Una pesadilla atacaba por las noches a David Alfaro Siqueiros durante su última temporada en prisión. El muralista que marcó una época en México soñaba con una pintura gigantesca, su obra cumbre, que provocaba la envidia de colegas vivos y muertos. Pero al alejarse para contemplarla lo único que lograba ver era un minúsculo lienzo en blanco. Siempre despertaba temblando. “No faltan quienes piensan que en la cárcel disfrutamos los artistas de una especie de penoso, pero fecundo retiro”, le confesó al periodista Julio Scherer, que lo visitó varias veces durante su reclusión de cuatro años en el Palacio Negro de Lecumberri. “Ojalá fuera cierto. Mi alma está entregada a la obra monumental y maldigo a esta celda cuyas paredes opuestas casi podría tocar con solo alargar los brazos”.
Fervoroso militante comunista, Siqueiros fue apresado en 1960, acusado del delito de “disolución social”. El Gobierno de Adolfo López Mateos usaba ese causal a discreción contra quien considerara enemigo de la patria, y el pintor cayó tras utilizar un mural para denunciar la violenta represión al sindicato de ferrocarrileros que terminó con la prisión de más de 10.000 trabajadores en todo el país. Pasó cuatro años en la cárcel de Ciudad de México pintando biombos y lienzos pequeños. Un año después de su indulto, en 1965, empezó la construcción del “primer estudio de muralismo del mundo”, donde enterraría para siempre la pesadilla que le hacía sudar frío en prisión.
La Tallera, el estudio que Siqueiros bautizó en femenino como “homenaje a la mujer creadora de vida”, fue construido en Cuernavaca. En el ombligo de una pequeña colina, el pintor levantó su última morada frente a una fosa que le permitió pasear su cuerpo de 69 años entre los últimos murales que cerraban el patio sin necesidad de andamios. Allí se refugió durante la última década de su vida y creó su obra cumbre, La marcha de la humanidad, un mastodóntico tributo de ocho piezas para reflejar el paso del hombre que sostiene la historia. En Cuernavaca dejó sus últimos murales, dos estudios de líneas y pirámides extendidos en el espacio, que el tiempo corroyó tras su muerte y los convirtió en los muros silenciosos de la más excéntrica residencia de un barrio acomodado al oriente de la ciudad.
Al fallecer en 1974, Siqueiros legó el taller “al pueblo de México” con el anhelo de que se convirtiera en un punto neurálgico para su obsesión: el arte con compromiso político y función social. La Tallera fue el centro de una lucha de casi cuatro décadas que fue conquistada por dos mujeres. Su viuda, Angélica Arenal, murió 15 años después del muralista habiendo logrado que el Estado de Morelos cediera el terreno frente a la casa para convertirlo en un parque. Y en 2010, tras un concurso público que convocó a arquitectos de todo el país, la mexicana Frida Escobedo lo convirtió al fin en una sala pública. En una era de museos colosales, su proyecto rompió los esquemas. Escobedo concibió el renacer de La Tallera con un solo movimiento: girar hacia el parque los dos murales abandonados para abrir una galería a cielo abierto que hoy recibe con un golpe de fuerza a sus visitantes. Estos días, el taller de Siqueiros en Cuernavaca se ha convertido en la incorporación mexicana más importante de la colección de Arquitectura del Instituto de Arte de Chicago, una de las más importantes del mundo.
Siqueiros (Chihuahua, 1896 - Morelos, 1974) vivió más vidas que las que podrían contar muchos otros hombres fallecidos a los 77 años. En 1914 se enlistó en el ejército del presidente Venustiano Carranza que persiguió a Emiliano Zapata en el ocaso de la Revolución mexicana; en 1936 partió rumbo a España para defender la república en la Guerra Civil; y en 1940 lideró el primer atentado contra León Trotski, cuando el revolucionario bolchevique pensó haber encontrado refugio del estalinismo en los brazos del presidente Lázaro Cárdenas. Entre medio, junto a Diego Rivera y José Clemente Orozco, puso en el mapa el muralismo mexicano con una obra monumental que nunca desatendió su compromiso revolucionario. La marcha de la humanidad es, quizás, su ejemplo más latente: hoy en día, millones de mexicanos pueden ver su obra cumbre al pasar por la avenida Insurgentes Sur, uno de los puntos neurálgicos del tránsito de la capital mexicana.
El sueño de un museo a cielo abierto
“La práctica del muralismo mexicano ha generado un vínculo indiscutible entre el arte plástico y la arquitectura”, explica Maite Borjabad López-Pastor, la curadora del Instituto de Arte de Chicago responsable de la incorporación del proyecto de Escobedo en la colección del museo. “México es uno de los países que mejor comprendió la capacidad política y transformadora de la estética como constructora de la identidad. Como uno de los ejes de la modernidad, en México no se entiende la arquitectura sin el arte mural”, relata Borjabad, que tras dos años de trabajo, comparte con EL PAÍS la adquisición de 73 piezas –entre maquetas, fragmentos del edificio, collages y fotografías de Rafael Gamo– que la arquitecta Frida Escobedo reunió durante el proceso de remodelación de La Tallera.
Al norte de Jardines de Cuernavaca, una silenciosa colonia de casonas de muros altos y calles serpenteantes en la capital del Estado de Morelos, La Tallera recibe a sus visitantes con la vista de los últimos murales de Siqueiros abiertos hacia una plaza. Un domingo de finales del verano, tres niños arrean sus papalotes ante la imponente vista de los últimos trabajos del muralista. Dos mujeres lavan ropas en un arroyo a un costado de la plaza, levantando la vista hacia los muros que Escobedo movió en su eje para crear una galería que permanece abierta aun si el museo cierra sus puertas.
“El no hacer, en la arquitectura, es un acto radical”, sostiene Borjabad, que encuentra un fuerte contenido político en la obra de Escobedo. “Después del boom de la construcción y las barbaridades de la sobreurbanización en su afán de construir y construir, el proyecto entiende que hacer algo no siempre es tirarlo y empezar de cero. La proposición de Escobedo es una intervención de acupuntura en el interior, donde las estancias domésticas de la casa empiezan a borrarse para que aparezca el espacio cultural”, relata la curadora. “El trabajo no es de tabula rasa, no es una imposición de la identidad de la arquitecta. Eso, en términos de la modernidad, puede parecer naif, pero es muy importante porque venimos de un sistema de arquitectos estrella, de cierto espectáculo que quiere partir de cero hacia algo totalmente nuevo. Trabajar con la historia y dejar trazas de los elementos que se quiere conservar es algo muy paradigmático en este siglo: tomar un espacio privado, el taller, y abrirlo al público lejos de la idea del museo impoluto”.
Una colección para dialogar con el presente
Con su inclusión en la colección del Instituto de Arte de Chicago, el archivo de La Tallera pasa a formar parte de una de las exposiciones públicas de arquitectura más grande del mundo. La ciudad es epítome de la modernidad de este arte. Tras un incendio que devoró su rivera y dejó sin hogar a más de 100.000 personas en 1871, Chicago volvió a levantarse en la ambición de hombres como Mies van der Rohe, Frank Lloyd Wright, o Daniel Burnham, cuyas edificaciones alrededor del río de Chicago todavía son su principal polo económico y atractivo turístico. Casi 100 años después del fuego y la explosión arquitectónica, el museo más grande de la ciudad empezó a bucear en el archivo legado por sus arquitectos para formar la colección de arquitectura que hoy es una de las únicas que se exponen al público de manera permanente.
Maite Borjabad (Madrid, 1988) cuenta que se incorporó a su equipo de curadoras en 2017, con la inquietud de buscar piezas que abrieran el diálogo entre la riqueza de la colección y “otras perspectivas interculturales”, de raza, género e identidad, para replantear el lugar simbólico de las construcciones y deconstruir las narrativas que acarrea el entorno construido. “Usar la colección y nuevas adquisiciones como una herramienta para representar y repensar el mundo en el que vivimos y retar las narrativas monolíticas de la historia”, afirma la curadora, que recuerda que empezaba a estudiar Arquitectura durante la Gran Recesión económica que empezó a azotar al mundo en 2008. “Una crisis creada justamente por la burbuja inmobiliaria, en la que entendí que el rol que podíamos tener las arquitectas podía ir mucho más allá de la construcción de equipamientos masivos innecesarios”, describe. Tras graduarse en Madrid, en 2015 empezó su trabajo como asistente de la curaduría de arquitectura del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York mientras completaba su maestría en la Universidad de Columbia, y dos años después dio el salto al Instituto de Arte de Chicago, donde ha trabajado como curadora enfocada en prácticas espaciales críticas, el diseño y arquitectura, liderando una estrategia de adquisiciones innovadora e importantes exposiciones que unen arte y arquitectura.
Los dos años que dedicó a la adquisición de las piezas de La Tallera son solo una punta del trabajo que describe como una lucha contra el tiempo y las ausencias en la narrativa histórica de las colecciones, una búsqueda de obras simbólicas que se defiendan por su calidad ante un archivo dominado –como ha pasado en gran parte de las artes– “por una perspectiva muy concreta: la del hombre blanco, occidental, heterosexual, normativo y de mediana edad”. Entre sus adquisiciones destacan otras obras como el Monumento a Sacolândia de la artista brasileña Clarissa Tossin, que a través de una maqueta hecha con sacos de cemento y una video-performance pone en el centro el testimonio de los obreros que se jugaron la vida en la construcción en 1960 de Brasilia, la ciudad icónica de la modernidad planificada como capital de Brasil; o Landscapes of [Re]construction del chicagüense Emmanuel Pratt, una pieza que usa herramientas de mapeo propias del urbanismo para reconstruir las narrativas silenciadas de los “espacios negros”. A través de archivos históricos, Pratt atraviesa la narrativa de la migración negra y la liberación de la violencia de la esclavitud en el Sur hasta los posteriores enfrentamientos con el racismo estructural en forma de vivienda y desarrollo urbano en el Norte de Estados Unidos.
La incorporación de La Tallera no es solo un elogio a una arquitecta fundamental de la contemporaneidad o al muralismo como representación del arte mexicano, también es un guiño a un sector muy específico de Chicago, cuya población migrante deriva en casi el 28% de este país. Entre los murales del maestro Siqueiros, los patios internos y los muros en celosía, la estética única de límites difusos entre el interior y exterior de la vida mexicana ya forma parte de la memoria de una de sus capitales en el norte.
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