Nunca me gustó mi aspecto físico, ni sentí placer en mirar mis fotografías y, menos aún, los espejos encontrados por azar. En el aspecto moral, esa autocontemplación resulta más fácil: se pueden contar historias... Espero que esta especie de introito no asuste a ustedes; no es una introducción a mi autocrítica, pues no tengo intención de hacerla y, por otra parte, nadie me la ha pedido. Pero se acaba de exhibir aquí, con extrema indulgencia y gentileza, una imagen de mí mismo tan lisonjera que me llena de confusión y me obliga —aunque convendrá sin duda hablar aquí de otros y no de mí— a corregirla un poco.
Aunque vive dentro de mí el demonio de la contradicción, jamás se me ha ocurrido enunciar una proposición sin estar dispuesto de inmediato a verificarla, enfrentándola con su contrario. Las gentes amables dicen, con tal motivo, pero en el fondo sólo oculta la extravagancia espiritual que me aflige. No es ese, sin embargo, el motivo que me induce a rectificar al señor decano y al señor rector, sino la circunstancia de que se me confirió un inmerecido honor al presentarme como un teórico de la literatura; en realidad, no soy más que un humilde práctico que, de tiempo en tiempo, por temor a la crítica y temiendo que no se le entiende, da apariencia teórica a sus excusas de ser lo que es y a su defensa de lo que escribe.
Dialéctico o no, el espíritu de contradicción que vive dentro de mí me aguijonea y lo que acabo de decir no es sólo producto de la humildad. Confieso a ustedes que, por experiencia, desconfío de los teóricos de la literatura. Por eso vacilo en colocarme a su lado. Pertenezco, como ustedes saben, a esa categoría de hombres y mujeres que desde hace más de un siglo fundan su pensamiento y su acción en la unidad inseparable de la teoría y la práctica... Ignoro por qué ese principio no rige también en la literatura. Lo cierto es que en este terreno se afirma a menudo —y por hombres que, en política, tiene siempre en cuenta los hechos, incluso cuando éstos tienen la osadía de no concordar con sus ideas— que la obra de arte es posterior a la teoría literaria; en otras palabras, los hombres de ciencia —que no son forzosamente escritores (quiero decir novelistas, poetas, creadores en fin)— establecen primero los principios teóricos y el escritor debe luego elaborar su obra de conformidad con ellos. Es decir, la obra literaria no es un hecho que los teóricos deben clasificar y ordenar, sino al contrario, los hachos, las obras, deben someterse a sus teorías. El resultado es que, frente a un libro, los críticos tienen la libertad de medirlo con la escala fabricada por los teóricos, como si la teoría fuera un pie y la obra un zapato.
Cierta vez se dijo, por ejemplo, que era deseable que las novelas presentarán héroes positivos. ¿Pero dónde estaban esos héroes? Se les reclamaba precisamente porque no se veía ni su sombra. Lo que era un deseo se transformó mediante la repetición en teoría. Frente a una novela, los críticos se preguntaban ante todo si ésta comportaba un héroe positivo. O bien decretaban que tal personaje lo era, y entonces, si la novela era aprobada, pasaba su bachillerato; si, a pesar de sus esfuerzos, ninguna de las figuras inventadas tenía a sus ojos tal carácter, la novela era arrojada al cesto de los desperdicios.
El mismo procedimiento se usaba para exigir lo típico en la novela. ¡Como si Tartarín de Tarascón (o el bravo soldado Schweik), por ejemplo, hubiera sido típico antes de ser creado por el escritor! ¿No es evidente que el novelista crea los tipos, los héroes, y que la fuerza de su realismo, es decir, su propia elección, los transforma en típicos y ejemplares, y no al contrario? Por eso nos mostramos tan severos respecto de los novelistas que ponen monstruos en circulación; si fuera al revés ¿qué razón habría para nuestra severidad? Y dejo al margen el hecho de que en la búsqueda elemental del héroe positivo el crítico olvida que ese héroe puede ser un personaje colectivo, una clase, un pueblo, una nación... De todas maneras, ese modo de encarar la cuestión —que no revela más que dogmatismo, que sólo expresa principios críticos dogmáticos— no ha contribuido al desarrollo de la literatura. A la inversa, en la mayoría de los creadores (di-go creadores y no fabricantes de fantoches en serie), esos principios dogmáticos han avivado —como ocurre conmigo— el espíritu de contradicción y estorbado en consecuencia el desarrollo de una literatura que transforma abusivamente los deseos en leyes y exigencias.
Entiéndase bien: no hablo contra la teoría, sino contra las pretensiones dogmáticas de algunos teóricos. Científicamente considerada, la teoría comienza por la hipótesis, que es una interpretación de los hechos y que, si se ajusta al conjunto de los mismos, se convertirá en ley. Pero las leyes no son más que explicaciones provisionales: si surgen otros hechos que la ley no tuvo en cuenta, no serán éstos sino la ley lo que habrá que enmendar. La legislación social, por ejemplo, en los países organizados racionalmente, admite cambios que llegan hasta la revisión periódica de la Constitución. ¿Por qué en el arte las leyes deben tener, como los preceptos teológicos, carácter absoluto e inmutable? Con mayor razón, si la hipótesis inicial se revela incapaz de explicar los hechos conocidos, sería una locura elevarla a la dignidad de ley: es simplemente una hipótesis sin valor.
El carácter adaptable de la hipótesis y su verificación por los hechos son precisamente rasgos definitivos y específicos de la investigación científica opuesta a todo dogmatismo y de la teoría jamás separada de la práctica. Cuando se marcha en otro sentido, cuando el dogmatismo opone a los hechos una pretendida teoría, termina por combatir lo que nace en beneficio de la especulación abstracta, y sustituir la invención dentro de la realidad por una nebulosa utopía. Termina por impugnar, en definitiva, la transformación científica de la realidad, que es el programa de quienes se basan en el principio de la unidad de la teoría con la práctica.
Naturalmente, partimos aquí del supuesto que el escritor es un realista, que el realismo es para nosotros lo mismo que la materia para el filósofo materialista. Precisamente tiendo a demostrar que el dogmático y utopista, aunque se declare materialista en filosofía y realista en arte, actúa de hecho como un verdadero realista, pues exige a los hechos conformarse a sus hipótesis, en lugar de servirse de ellas y conservarlas mientras puedan explicarlos. Este reproche a los críticos y teóricos dogmáticos es en sí mismo totalmente teórico y sólo pretende permanecer como tal. Porque una cosa es la utopía de gabinete, el sueño que de ningún modo se impone —al cual podían librarse con toda naturalidad (aunque poco científicamente) Thomas Moro, Owen o Fourier—, y otra cosa la utopía dogmática en momentos en que tiene poder para exigir su concreción, militarizando la sociedad y los sindicatos (es la utopía trotskista), o decretando que la literatura será proletaria o no será nada (es la utopía del proletkult), para atenerme a ejemplos que hubo tiempo de estudiar, documentos en mano.
Por otra parte, al margen de su acción y en el propio terreno literario, el dogmatismo y la utopía se proyectan hacia otros terrenos; y aunque no necesariamente sangrientos, sus efectos pueden matar en el hombre —sin matarlo a él mismo— su aptitud de creación realista y su talento. Por tal razón, aunque no se sienta atraído por la actividad teórica, el escritor realista advierte en determinado momento que no puede dejar el campo libre a los dogmáticos y utopistas; necesita defender su arte, a quienes los practican y a sí mismo, y decir lo que piensa. Así como su pensamiento está estrechamente vinculado a lo que escribe, así también lo están la teoría y la práctica de la literatura, es decir, la teoría científica y la práctica del talento literario (y no de su caricatura).
De ninguna manera opongo el escritor, el creador, al crítico. Este tiene derecho a la existencia, a condición de que no haga de su crítica un oficio que impida la existencia de la literatura. Mucho me gustaría que la oposición actualmente existente desaparezca; el crítico debería ser valorado sobre todo por la comprensión con que aborde los libros y no por su destreza en acumular razones para que no se los lea o para despreciar a sus autores. Existe una confusión respecto del sentido de los términos crítica y crítico: se los emplea para designar juicios negativos, o para caracterizar a los hombres que se creen obligados a lucirse precisamente por el carácter negativo de sus juicios. Esta confusión persiste porque parece más fácil mostrar los defectos de un libro que descubrir sus cualidades, su utilidad y el talento de su autor. Se logra mayor lucimiento destruyendo que aprobando. Y se es más fácilmente escuchado cuando se sugiere no leer que cuando se aconseja leer. Además, si se quiere parecer inteligente, se corre así menos riesgo ante la posible verificación del lector. No quisiera que se vea mala voluntad en mi severidad hacia la mayoría de los críticos, sean del oeste o del este, del norte o del sur. Ejercen un triste oficio, y yo intento proponerles uno más noble y más generoso: saber hacer amar, lo cual significa quizá para ellos mismos el mayor talento y la más grande alegría: saber amar.
También en este punto, por supuesto, lo que vengo diciendo presupone, tanto en el crítico como en el escritor, una firme creencia respecto de la necesidad del realismo en el arte. En este momento —cuando tantas amenazas penden sobre el realismo contemporáneo y tantas fuerzas se movilizan para hacerlo fracasar— uno y otro deben tener clara conciencia de todo lo que el ejercicio de su oficio y su talento pueden hacer para su defensa.
El realismo es un navío atacado y abordado a hachazos desde babor y estribor. El pirata de derecha grita: ¡Muera el realismo! Y el de la izquierda: ¡El realismo soy yo! Respecto del primero, conviene observar dos cosas: o bien no es el realismo lo que rechaza sino un sistema social del cual aquel sería el precursor y que él impugna, y en ese caso ¿para qué sirve discutir con él?; o bien —y esto es lo más frecuente— se trata de gentes de buena fe, que los acontecimientos, más que la discusión literaria, llevarán a cambiar de campo. A veces, bajo la bandera del antirrealismo, dedícanse a ejercicios que les permiten adorar hoy lo que habían abominado y creído destruir ayer. Este tipo lo observo en Francia entre los grupos del Nouveau román y del Tel quel. Hay que dejarles llegar al cabo de su razonamiento incluso si contradice el nuestro, y permitirles que hagan su propia experiencia por el camino emprendido... A diferencia de otras generaciones, que invocaban principios místicos o formales, unos y otros no tienen, para oponer al maldito realismo, más que la descripción por la descripción, es decir, una forma del naturalismo. Se suele oponer naturalismo y realismo; y en verdad son dos cosas opuestas cuando llegan a ser los únicos interlocutores del debate. Pero el naturalismo apunta actualmente a ser un escalón hacia el realismo, una especie de ensayo de una pieza aún no llevada a escena, o en todo caso el punto de bifurcación en que el escritor se aparta del irrealismo voluntario. Estoy convencido de que, cualesquiera que sean sus límites, el naturalismo de Zola preparó el camino del realismo moderno y puede todavía desempeñar cierto papel, sobre todo en un momento en que —como decía en estos días Elsa Triolet a los estudiantes que trabajan en la cosecha, cerca de Cheb— Germinal no pudo ser llevado a la pantalla porque se prohibió la entrada a sus realizadores en todas las minas de hulla de Francia. La tentación realista se apoderó de la mayoría de los escritores jóvenes de mi país bajo la influencia de la guerra de Argelia. Se repetía así lo que había ocurrido en la literatura de la Resistencia durante la ocupación alemana: no podía ser sino una literatura realista, inclusive en un Eluard, un Desnos o en este servidor de ustedes, escapados del barco pirata de los surrealistas.
Pero, según mi parecer, el mayor peligro para el realismo proviene del pirata de izquierda. Perdonen ustedes este lenguaje: a mi edad se puede jugar un poco, para variar... A fin de que pueda triunfar, el realismo no debe ser desacreditado desde adentro. El naturalismo, con frecuencia bajo forma populista, es también un escalón que permite al enemigo introducirse en la propia fortaleza. Penetra con él todo tipo de personas: gentes sin principios, a quienes se pilla difícilmente en el momento de obrar porque siempre están del lado de los poderosos, oportunistas de todo color, arribistas, vulgarizadores, demagogos.
Proporcionan a los dogmáticos abundantes objetos de consumo que les dan la impresión de no tomar sus deseos por realidades. Si se observa —para elegir un ejemplo en la pintura— que las superficies de las telas —hoy día inmostrables— pintadas por tales gentes en la URSS durante decenas de años y bajo el estandarte del realismo suman quilómetros cuadrados, se comprenderá claramente lo que quiero decir al hablar del peligro de desacreditar el realismo desde adentro, especialmente ante los ojos de los jóvenes. No hay que olvidar que éstos tienen cada año un año más, igual que nosotros. No creo que la humanidad se divida en jóvenes y viejos más que en rubios y morenos; y mis cabellos blancos no me permiten ser indulgente con esa especie de racismo que envía a los viejos a los crematorios morales. Pero aun así me niego a considerar a la juventud como enigma; ella posee rasgos que han sido nuestros y no es cierto que pueda asimilar de un golpe nuestra experiencia, como no pudimos hacerlo nosotros con la de nuestros padres; no es cierto que ella deba partir exactamente del punto en que la vida nos llevó. Pienso en los jóvenes cuando pido tan encarecidamente que no se permita desacreditar el realismo.
El descrédito más grave reside en la literatura demagógica, en la lisonja interesada presentada como realidad. Que se me comprenda bien: los tipos de la literatura demagógica, los Tarzán y los Superman, tal como han surgido en los Estados Unidos pueden muy bien tener sus equivalentes dialécticos con fines pedagógicos, siempre que se transformen en medios pedagógicos y no en figuras artísticas. La confusión que tiende a dar a la literatura una función didáctica elemental en lugar de hacer de ella la gran educadora indirecta no sólo es peligrosa para la literatura: permite servirse de ella para desfigurar los hechos e imponer la utopía, para tomar los deseos por realidades. Si el novelista se limita a las imágenes de vitraux para ornamentar nuestra vida, la restringe, da de ella una imagen cerrada. El dogmatismo y la demagogia están siempre estrechamente vinculados; dogmáticos y demagogos se oponen siempre a una concepción abierta del arte, a una literatura en continuo devenir, a la experiencia literaria. No debe olvidarse, sin embargo, que, a la larga, la negación de la realidad, cualesquiera sean los medios de que se dispone para darle curso, terminará por ser reconocida por lo que fue siempre; no puede cambiarse la realidad con imágenes piadosas. Pero el hecho de que este método antirrealista sea catalogado como realismo apareja el peligro, por lo menos de manera transitoria, de alejar del realismo a los escritores, particularmente en el período de su formación. Me cuento entre quienes consideran tal alejamiento como una desgracia para la literatura, y como tengo de ésta y de su función un elevado concepto, considero que es una desgracia para la misma humanidad. Por tal causa reclamo un realismo abierto, un realismo no académico, no rígido, susceptible de evolución, que se ocupe de los hechos nuevos y no se conforme con los que han sido ya ampliamente manipulados, pulidos, digeridos; que no se conforme con reducir las dificultades a un común denominador ni con introducir el acontecimiento en un orden preestablecido, sino que sepa tomar de aquel sus aspectos primordiales; que ayude a cambiar el mundo, que no sirva para consolarnos sino para despertarnos y que a veces, por eso mismo, nos fastidie. Semejante realismo no puede existir más que por una perpetua confrontación de la teoría con la práctica; se nutre de la novedad, es un pionero de la realidad y no su registrador mecánico. Participa de los nuevos sentimientos que surgen de las situaciones nuevas. Al no aislarse nunca de la acción, no corre el riesgo de ser enviado al desván de los trastos viejos por los nuevos obreros y es para la juventud un factor de entusiasmo y no de disgusto.
Me excuso por haberme dejado arrastrar largamente por lo que debía ser sólo una introducción a una teoría de la literatura correspondiente a la segunda mitad del siglo XX, en que la práctica humana comporta ya la cosmonavegación y vislumbra con notable tranquilidad el paso al comunismo en un plazo de 18 años, es decir, la época en que los insoportables jóvenes de hoy tendrán ya disgustos con sus hijos e hijas aún por nacer. Una teoría científica de la literatura íntimamente vinculada a la práctica, revisada constantemente a la luz inesperada de los hechos y dispuesta por consiguiente a marchar a compás con la misma literatura, con las obras, es lo que deseo con toda el alma a los días y a los hombres del futuro. Se comprenderá mi deseo de que no se me confunda con un teórico, debido a la perversión de la palabra y a la vez por lo que no considero modestia sino reconocimiento de mis limitaciones; tengo plena conciencia de que los verdaderos teóricos de la literatura, de esa literatura que debe desarrollarse, están todavía por nacer. Sería una ingenuidad considerarse uno de ellos.
Tuve el honor y la emoción de asistir, hace catorce años, a los festejos del VI centenario de esta Universidad Carolina, cuando Checoslovaquia acababa de dar el paso decisivo para unir de manera definitiva la teoría y la práctica de su historia. Conociendo las actuales dificultades y los problemas comunes de los escritores de todos los países, y también los problemas propios de los escritores de Checoslovaquia —este país que es el ejemplo típico de la imposibilidad del mundo actual de negar dogmáticamente la existencia, las tradiciones y los derechos del porvenir de una nación—, no he querido, en ocasión del inmerecido honor que se me ha conferido, pronunciar un discurso académico al uso de París u Oxford. Aproveché la ocasión para decir —o por lo menos para abrir la discusión— cosas que tocan mi corazón, tanto en teoría como en la práctica de mi doble oficio de escritor y de hombre. Me lo perdonarán las sombras ilustres del pasado universitario checo y me comprenderán los vivos.
Fuente: Estética y Marxismo. Ed. Martínez Roca, S.A. 1969.
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