Creemos que en la vida no hay destino ni misterio, que todo se divide en sol y sombra, noche y día, así nos han educado. Pero ahí está la niebla, el claroscuro de nuestra existencia, las trampas y los espejismos de la vida que sorprenden a los hombres enfrentándolos con lo más inesperado y contradictorio.
“Un frío día de finales de otoño en el segundo año de la guerra partisana, el explorador Burov se acercó a la aldea de Mostish para matar a un traidor local, un tipo llamado Sushenia”. Así comienza la novela “В тумане” (“En la niebla”) del escritor bieloruso Vasil Bykov (1924-2003). Es un autor que casi solo escribió relatos de guerra, un género alimentado por su propia biografía al que tantos escritores soviéticos aportaron obras de gran calidad y fuerza humana. В тумане es una de ellas.
El director ucraniano Sergei Loznitsa ha hecho con ese relato una de esas raras películas, estrenada esta semana en Berlín, premiada en Cannes, Yerevan y Odessa, que no desmerecen su base literaria. Gran parte de sus diálogos son textuales. La descripción de la Bielorrusia rural de finales de 1942, impecable. La aparente lentitud de sus personajes, en perfecta armonía con la sicología campesina local. Estamos ante una de esas adaptaciones maestras, como la de los Taviani con los relatos de las Novelle per un anno de Pirandello en Kaos, su mejor película, Visconti con El Gatopardo de Lampedusa, o, mejor aún, por la parquedad y crudeza rural que las une, con aquellos Santos inocentes de Mario Camus, sobre la novela homónima de Delibes.
Sushenia no es un traidor, sino que es víctima de un trágico destino. En la cuadrilla de peones ferroviarios en la que trabaja deciden, contra su opinión, sabotear una vía para descarrilar un convoy. Hombre realista, Sushenia sabe que la cuadrilla será inmediatamente acusada del hecho por los alemanes, tal como ocurre, pero pese a todo participa. Tras la detención, palizas y torturas, el oficial alemán le propone salvar la vida a cambio de convertirse en delator de partisanos. Sushenia es un muzhik responsable para el que la honradez y la estima de sus vecinos que se deriva de ello es esencial. “No puedo”, le responde al oficial. Este le castiga de la peor manera posible: preserva su vida, mientras los otros miembros de la cuadrilla son ahorcados en la plaza del pueblo. ¿Por qué no le cuelgan a él? Ante todos Sushenia pasa por traidor. Y por eso, ese día de finales de otoño Burov, su amigo de la infancia, se acerca a su casa para matarlo en cumplimiento de la ley partisana y del cruel cálculo del oficial alemán para manipularla.
Sushenia sabe que nadie creerá su historia. Hasta su mujer, Anelia, cree que hay algo turbio en su extraña salida con vida de la Kommadantur. Burov viene a llevárselo “para un asunto”. No quiere matarlo en presencia de su mujer y de su hijo. Todos saben de qué se trata. Sushenia se lleva la pala al bosque, cava su tumba y elige el lugar. Es entonces cuando ocurre lo imprevisto. Como en “Soldados de Salamina”, la ejecución es frustrada no por el escrúpulo de un miliciano, sino por una patrulla de colaboracionistas que dispara sobre el ejecutor y permite escapar a la víctima. Si a partir de ese momento literariamente tan fuerte, Javier Cercas tejió una novelita, Bykov hace literatura. Sushenia regresa al lugar, rescata a Burov malherido y lo carga sobre sus espaldas para salvarlo, por la misma razón por la que se negó a aceptar la oferta del oficial alemán: una voluntad recta y honrada, exenta de todo cálculo.
La sospecha general le impedía a Sushenia, “vivir honradamente, como un igual entre todos, y no quería vivir traicionando su conciencia. Tenía mujer, muchos parientes, su pequeño hijo Grishutka, ¿cómo iba a embarrar el futuro de todos ellos? Pero no hacerlo ya era imposible, pese a sus deseos y esfuerzos, ¿qué podía hacer?” Esta es la trágica niebla que inspira a Bykov y en la que él mismo se vio sumido.
Nacido en una aldea de la región de Vitebsk, Vasil Bykov (en bielorruso, Vasil Bykay) participó con 18 años en la guerra, la guerra del Este, sin parangón con la civilizada guerra de los nazis en el Oeste: la guerra de exterminio de Bielorrusia sin más perspectiva que el total sometimiento, en la que murieron uno de cada tres habitantes, se destruyeron 209 de las 290 ciudades y el 85% de la industria. Cifras y datos que no captan lo esencial de todo aquello. Para eso hace falta la literatura y la experiencia generacional más directa.
Recuerdo la sorpresa de un amigo ruso al revolver en los años ochenta entre los arrugados diarios de guerra de su padre, un ex combatiente de aquella Bielorrusia partisana. Su unidad regular fue destrozada en la retirada de 1941 y sus restos quedaron aislados tras las líneas enemigas. Hombres hambrientos en fuga en un inmenso universo de pantanos y matorral. El padre ingresó en la República de los Bosques en colectivos de resistentes que morían de hambre y frío y practicaban sabotajes y ataques contra las líneas de comunicación y abastecimiento de la Werhmacht.
“Hoy hemos capturado a un alemán bueno”, decía una nota de aquel diario paterno. “Bueno”, sin más explicaciones. ¿Por qué “bueno”?, al fin y al cabo no era más que un soldado raso apresado y ejecutado entre otros cuando viajaba en su moto con sidecar por una carretera rural. Bueno, porque su zurrón iba lleno de vituallas que los partisanos devoraban con una gratitud entre animal y salvaje sobre el cadáver de su presa, explicó el padre. El anciano padre era un hombre medio enloquecido por aquellos recuerdos, que incluían una heroica huida con regreso a las líneas soviéticas, en las que fue recibido con sospechas: consejo de guerra –entonces todo el mundo era “espía” y en caso de duda te liquidaban- del que salió milagrosamente absuelto. Meses después, destinado como oficial en Stalingrado. Y una nueva nota incomprensible en el diario: “Nuestros camaradas caídos nos siguen siendo útiles después de muertos”. Sin más explicación. De nuevo preguntas al padre. ¿”Útiles”? En el invierno de 1942, a treinta bajo cero metidos en una trinchera con solo unos pocos metros de tierra y el Volga a sus espaldas, el padre de mi amigo y sus compañeros colocaban los tiesos cadáveres congelados de sus camaradas alineados sobre el marco superior de sus trincheras a fin de parapetarse mejor. Así seguían siendo útiles después de muertos…
Esa era la guerra en la que Bykov llegó a ser dado por muerto y que acabó como oficial. El escritor describió el miedo que se pasaba; “miedo a los alemanes, el miedo a ser capturado, fusilado, el miedo en el combate, sobre todo a la artillería y los bombardeos, donde si la explosión caía cerca parecía que el cuerpo, sin control de la razón, iba a desintegrarse de puro terror. Pero también el miedo que se sentía a la espalda: miedo a la superioridad, a todos aquellos organismos represores y de castigo que había en la guerra”.
Bykov escribió toda su obra en lengua bielorrusa. Él mismo la traducía al ruso. Después de la guerra una clásica trayectoria de escritor soviético; ingresó en la unión de escritores, escribió todo tipo de relatos bélicos, muchos de ellos sorprendentes por las situaciones y trágicas alternativas que se planteaban a sus personajes, inspirados en tipos reales. Fue, junto con otros, cronista emérito de la República del Bosque, una gesta que imprimió carácter a la población biolorrusa hasta el día de hoy, cuando la general ignorancia europea sobre su periferia tiende a reducir a la magnífica Bielorrusia a una especie de culo del mundo gobernado por el sátrapa Lukashenko. Bykov fue diputado del soviet supremo de Bielorrusia, galardonado con los más altos premios y distinciones de la URSS, su nombre sonó como candidato al premio Nóbel…
Con la perestroika, cuando le conocí, formó parte de aquella “inteligentsia radical” que le hizo la cama a Boris Yeltsin y su modelo autocrático-presidencialista-cleptocrático que aún impera hoy. Su propia evolución forma parte de esa niebla humana existencial que raras veces conoce líneas rectas. Fundó el Frente Popular de Bielorrusia y en 1989 fue elegido diputado del Congreso de la URSS. El 5 de octubre de 1993 fue uno de los firmantes de la “carta de los 42” publicada por Izvestia en la que se pedía a Yeltsin, que acababa de dar su golpe de estado cañoneando el primer parlamento plenamente electo por sufragio universal de la historia de Rusia, que diera, “un paso más hacia la democracia y la civilización” y prohibiera “todas las organizaciones y partidos comunistas y nacionalistas”, es decir toda la oposición, cerrara los periódicos Den, Soviétskaya Rossia, Literatúrnaya Rossia, Pravda y otros, y disolviera todos los órganos representativos e incluso el tribunal constitucional. Días antes, en una infame y multitudinaria asamblea organizada en el Cine Oktiabr de la Avenida Kalinin de Moscú (hoy Novy Arbat), aquellos intelectuales demócratas, como se llamaban, habían pedido a Yeltsin métodos pinochetistas: “!Es que acaso no hay suficientes estadios en Moscú¡”, clamaron. Asistir a aquello como periodista fue una experiencia estremecedora.
Bykov formó parte de aquel vergonzoso liberalismo estalinoide. Mucho más vergonzoso e indigno que su firma de aquel otro manifiesto, éste de los años setenta, veinte años antes, dedicado a vilipendiar a Aleksandr Solzhenitsyn y Andrei Sájarov. Por lo menos entonces había una cierta presión institucional para ser inquisidor. En 1993, por el contrario, no había excusa: todo era libre y voluntario en aquella adoración a la nueva autocracia. Cuando ésta se concretó políticamente en Bielorrusia con Lukashenko –un autócrata que al principio ganaba las elecciones limpiamente, hoy ya no se sabe, y que a diferencia de Yeltsin no cañoneó su parlamento- Bykov se enfrentó. Ninguneado, a finales de 1997 el escritor emigró primero a Finlandia y luego a Alemania, donde debió sufrir esa confortable y al mismo tiempo desapacible existencia de la que tantos eslavos se quejan aquí. Una existencia sin chispa ni misterio, como la literatura del escritor local vivo más celebrado.
Quizá huyendo de esa vida sin niebla Bykov regresó a su país a morir y falleció en 2003 en la unidad de cuidados intensivos de un hospital de Minsk. Hoy su obra ha dado lugar a una magnífica película.
Descanse en paz Vasil Vladimirovich Bykov.
Rafael Poch (Fuente: La Vanguardia)
VER PELICULA CON SUTITULOS EN CASTELLANO:
https://archive.org/details/f347b85
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