mucho mejor en
otros países civilizados, a excepción, extraña, de Rusia donde las
mujeres son socialmente más libres que en cualquier otro parte de
Europa. En Francia las mujeres de la parte superior de las capas medias
están en peor situación que en Inglaterra, las de la parte más
desfavorecida de las capas medias y las de la clase obrera están en una
situación más cómoda que en Inglaterra o Alemania, pero dos párrafos
consecutivos del Código Civil, el 340 y el 341 muestran que la
injusticia sobre la mujer no es exclusiva de los teutones: La recherche
de la paternité est interdite y la recherche de la maternité est admise.
Todos
aquellos que quieren taparse los ojos ante la verdad saben que lo que
decía Demóstenes de los atenienses es ciertamente aplicable en nuestros
días a las capas medias y superiores de la sociedad:
“Nos
desposamos con la mujer para tener hijos legítimos y una fiel guardiana
de nuestro hogar, mantenemos concubinas a nuestro servicio para uso
diario, pero tenemos hetairas para las voluptuosidades del amor.”
La
mujer siempre es la que se ocupa de los hijos, la guardiana del hogar.
El marido vive y ama de acuerdo con su pícaro placer. Incluso quienes
admitan esto puede que nos discutan cuando decimos que es igualmente de
malo para las mujeres que las reglas sociales rigurosas hagan que la
iniciativa amorosa sólo pueda provenir del hombre: la pedida de mano.
Puede que se trate aquí de un principio de compensación. Tras el
matrimonio, la mujer es quien más toma la iniciativa y el hombre el
reservado. Shakespeare mostró muy bien que este hecho no es una ley
natural. Miranda, liberada de las trabas sociales, se ofrece a Fernando:
“Si quieres casarte conmigo, soy tu esposa, si no, moriré como tu
sirvienta” y Helena, “en Bien está lo que bien acaba”, enamorada de
Bertrán, que la conduce desde el Rosellón a París y Florencia, según
Coleridge también es “la figura más encantadora de Shakespeare”.
Hemos
hablado de la naturaleza mercantil de la base del matrimonio. En
numerosos casos se trata de una operación de trueque y, teniendo en
cuenta el orden de cosas establecido actualmente, el problema de las
“formas y medios” ejerce, necesariamente, un gran papel en todos los
casos. Entre las capas superiores de la sociedad el asunto se lleva
adelante sin el menor pudor. Las imágenes de Sir Gorgius Midas en Punch
rinden testimonio de ello. La naturaleza de la publicación en la que
aparecen nos recuerda que todos los horrores que ponen al desnudo son
considerados como debilidades y no como faltas. En las partes
desfavorecidas de las capas medias, los hombres mayoritariamente rehúsan
las bondades de la vida familiar hasta que han superado la edad de
desearlas ardientemente, numerosas mujeres cierran para siempre el libro
de su vida en las más bellas páginas por temor a rerum angustarum domi.
Otra
prueba más de la naturaleza mercantil de nuestro sistema matrimonial la
ofrece las edades diferentes en las que se casa la gente habitualmente
en las diferentes capas de la sociedad. El momento no está en ningún
caso reglamentado como debería estarlo por las edades de la vida.
Algunos individuos favorecidos, los reyes, príncipes, aristócratas, se
casan o son casados a la edad que la naturaleza prescribe como la más
adecuada. El capitalista virtuoso, que a esa edad recurre regularmente a
la prostitución, se explaya con afectación sobre la ligereza del
trabajador manual. Quien estudia la fisiología y la economía política
encuentra en ello una prueba interesante de cómo ni incluso el espantoso
sistema capitalista ha podido aplastar una tendencia natural y
justificada. Pero para la capa social intermedia entre estas dos, el
matrimonio, como acabamos de ver, no puede tener lugar por regla general
antes de que haya pasado la flor de la edad y la pasión esté en
declive.
Todo
ello enseña más sobre la mujer que sobre el hombre. Para éste la
sociedad suministra, reconoce y legaliza los medios para satisfacer el
instinto sexual. A los ojos de esa misma sociedad, si una mujer soltera
adopta la conducta habitual de sus hermanos solteros y de los hombres
que danzan con ella en los bailes, o que trabajan con ella en el
almacén, es una paria. E incluso entre la clase obrera, en la que la
gente se casa a la edad normal, la vida de la mujer en el sistema actual
es la más penosa y la más ingrata de los dos. La vieja fórmula de la
leyenda “parirás con dolor” no solamente es que se realiza, sino que se
amplía. La mujer debe criar a los hijos durante largos años, sin
descanso para relajarse, sin esperanzas de realizarse plenamente,
perpetuamente bajo la misma atmósfera de trabajo y tristeza. El hombre,
por más gastado que pueda estar por su trabajo, tiene la noche para no
hacer nada. La mujer está ocupada hasta la hora de acostarse. A menudo,
con los hijos jóvenes, su trabajo continúa tarde durante la noche e
incluso dura toda la noche.
Cuando
tiene lugar el matrimonio todo favorece a uno y todo obliga al otro.
Algunos se sorprenden de que John Stuart Mill haya escrito: “El
matrimonio es la única forma real de servidumbre reconocida por la ley.”
Para nosotros, el motivo de la sorpresa es que haya contemplado esa
servidumbre como una cuestión de sentimientos y no de estructuras
económicas, como resultado de nuestro sistema capitalista. Tras el
matrimonio, como antes, la mujer está sometida a obligaciones, el hombre
no. Para ella el adulterio es un crimen, para él es un delito menor.
Puede obtener el divorcio sobre la base del adulterio, ella no. La mujer
debe suministrar las pruebas de que ha sido víctima de crueldad (de
naturaleza física). Los matrimonios concebidos y realizados así,
acompañados de todas las consecuencias de esos hechos, nos parecen (y
sopesamos nuestras palabras) peores que la prostitución. Calificarlos de
sagrados o morales constituye una profanación.
En
relación con la cuestión del divorcio se puede señalar un caso de
autoengaño del que son víctimas no solamente la sociedad y las clases
que la constituyen, sino, también, muchos individuos. El clero está
dispuesto muy gustosamente a casar a cualquiera, sin importar con quién,
edad a la juventud, corrosión a la virtud, sin plantear preguntas como
se dice en determinado tipo de anuncios. Sin embargo, el clero se opone
ferozmente al divorcio. Enfrentarse contra uniones tan discordantes,
como las que aprueban sin cesar, constituiría una invasión de la
libertad del individuo. Sin embargo, lo que sí atenta gravemente contra
la libertad individual es oponerse a cualquier cosa que facilite el
divorcio. El conjunto de la cuestión del divorcio, compleja de todas
formas, todavía resulta más compleja a causa del hecho de que debe ser
estudiada en primer lugar en el marco de las condiciones actuales,
después en relación con las futuras condiciones socialistas. Muchos
espíritus avanzados pleitean a favor de una mayor liberalidad del
divorcio desde ahora mismo. Sostienen que el divorcio debería ser tan
simple de llevar a cabo como el matrimonio, que un compromiso
establecido entre gente que no ha tenido casi, o ninguna, ocasión para
conocerse mutuamente no debería ser irrevocable, ni incluso constituir
un lazo tan riguroso; que la incompatibilidad de carácter, la no
plasmación de esperanzas profundamente enraizadas, un verdadero
desacuerdo, deberían constituir motivos suficientes para separarse;
sostienen por fin, y esto es lo más importante, que las condiciones del
divorcio deberían ser idénticas para los dos sexos. Todo ello es
excelente y sería no solamente posible, sino justo si (notad bien el si)
la situación económica de los dos sexos fuese la misma. Son diferentes.
En consecuencia, aunque estemos teóricamente de acuerdo con todas esas
ideas, creemos que si se realizasen en nuestro sistema actual
comportarían en la práctica, en la mayoría de los casos, una injusticia
todavía mayor para la mujer. Es el hombre quien podría sacar de ello
ventajas, no la mujer, si no es en las raras veces en que la mujer posee
bienes personales o cualquier medio de existencia. La disolución de la
unión significaría la libertad para él, el hambre para ella y sus hijos.
Se
nos puede preguntar si esos mismos principios sobre el divorcio
tendrían validez en un sistema socialista. Nuestra respuesta es la
siguiente: la unión entre un hombre y una mujer se realizaría de forma
que evitase completamente la necesidad de divorciarse, como explicaremos
a continuación.
Esperamos
un juicio mucho más hostil sobre nuestra forma de tratar los dos
últimos puntos, para los que hemos tenido encuentra el futuro, que sobre
todo lo precedente. Ya hemos mencionado estos dos puntos. El primero
concierne al instinto sexual. Pensamos que el método adoptado por la
sociedad respecto a este tema es ineluctablemente malo en su integridad.
Es mala desde el principio. Nuestros niños se ven reducidos
sistemáticamente al silencio cuando se plantean preguntas sobre la
procreación. Esta cuestión es tan natural como la concerniente a los
latidos del corazón o a la respiración. Se debe responder tan tranquila y
claramente como al resto. Puede que exista un período, en el caso de
todos los pequeños, en el que una explicación psicológica dada como
respuesta a una pregunta pueda nos ser entendida, aunque no estamos en
disposición en estos momentos de precisarla. Pero jamás puede haber
momentos propicios para enseñar cosas falsas sobre cualquier función
corporal, sea la que sea. A medida que nuestros niños y niñas crecen, se
hace de todo lo concerniente a las relaciones sexuales algo misterioso y
vergonzoso. Por ello se genera al respecto una malsana curiosidad. El
espíritu se concentra abusivamente sobre el tema, durante mucho tiempo
queda insatisfecho o no satisfecho del todo y se llega a lo morboso.
Nuestro punto de vista es que los padres y los hijos deben hablar con la
misma franqueza y libertad de los órganos sexuales como del aparato
digestivo. Oponerse a ello no es más que la manifestación de un
prejuicio vulgar contra la enseñanza de la fisiología, prejuicio que
encuentra su expresión más clara en una reciente carta de un padre a una
institutriz:
“Quiere usted no enseñarle nada a mi hija sobre esos órganos, no es bueno para ella y es deshonesto.”
¿Cuántos de nosotros no hemos sufrido la suggestio falsi o la supressio veri
en este dominio a causa de los padres, de los educadores o, incluso, de
las domésticas? Preguntémonos honestamente de qué labios, bajo qué
circunstancias, hemos aprendido la verdad sobre el nacimiento de los
niños, y, sin embargo, es cierto que, nadie puede equivocarse al hablar
de cosas sagradas puesto que se trata del nacimiento de pequeños niños.
¿En cuántos casos ha sido la madre quien lo ha enseñado, ella que tiene
el derecho más sagrado al respecto, derecho adquirido con el
sufrimiento?
Ya
no se puede admitir por más tiempo que hablarles a los niños
francamente sobre este tema es perjudicarlos. Citemos a Bebel que cita a
la señora Isabel Beecher Hooker:
“Con
el fin de contestar satisfactoriamente a la permanente pregunta de su
pequeño niño de ocho años que quería saber cómo había venido al mundo, y
para evitar contarle cuentos (lo que consideraba inmoral) le dijo toda
la verdad. El niño escuchó con la mayor atención y desde el día en que
supo las penas y preocupaciones que le había supuesto a su madre dio
pruebas en su apego hacia ella de una ternura y respeto completamente
diferentes. Respeto semejante del que dio testimonio hacia otras
mujeres.”
En
cuanto a nosotros, sabemos que al menos una mujer ha dicho la verdad
completa a sus hijos y que estos sienten hacia ella un respeto y amor a
la vez diferente y más profundo que anteriormente.
Con
la falsa vergüenza y el misterio, contra los que protestamos, marchan
de la mano la malsana separación entre los sexos que se inicia desde el
momento en que los niños abandonan la guardería, y que termina en el
mismo momento en el que el hombre y la mujer se adentran en la tierra
común. En la Historia de una granja africana, una niña, Lindall, dice:
“Conocimos
la igualdad en una ocasión, recién nacidos y sobre las rodillas de
nuestras nodrizas. La conoceremos otra vez cuando nos cierren los ojos
para nuestro último sueño.”
Esta
separación perpetua en las escuelas, e incluso en determinadas
iglesias, este sistema, está en vigor con todo lo que ello supone. Por
supuesto que bajo su peor forma puede verse en esas instituciones
inhumanas llamadas monasterios o conventos. Pero todas esas formas de un
mismo mal (aunque se trate de las menos violentas) son inhumanas, solo
es cuestión de grados.
Incluso
en una sociedad ordinaria, las restricciones que atañen a las
relaciones entre los sexos son, igual que las medidas represivas tomadas
contra los escolares, la fuente de diversos males. Estas restricciones
son especialmente perniciosas en lo que respecta a los temas de
conversación. Todo hombre ve las consecuencias de esto, aunque se le
escape la relación causa-efecto, en el tipo de conversación que se lleva
a cabo en las salas de fumadores de la sociedad de clase media y alta.
Sólo habrá esperanza de solución cuando los hombres y mujeres de mente
pura, o que, al menos, evitan cualquier alteración, discutan la cuestión
sexual en todos sus aspectos, como seres humanos libres, mirándose
francamente a la cara. Y, a la par de esto, y como estamos repitiendo
sin cesar, debe marchar la comprensión de que la base de todo el asunto
es económica. Mary Wollstonecraft, en los Derechos de la mujer,
enseñó, en parte, esta mezcla de los sexos, en lugar de su separación a
lo largo de la vida. Exigió que las mujeres tuviesen las mismas
ventajas educativas, que se educasen en las mismas escuelas y colegios
que los hombres; que desde la infancia hasta la edad adulta los dos se
formasen uno al lado del otro. Esta demanda es una dolorosa espina
clavada en el pie del Sr. J. C. Jeaffreson en su última compilación.
Las
dos formas límite de distinción de sexos consecutivas a su
discriminación son, como lo muestra Bebel, el hombre afeminado y la
mujer viril. Son dos tipos contra los que se levanta incluso el
individuo medio con un horror perfectamente natural hacia lo que no lo
es. Por razones que se han indicado más de una vez, el primero es menos
frecuente que el segundo. Pero estos dos tipos no agotan la lista de
trastornos debidos a nuestro trato antinatural de las relaciones entre
los sexos. La virginidad mórbida, de la que ya se ha hablado, es otra.
La locura es la cuarta. El suicidio es la quinta. En cuanto a estos dos
últimos, unas cuantas cifras en un caso y un recordatorio en el otro. El
recordatorio primero. La mayoría de los suicidios de mujeres se
producen entre los 16 y 21 años. Muchos de ellos, por supuesto, se deben
al embarazo que nuestro sistema social rebaja al nivel de un crimen.
Pero otros se deben a instintos sexuales no satisfechos, a menudo
ocultos bajo el eufemismo de decepción amorosa. Aquí hay algunos números
sobre la locura, tomados de la página 47 de la traducción inglesa de
Bebel: Hannover, 1881, 1 caso de locura por cada 457 solteros, 1 caso de
locura por cada 1.316 habitantes casados; Sajonia, 260 casos por cada
millón de mujeres solteras; Prusia, en 1882, por cada 10.000 habitantes
32,2 locos solteros, 9,5 locos casados, 29,5 locos solteros, 9,5 mujeres
casadas.
Ha
llegado el momento para hombres y mujeres de reconocer que la represión
sexual siempre ha tenido efectos desastrosos. Si la extrema pasión es
una enfermedad, la extrema inversa, el sacrificio del instinto sano y
natural, es también una enfermedad. Que quienes caen en un exceso o en
el contrario son individuos abominables es tan cierto en nuestro
contexto como la melancolía o el exceso de alegría que Rosalinda echa en
cara en el bosque de Arden. Y, sin embargo, miles de mujeres son
inmoladas en los fuegos del infierno, que solo ellas conocen, en el
altar del Moloch de nuestro sistema social; miles de mujeres quedan
frustradas, mes tras mes, año tras año, por su juventud pasada para
siempre. Por lo tanto, nosotros, y con nosotros, y, en cualquier caso,
la mayoría de los socialistas, sostenemos que la castidad no es
saludable ni es sagrada. Siempre entendiendo por castidad la supresión
total de todos los instintos relacionados con la procreación,
consideramos la castidad como un crimen. Como en todos los delitos, la
criminal no es la que sufre individualmente, sino la sociedad que la
obliga a cometer el crimen y sufrir. Aquí estamos de acuerdo con
Shelley. En sus Notas a la Reina Mab (*) encontramos el siguiente pasaje:
“La
castidad es una superstición monacal y evangélica, un enemigo mayor de
la temperancia natural incluso que la sensualidad irracional; porque
ataca a la raíz de toda felicidad doméstica y envía a más de la mitad de
la raza humana a la miseria, que algunos pocos pueden monopolizar de
acuerdo con la ley”.
Finalmente,
en esta cuestión, una de las más importante, recordemos los testimonios
médicos acumulados que muestran que las mujeres sufren más que los
hombres bajo estas restricciones.
Nuestro
otro punto, antes de pasar a la parte final de este artículo, es el
resultado necesario de nuestro sistema actual: la prostitución. Como ya
hemos dicho, este mal es reconocido y está legalizado en algunos países
europeos. Todo lo que necesitamos agregar aquí es el hecho aceptado
comúnmente de que sus principales partidarios son de la clase media. Por
descontado que la aristocracia no está excluida; pero el pilar de este
horrible sistema es el respetable, acomodado y aparentemente más
virtuoso, capitalista. Esto no se debe sólo a la gran acumulación de
riqueza y los consiguientes hábitos de lujo. El hecho significativo es
que, en una sociedad basada en el capital y cuyo centro es, por lo
tanto, la clase media capitalista, la prostitución, uno de los peores
resultados de esa sociedad, la apoya principalmente esa misma clase.
Esto señala claramente la moraleja que una vez más, bajo una nueva
forma, instamos a extraer. Lo que podría decirse de los casos especiales
que la “Pall Mall Gazette” nos ha
dado a conocer se aplica a la prostitución en general. Para deshacerse
de la prostitución, debemos deshacernos de las condiciones sociales que
la engendran. Las reuniones de medianoche, los refugios para los
afligidos, todos los intentos bien intencionados de lidiar con este
terrible problema son, como sus iniciadores admiten desesperadamente,
inútiles. Y serán inútiles mientras dure el sistema de producción que,
creando un excedente de mano de obra, crea con ello hombres y mujeres
criminales que, muy literal y tristemente, quedan condenados al
abandono. Los socialistas dicen: desháganse de esto, desháganse del
sistema capitalista de producción y la prostitución desaparecerá.
Esto
nos lleva a nuestro último punto. ¿Qué deseamos nosotros, los
socialistas? ¿Qué prevemos? ¿Sobre qué estamos tan seguros como de que
el saldrá mañana? ¿Cuáles son los cambios en la sociedad que ya están al
alcance de la mano? ¿Qué consecuencias damos por descontadas en cuanto a
los cambios en la condición de la mujer? Rehusamos toda intención
profética. No es un profeta quien, razonando sobre una serie de
fenómenos observados, ve el acontecimiento ineluctable a que llevan esos
fenómenos. Un hombre tiene tan poco derecho a profetizar como a apostar
cuando se trata de una certeza. A nosotros nos parece claro que, como
en Inglaterra la sociedad germánica, cuya base era el poseedor de tierra
libre, dio paso al sistema feudal, y éste al capitalista, así este
último, no más eterno que sus predecesores, dará paso al sistema
socialista; que así como de la esclavitud se pasó a la servidumbre, y de
la servidumbre a la esclavitud asalariada de hoy, así también esta
última pasará a la condición de que todos los medios de producción ya no
pertenecerán ni al esclavista, ni al señor de siervos, ni al amo del
esclavo asalariado, el capitalista, sino a la colectividad en su
conjunto. A riesgo de levantar la habitual sonrisa y burla, confesamos
que no estamos más dispuestos a entrar en los detalles de ese
funcionamiento socialista de la sociedad de lo que estaban los primeros
capitalistas a entrar en los detalles del sistema que fundaron. Nada es
más común, nada es más inicuo, nada es más indicativo de una escasa
comprensión, que el vulgar clamor por los detalles exactos de las cosas
bajo la condición social hacia la que creemos que se mueve el mundo.
Ningún exponente de una nueva gran verdad, ninguno de sus seguidores,
puede esperar elaborarla hasta sus últimas ramificaciones. ¿Qué se
pensaría de aquellos que rechazaron el descubrimiento de la gravitación
de Newton porque, mediante la aplicación de la misma, no había
descubierto Neptuno? ¿O de aquellos que rechazaron la teoría darwiniana
de la selección natural porque el instinto presentaba ciertas
dificultades? Sin embargo, esto es precisamente lo que hacen los
opositores más comunes al socialismo; siempre con una pasmosa falta de
reflexión, ignorando el hecho que, por cada dificultad o miseria que
suponen que surgirá de la socialización de los medios de producción,
existe en realidad una veintena peor en la sociedad putrefacta de hoy.
¿De
qué estamos seguros que sucederá? Nos hemos alejado tanto de Bebel por
nuestras propias líneas de pensamiento, hacia las que nos ha encaminado
generalmente su sugestiva obra, que volvemos gustosa y agradecidamente a
él a causa de la respuesta a esta pregunta:
“Una
sociedad en la que todos los medios de producción son propiedad de la
colectividad, una sociedad que reconoce la plena igualdad de todos sin
distinción de sexo, que prevé la aplicación de toda clase de mejoras o
descubrimientos técnicos y científicos, que inscribe como trabajadores a
todos aquellos que actualmente son improductivos, o cuya actividad
asume una forma perjudicial, los holgazanes y los zánganos, y que, al
tiempo que minimiza el período de trabajo necesario para su
sostenimiento, eleva la condición mental y física de todos sus miembros
al máximo nivel posible.”
No
ocultamos, ni a nosotros ni a nuestros antagonistas, que el primer paso
para ello es la expropiación de toda la propiedad privada de la tierra y
de todos los demás medios de producción. Con esto se produciría la
abolición del estado tal y como es ahora. No hay confusión más común en
cuanto a nuestros objetivos que la que lleva a la gente de pensamiento
confuso a imaginar que los cambios que deseamos se pueden producir, y
las condiciones posteriores a ellos pueden existir, dentro del marco de
un estado como el de hoy. El estado es ahora una organización de fuerza
para el mantenimiento de las actuales relaciones de propiedad y
reglamentación social. Sus representantes son unos cuantos hombres de
clase media y alta que se disputan los lugares que ofrecen salarios
anormales. El estado bajo el socialismo, si se mantiene una palabra de
resonancias tan espantosas, será la capacidad organizada de una
colectividad de trabajadores. Sus funcionarios no serán ni mejores ni
peores que sus compañeros. Desaparecerá el divorcio entre el arte y el
trabajo, el antagonismo entre el trabajo intelectual y el manual, que
tanto aflige el alma de los artistas, sin que ellos mismos sepan en la
mayoría de los casos la causa económica de sus penas.
Y
ahora viene la cuestión de cómo la futura posición de la mujer, y por
lo tanto de la raza, se verá afectada por todo esto. De una o dos cosas
podemos estar muy seguros. La evolución de la sociedad decidirá por sí
sola de manera positiva sobre otras, aunque cada uno de nosotros pueda
tener su propia idea sobre cada punto en particular. Claramente habrá
igualdad para todos, sin distinción de sexo. Así, la mujer será
independiente: gozará de su educación y de todas las demás oportunidades
como lo haga el hombre. Como él, si está sana de mente y cuerpo (¡y
cómo crecerá el número de mujeres así!) tendrá que entregar una, dos o
tres horas de trabajo social, para suplir las necesidades de la
colectividad, y por lo tanto de sí misma. A partir de esa prestación
estará libre para el arte o la ciencia, o para enseñar o escribir, o
para divertirse de cualquier forma. La prostitución habrá desaparecido
con las condiciones económicas que la hicieron, y la convierten ahora,
en una necesidad.
Si
prevalecerá la monogamia o la poligamia en el estado socialista es un
detalle del que sólo se puede hablar a título personal. La cuestión es
de tal calado que no puede ser resuelta dentro de las nieblas y miasmas
del sistema capitalista. Personalmente, creemos que la monogamia ganará
la partida. Hay aproximadamente el mismo número de hombres y mujeres, y
el ideal más alto parece ser la completa, armoniosa y duradera unión de
dos vidas humanas. Tal ideal, casi nunca alcanzable hoy en día, necesita
al menos cuatro cosas. Son el amor, el respeto, el acuerdo intelectual y
el dominio de las necesidades de la vida. Cada una de estas cuatro es
mucho más posible bajo el sistema hacia el que nos dirigimos que bajo el
que vivimos ahora. La última está absolutamente asegurada para todos.
Como Ibsen hace que Helmer diga por Nora, “La vida en el hogar deja de
ser libre y bella directamente si sus cimientos son los préstamos y las
deudas.” Pero los préstamos y las deudas no pueden sobrevenir cuando uno
es miembro de una colectividad, y no un hombre aislado defendiendo sus
propios intereses. El acuerdo intelectual: estará mucho mejor
garantizado con una educación idéntica para el hombre y la mujer, con su
formación hombro con hombro hasta que se unan. Ese desagradable
producto del capitalismo, la joven In Memoriam de Tennyson,
con su “simplemente no puedo entender, amo”, será un mito. Todos habrán
aprendido que no puede haber amor sin comprensión. Y el amor y el
respeto, ausentes o perdidos hoy en día a causa de las imperfecciones y
defectos, producto del sistema comercial de la sociedad, serán más
fáciles de conseguir, y casi nunca se desvanecerán. El contrato entre el
hombre y la mujer será de naturaleza puramente privada, sin la
intervención de ningún funcionario público. La mujer ya no será la
esclava del hombre, sino su igual. El divorcio no será necesario.
Y
aunque tengamos razón o no en considerar la monogamia como la mejor
forma de sociedad, podemos estar seguros de que se elegirá la mejor
forma gracias a sabidurías más maduras y ricas que la nuestra. Podemos
estar igualmente seguros de que la elección no serán los matrimonios de
trueque, con su poligamia unilateral, de nuestra propia triste época.
Podemos estar seguros sobre todo de que dos grandes maldiciones que,
junto a otras, ayudan a arruinar las relaciones entre hombre y mujer,
habrán pasado. Esas maldiciones son el tratamiento de hombres y mujeres
como seres diferentes, y la falta de verdad. Ya no habrá una ley para la
mujer y otra para el hombre. Si la sociedad venidera considera, como lo
hace la sociedad europea actual, que el hombre tiene derecho a tener
amantes además de esposa, podemos estar seguros de que esa libertad se
extenderá a la mujer. Desaparecerá el horrible disimulo, la constante
mentira que hace de la vida doméstica de casi todos nuestros hogares
ingleses una hipocresía organizada. Se llevará a cabo con justicia y a
la luz del día lo que la madura y deliberada opinión de la colectividad
encuentre mejor. El marido y la mujer podrán hacer lo que pocos pueden
hacer ahora: mirar con claridad a los ojos del otro, a su corazón. Por
nuestra parte, creemos que la unión de un hombre con una mujer será lo
mejor para todos, y que éstos encontrarán en el corazón del otro lo que
está en su mirada, su propia imagen.
* * *
NOTAS:
(*) Queen Mab; A Philosophical Poem; With Notes
(La reina Mab; un poema filosófico, con notas), publicado en 1813 en
nueve cantos y con diecisiete notas, fue la primera gran obra poética
publicada por Percy Bysshe Shelley (1792-1822), poeta romántico inglés
.