Lionel Tran
Editorial Periférica
LA PRECARIEDAD PARECE QUE SIEMPRE LA SUFREN LOS OTROS Y QUE NO NOS VA A TOCAR A NOSOTROS
Otros no necesitaron la llegada de la crisis para saber qué era la precariedad. Vivían en la exclusión social ya antes de la caída de Lehman Brothers.
Cuando el 15 de mayo de 2011 bajamos a las plazas y desplegamos una pancarta que decía «Juventud sin futuro», quizá pecamos de optimistas. Porque, golpeados por la crisis, no es que no tuviéramos futuro; es que ni siquiera teníamos presente. La juventud observaba que su horizonte de expectativas se había derrumbado y que aquellas promesas de futuro a la generación mejor formada de España de pronto se desvanecían. Dolía comprobar que nos habían robado el futuro; pero más iba a doler descubrir que también nos habían robado el presente.
El perfil sociológico de quien acampó en la madrileña Puerta del Sol –y en otras plazas españolas (me ha traicionado el inconsciente centralista)– era el de un estudiante universitario recién aterrizado a un mercado laboral precarizado. A la generación mejor formada no le correspondía la profesión mejor pagada. Su indignación era la consecuencia lógica de una promesa incumplida. La promesa de que su esfuerzo sería recompensado en el futuro se desmoronaba. Además, el conocimiento desclasa siempre hacia arriba y, con un título bajo el brazo, volver a la precariedad cuesta. La precariedad parece que siempre la sufren los otros y que no nos va a tocar a nosotros. Muchos de los pertenecientes a la juventud mejor formada de España han protagonizado este proceso. La juventud sin futuro.
Otros no necesitaron la llegada de la crisis para saber qué era la precariedad. Vivían en la exclusión social ya antes de la caída de Lehman Brothers. Quizá por eso no bajaron a las plazas a compartir su indignación. No habían perdido nada, porque nunca tuvieron nada. No habían perdido el futuro, porque ni siquiera tenían presente. De esa juventud «sin presente» habla la segunda novela del Lionel Tran, Sin presente. Se trata de una novela que, como sucede siempre con las segundas novelas, corría el peligro de decepcionar al lector sacudido por la primera novela de Tran, Sida mental (Periférica, 2008). Su primera novela –también reseñada en estas páginas– presentaba una revisión –en el buen sentido de la palabra– del sesentayochismo, y lo hacía a través de un texto construido desde la violencia. Pero no violencia solo en la trama, también se violentaba el lenguaje, el estilo, el propio género narrativo. Sin presente vuelve a sacudir al lector por medio de una trama protagonizada por unos jóvenes nacidos a comienzos de los años sesenta en un barrio periférico de Lyon, en el suburbio de Vaulx-en-Velin. Crecen con los ecos de un nuevo mundo que nace, el del «Fin de la Historia» proclamada por Fukuyama tras la caída del muro de Berlín, de la crisis del petróleo, de la reestructuración industrial, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, la mercantilización de la vida, la guerra del Golfo, Maastricht, la flexibilidad laboral, la sociedad del espectáculo.
En este contexto, estos jóvenes se reconocen como una «generación sin ideales, una Bof Génération». Si estamos en el Fin de la Historia, ¿para qué luchar, si no hay horizonte posible?, se preguntarán inevitablemente. Habrá quien tendrá posibilidades de sustituir los viejos ideales políticos por metas individualistas, y dedicará su vida a «tener éxito», pero ni siquiera eso es posible en un suburbio de Lyon. Las drogas, el sida o el paro son su único horizonte. «Dejamos el instituto, la facultad, las escuelas privadas, ni tenemos trabajo ni lo queremos». Lo que se denomina en España NI-NI no es una opción, sino la consecuencia de un contexto socioeconómico –lo que vale decir, político.
«La revolución no tendrá lugar aquí», afirman. Esta generación desencantada es funcional al sistema que la excluye. No son peligrosos, ya que han renunciado a la revolución. No convierten su desencanto en potencial revolucionario, y eso les hace inofensivos. Han perdido toda esperanza. Sin embargo, la violencia que soportan es tan fuerte que puede llegar a desbordar la apatía de jóvenes como ellos y estallar en algún momento. Y eso también lo saben: «Esperamos, algo va a pasar, está en el aire, sentimos cómo sube la tensión, cómo aumenta, ya no se puede dar un paso sin darse de bruces con la policía, sin que te registren las brigadas antidelincuencia de paisano [...], se queman coches en los barrios, se saquean supermercados, los parados se manifiestan, las huelgas paralizan el país, el precio de la gasolina no deja de subir, la abstención gana terreno, esto va a explotar, es palpable, no es paranoia, la presión aumenta». Ya lo cuentan los diarios: «una bombona de butano llena de clavos y pernos explota en el metro parisino» y se ha producido un «tiroteo en los alrededores de Lyon».
La violencia cotidiana que soportan sus cuerpos, día a día, tal vez encontrará su reacción. No quieren cambiar el mundo –han asumido que es imposible– y no tienen conciencia política, pero, como reconoce el protagonista al final de la novela, «sientes que en el fondo de ti germina la ira, una ira fría». Que la ira que germina termine en un motín o una Revolución depende de nosotros mismo.
El perfil sociológico de quien acampó en la madrileña Puerta del Sol –y en otras plazas españolas (me ha traicionado el inconsciente centralista)– era el de un estudiante universitario recién aterrizado a un mercado laboral precarizado. A la generación mejor formada no le correspondía la profesión mejor pagada. Su indignación era la consecuencia lógica de una promesa incumplida. La promesa de que su esfuerzo sería recompensado en el futuro se desmoronaba. Además, el conocimiento desclasa siempre hacia arriba y, con un título bajo el brazo, volver a la precariedad cuesta. La precariedad parece que siempre la sufren los otros y que no nos va a tocar a nosotros. Muchos de los pertenecientes a la juventud mejor formada de España han protagonizado este proceso. La juventud sin futuro.
Otros no necesitaron la llegada de la crisis para saber qué era la precariedad. Vivían en la exclusión social ya antes de la caída de Lehman Brothers. Quizá por eso no bajaron a las plazas a compartir su indignación. No habían perdido nada, porque nunca tuvieron nada. No habían perdido el futuro, porque ni siquiera tenían presente. De esa juventud «sin presente» habla la segunda novela del Lionel Tran, Sin presente. Se trata de una novela que, como sucede siempre con las segundas novelas, corría el peligro de decepcionar al lector sacudido por la primera novela de Tran, Sida mental (Periférica, 2008). Su primera novela –también reseñada en estas páginas– presentaba una revisión –en el buen sentido de la palabra– del sesentayochismo, y lo hacía a través de un texto construido desde la violencia. Pero no violencia solo en la trama, también se violentaba el lenguaje, el estilo, el propio género narrativo. Sin presente vuelve a sacudir al lector por medio de una trama protagonizada por unos jóvenes nacidos a comienzos de los años sesenta en un barrio periférico de Lyon, en el suburbio de Vaulx-en-Velin. Crecen con los ecos de un nuevo mundo que nace, el del «Fin de la Historia» proclamada por Fukuyama tras la caída del muro de Berlín, de la crisis del petróleo, de la reestructuración industrial, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, la mercantilización de la vida, la guerra del Golfo, Maastricht, la flexibilidad laboral, la sociedad del espectáculo.
En este contexto, estos jóvenes se reconocen como una «generación sin ideales, una Bof Génération». Si estamos en el Fin de la Historia, ¿para qué luchar, si no hay horizonte posible?, se preguntarán inevitablemente. Habrá quien tendrá posibilidades de sustituir los viejos ideales políticos por metas individualistas, y dedicará su vida a «tener éxito», pero ni siquiera eso es posible en un suburbio de Lyon. Las drogas, el sida o el paro son su único horizonte. «Dejamos el instituto, la facultad, las escuelas privadas, ni tenemos trabajo ni lo queremos». Lo que se denomina en España NI-NI no es una opción, sino la consecuencia de un contexto socioeconómico –lo que vale decir, político.
«La revolución no tendrá lugar aquí», afirman. Esta generación desencantada es funcional al sistema que la excluye. No son peligrosos, ya que han renunciado a la revolución. No convierten su desencanto en potencial revolucionario, y eso les hace inofensivos. Han perdido toda esperanza. Sin embargo, la violencia que soportan es tan fuerte que puede llegar a desbordar la apatía de jóvenes como ellos y estallar en algún momento. Y eso también lo saben: «Esperamos, algo va a pasar, está en el aire, sentimos cómo sube la tensión, cómo aumenta, ya no se puede dar un paso sin darse de bruces con la policía, sin que te registren las brigadas antidelincuencia de paisano [...], se queman coches en los barrios, se saquean supermercados, los parados se manifiestan, las huelgas paralizan el país, el precio de la gasolina no deja de subir, la abstención gana terreno, esto va a explotar, es palpable, no es paranoia, la presión aumenta». Ya lo cuentan los diarios: «una bombona de butano llena de clavos y pernos explota en el metro parisino» y se ha producido un «tiroteo en los alrededores de Lyon».
La violencia cotidiana que soportan sus cuerpos, día a día, tal vez encontrará su reacción. No quieren cambiar el mundo –han asumido que es imposible– y no tienen conciencia política, pero, como reconoce el protagonista al final de la novela, «sientes que en el fondo de ti germina la ira, una ira fría». Que la ira que germina termine en un motín o una Revolución depende de nosotros mismo.
David Becerra Mayor
Publicado en el Nº 289 de la edición impresa de Mundo Obrero octubre 2015
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