Picasso sentado sobre La Cabra (1950) en Vauvenargues. A su izquierda, El orador (1933).
El refugio más desconocido del pintor abre sus puertas con restricciones este verano
Picasso entró en el baño y salió corriendo. Regresó con botes de Ripolin, la pintura industrial que usaba, y transformó para siempre aquella pared blanca. Un fauno que toca la flauta en el bosque ameniza desde entonces las visitas al inodoro del castillo de Vauvenargues, en la Provenza francesa. Picasso vio el espacio y no pudo contenerse. Jacqueline Roque, su pareja, contaría después a André Malraux que cuando ella vio el mural, tampoco. Compró muebles de jardín -de color verde-jardín- para acompañar al fauno del bosque que cualquiera podía contemplar cada vez que visitaba el cuarto de baño por asuntos poco artísticos. El mural fue uno de los muchos arrebatos que sintió Picasso en Vauvenargues. El primero fue comprarlo. Lo hizo en 1958 en cuanto descubrió que se vendían los escenarios del monte Sainte Victoire pintados por su apreciado Cézanne.
El siguiente fue arrepentirse. Tras una noche en blanco, el día de la gran mudanza, en abril de 1959, el pintor se bloqueó.
-Vuelve a llamar a los camiones. No nos vamos a ir nunca de aquí... Olvida el nuevo castillo. ¡Véndelo! ¡Regálalo!
Jacqueline Roque, que se convertiría en la segunda esposa del artista antes de dos años, no hizo caso. La cámara de David Douglas Duncan, uno de los muchos fotógrafos amigos de Picasso, atrapó todo el proceso: el miedo al cambio, el reencuentro del pintor con su valiosa colección personal (obras de Matisse, Braque, Modigliani, Courbet...) y el despliegue de esculturas a las puertas del castillo como tropas de bienvenida.
Allí se instalaron pintor y musa hasta junio de 1961, huyendo también del asedio de Cannes. Picasso ya era rico y célebre. En la finca La Californie tenía una vida social intensa y tal vez nostalgia del silencio. Vauvenargues le permitió cambiar la atmósfera y reencontrarse con su recuerdo de España. Se levantaba tarde, pintaba retratos de Jacqueline -en uno de ellos la corona Jacqueline de Vauvenargues-, naturalezas muertas y variaciones del Desayuno en el prado, de Manet. Vuelve a la mitología -el fauno flautista que toca sobre la bañera- y descubre la potencia del verde. "Es curioso. Cuando llego a Vauvenargues todo es distinto y la pintura también. Es más verde", dirá.
El castillo le cambia y él cambia al castillo. No mucho. Solo ordena instalar la calefacción central y el baño. Apenas pasa dos años en él. En otro arrebato, fruto de la aprensión, decide mudarse a Mougins para tener a mano un médico de confianza. Sin embargo no se deshace de Vauvenargues, donde será enterrado en abril de 1973 envuelto en una capa española, regalo de Jacqueline.
Sus restos descansan entre cedros, bajo un montículo coronado por una reproducción de La dame à l'offrande (1933), que se mostró ante el pabellón de la España republicana en la Exposición Universal de París de 1937 donde nació el Guernica como icono. Siempre que pudo, Jacqueline rindió honores a los principios de su marido. Y cuando ya no pudo más y se quitó la vida en 1986, fue enterrada junto al pintor, a los pies de la fachada principal del castillo de Vauvenargues (siglo XVII), convertido en la tumba de Picasso porque el alcalde de Mougins no autorizó la inhumación en la finca de Notre Dame de Vie.
La tumba de Picasso mira al oeste. Es lo primero que uno encuentra al traspasar la entrada del castillo, cerrado a las visitas hasta 2009, cuando se abrió durante el verano a grupos reducidos, coincidiendo con la exposición que unía a dos maestros que nunca se conocieron, Cézanne y Picasso. Este verano se ha repetido la operación. Catherine Hutin, la heredera de Jacqueline Picasso y actual propietaria, permite el acceso bajo criterios restrictivos (una hora, visitas guiadas, grupos pequeños, sin fotos). El próximo viernes 2 de octubre se abrirá al público por última vez. Sobre una reapertura futura hay incertidumbre, lo que acrecienta la sensación de acceder a un lugar privilegiado. La propietaria ha declarado en alguna ocasión que no desea trastornar la apacible rutina del minúsculo pueblo (alrededor de 600 habitantes), cuyos vecinos se debaten entre el temor a ser sepultados por la vorágine picassiana y la pérdida de negocio.
Hutin huye de la exposición pública como del diablo. Son contadas sus entrevistas (rehusó hablar con este diario). Le desagrada comentar su relación con Picasso -ella tenía cuatro años cuando su madre conoció al pintor- y, sobre todo, de las controversias que rodean a la familia. La más reciente se desató tras la publicación del libro La verdad sobre Jacqueline Picasso, escrito por Pepita Dupont (2007), que acabó ante los tribunales. También le incomodan cuestiones relativas al supuesto deseo de su madre de donar a España las 61 obras de la exposición Picasso en Madrid. "He regalado a España cosas y lo que hago lo hago con todo el corazón, pero que me dejen en paz. Soy la única heredera de mi madre, y con eso está todo dicho", declaró el pasado junio al periódico coruñés La opinión.
En esa entrevista, Hutin explicaba que abrió el castillo para mostrar "la sencillez" en que vivían: "Yo no cambié absolutamente nada. La gente siempre se imagina cosas extraordinarias, pero yo dejé todo como estaba y, en ese aspecto, es mostrar mi verdad. Hemos hecho reformas aunque no se ven. Todo está igual".
Por eso uno tiene la sensación de entrar en un recinto congelado en 1961. En el comedor siguen objetos que Picasso incluyó en obras de la época: el aparador negro estilo Enrique II o la mandolina que compró a un anticuario de Arlés tras una corrida de toros, incluida en numerosas naturalezas muertas. En un rincón, junto a un ventanal, está la mecedora donde el artista leía.
En su estudio -una gran estancia dominada por una chimenea de yeso y generosos ventanales que miran al oeste- siguen los botes de pintura Ripolin, pinceles y caballetes, dos sillas pintadas por Picasso, un recorte de periódico sobre Hitchcock y una página del semanario taurino El Ruedo del 6 de agosto de 1959 donde se informa de una corrida en la que iban a participar su íntimo amigo el torero Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez.
Para acceder a la planta superior hay que subir por una desnuda escalera de la vanidad -bautizada así por el tamaño que ocupaban en castillos y casas de campo de la zona-, que conduce al dormitorio de Picasso, donde aguardan varias sorpresas. Una es el espartanismo del cuarto. Otra es el cabecero: una senyera. El guía cuenta que la tela con los colores de la bandera catalana fue colocada por Jacqueline con un afán provocador frente a la dictadura franquista.
En el espacioso dormitorio hay un armario tosco, una alfombra tejida en rojo y negro por artesanos de la comuna de Aix-en-Provence según un diseño del artista, una silla española de anea, un teléfono gris de disco depositado sobre un tallo de madera, una mochila de cuero de la Primera Guerra Mundial y un retrato de Picasso en albornoz amarillo hecho por David Douglas Duncan, un fotoperiodista curtido en guerras que gozó de frecuente acceso a la intimidad de Picasso. Sus obras figuran en catálogos. Más sorprendentes resultan las captadas por Jacqueline Picasso, que retrató a su pareja casi a diario desde 1953. Catorce de estas fotos fueron donadas por Catherine Hutin al Museo Picasso de Barcelona -la institución española que más mima: hace un año le donó un dibujo previo de Las meninas-, pero mayoritariamente es una colección desconocida.
Durante este verano se exponen en varias salas del castillo 60 imágenes tomadas por Jacqueline. Curiosas. Picasso, con gafas redondas de concha, leyendo un artículo sobre la guerra de Argelia en un ejemplar de Paris Match del 16 de junio de 1956. El pintor, en pantalón corto y con un cachorro dálmata en brazos.
No es el único material inédito. Casi al final de la visita se proyecta un documental rodado por Jacqueline Picasso en Vauvenargues. El artista se pasea por su estudio mientras bebe de una taza, la reconviene con un dedo ante la cámara, saluda a las visitas a la manera torera desde la ventana del primer piso y finalmente se despide con un beso. En la película se ve al artista mientras retoca Monument aux espagnols morts pour la France, el óleo que pintó al final de la Segunda Guerra Mundial.
El paisaje que Picasso ve desde la ventana -y desde la gran terraza-pinar que se asoma a la ladera norte de la montaña- está en alguno de sus cuadros de la época. Es un paisaje que le recuerda a Horta del Ebro, la tierra de su amigo Manuel Pallarès. De hecho, la primera impresión que tiene de Vauvenargues le dispara la melancolía. "Lo visitamos una mañana, todavía estaba el mercado en la plaza del pueblo y ¡los agricultores hablaban catalán! Además, los puestos de fruta y verdura se parecían a los de nuestra tierra", comentará Picasso, tras visitar el castillo con Jacqueline y Jean Cocteau.
Fuera del castillo, la atmósfera que conquistó el pintor sigue casi igual. Dentro, se ha detenido en los días de Picasso. Incluso cuando ya no estaba, como ocurre en la gran sala de guardia, donde su cuerpo permaneció varios días mientras no se derretía la nieve sobre el atrio donde se cavó su tumba.
Fuente: El País
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