Autor: Arturo Colorado
Editorial: CATEDRA
18.0x25.0 cm
18.0x25.0 cm
400 pags
Lengua: CASTELLANO
Lengua: CASTELLANO
Encuadernación: Tapa dura
ISBN: 9788437624419
Año de edición: 2008
PRÓLOGO
28 de junio de 1939, en el pueblecito de Collonges-sous-Salève, Manuel Azaña, ya en el exilio y poco antes de su muerte, recordaba, en una carta dirigida a su amigo Ángel Ossorio, su estancia en enero de ese mismo año en el castillo de Peralada, última residencia del Presidente de la República antes de abandonar tierras españolas y uno de los depósitos más importantes de las obras de arte evacuadas desde Madrid:
Repetidamente le llamé la atención a Negrín. «El Museo del Prado -le dije- es más importante para España que la República y la monarquía juntas.» «No estoy lejos de pensar así», respondió. «Pues calcule usted qué sería si los cuadros desaparecieran o se averiasen gravemente.» «Un gran bochorno.» «Tendría usted que pegarse un tiro», le repliqué. Negrín me informó de que se hacían trabajos en una mina, para aprovecharla como depósito. Resultó ser la de La Bajol. Pero en cuanto a poner en salvo anticipadamente todos los museos, no se hizo nada. De la verdadera situación de todo esto, no me enteré hasta que fui a residir en Peralada. Debajo de nuestro comedor estaban los Velázquez. (...) Cada vez que bombardeaban en las cercanías, me desesperaba. Temí que mi destino me hubiese traído a ver el museo hecho una hoguera. (...) El del tiro hubiese sido yo.
¿Qué había ocurrido para que lo más destacado del «tesoro artístico español» -expresión muy de la época- estuviera afrontando el momento más grave de toda su historia tan lejos de sus lugares habituales de exposición?
Casi tres años antes, el pronunciamiento militar de los generales insurrectos de julio de 1936 había fracasado en su intento de hacerse con el poder total. Pronto España quedó dividida en dos bandos que se combatirían con saña a lo largo de una larga guerra civil de tres años. En el transcurso de tan interminable guerra, el patrimonio artístico de la nación estuvo sometido a todo tipo de peligros, de saqueos y de incendios, de bombardeos y de ataques indiscriminados. Numerosos fueron los edificios históricos destruidos y también las obras que desaparecieron. Difícil es cuantificar todo lo que España perdió de su patrimonio histórico-artístico durante aquellos terribles años.
La historia que vamos a narrar aquí constituye seguramente la mayor empresa de salvamento y traslado de obras de arte de toda la historia. Es una de las aventuras más sorprendentes que pueda imaginarse y, a la vez, es una historia prácticamente desconocida por los españoles, a pesar de que gracias a estos acontecimientos el Museo del Prado, los fondos de El Escorial, del Palacio Real de Madrid, de los monasterios de las Descalzas Reales y de la Encarnación, la colección del Duque de Alba... siguen existiendo.
Me encontraba en el archivo del palacio de Naciones Unidas de Ginebra en mayo de 1984, investigando sobre las pinturas de José María Sert que decoran la Sala Francisco de Vitoria de dicho edificio, cuando un solícito archivero me preguntó si quería ver la caja que contenía la documentación referente al tesoro artístico español. Le contesté un sí dubitativo atraído por la curiosidad investigadora. Añadió que la documentación acababa de ser desclasificada como reservada y que, por lo tanto, sería el primero en consultarla. Pocas veces en mi vida he sentido tanta emoción al abrir aquella caja e ir desvelando una documentación inédita que mostraba una historia riquísima de tensiones internacionales, de esfuerzos titánicos por salvar un patrimonio en peligro, pero también plagada de mentiras y mezquindades. Volví los días siguientes y fui fotocopiando aquella maravilla, auténtico tesoro para un historiador.
Desde entonces, a través de la investigación y de la escritura, me uní a los pocos autores que llevaban años reivindicando la labor de todos aquellos que participaron en tan arrojada epopeya, labor que fue sometida a una amnesia total durante el franquismo -como tantos temas de la República y de la guerra-, cuando no se malinterpretó intencionadamente. Después, durante la Transición, comprobaríamos que parecía existir una especie de acuerdo tácito entre los partidos -en el poder o en la oposición- para olvidar todo lo referente a la guerra y al franquismo.
A pesar de ello, algunos de los protagonistas del salvamento y protección del patrimonio artístico durante la guerra fueron los que iniciaron el camino de la reivindicación. Desde el exilio se escribieron importantes y sentidos testimonios. María Teresa León, que estuvo al frente de la empresa de salvamento al principio de la guerra, publicó en Buenos aires en 1944 La historia tiene la palabra (Noticia sobre el salvamento del Tesoro Artístico). El libro, ampliamente ilustrado, titulado Salvamento y protección del tesoro artístico español durantre la guerra, de José Lino Vaamonde, el que fuera durante la guerra arquitecto encargado de la protección del Museo del Prado y activo colaborador de Timoteo Pérez Rubio, fue publicado en Caracas en 1973. Después, a la vuelta del exilio, les siguieron en la tarea el poeta Rafael Alberti con La arboleda perdida (segunda parte), y el cartelista Josep Renau, Director General de Bellas Artes de la República durante la guerra, con Arte en peligro. Todos éstos son testimonios esenciales de varios de los protagonistas, centrados especialmente en la labor de protección y evacuación en España, pero ignorando en gran parte la salida del patrimonio al extranjero en 1939 y dejándose los autores arrastrar en varios de sus pasajes por la propia pasión de la experiencia vivida. Quizás fuera por esta causa y por la modestia que le caracterizaba por lo que Timoteo Pérez Rubio no quiso tomar la pluma para dejarnos el que seguramente hubiera sido el más completo testimonio de aquellos años, porque nadie como él conoció toda la labor desarrollada para preservar el patrimonio artístico español, a cuyo frente estuvo desde el inicio hasta la evacuación a Ginebra, el inventario de las obras y la entrega al Gobierno franquista por parte de la Sociedad de Naciones. Ninguno de los autores citados participó en el terrible paso de la frontera de febrero de 1939. Timoteo Pérez Rubio lo dirigió.
Hay que esperar a 1982 para que aparezca la primera aportación historiográfica -documentada y rigurosa- de la mano de José Álvarez Lopera, en la que el autor analiza la labor realizada por las Juntas del Tesoro Artístico y la política de los gobiernos republicanos sobre el patrimonio cultural. A esta aportación se añadía mi investigación, publicada con el título El Museo del Prado y la Guerra Civil, por la pinacoteca madrileña.
El libro que tiene el lector en sus manos es una nueva edición de mi obra publicada por el Museo del Prado en 1991; no se trata por lo tanto de una simple reedición, sino que he revisado, reorganizado y actualizado el texto de entonces y he podido incorporar una nueva documentación que he ido encontrando a lo largo de estos años. En primer lugar, quiero hacer mención de los papeles personales de Timoteo Pérez Rubio a los que su hijo, Carlos Pérez Chacel, tan amablemente me dio acceso. Su esposa, Rosa Chacel, me contó que al regreso de «Timo» a España, después del exilio en Brasil, en 1974, numerosas personas le insistieron para que escribiera sus recuerdos de la época de la guerra, cosa que le tentó y que inició, hasta que José Lino Vaamonde le entregó en Madrid el libro que había publicado recientemente. Me imagino a Timoteo Pérez Rubio aliviado porque otro ya había publicado una obra sobre el tema y podía liberarse de escribir sobre lo que él había hecho, finalmente sobre sí mismo. En el archivo personal de Timoteo Pérez Rubio se encuentra una veintena de folios -unos manuscritos, otros mecanografiados por su nuera Jamilia- con anotaciones sobre lo que iba a constituir un libro o conjunto de artículos sobre el salvamento del tesoro artístico español durante la Guerra Civil, escritos que desgraciadamente nunca terminó y publicó. Destaca en estos textos -a veces meditaciones entrecortadas, en otras ocasiones un relato de los hechos con un sentido narrativo de gran fuerza- el enorme valor humano que se desprende de sus palabras: «Estos recuerdos están dedicados a todos los miembros de la Junta Central del Tesoro Artístico Nacional y miembros de las Juntas Delegadas que hicieron posible la magnífica labor que tanto ennobleció al pueblo español a los ojos del mundo civilizado.»
Con estos «recuerdos» contamos para narrar esta historia. Nadie como Timoteo Pérez Rubio, el que fuera Presidente de la Junta Central del Tesoro Artístico de la República durante prácticamente toda la guerra, para ayudarnos a contarla. Este hombre sencillo, de campo, natural del pueblecito extremeño de Oliva de la Frontera, de aspecto netamente español, moreno y de cuerpo enjuto, merece todo nuestro reconocimiento, a pesar de que todos los que lo conocieron y trataron -especialmente su mujer, su hijo Carlos, su nuera, sus amigos- lo han evocado siempre como una persona carente del más mínimo sentido de autocomplacencia o de orgullo.
En 1936, Pérez Rubio tenía ya cuarenta años y contaba con una larga trayectoria de pintor, con una estancia de varios años en Italia, becado por la Academia Española de Roma, y una primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1932. Poseía también una amplia experiencia docente -como Catedrático de Dibujo de Segunda Enseñanza- y en la de profesional del museo, como Subdirector del Museo de Arte Moderno de Madrid. Al estallar la guerra, este pintor sin vinculación partidista decidió dejar el pincel y la paleta -la actividad que más amaba- y trocarlos por el «fusil» para poder luchar, con absoluta responsabilidad y honestidad, en el salvamento del patrimonio artístico amenazado de destrucción. Éste fue el compromiso que asumió con la guerra que asolaba su país. Desde este punto de vista, en la España de 1936 a 1939 hubo dos frentes de lucha: el de las armas y el del arte; en el segundo fueron numerosos -desde el intelectual y el artista hasta el simple soldado- los que lo dieron todo por salvar de la destrucción el patrimonio artístico español.
Otros documentos escritos o gráficos encontrados en archivos o nuevos testimonios vienen a enriquecer esta nueva edición, como es el caso destacable de unos escritos mecanografiados por Manuel de Arpe Retamino, conservador del Museo del Prado, que acompañó a las obras en su evacuación y regreso, así como numerosas fotografías de la época de diferentes procedencias.
Mi libro, publicado en 1991 y hace años agotado, se cerraba con un epílogo dedicado a «la deuda pendiente» que -españoles y extranjeros- teníamos con los que «lo dieron todo por salvar un tesoro de valor universal». Desde entonces han pasado más de tres lustros y hay que reconocer que se han dado pasos importantes en el pago de esta deuda de la memoria. Fue primero la ciudad de Ginebra la que quiso conmemorar el quincuagésimo aniversario de la exposición de las obras del Prado celebrada en 1939, que tan honda huella dejó en la ciudad del lago Lemán. La primera institución española en recordar esta epopeya fue el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo de Badajoz, que en el año 1996 montó una exposición dedicada a Timoteo Pérez Rubio, en la que se incluía una parte destinada a rememorar su papel como Presidente de la Junta Central del Tesoro Artístico de la República. El Museo del Prado ha tardado más de sesenta años en celebrar un homenaje a todos aquellos que en España lo salvaron de las bombas, pero lo importante es que finalmente lo ha hecho mediante el montaje de una exposición, que después fue trasladada a Ginebra.
Hay que citar también las obras que esta investigación y otras sobre el tema han provocado en la creatividad cinematográfica y en la ficción literaria. Habría que citar los documentales realizados en torno a esta historia y la novela Los colores de la Guerra de Juan Carlos Arce, que recrea una aventura, con las licencias que permite la ficción, que tiene como telón de fondo la evacuación a Francia y a Suiza de los cuadros del Prado. Uno de los documentales citados, Salvemos el Prado, también basado en este libro y realizado por Alfonso Arteseros, acompaña a la presente edición como complemento audiovisual de primera importancia, destacando las declaraciones de los actores o testigos que pudimos entrevistar cuando realizamos el rodaje en el año 1989.
Pero la deuda histórica con los salvadores de lo más importante de nuestro patrimonio artístico no ha sido todavía completamente saldada, pues, en primer lugar, son escasos los españoles y los visitantes de nuestro país que sean conscientes de que si pueden seguir admirando las obras del Prado, de El Escorial, del Palacio Real y de tantos museos y monumentos, se debe a aquellos hombres y mujeres que lucharon durante la guerra en el frente del arte. En segundo lugar, y en este caso afecta a lo institucional, todavía no se ha reconocido oficialmente, ni se ha agradecido, el papel desempeñado en esta historia por el «Comité Internacional para el Salvamento de los Tesoros de Arte Españoles», constituido con toda urgencia al final de la guerra por los dirigentes de los museos de los países democráticos para intervenir directamente en el escenario bélico y evacuar las obras, como narramos en este libro.
Una labor desarrollada a lo largo de tres años y que supuso el salvamento, protección y evacuación de lo más granado del patrimonio artístico español no pudo ser obra de una sola persona y ni siquiera de unos pocos. Todos los miembros de las Juntas del Tesoro -intelectuales y artistas, técnicos y soldados- y del Comité Internacional que intervino en febrero de 1939, merecen ser recordados como participantes en la mayor empresa de salvamento artístico de la historia. Recordar y popularizar esta empresa, manteniendo viva su memoria, será el paso definitivo para saldar nuestra deuda con todos ellos.
No se trata, al mismo tiempo, de una simple cuestión de justicia histórica y de reconocimiento, es también una tarea ineludible de actualización de la cuestión de los peligros que sufren los espacios y objetos culturales en época de conflicto. Están muy cercanas, además de las terribles pérdidas humanas, las destrucciones del patrimonio en la guerra de la antigua Yugoslavia y el daño infligido al patrimonio cultural e histórico de Iraq, donde hemos visto durante la conquista norteamericana arder la Biblioteca Nacional y los saqueos de los museos arqueológicos de Bagdad, Tikrit y Mosul y la venta fraudulenta en los mercados internacionales de los botines obtenidos. También hace poco hemos visto estupefactos cómo ante las cámaras de la televisión internacional los talibanes afganos demolían las colosales estatuas de Buda en Bamiyán. El tema sigue siendo de absoluta y rabiosa actualidad.
Repetidamente le llamé la atención a Negrín. «El Museo del Prado -le dije- es más importante para España que la República y la monarquía juntas.» «No estoy lejos de pensar así», respondió. «Pues calcule usted qué sería si los cuadros desaparecieran o se averiasen gravemente.» «Un gran bochorno.» «Tendría usted que pegarse un tiro», le repliqué. Negrín me informó de que se hacían trabajos en una mina, para aprovecharla como depósito. Resultó ser la de La Bajol. Pero en cuanto a poner en salvo anticipadamente todos los museos, no se hizo nada. De la verdadera situación de todo esto, no me enteré hasta que fui a residir en Peralada. Debajo de nuestro comedor estaban los Velázquez. (...) Cada vez que bombardeaban en las cercanías, me desesperaba. Temí que mi destino me hubiese traído a ver el museo hecho una hoguera. (...) El del tiro hubiese sido yo.
¿Qué había ocurrido para que lo más destacado del «tesoro artístico español» -expresión muy de la época- estuviera afrontando el momento más grave de toda su historia tan lejos de sus lugares habituales de exposición?
Casi tres años antes, el pronunciamiento militar de los generales insurrectos de julio de 1936 había fracasado en su intento de hacerse con el poder total. Pronto España quedó dividida en dos bandos que se combatirían con saña a lo largo de una larga guerra civil de tres años. En el transcurso de tan interminable guerra, el patrimonio artístico de la nación estuvo sometido a todo tipo de peligros, de saqueos y de incendios, de bombardeos y de ataques indiscriminados. Numerosos fueron los edificios históricos destruidos y también las obras que desaparecieron. Difícil es cuantificar todo lo que España perdió de su patrimonio histórico-artístico durante aquellos terribles años.
La historia que vamos a narrar aquí constituye seguramente la mayor empresa de salvamento y traslado de obras de arte de toda la historia. Es una de las aventuras más sorprendentes que pueda imaginarse y, a la vez, es una historia prácticamente desconocida por los españoles, a pesar de que gracias a estos acontecimientos el Museo del Prado, los fondos de El Escorial, del Palacio Real de Madrid, de los monasterios de las Descalzas Reales y de la Encarnación, la colección del Duque de Alba... siguen existiendo.
Me encontraba en el archivo del palacio de Naciones Unidas de Ginebra en mayo de 1984, investigando sobre las pinturas de José María Sert que decoran la Sala Francisco de Vitoria de dicho edificio, cuando un solícito archivero me preguntó si quería ver la caja que contenía la documentación referente al tesoro artístico español. Le contesté un sí dubitativo atraído por la curiosidad investigadora. Añadió que la documentación acababa de ser desclasificada como reservada y que, por lo tanto, sería el primero en consultarla. Pocas veces en mi vida he sentido tanta emoción al abrir aquella caja e ir desvelando una documentación inédita que mostraba una historia riquísima de tensiones internacionales, de esfuerzos titánicos por salvar un patrimonio en peligro, pero también plagada de mentiras y mezquindades. Volví los días siguientes y fui fotocopiando aquella maravilla, auténtico tesoro para un historiador.
Desde entonces, a través de la investigación y de la escritura, me uní a los pocos autores que llevaban años reivindicando la labor de todos aquellos que participaron en tan arrojada epopeya, labor que fue sometida a una amnesia total durante el franquismo -como tantos temas de la República y de la guerra-, cuando no se malinterpretó intencionadamente. Después, durante la Transición, comprobaríamos que parecía existir una especie de acuerdo tácito entre los partidos -en el poder o en la oposición- para olvidar todo lo referente a la guerra y al franquismo.
A pesar de ello, algunos de los protagonistas del salvamento y protección del patrimonio artístico durante la guerra fueron los que iniciaron el camino de la reivindicación. Desde el exilio se escribieron importantes y sentidos testimonios. María Teresa León, que estuvo al frente de la empresa de salvamento al principio de la guerra, publicó en Buenos aires en 1944 La historia tiene la palabra (Noticia sobre el salvamento del Tesoro Artístico). El libro, ampliamente ilustrado, titulado Salvamento y protección del tesoro artístico español durantre la guerra, de José Lino Vaamonde, el que fuera durante la guerra arquitecto encargado de la protección del Museo del Prado y activo colaborador de Timoteo Pérez Rubio, fue publicado en Caracas en 1973. Después, a la vuelta del exilio, les siguieron en la tarea el poeta Rafael Alberti con La arboleda perdida (segunda parte), y el cartelista Josep Renau, Director General de Bellas Artes de la República durante la guerra, con Arte en peligro. Todos éstos son testimonios esenciales de varios de los protagonistas, centrados especialmente en la labor de protección y evacuación en España, pero ignorando en gran parte la salida del patrimonio al extranjero en 1939 y dejándose los autores arrastrar en varios de sus pasajes por la propia pasión de la experiencia vivida. Quizás fuera por esta causa y por la modestia que le caracterizaba por lo que Timoteo Pérez Rubio no quiso tomar la pluma para dejarnos el que seguramente hubiera sido el más completo testimonio de aquellos años, porque nadie como él conoció toda la labor desarrollada para preservar el patrimonio artístico español, a cuyo frente estuvo desde el inicio hasta la evacuación a Ginebra, el inventario de las obras y la entrega al Gobierno franquista por parte de la Sociedad de Naciones. Ninguno de los autores citados participó en el terrible paso de la frontera de febrero de 1939. Timoteo Pérez Rubio lo dirigió.
Hay que esperar a 1982 para que aparezca la primera aportación historiográfica -documentada y rigurosa- de la mano de José Álvarez Lopera, en la que el autor analiza la labor realizada por las Juntas del Tesoro Artístico y la política de los gobiernos republicanos sobre el patrimonio cultural. A esta aportación se añadía mi investigación, publicada con el título El Museo del Prado y la Guerra Civil, por la pinacoteca madrileña.
El libro que tiene el lector en sus manos es una nueva edición de mi obra publicada por el Museo del Prado en 1991; no se trata por lo tanto de una simple reedición, sino que he revisado, reorganizado y actualizado el texto de entonces y he podido incorporar una nueva documentación que he ido encontrando a lo largo de estos años. En primer lugar, quiero hacer mención de los papeles personales de Timoteo Pérez Rubio a los que su hijo, Carlos Pérez Chacel, tan amablemente me dio acceso. Su esposa, Rosa Chacel, me contó que al regreso de «Timo» a España, después del exilio en Brasil, en 1974, numerosas personas le insistieron para que escribiera sus recuerdos de la época de la guerra, cosa que le tentó y que inició, hasta que José Lino Vaamonde le entregó en Madrid el libro que había publicado recientemente. Me imagino a Timoteo Pérez Rubio aliviado porque otro ya había publicado una obra sobre el tema y podía liberarse de escribir sobre lo que él había hecho, finalmente sobre sí mismo. En el archivo personal de Timoteo Pérez Rubio se encuentra una veintena de folios -unos manuscritos, otros mecanografiados por su nuera Jamilia- con anotaciones sobre lo que iba a constituir un libro o conjunto de artículos sobre el salvamento del tesoro artístico español durante la Guerra Civil, escritos que desgraciadamente nunca terminó y publicó. Destaca en estos textos -a veces meditaciones entrecortadas, en otras ocasiones un relato de los hechos con un sentido narrativo de gran fuerza- el enorme valor humano que se desprende de sus palabras: «Estos recuerdos están dedicados a todos los miembros de la Junta Central del Tesoro Artístico Nacional y miembros de las Juntas Delegadas que hicieron posible la magnífica labor que tanto ennobleció al pueblo español a los ojos del mundo civilizado.»
Con estos «recuerdos» contamos para narrar esta historia. Nadie como Timoteo Pérez Rubio, el que fuera Presidente de la Junta Central del Tesoro Artístico de la República durante prácticamente toda la guerra, para ayudarnos a contarla. Este hombre sencillo, de campo, natural del pueblecito extremeño de Oliva de la Frontera, de aspecto netamente español, moreno y de cuerpo enjuto, merece todo nuestro reconocimiento, a pesar de que todos los que lo conocieron y trataron -especialmente su mujer, su hijo Carlos, su nuera, sus amigos- lo han evocado siempre como una persona carente del más mínimo sentido de autocomplacencia o de orgullo.
En 1936, Pérez Rubio tenía ya cuarenta años y contaba con una larga trayectoria de pintor, con una estancia de varios años en Italia, becado por la Academia Española de Roma, y una primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1932. Poseía también una amplia experiencia docente -como Catedrático de Dibujo de Segunda Enseñanza- y en la de profesional del museo, como Subdirector del Museo de Arte Moderno de Madrid. Al estallar la guerra, este pintor sin vinculación partidista decidió dejar el pincel y la paleta -la actividad que más amaba- y trocarlos por el «fusil» para poder luchar, con absoluta responsabilidad y honestidad, en el salvamento del patrimonio artístico amenazado de destrucción. Éste fue el compromiso que asumió con la guerra que asolaba su país. Desde este punto de vista, en la España de 1936 a 1939 hubo dos frentes de lucha: el de las armas y el del arte; en el segundo fueron numerosos -desde el intelectual y el artista hasta el simple soldado- los que lo dieron todo por salvar de la destrucción el patrimonio artístico español.
Otros documentos escritos o gráficos encontrados en archivos o nuevos testimonios vienen a enriquecer esta nueva edición, como es el caso destacable de unos escritos mecanografiados por Manuel de Arpe Retamino, conservador del Museo del Prado, que acompañó a las obras en su evacuación y regreso, así como numerosas fotografías de la época de diferentes procedencias.
Mi libro, publicado en 1991 y hace años agotado, se cerraba con un epílogo dedicado a «la deuda pendiente» que -españoles y extranjeros- teníamos con los que «lo dieron todo por salvar un tesoro de valor universal». Desde entonces han pasado más de tres lustros y hay que reconocer que se han dado pasos importantes en el pago de esta deuda de la memoria. Fue primero la ciudad de Ginebra la que quiso conmemorar el quincuagésimo aniversario de la exposición de las obras del Prado celebrada en 1939, que tan honda huella dejó en la ciudad del lago Lemán. La primera institución española en recordar esta epopeya fue el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo de Badajoz, que en el año 1996 montó una exposición dedicada a Timoteo Pérez Rubio, en la que se incluía una parte destinada a rememorar su papel como Presidente de la Junta Central del Tesoro Artístico de la República. El Museo del Prado ha tardado más de sesenta años en celebrar un homenaje a todos aquellos que en España lo salvaron de las bombas, pero lo importante es que finalmente lo ha hecho mediante el montaje de una exposición, que después fue trasladada a Ginebra.
Hay que citar también las obras que esta investigación y otras sobre el tema han provocado en la creatividad cinematográfica y en la ficción literaria. Habría que citar los documentales realizados en torno a esta historia y la novela Los colores de la Guerra de Juan Carlos Arce, que recrea una aventura, con las licencias que permite la ficción, que tiene como telón de fondo la evacuación a Francia y a Suiza de los cuadros del Prado. Uno de los documentales citados, Salvemos el Prado, también basado en este libro y realizado por Alfonso Arteseros, acompaña a la presente edición como complemento audiovisual de primera importancia, destacando las declaraciones de los actores o testigos que pudimos entrevistar cuando realizamos el rodaje en el año 1989.
Pero la deuda histórica con los salvadores de lo más importante de nuestro patrimonio artístico no ha sido todavía completamente saldada, pues, en primer lugar, son escasos los españoles y los visitantes de nuestro país que sean conscientes de que si pueden seguir admirando las obras del Prado, de El Escorial, del Palacio Real y de tantos museos y monumentos, se debe a aquellos hombres y mujeres que lucharon durante la guerra en el frente del arte. En segundo lugar, y en este caso afecta a lo institucional, todavía no se ha reconocido oficialmente, ni se ha agradecido, el papel desempeñado en esta historia por el «Comité Internacional para el Salvamento de los Tesoros de Arte Españoles», constituido con toda urgencia al final de la guerra por los dirigentes de los museos de los países democráticos para intervenir directamente en el escenario bélico y evacuar las obras, como narramos en este libro.
Una labor desarrollada a lo largo de tres años y que supuso el salvamento, protección y evacuación de lo más granado del patrimonio artístico español no pudo ser obra de una sola persona y ni siquiera de unos pocos. Todos los miembros de las Juntas del Tesoro -intelectuales y artistas, técnicos y soldados- y del Comité Internacional que intervino en febrero de 1939, merecen ser recordados como participantes en la mayor empresa de salvamento artístico de la historia. Recordar y popularizar esta empresa, manteniendo viva su memoria, será el paso definitivo para saldar nuestra deuda con todos ellos.
No se trata, al mismo tiempo, de una simple cuestión de justicia histórica y de reconocimiento, es también una tarea ineludible de actualización de la cuestión de los peligros que sufren los espacios y objetos culturales en época de conflicto. Están muy cercanas, además de las terribles pérdidas humanas, las destrucciones del patrimonio en la guerra de la antigua Yugoslavia y el daño infligido al patrimonio cultural e histórico de Iraq, donde hemos visto durante la conquista norteamericana arder la Biblioteca Nacional y los saqueos de los museos arqueológicos de Bagdad, Tikrit y Mosul y la venta fraudulenta en los mercados internacionales de los botines obtenidos. También hace poco hemos visto estupefactos cómo ante las cámaras de la televisión internacional los talibanes afganos demolían las colosales estatuas de Buda en Bamiyán. El tema sigue siendo de absoluta y rabiosa actualidad.
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