Advertencia preliminar al artículo "Los bakuninistas en acción"
Para facilitar la comprensión de la siguiente Memoria, consignaremos aquí unos cuantos datos cronológicos.
El 9 de febrero de 1873, el rey Amadeo, harto ya de la corona de España, abdicó. Fue el primer rey huelguista. El 12 fue proclamada la República. Inmediatamente, estalló en las Provincias Vascongadas un nuevo levantamiento carlista.
El 10 de abril fue elegida una Asamblea Constituyente, que se reunió a comienzos de junio, y el 8 de este mes fue proclamada la República federal. El 11 se constituyó un nuevo ministerio bajo la presidencia de Pi y Margall. Al mismo tiempo, se eligió una comisión encargada de redactar el proyecto de la nueva Constitución, pero fueron excluidos de ella los republicanos extremistas, los llamados intransigentes. Cuando, el 3 de julio, se proclamó la nueva Constitución, ésta no iba tan lejos como los intransigentes pretendían en cuanto a la desmembración de España en «cantones independientes». Así, pues, los intransigentes organizaron al punto alzamientos en provincias. Del 5 al 11 de julio, los intransigentes triunfaron en Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga, Cádiz, Alcoy, Murcia, Cartagena, Valencia, etc., e instauraron en cada una de estas ciudades un gobierno cantonal independiente. El 18 de julio dimitió Pi y Margall y fue sustituido por Salmerón, quien inmediatamente lanzó a las tropas contra los insurrectos. Éstos fueron vencidos a los pocos días, tras ligera resistencia; ya el 26 de julio, con la caída de Cádiz, quedó restaurado el poder del Gobierno en toda Andalucía y, casi al mismo tiempo, fueron sometidas Murcia y Valencia; únicamente Valencia luchó con alguna energía.
Y sólo Cartagena resistió. Ese puerto militar, el mayor de España, que había caído en poder de los insurrectos junto con la Marina de Guerra, estaba defendido por tierra, además de por la muralla, por trece fortines destacados y no era, por tanto, fácil de tomar. Y, como el Gobierno se guardaba muy mucho de destruir su propia base naval, el «Cantón soberano de Cartagena» vivió hasta el 11 de enero de 1874, día en que por fin capituló, porque, en realidad, no tenía en el mundo nada mejor que hacer.
De esta ignominiosa insurrección, lo único que nos interesa son las hazañas todavía más ignominiosas de los anarquistas bakuninistas; únicas que relatamos aquí con cierto detalle, para prevenir con este ejemplo al mundo contemporáneo.
Escrito a comienzos de enero de 1894.
Publicado en el libro de Engels, Internacionales aus dem "Volkstaat" (1871-1875), Berlín, 1894.
Los Bakuninistas en Acción
Memoria sobre el levantamiento en España en el verano de 1873
I
El informe que acaba de publicar la Comisión de La Haya sobre la Alianza secreta de Miguel Bakunin ha puesto de manifiesto ante el mundo obrero los manejos ocultos, las granujadas y la huera fraseología con que se pretendía poner el movimiento proletario al servicio de la presuntuosa ambición y los designios egoístas de unos cuantos genios incomprendidos. Entretanto, estos megalómanos nos han dado ocasión en España de conocer también su actuación revolucionaria práctica. Veamos cómo llevan a los hechos sus frases ultrarrevolucionarias sobre la anarquía y la autonomía, sobre la abolición de toda autoridad, especialmente la del Estado, y sobre la emancipación inmediata y completa de los obreros. Por fin podemos hacerlo ya, pues ahora, además de la información de los periódicos sobre los acontecimientos de España, tenemos a la vista el informe enviado al Congreso de Ginebra por la Nueva Federación Madrileña de la Internacional.
Es sabido que, en España, al producirse la escisión de la Internacional, sacaron ventaja los miembros de la Alianza secreta; la gran mayoría de los obreros españoles se adhirió a ellos. Al proclamarse la República, en febrero de 1873, los aliancistas españoles se vieron en un trance muy difícil. España es un país muy atrasado industrialmente, y, por lo tanto, no puede hablarse aún de una emancipación inmediata y completa de la clase obrera. Antes de esto, España tiene que pasar por varias etapas previas de desarrollo y quitar de en medio toda una serie de obstáculos.
La República brindaba la ocasión para acortar en lo posible esas etapas y para barrer rápidamente estos obstáculos. Pero esta ocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política activa de la clase obrera española.
La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la ocasión de actuar, en vez de dejar a las clases poseedoras el campo libre para la acción y para las intrigas, como se había hecho hasta entonces.
El Gobierno convocó elecciones a Cortes Constituyentes. ¿Qué posición debía adoptar la Internacional? Los jefes bakuninistas estaban sumidos en la mayor perplejidad. La prolongación de la inactividad política hacíase cada día más ridícula y más insostenible; los obreros querían «hechos». Y, por otra parte, los aliancistas llevaban años predicando que no se debía intervenir en ninguna revolución que no fuese encaminada a la emancipación inmediata y completa de la clase obrera; que el emprender cualquier acción política implicaba el reconocimiento del Estado, el gran principio del mal; y que, por lo tanto, y muy especialmente, la participación en cualquier clase de elecciones era un crimen que merecía la muerte. El citado informe de Madrid nos dice cómo salieron del aprieto:
Los mismos que desconociendo los acuerdos tomados en el Congreso general de La Haya sobre la acción política de la clase trabajadora, y rasgando los Estatutos de la Internacional, introdujeron la división, la lucha y el desorden en el seno de la federación española; los mismos que no vacilaron en presentarnos a los ojos de los trabajadores como unos políticos ambiciosos, que, con el pretexto de colocar en el Poder a la clase obrera, pugnaban por adueñarse del Poder en beneficio propio; esos mismos hombres que se dan el título de revolucionarios, autónomos, anárquicos, etc., se han lanzado en esta ocasión a hacer política; pero la peor de las políticas, la política burguesa; no han trabajado para dar el Poder político a la clase proletaria, idea que ellos miran con horror, sino para ayudar a que conquistase el Gobierno una fracción de la burguesía, fracción compuesta de aventureros, postulantes y ambiciosos, que se denominan republicanos intransigentes.
Ya en vísperas de las elecciones generales para las Constituyentes, los obreros de Barcelona, Alcoy y otros puntos quisieron saber qué política debían seguir los internacionalistas, tanto en las luchas parlamentarias como en las otras. Celebráronse con este objeto dos grandes asambleas, una en Barcelona y otra en Alcoy, y los separatistas (los aliancistas) se opusieron con todas sus fuerzas a que se determinara cuál había de ser la actitud política de la Internacional (¡de la suya, nótese bien!), resolviéndose que la Internacional, como Asociación, no debe ejercer acción política alguna; pero que los internacionales, como individuos, podían obrar en el sentido que quisieran y afiliarse en el partido que mejor les pareciese, siempre en uso de la famosa autonomía. Y ¿qué resultó de la aplicación de una teoría tan bizarra? Que la mayoría de los internacionales, incluso los anárquicos, tomaron parte en las elecciones, sin programa, sin bandera, sin candidatos, contribuyendo a que viniese a las Constituyentes una casi totalidad de burgueses, con excepción de dos o tres obreros, que nada representan, que no han levantado ni una sola vez su voz en defensa de los intereses de nuestra clase y que votan tranquilamente cuantos proyectos les presentan los reaccionarios de la mayoría.
A eso conduce el «abstencionismo político» bakuninista. En tiempos pacíficos, en que el proletariado sabe de antemano que a lo sumo conseguirá llevar al Parlamento unos cuantos diputados y que la obtención de una mayoría parlamentaria le está por completo vedada, se conseguirá acaso convencer a los obreros en algún sitio que otro de que es toda una actuación revolucionaria quedarse en casa cuando haya elecciones y, en vez de atacar al Estado concreto, en el que vivimos y que nos oprime, atacar al Estado en abstracto, que no existe en ninguna parte y, por lo tanto, no puede defenderse.
Es ése un procedimiento magnífico de hacerse el revolucionario, característico de gentes a quienes se les cae fácilmente el alma a los pies; y hasta qué punto los jefes de los aliancistas españoles se cuentan entre esta casta de gentes lo demuestra con todo detalle el escrito sobre la Alianza que citábamos al principio.
Pero, tan pronto como los mismos acontecimientos empujan al proletariado y lo colocan en primer plano, el abstencionismo se convierte en una majadería palpable y la intervención activa de la clase obrera en una necesidad inexcusable. Y éste fue el caso en España.
La abdicación de Amadeo había desplazado del Poder y de la posibilidad inmediata de recobrarlo a los monárquicos radicales; los alfonsinos estaban, por el momento, más imposibilitados aún; los carlistas preferían, como casi siempre, la guerra civil a la lucha electoral. Todos estos partidos se abstuvieron a la manera española; en las elecciones sólo tomaron parte los republicanos federales, divididos en dos bandos, y la masa obrera. Dada la enorme fascinación que el nombre de la Internacional ejercía aún por aquel entonces sobre los obreros de España y dada la excelente organización que, al menos para los fines prácticos, conservaba aún su Sección española, era seguro que en los distritos fabriles de Cataluña, en Valencia, en las ciudades de Andalucía, etc., habrían triunfado brillantemente todos los candidatos presentados y mantenidos por la Internacional, llevando a las Cortes una minoría lo bastante fuerte para decidir en las votaciones entre los dos bandos republicanos.
Los obreros sentían eso; sentían que había llegado la hora de poner en juego su potente organización, pues por aquel entonces todavía lo era. Pero los señores jefes de la escuela bakuninista habían predicado, durante tanto tiempo, el evangelio del abstencionismo incondicional, que no podían dar marcha atrás repentinamente; y así inventaron aquella lamentable salida, consistente en hacer que la Internacional se abstuviese como colectividad, pero dejando a sus miembros en libertad para votar individualmente como se les antojase.
La consecuencia de esa declaración en quiebra política fue que los obreros, como ocurre siempre en tales casos, votaron a la gente que se las daba de más radical, a los intransigentes, y que, sintiéndose con esto más o menos responsables de los pasos dados posteriormente por sus elegidos, acabaran por verse envueltos en su actuación.
II
Los aliancistas no podían persistir en la ridícula situación en que se habían colocado con su astuta política electoral, a menos de querer dar al traste con su jefatura sobre la Internacional en España. Tenían que aparentar, por lo menos, que hacían algo. Y su tabla de salvación fue la huelga general.
En el programa bakuninista, la huelga general es la palanca de que hay que valerse para desencadenar la revolución social. Una buena mañana, los obreros de todos los gremios de un país y hasta del mundo entero dejan el trabajo y, en cuatro semanas a lo sumo, obligan a las clases poseedoras a darse por vencidas o a lanzarse contra los obreros, con lo cual dan a éstos el derecho a defenderse y a derribar, aprovechando la ocasión, toda la vieja organización social. La idea dista mucho de ser nueva; primero los socialistas franceses y luego los belgas se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin embargo, por su origen, un caballo de raza inglesa.
Durante el rápido e intenso auge del cartismo entre los obreros británicos, que siguió a la crisis de 1837, se predicó, ya en 1839, el «mes santo», el paro en escala nacional (v. Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra); y la idea tuvo tanta resonancia, que los obreros fabriles del Norte de Inglaterra intentaron ponerla en práctica en julio de 1842. También en el Congreso de los aliancistas celebrado en Ginebra el 1º de septiembre de 1873 desempeñó gran papel la huelga general, si bien se reconoció por todo el mundo que para esto hacía falta una organización perfecta de la clase obrera y una caja bien repleta.
Y aquí precisamente la dificultad del asunto. De una parte, los gobiernos, sobre todo si se les deja envalentonarse con el abstencionismo político, jamás permitirán que la organización ni las cajas de los obreros lleguen tan lejos; y, por otra parte, los acontecimientos políticos y los abusos de las clases gobernantes facilitarán la emancipación de los obreros mucho antes de que el proletariado llegue a reunir esa organización ideal y ese gigantesco fondo de reserva. Pero, si dispusiese de ambas cosas, no necesitaría dar el rodeo de la huelga general para llegar a la meta.
Para nadie que conozca un poco el engranaje oculto de la Alianza puede ser dudoso que la propuesta de aplicar este bien experimentado procedimiento partió del centro suizo. El caso es que los dirigentes españoles encontraron de este modo una salida para hacer algo sin volverse de una vez «políticos»; y se lanzaron encantados a ella. Por todas partes se predicaron los efectos milagrosos de la huelga general y en seguida se preparó todo para comenzarla en Barcelona y en Alcoy.
Entretanto, la situación política iba acercándose cada vez más a una crisis. Los viejos tragahombres del republicanismo federal, Castelar y comparsa, se echaron a temblar ante el movimiento, que les rebasaba; no tuvieron más remedio que ceder el poder a Pi y Margall, que intentaba una transacción con los intransigentes. Pi era, de todos los republicanos oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que la República se apoyara en los obreros. Así presentó en seguida un programa de medidas sociales de inmediata ejecución, que no sólo eran directamente ventajosas para los obreros, sino que, además, por sus efectos, tenían necesariamente que empujar a mayores avances y, de este modo, por lo menos poner en marcha la revolución social.
Pero los internacionales bakuninistas, que tienen la obligación de rechazar hasta las medidas más revolucionarias, cuando éstas arrancan del «Estado», preferían apoyar a los intransigentes más extravagantes antes que a un ministro. Las negociaciones de Pi con los intransigentes se dilataban; los intransigentes empezaron a perder la paciencia; los más fogosos de ellos comenzaron en Andalucía el levantamiento cantonal. Había llegado la hora de que los jefes de la Alianza actuasen también, si no querían seguir marchando a remolque de los intransigentes burgueses. En vista de esto, ordenaron la huelga general.
En Barcelona se pegó, entre otros, este cartel:
¡Obreros! Declaramos la huelga general para demostrar la profunda repugnancia que nos causa ver cómo el Gobierno echa a la calle el ejército para luchar contra nuestros hermanos trabajadores, mientras apenas se preocupa de la guerra contra los carlistas, etc.
Es decir, que se invitaba a los obreros de Barcelona -el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo- a enfrentarse con el Poder público armado, pero no con las armas que ellos tenían también en sus manos, sino con un paro general, con una medida que sólo afecta directamente a los burgueses individuales, pero que no va contra su representación colectiva, contra el Poder del Estado.
Los obreros barceloneses habían podido, en la inactividad de los tiempos de paz, prestar oído a las frases violentas de hombres tan mansos como Alerini, Farga Pellicer y Viñas; pero cuando llegó la hora de actuar, cuando Alerini, Farga Pellicer y Viñas lanzaron, primero, su famoso programa electoral, luego se dedicaron constantemente a calmar los ánimos, y por fin, en vez de llamar a las armas, declararon la huelga general, acabaron por provocar el desprecio de los obreros. El más débil de los intransigentes revelaba, con todo, más energía que el más enérgico de los aliancistas.
La Alianza y la Internacional mangoneada por ella perdieron toda su influencia y, cuando estos caballeros proclamaron la huelga general, bajo el pretexto de paralizar con ello la acción del Gobierno, los obreros se echaron sencillamente a reír. Pero la actividad de la falsa Internacional había conseguido, por lo menos, que Barcelona se mantuviese al margen del alzamiento cantonal. Dentro de él, la representación de la clase obrera era, en todas partes, un elemento muy fuerte; y Barcelona era la única ciudad cuya incorporación podía respaldar de un modo firme a este elemento obrero y darle la perspectiva de hacerse dueño, en fin de cuentas, de todo el movimiento.
Además, la incorporación de Barcelona puede decirse que habría decidido el triunfo. Pero Barcelona no movió un dedo; los obreros barceloneses, que sabían a qué atenerse respecto a los intransigentes y habían sido engañados por los aliancistas, se cruzaron de brazos y dieron con ello el triunfo final al Gobierno de Madrid. Todo lo cual no impidió a los aliancistas Alerini y Brousse (acerca de cuyas personas da más detalles el informe sobre la Alianza) declarar en su periódico Solidarité révolutionnaire:
El movimiento revolucionario se extiende como un reguero de pólvora por toda la península. En Barcelona todavía no ha posado nada, ¡pero en la plaza pública lo revolución es permanente!
Pero era la revolución de los aliancistas, que consiste en mantener torneos oratorios y, precisamente por esto, es «permanente», sin moverse del sitio.
La huelga se había puesto a la orden del día al mismo tiempo en Alcoy. Alcoy es un centro fabril de reciente creación, que cuenta actualmente unos 30.000 habitantes, y en el que la Internacional, en forma bakuninista, sólo logró penetrar hace un año, desarrollándose luego con gran rapidez.
El socialismo, bajo cualquier forma, era bien recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente al margen del movimiento, como ocurre en algunos lugares rezagados de Alemania, donde repentinamente la Asociación General Obrera Alemana adquiere de momento gran número de adeptos. Alcoy fue elegido, por tanto, para sede de la Comisión federal bakuninista española; y esta Comisión federal es, precisamente, la que vamos a ver aquí actuar.
El 7 de julio, una asamblea obrera toma el acuerdo de huelga general; y al día siguiente envía una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndola para que reúna en el término de veinticuatro horas a los patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros.
El alcalde, Albors, un republicano burgués, entretiene a los obreros, pide tropas a Alicante y aconseja a los patronos que no cedan, sino que se parapeten en sus casas. En cuanto a él, estará en su puesto. Después de celebrar una entrevista con los patronos -estamos siguiendo el informe oficial de la Comisión federal aliancista, que lleva la fecha de 14 de julio de 1873-, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros mantenerse neutral, lanza una proclama en la que «injuria y calumnia a los obreros y toma partido por los patronos, anulando así el derecho y la libertad de los huelguistas y retándolos a luchar». Cómo los piadosos deseos de un alcalde podían anular el derecho a la libertad de los huelguistas, es cosa que no se aclara en el informe. El caso es que los obreros, dirigidos por la Alianza, hicieron saber al Concejo, por medio de una comisión que, si no estaba dispuesto a mantener en la huelga la neutralidad prometida, lo mejor que podía hacer era dimitir para evitar un conflicto. La comisión no fue recibida y, cuando salía del Ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra el pueblo, congregado en la plaza en actitud pacífica y sin armas.
Así comenzó la lucha, según el informe aliancista. El pueblo se armó, y comenzó la batalla que había de durar «veinte horas». De una parte, los obreros, que Solidarité révolutionnaire cifra en 5.000; de otra parte, 32 guardias civiles concentrados en el Ayuntamiento y algunas gentes armadas parapetadas en cuatro o cinco casas junto al mercado, casas a las que el pueblo pegó fuego a la buena manera prusiana. Por fin, a los guardias se les agotaron las municiones y tuvieron que capitular.
No habría habido que lamentar tantas desgracias -dice el informe de la Comisión aliancista- si el alcalde Albors no hubiera engañado al pueblo simulando rendirse y haciendo luego asesinar alevosamente a los que entraron en el Ayuntamiento fiándose de su palabra; y el mismo alcalde no habría perecido, como pereció a manos de la población, legítimamente indignada, si no hubiese disparado su revólver a quemarropa contra los que iban a detenerle.
¿Cuántas bajas causó esta batalla?
Si bien no es posible calcular con exactitud el número de muertos y heridos (de parte del pueblo), si podemos decir que no habrán bajado seguramente de diez. De parte de los provocadores, no bajan de quince los muertos y los heridos.
Ésa fue la primera batalla callejera de la Alianza. Al frente de 5.000 hombres, se batió durante veinte horas contra 32 guardias y algunos burgueses armados; los venció, después que ellos hubieron agotado las municiones, y perdió, en total, diez hombres. Se conoce que la Alianza inculca a sus iniciados aquella sabia sentencia de Falstaff de que «el mayor mérito de la valentía es la prudencia».
Huelga decir que todas las noticias terroríficas de los periódicos burgueses, que hablan de fábricas incendiadas sin objeto alguno, de guardias fusilados en masa, de personas rociadas con petróleo y luego quemadas, son puras invenciones. Los obreros vencedores, aunque estén dirigidos por aliancistas, cuyo lema es: «No hay que reparar en nada», son siempre demasiado generosos con el enemigo vencido para obrar así, y éste les imputa todas las atrocidades que él no deja de cometer nunca cuando vence.
Eran, pues, vencedores.
«En Alcoy -dice, lleno de júbilo, Solidarité révolutionnaire-, nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la situación».
Veamos qué hicieron de su «situación» los tales «dueños».
Al llegar aquí, el informe de la Alianza y el periódico aliancista nos dejan en la estacada; tenemos que contentarnos con la información general de la prensa. Por ésta nos enteramos de que en Alcoy se constituyó inmediatamente un «Comité de Salud Pública», es decir, un gobierno revolucionario.
Es cierto que en el Congreso celebrado por ellos en Saint Imier (Suiza) el 15 de septiembre de 1872, los aliancistas habían acordado que «toda organización de un Poder político, del Poder llamado provisional o revolucionario, no puede ser más que un nuevo engaño y resultaría tan peligrosa para el proletariado como todos los gobiernos que existen actualmente». Además, los miembros de la Comisión federal de España, residente en Alcoy, habían hecho lo indecible para conseguir que el Congreso de la Sección española de la Internacional hiciese suyo este acuerdo. Pero, a pesar de todo esto, nos encontramos que Severino Albarracín, miembro de aquella Comisión, y, según ciertos informes, también Francisco Tomás, su secretario, forman parte de ese gobierno provisional y revolucionario que era el Comité de Salud Pública de Alcoy.
¿Y qué hizo este Comité de Salud Pública? ¿Cuáles fueron sus medidas para lograr la «emancipación inmediata y completa de los obreros?» Prohibir que ningún hombre saliese de la villa, autorizando en cambio para hacerlo a las mujeres, siempre y cuando que ¡tuviesen pase! ¡Los enemigos de la autoridad restableciendo el régimen de pases! Por lo demás, la más completa confusión, la más completa inactividad, la más completa ineptitud.
Entretanto, el general Velarde avanzaba con sus tropas desde Alicante. El Gobierno tenía sus razones para ir apaciguando silenciosamente las insurrecciones locales de las provincias. Y los «dueños de la situación» de Alcoy tenían también las suyas para zafarse de un estado de cosas con el que no sabían qué hacer. Por eso, el diputado Cervera, que actuaba de mediador, encontró el camino llano. El Comité de Salud Pública resignó sus poderes, las tropas entraron en la villa el 12 de julio sin encontrar la menor resistencia y la única promesa que se hizo a cambio al Comité de Salud Pública fue dar una amnistía general. Los aliancistas «dueños de la situación» habían salido realmente del aprieto una vez más. Y con esto terminó la aventura de Alcoy.
En Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz, «el alcalde -relata el informe aliancista- clausura el local de la Internacional y, con sus amenazas y sus incesantes atentados contra los derechos personales de los ciudadanos, provoca la cólera de los obreros. Una comisión reclama del ministro el respeto del derecho y la reapertura del local, arbitrariamente clausurado. El señor Pi accede a ello en principio pero denegándolo en la práctica; los obreros ven que el Gobierno trata de colocar a su Asociación sistemáticamente fuera de la ley; destituyen a las autoridades locales y ponen en su lugar a otras, que ordenan la reapertura del local de la Asociación».
«¡En Sanlúcar el pueblo es dueño de la situación!», exclama triunfalmente Solidarité révolutionnaire. Los aliancistas, que también aquí, en contra de sus principios anarquistas, instituyeron un gobierno revolucionario, no supieron por dónde empezar a servirse del Poder. Perdieron el tiempo en debates vacuos y acuerdos sobre el papel, y el 5 de agosto, después de ocupar las ciudades de Sevilla y Cádiz, el general Pavía destacó a unas cuantas compañías de la brigada de Soria para tomar Sanlúcar y no encontró la menor resistencia.
Ésas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza donde nadie le hacía la competencia.
III
Inmediatamente después de la batalla librada en las calles de Alcoy, se levantaron los intransigentes en Andalucía. Pi y Margall estaba todavía en el Poder y en continuas negociaciones con los jefes de este grupo político, para formar con ellos un nuevo ministerio. ¿Por qué, pues, echarse a la calle, sin esperar a que fracasaran las negociaciones? La razón de estas prisas no ha llegado a ponerse totalmente en claro. Lo único que puede asegurarse es que los señores intransigentes trataban ante todo de que se llevase a la práctica cuanto antes la República federal para, de este modo, poder escalar el Poder y los muchos cargos nuevos que habrían de crearse en los distintos cantones.
En Madrid, las Cortes tardaban mucho en descuartizar a España; había que tomar cartas en el asunto y proclamar en todas partes cantones soberanos. La actitud que habían venido manteniendo hasta entonces los internacionales (los envueltos bakuninistas), de lleno, desde las elecciones, en los manejos de los intransigentes, permitía contar con su colaboración; además, precisamente se habían apoderado de Alcoy por la violencia y estaban, por lo tanto, en lucha abierta con el Gobierno. A esto se añadía el que los bakuninistas habían venido predicando durante muchos años que toda acción revolucionaria de arriba abajo era perniciosa y que todo debía organizarse y llevarse a cabo de abajo arriba. Y he aquí que ahora se les deparaba la ocasión de implantar de abajo arriba, al menos en unas cuantas ciudades, el famoso principio de la autonomía. Ni que decir tiene que los obreros bakuninistas se tragaron el anzuelo y sacaron las castañas del fuego a los intransigentes para luego verse recompensados por sus aliados, como siempre, con puntapiés y balas de fusil.
Veamos cuál fue la posición de los internacionales bakuninistas en todo este movimiento. Ayudaron a imprimirle el sello de la atomización federalista y realizaron su ideal de la anarquía en la medida de lo posible. Los mismos bakuninistas que, pocos meses antes, en Córdoba, habían anatematizado como una traición y una añagaza contra los obreros la instauración de gobiernos revolucionarios formaban ahora parte de todos los gobiernos municipales revolucionarios de Andalucía, pero siempre en minoría, de modo que los intransigentes podían hacer cuanto les viniera en gana. Mientras éstos monopolizaban la dirección política y militar del movimiento, a los obreros se les despachaba con unos cuantos tópicos brillantes o con unos acuerdos sobre supuestas reformas sociales del carácter más tosco y absurdo y que, además, sólo existían sobre el papel. En cuanto los líderes bakuninistas pedían alguna concesión real y positiva, se les rechazaba desdeñosamente. Lo más importante que tenían siempre que declarar los intransigentes directores del movimiento a los corresponsales de los periódicos ingleses, era que ellos no tenían nada que ver con estos llamados internacionales y que declinaban toda responsabilidad por sus actos, aclarando bien que tenían estrictamente vigilados por la policía a sus jefes y a todos los emigrados de la Comuna de París. Finalmente, en Sevilla, como veremos, los intransigentes, durante el combate contra las tropas del Gobierno, dispararon también contra sus aliados bakuninistas.
Así sucedió que, en el transcurso de pocos días, toda Andalucía estuvo en manos de los intransigentes armados. Sevilla, Málaga, Granada, Cádiz, etc., cayeron en su poder casi sin resistencia. Cada ciudad se declaró cantón independiente y nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Lo mismo hicieron después Murcia, Cartagena y Valencia. En Salamanca se hizo también un ensayo por el estilo, pero de carácter más pacífico. Así estuvieron la mayoría de las grandes ciudades de España en poder de los insurrectos, con excepción de la capital, Madrid -simple ciudad de lujo, que casi nunca interviene decididamente-, y de Barcelona. Si Barcelona se hubiese lanzado, el triunfo final habría sido casi seguro y, además, se habría asegurado un refuerzo firme al elemento obrero que tomaba parte en el movimiento. Pero ya hemos visto que en Barcelona los intransigentes no tenían apenas fuerza y que los internacionales bakuninistas, que por aquel entonces eran aún muy fuertes allí, tomaron la huelga general como pretexto para escurrir el bulto. Así, pues, esta vez Barcelona no estuvo en su puesto.
No obstante, esta insurrección aunque iniciada de un modo descabellado, tenía aún grandes perspectivas de éxito si se la hubiera dirigido con un poco de inteligencia, siquiera hubiese sido al modo de los pronunciamientos militares españoles, en que la guarnición de una plaza se subleva, va sobre la plaza más cercana, arrastra consigo a su guarnición, preparada de antemano, y, creciendo como un alud, avanza sobre la capital, hasta que una batalla afortunada o el paso a su campo de las tropas enviadas contra ella decide el triunfo.
Tal método era especialmente adecuado en esta ocasión. Los insurrectos se hallaban organizados en todas partes desde hacía mucho tiempo en batallones de voluntarios, cuya disciplina era, a decir verdad, pésima, pero no peor, seguramente, que la de los restos del antiguo ejército español, descompuesto en su mayor parte. La única fuerza de confianza de que disponía el Gobierno era la Guardia Civil, y ésta se hallaba desperdigada por todo el país. Ante todo había que impedir la concentración de los guardias civiles y, para ello, no existía más recurso que tomar la ofensiva y aventurarse a campo abierto; la cosa no era muy arriesgada, pues el Gobierno sólo podía oponer a los voluntarios tropas tan indisciplinadas como ellos mismos. Y, si se quería vencer, no había otro camino.
Pero, no. El federalismo de los intransigentes y de su apéndice bakuninista consistía, precisamente, en dejar que cada ciudad actuase por su cuenta y declaraba esencial, no su cooperación con las otras ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a toda posibilidad de una ofensiva general. Lo que en la guerra de los campesinos alemanes y en las insurrecciones alemanas de mayo de 1849 había sido un mal inevitable -la atomización y el aislamiento de las fuerzas revolucionarias, que permitió a unas y las mismas tropas del Gobierno ir aplastando un alzamiento tras otro-, se proclamaba aquí como el principio de la suprema sabiduría revolucionaria.
Bakunin pudo disfrutar de este desagravio. Ya en septiembre de 1870 (en sus Lettres à un Français) había declarado que el único medio para expulsar de Francia a los prusianos con una lucha revolucionaria consistía en abolir toda dirección centralizada y dejar que cada ciudad, cada aldea, cada municipio, dirigiese la guerra por su cuenta. Si al ejército prusiano, con su dirección única, se oponía el desencadenamiento de las pasiones revolucionarias, el triunfo era seguro. Frente a la inteligencia colectiva del pueblo francés, abandonado por fin de nuevo a sus propios destinos, la inteligencia individual de Moltke se esfumaría. Entonces, los franceses no quisieron entenderlo así; pero en España se obsequió a Bakunin, como hemos visto y aún hemos de ver, con un triunfo resonante.
Entretanto, la puñalada trapera de este levantamiento, organizado sin pretexto alguno, imposibilitó a Pi y Margall para seguir negociando con los intransigentes. Tuvo que dimitir; lo sustituyeron en el Poder los republicanos puros del tipo de Castelar, burgueses sin disfrazar, cuyo primer designio era dar al traste con el movimiento obrero, del que antes se habían servido, pero que ahora les estorbaba.
A las órdenes del general Pavía se formó una división para mandarla contra Andalucía, y otra a las órdenes de Martínez Campos para enviarla contra Valencia y Cartagena. La flor de esas divisiones eran los guardias civiles traídos de todas partes de España, todos ellos antiguos soldados cuya disciplina se mantenía aún inconmovible. Como había ocurrido con los gendarmes en la marcha del ejército versallés sobre París, la misión de estos guardias civiles era reforzar las tropas de línea desmoralizadas e ir siempre a la cabeza de las columnas de ataque, cometido que, en ambos aspectos, cumplieron en la medida de sus fuerzas. Además de ellos, contenían las divisiones algunos regimientos de línea refundidos, de modo que cada una de ellas estaba compuesta por unos 3.000 hombres. Era todo lo que el Gobierno podía movilizar contra los insurrectos.
El general Pavía se puso en marcha hacia el 20 de julio. El 24 fue ocupada Córdoba por una columna de guardias civiles y tropas de línea al mando de Ripoll. El 29, Pavía atacó las barricadas de Sevilla, la cual cayó en sus manos el 30 o el 31 (los telegramas no permiten fijar con seguridad las fechas). Dejó una columna móvil para someter los alrededores y avanzó sobre Cádiz, cuyos defensores no se batieron más que en el acceso a la ciudad, y aun aquí con pocos bríos; luego, el 4 de agosto, se dejaron desarmar sin resistencia. En los días siguientes desarmó, también sin resistencia, a Sanlúcar de Barrameda, San Roque, Tarifa, Algeciras y otra multitud de pequeñas ciudades, cada una de las cuales se había erigido en cantón independiente. Al mismo tiempo, envió columnas contra Málaga y Granada, que capitularon sin resistencia el 3 y el 8 de agosto respectivamente; y así, el 10 de agosto, en menos de 15 días y casi sin lucha, había quedado sometida toda Andalucía.
El 26 de julio inició Martínez Campos el ataque contra Valencia. Aquí, la insurrección había partido de los obreros. Al escindirse en España la Internacional, en Valencia obtuvieron la mayoría los internacionales auténticos y el nuevo Consejo federal español fue trasladado a esta ciudad. A poco de proclamarse la República cuando ya se vislumbraba la inminencia de combates revolucionarios, los obreros bakuninistas de Valencia, desconfiando de los líderes barceloneses, que disfrazaban su táctica de apaciguamiento con frases ultrarrevolucionarias, prometieron a los auténticos internacionales que harían causa común con ellos en todos los movimientos locales. Al estallar el movimiento cantonal, inmediatamente ambas fracciones se lanzaron a la calle, utilizando a los intransigentes, y desalojaron a las tropas. No se ha sabido cuál era la composición de la Junta de Valencia; sin embargo, de los informes de los corresponsales de la prensa inglesa se desprende que en ella, al igual que entre los voluntarios valencianos, tenían los obreros preponderancia decisiva.
Esos mismos corresponsales hablaban de los insurrectos de Valencia con un respeto que distaban mucho de dispensar a los otros rebeldes, en su mayoría intransigentes; ensalzaban su disciplina y el orden reinante en la ciudad y pronosticaban una larga resistencia y una lucha enconada. No se equivocaron. Valencia, ciudad abierta, se sostuvo contra los ataques de la división de Martínez Campos desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto, es decir, más tiempo que toda Andalucía junta.
En la provincia de Murcia, las tropas ocuparon sin resistencia la capital, del mismo nombre. Después de tomar Valencia, Martínez Campos marchó sobre Cartagena, una de las fortalezas mejor defendidas de España, protegida por tierra por una muralla y una serie de fortines destacados en las alturas dominantes. Los 3.000 soldados del Gobierno, privados de artillería de sitio, eran, naturalmente, impotentes, con sus cañones ligeros, contra la artillería pesada de los fuertes y tuvieron que limitarse a poner cerco a la ciudad por el lado de tierra; pero esto no significaba gran cosa, mientras los cartageneros dominasen el mar con los barcos de guerra apresados por ellos en el puerto. Los sublevados, que, mientras se luchaba en Valencia y Andalucía, sólo se habían ocupado de ellos mismos, empezaron a pensar en el mundo exterior después de estar reprimidas las demás sublevaciones, cuando empezaron a escasearles a ellos el dinero y los víveres. Entonces, hicieron primero una tentativa de marchar sobre Madrid, ¡que distaba de Cartagena, por lo menos, 60 millas alemanas, más del doble que, por ejemplo, Valencia o Granada!
La expedición tuvo un fin lamentable no lejos de Cartagena; y el cerco cortó el paso a otro intento de salida por tierra. Se lanzaron, pues, a hacer salidas con la flota. ¡Y qué salidas! No podía ni hablarse de volver a sublevar, con los barcos de guerra cartageneros, los puertos de mar que acababan de ser sometidos. Por tanto, la marina de guerra del Cantón soberano de Cartagena se limitó a amenazar con que bombardearía a las demás ciudades del litoral marítimo desde Valencia hasta Málaga -también soberanas, según la teoría cartagenera-, y en caso necesario, a bombardearlas real y efectivamente, si no traían a bordo de sus buques los víveres exigidos y una contribución de guerra en moneda contante y sonante. Mientras estas ciudades habían estado levantadas en armas contra el Gobierno como cantones soberanos, en Cartagena regía el principio de «¡cada cual para sí!» Ahora, que estaban derrotadas, tenía que regir el principio de «¡todos para Cartagena!» Así entendían los intransigentes de Cartagena y sus secuaces bakuninistas el federalismo de los cantones soberanos.
Para reforzar las filas de los combatientes de la libertad, el gobierno de Cartagena dio suelta a los 1.800 reclusos del penal de aquella ciudad, los peores ladrones y asesinos de toda España. Que esta medida revolucionaria le fue sugerida por los bakuninistas es cosa que no admite duda después de las revelaciones del informe sobre la «Alianza». En él se demuestra cómo Bakunin se entusiasmaba ante el «desencadenamiento de todas las malas pasiones» y cómo proclamaba al bandolero ruso modelo de verdaderos revolucionarios. Lo que vale para los rusos, debe valer también para los españoles. Por tanto, el gobierno cartagenero se ajustaba por completo al espíritu de Bakunin cuando desencadenó las «malas pasiones» de los 1.800 matones embotellados, llevando con ellos hasta el extremo la desmoralización entre sus tropas. Y cuando el Gobierno español, en vez de deshacer a cañonazos sus propias fortificaciones, esperaba la sumisión de Cartagena de la descomposición interior de sus defensores, seguía una política totalmente acertada.
IV
Escuchemos ahora el informe de la Nueva Federación Madrileña acerca de todo este movimiento.
Al Congreso que debía celebrarse en Valencia el segundo domingo de agosto estaba encomendada, como se ve, la importante misión de determinar la actitud de la federación española ante los graves acontecimientos políticos que se vienen desenvolviendo en España desde el 11 de febrero último, día de la proclamación de la República; pero la descabellada sublevación cantonal, abortada miserablemente y en la cual tomaron una parte activa los internacionales de casi todas las provincias sublevadas, ha venido, no sólo a paralizar la acción del Consejo federal, diseminando a la mayor parte de sus miembros, sino que ha desorganizado casi por completo las federaciones locales, echando sobre sus individuos -que es lo más triste- todo el peso de la odiosidad, todas las persecuciones que trae siempre consigo una insurrección fracasada y torpemente urdida.
Al estallar el movimiento cantonal, al constituirse las juntas, o sea, los gobiernos de los cantones, aquellos mismos (los bakuninistas) que tanto vociferaban contra el Poder político, que tan violentamente nos acusaban de autoritarios, se apresuraron a ingresar en aquellos gobiernos; y en ciudades tan importantes como Sevilla, Cádiz, Sanlúcar de Barrameda, Granada y Valencia, muchos internacionales de los que se titulan antiautoritarios, formaban parte de las juntas cantonales, sin otra bandera que la de la autonomía de la provincia o cantón. Asi consta oficialmente en las proclamas y demás documentos publicados por las referidas juntas, donde internacionales muy conocidos estamparon sus nombres.
Tanta contradicción entre la teoría y la práctica, entre la propaganda y el hecho significaría muy poco si de semejante conducta resultara o hubiera podido resultar alguna ventaja para nuestra Asociación, algún progreso en el camino de la organización de nuestras fuerzas, algún paso dado hacia el cumplimiento de nuestra aspiración fundamental, la emancipación de la clase trabajadora. Pero ha sucedido todo lo contrario, como no podía menos de suceder. Faltando la acción colectiva del proletariado español, tan fácil si se hubiera obrado en nombre de la Internacional, faltando el acuerdo de las federaciones locales y quedando por consecuencia abandonado el movimiento a la iniciativa individual o de localidad aislada, sin más dirección que la que pudiera imprimirle la misteriosa Alianza, que por desgracia impera todavía en nuestra región, y sin otro programa que el de nuestros naturales enemigos los republicanos burgueses, el alzamiento cantonal sucumbió de una manera vergonzosa, casi sin resistencia, arrastrando en su caída el prestigio y la organización de la Internacional en España.
No hay exceso, crimen ni violencia que los republicanos de hoy no atribuyan a la Internacional, habiéndose dado el caso, según se nos asegura, de que en Sevilla, durante el combate, los mismos intransigentes hacían fuego a sus aliados los internacionales (bakuninistas). La reacción, aprovechándose hábilmente de nuestras torpezas, incita a los republicanos a que nos persigan sublevando al mismo tiempo a los indiferentes contra nosotros, y lo que no pudieron lograr en tiempo de Sagasta lo consiguen ahora: hoy día en España el nombre de la Internacional es un nombre aborrecido hasta para la generalidad de los obreros.
En Barcelona muchas secciones obreras se han separado de la Internacional, protestando contra los hombres del periódico La Federación (órgano principal de los bakuninistas) y contra su inexplicable conducta; en Jerez, Puerto de Santa María y otros puntos, las federaciones se han declarado disueltas: en Loja (provincia de Granada) han sido expulsados los pocos internacionales que allí había; en Madrid, donde se disfruta de la mayor libertad, la antigua federación (bakuninista) no da la más leve señal de vida, y la nuestra se ve forzada a permanecer inactiva y silenciosa por no cargar con culpas ajenas; en las localidades del Norte la guerra cada vez más encarnizada de los carlistas impide toda clase de trabajos; y por último, en Valencia, donde después de 15 días de sitio quedó vencedor el Gobierno, los internacionales que no han huido tienen que permanecer ocultos, y el Consejo federal se halla hoy enteramente disuelto».
Hasta aquí, el informe de Madrid. Como vemos, coincide en un todo con el relato histórico hecho en las páginas anteriores.
Examinemos, pues, el resultado de toda nuestra investigación:
1. En cuanto se enfrentaron con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a echar por la borda todo el programa que hasta entonces habían mantenido. En primer lugar, sacrificaron su dogma del abstencionismo político y, sobre todo, del abstencionismo electoral. Luego, le llegó el turno a la anarquía, a la abolición del Estado; en vez de abolir el Estado, lo que hicieron fue intentar erigir una serie de pequeños Estados nuevos. A continuación, abandonaron su principio de que los obreros no debían participar en ninguna revolución que no persiguiese la inmediata y completa emancipación del proletariado, y participaron en un movimiento cuyo carácter puramente burgués era evidente. Finalmente, pisotearon el principio que acababan de proclamar ellos mismos, principio según el cual la instauración de un gobierno revolucionario no es más que un nuevo engaño y una nueva traición a la clase obrera, instalándose cómodamente en las juntas gubernamentales de las distintas ciudades, y además casi siempre como una minoría impotente, neutralizada y políticamente explotada por los burgueses.
2. Al renegar de los principios que habían venido predicando siempre, lo hicieron de la manera más cobarde y más embustera y bajo la presión de una conciencia culpable, sin que los propios bakuninistas ni las masas acaudilladas por ellos se lanzasen al movimiento con ningún programa ni supiesen remotamente lo que querían. ¿Cuál fue la consecuencia natural de esto? Que los bakuninistas entorpeciesen todo movimiento, como en Barcelona, o se viesen arrastrados a levantamientos aislados, irreflexivos y estúpidos, como en Alcoy y Sanlúcar de Barrameda, o bien que la dirección de la insurrección cayera en manos de los burgueses intransigentes, como ocurrió en la mayoría de los casos. Así, pues, al pasar a los hechos, los gritos ultrarrevolucionarios de los bakuninistas se tradujeron en medidas para calmar los ánimos, en levantamientos condenados de antemano al fracaso o en la adhesión a un partido burgués, que, además de explotar ignominiosamente a los obreros para sus fines políticos, los trataba a patadas.
3. Lo único que ha quedado en pie de los llamados principios de la anarquía, de la federación libre de grupos independientes, etc., ha sido la dispersión sin tasa y sin sentido de los medios revolucionarios de lucha, que permitió al Gobierno dominar una ciudad tras otra con un puñado de tropas y sin encontrar apenas resistencia.
4. Fin de fiesta: No sólo la Sección española de la Internacional -lo mismo la falsa que la auténtica- se ha visto envuelta en el derrumbamiento de los intransigentes, y hoy esta Sección -en tiempos numerosa y bien organizada- está de hecho disuelta, sino que, además, se le atribuye todo el cúmulo de excesos imaginarios sin el cual los filisteos de todos los países no pueden concebir un levantamiento obrero; con lo que se ha hecho imposible, acaso por muchos años, la reorganización internacional del proletariado español.
5. En una palabra, los bakuninistas españoles nos han dado un ejemplo insuperable de cómo no debe hacerse una revolución.
Escrito por Engels en 1873 inmediatamente despues de los eventos en España descritos en el artículo, que fueron el punto culminante de la revolución burguesa española de 1868-1874. La "Advertencia preliminar" fue agregada en 1894.
Los Bakuninistas en Acción
Memoria sobre el levantamiento en España en el verano de 1873
I
El informe que acaba de publicar la Comisión de La Haya sobre la Alianza secreta de Miguel Bakunin ha puesto de manifiesto ante el mundo obrero los manejos ocultos, las granujadas y la huera fraseología con que se pretendía poner el movimiento proletario al servicio de la presuntuosa ambición y los designios egoístas de unos cuantos genios incomprendidos. Entretanto, estos megalómanos nos han dado ocasión en España de conocer también su actuación revolucionaria práctica. Veamos cómo llevan a los hechos sus frases ultrarrevolucionarias sobre la anarquía y la autonomía, sobre la abolición de toda autoridad, especialmente la del Estado, y sobre la emancipación inmediata y completa de los obreros. Por fin podemos hacerlo ya, pues ahora, además de la información de los periódicos sobre los acontecimientos de España, tenemos a la vista el informe enviado al Congreso de Ginebra por la Nueva Federación Madrileña de la Internacional.
Es sabido que, en España, al producirse la escisión de la Internacional, sacaron ventaja los miembros de la Alianza secreta; la gran mayoría de los obreros españoles se adhirió a ellos. Al proclamarse la República, en febrero de 1873, los aliancistas españoles se vieron en un trance muy difícil. España es un país muy atrasado industrialmente, y, por lo tanto, no puede hablarse aún de una emancipación inmediata y completa de la clase obrera. Antes de esto, España tiene que pasar por varias etapas previas de desarrollo y quitar de en medio toda una serie de obstáculos.
La República brindaba la ocasión para acortar en lo posible esas etapas y para barrer rápidamente estos obstáculos. Pero esta ocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política activa de la clase obrera española.
La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la ocasión de actuar, en vez de dejar a las clases poseedoras el campo libre para la acción y para las intrigas, como se había hecho hasta entonces.
El Gobierno convocó elecciones a Cortes Constituyentes. ¿Qué posición debía adoptar la Internacional? Los jefes bakuninistas estaban sumidos en la mayor perplejidad. La prolongación de la inactividad política hacíase cada día más ridícula y más insostenible; los obreros querían «hechos». Y, por otra parte, los aliancistas llevaban años predicando que no se debía intervenir en ninguna revolución que no fuese encaminada a la emancipación inmediata y completa de la clase obrera; que el emprender cualquier acción política implicaba el reconocimiento del Estado, el gran principio del mal; y que, por lo tanto, y muy especialmente, la participación en cualquier clase de elecciones era un crimen que merecía la muerte. El citado informe de Madrid nos dice cómo salieron del aprieto:
Los mismos que desconociendo los acuerdos tomados en el Congreso general de La Haya sobre la acción política de la clase trabajadora, y rasgando los Estatutos de la Internacional, introdujeron la división, la lucha y el desorden en el seno de la federación española; los mismos que no vacilaron en presentarnos a los ojos de los trabajadores como unos políticos ambiciosos, que, con el pretexto de colocar en el Poder a la clase obrera, pugnaban por adueñarse del Poder en beneficio propio; esos mismos hombres que se dan el título de revolucionarios, autónomos, anárquicos, etc., se han lanzado en esta ocasión a hacer política; pero la peor de las políticas, la política burguesa; no han trabajado para dar el Poder político a la clase proletaria, idea que ellos miran con horror, sino para ayudar a que conquistase el Gobierno una fracción de la burguesía, fracción compuesta de aventureros, postulantes y ambiciosos, que se denominan republicanos intransigentes.
Ya en vísperas de las elecciones generales para las Constituyentes, los obreros de Barcelona, Alcoy y otros puntos quisieron saber qué política debían seguir los internacionalistas, tanto en las luchas parlamentarias como en las otras. Celebráronse con este objeto dos grandes asambleas, una en Barcelona y otra en Alcoy, y los separatistas (los aliancistas) se opusieron con todas sus fuerzas a que se determinara cuál había de ser la actitud política de la Internacional (¡de la suya, nótese bien!), resolviéndose que la Internacional, como Asociación, no debe ejercer acción política alguna; pero que los internacionales, como individuos, podían obrar en el sentido que quisieran y afiliarse en el partido que mejor les pareciese, siempre en uso de la famosa autonomía. Y ¿qué resultó de la aplicación de una teoría tan bizarra? Que la mayoría de los internacionales, incluso los anárquicos, tomaron parte en las elecciones, sin programa, sin bandera, sin candidatos, contribuyendo a que viniese a las Constituyentes una casi totalidad de burgueses, con excepción de dos o tres obreros, que nada representan, que no han levantado ni una sola vez su voz en defensa de los intereses de nuestra clase y que votan tranquilamente cuantos proyectos les presentan los reaccionarios de la mayoría.
A eso conduce el «abstencionismo político» bakuninista. En tiempos pacíficos, en que el proletariado sabe de antemano que a lo sumo conseguirá llevar al Parlamento unos cuantos diputados y que la obtención de una mayoría parlamentaria le está por completo vedada, se conseguirá acaso convencer a los obreros en algún sitio que otro de que es toda una actuación revolucionaria quedarse en casa cuando haya elecciones y, en vez de atacar al Estado concreto, en el que vivimos y que nos oprime, atacar al Estado en abstracto, que no existe en ninguna parte y, por lo tanto, no puede defenderse.
Es ése un procedimiento magnífico de hacerse el revolucionario, característico de gentes a quienes se les cae fácilmente el alma a los pies; y hasta qué punto los jefes de los aliancistas españoles se cuentan entre esta casta de gentes lo demuestra con todo detalle el escrito sobre la Alianza que citábamos al principio.
Pero, tan pronto como los mismos acontecimientos empujan al proletariado y lo colocan en primer plano, el abstencionismo se convierte en una majadería palpable y la intervención activa de la clase obrera en una necesidad inexcusable. Y éste fue el caso en España.
La abdicación de Amadeo había desplazado del Poder y de la posibilidad inmediata de recobrarlo a los monárquicos radicales; los alfonsinos estaban, por el momento, más imposibilitados aún; los carlistas preferían, como casi siempre, la guerra civil a la lucha electoral. Todos estos partidos se abstuvieron a la manera española; en las elecciones sólo tomaron parte los republicanos federales, divididos en dos bandos, y la masa obrera. Dada la enorme fascinación que el nombre de la Internacional ejercía aún por aquel entonces sobre los obreros de España y dada la excelente organización que, al menos para los fines prácticos, conservaba aún su Sección española, era seguro que en los distritos fabriles de Cataluña, en Valencia, en las ciudades de Andalucía, etc., habrían triunfado brillantemente todos los candidatos presentados y mantenidos por la Internacional, llevando a las Cortes una minoría lo bastante fuerte para decidir en las votaciones entre los dos bandos republicanos.
Los obreros sentían eso; sentían que había llegado la hora de poner en juego su potente organización, pues por aquel entonces todavía lo era. Pero los señores jefes de la escuela bakuninista habían predicado, durante tanto tiempo, el evangelio del abstencionismo incondicional, que no podían dar marcha atrás repentinamente; y así inventaron aquella lamentable salida, consistente en hacer que la Internacional se abstuviese como colectividad, pero dejando a sus miembros en libertad para votar individualmente como se les antojase.
La consecuencia de esa declaración en quiebra política fue que los obreros, como ocurre siempre en tales casos, votaron a la gente que se las daba de más radical, a los intransigentes, y que, sintiéndose con esto más o menos responsables de los pasos dados posteriormente por sus elegidos, acabaran por verse envueltos en su actuación.
II
Los aliancistas no podían persistir en la ridícula situación en que se habían colocado con su astuta política electoral, a menos de querer dar al traste con su jefatura sobre la Internacional en España. Tenían que aparentar, por lo menos, que hacían algo. Y su tabla de salvación fue la huelga general.
En el programa bakuninista, la huelga general es la palanca de que hay que valerse para desencadenar la revolución social. Una buena mañana, los obreros de todos los gremios de un país y hasta del mundo entero dejan el trabajo y, en cuatro semanas a lo sumo, obligan a las clases poseedoras a darse por vencidas o a lanzarse contra los obreros, con lo cual dan a éstos el derecho a defenderse y a derribar, aprovechando la ocasión, toda la vieja organización social. La idea dista mucho de ser nueva; primero los socialistas franceses y luego los belgas se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin embargo, por su origen, un caballo de raza inglesa.
Durante el rápido e intenso auge del cartismo entre los obreros británicos, que siguió a la crisis de 1837, se predicó, ya en 1839, el «mes santo», el paro en escala nacional (v. Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra); y la idea tuvo tanta resonancia, que los obreros fabriles del Norte de Inglaterra intentaron ponerla en práctica en julio de 1842. También en el Congreso de los aliancistas celebrado en Ginebra el 1º de septiembre de 1873 desempeñó gran papel la huelga general, si bien se reconoció por todo el mundo que para esto hacía falta una organización perfecta de la clase obrera y una caja bien repleta.
Y aquí precisamente la dificultad del asunto. De una parte, los gobiernos, sobre todo si se les deja envalentonarse con el abstencionismo político, jamás permitirán que la organización ni las cajas de los obreros lleguen tan lejos; y, por otra parte, los acontecimientos políticos y los abusos de las clases gobernantes facilitarán la emancipación de los obreros mucho antes de que el proletariado llegue a reunir esa organización ideal y ese gigantesco fondo de reserva. Pero, si dispusiese de ambas cosas, no necesitaría dar el rodeo de la huelga general para llegar a la meta.
Para nadie que conozca un poco el engranaje oculto de la Alianza puede ser dudoso que la propuesta de aplicar este bien experimentado procedimiento partió del centro suizo. El caso es que los dirigentes españoles encontraron de este modo una salida para hacer algo sin volverse de una vez «políticos»; y se lanzaron encantados a ella. Por todas partes se predicaron los efectos milagrosos de la huelga general y en seguida se preparó todo para comenzarla en Barcelona y en Alcoy.
Entretanto, la situación política iba acercándose cada vez más a una crisis. Los viejos tragahombres del republicanismo federal, Castelar y comparsa, se echaron a temblar ante el movimiento, que les rebasaba; no tuvieron más remedio que ceder el poder a Pi y Margall, que intentaba una transacción con los intransigentes. Pi era, de todos los republicanos oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que la República se apoyara en los obreros. Así presentó en seguida un programa de medidas sociales de inmediata ejecución, que no sólo eran directamente ventajosas para los obreros, sino que, además, por sus efectos, tenían necesariamente que empujar a mayores avances y, de este modo, por lo menos poner en marcha la revolución social.
Pero los internacionales bakuninistas, que tienen la obligación de rechazar hasta las medidas más revolucionarias, cuando éstas arrancan del «Estado», preferían apoyar a los intransigentes más extravagantes antes que a un ministro. Las negociaciones de Pi con los intransigentes se dilataban; los intransigentes empezaron a perder la paciencia; los más fogosos de ellos comenzaron en Andalucía el levantamiento cantonal. Había llegado la hora de que los jefes de la Alianza actuasen también, si no querían seguir marchando a remolque de los intransigentes burgueses. En vista de esto, ordenaron la huelga general.
En Barcelona se pegó, entre otros, este cartel:
¡Obreros! Declaramos la huelga general para demostrar la profunda repugnancia que nos causa ver cómo el Gobierno echa a la calle el ejército para luchar contra nuestros hermanos trabajadores, mientras apenas se preocupa de la guerra contra los carlistas, etc.
Es decir, que se invitaba a los obreros de Barcelona -el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo- a enfrentarse con el Poder público armado, pero no con las armas que ellos tenían también en sus manos, sino con un paro general, con una medida que sólo afecta directamente a los burgueses individuales, pero que no va contra su representación colectiva, contra el Poder del Estado.
Los obreros barceloneses habían podido, en la inactividad de los tiempos de paz, prestar oído a las frases violentas de hombres tan mansos como Alerini, Farga Pellicer y Viñas; pero cuando llegó la hora de actuar, cuando Alerini, Farga Pellicer y Viñas lanzaron, primero, su famoso programa electoral, luego se dedicaron constantemente a calmar los ánimos, y por fin, en vez de llamar a las armas, declararon la huelga general, acabaron por provocar el desprecio de los obreros. El más débil de los intransigentes revelaba, con todo, más energía que el más enérgico de los aliancistas.
La Alianza y la Internacional mangoneada por ella perdieron toda su influencia y, cuando estos caballeros proclamaron la huelga general, bajo el pretexto de paralizar con ello la acción del Gobierno, los obreros se echaron sencillamente a reír. Pero la actividad de la falsa Internacional había conseguido, por lo menos, que Barcelona se mantuviese al margen del alzamiento cantonal. Dentro de él, la representación de la clase obrera era, en todas partes, un elemento muy fuerte; y Barcelona era la única ciudad cuya incorporación podía respaldar de un modo firme a este elemento obrero y darle la perspectiva de hacerse dueño, en fin de cuentas, de todo el movimiento.
Además, la incorporación de Barcelona puede decirse que habría decidido el triunfo. Pero Barcelona no movió un dedo; los obreros barceloneses, que sabían a qué atenerse respecto a los intransigentes y habían sido engañados por los aliancistas, se cruzaron de brazos y dieron con ello el triunfo final al Gobierno de Madrid. Todo lo cual no impidió a los aliancistas Alerini y Brousse (acerca de cuyas personas da más detalles el informe sobre la Alianza) declarar en su periódico Solidarité révolutionnaire:
El movimiento revolucionario se extiende como un reguero de pólvora por toda la península. En Barcelona todavía no ha posado nada, ¡pero en la plaza pública lo revolución es permanente!
Pero era la revolución de los aliancistas, que consiste en mantener torneos oratorios y, precisamente por esto, es «permanente», sin moverse del sitio.
La huelga se había puesto a la orden del día al mismo tiempo en Alcoy. Alcoy es un centro fabril de reciente creación, que cuenta actualmente unos 30.000 habitantes, y en el que la Internacional, en forma bakuninista, sólo logró penetrar hace un año, desarrollándose luego con gran rapidez.
El socialismo, bajo cualquier forma, era bien recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente al margen del movimiento, como ocurre en algunos lugares rezagados de Alemania, donde repentinamente la Asociación General Obrera Alemana adquiere de momento gran número de adeptos. Alcoy fue elegido, por tanto, para sede de la Comisión federal bakuninista española; y esta Comisión federal es, precisamente, la que vamos a ver aquí actuar.
El 7 de julio, una asamblea obrera toma el acuerdo de huelga general; y al día siguiente envía una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndola para que reúna en el término de veinticuatro horas a los patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros.
El alcalde, Albors, un republicano burgués, entretiene a los obreros, pide tropas a Alicante y aconseja a los patronos que no cedan, sino que se parapeten en sus casas. En cuanto a él, estará en su puesto. Después de celebrar una entrevista con los patronos -estamos siguiendo el informe oficial de la Comisión federal aliancista, que lleva la fecha de 14 de julio de 1873-, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros mantenerse neutral, lanza una proclama en la que «injuria y calumnia a los obreros y toma partido por los patronos, anulando así el derecho y la libertad de los huelguistas y retándolos a luchar». Cómo los piadosos deseos de un alcalde podían anular el derecho a la libertad de los huelguistas, es cosa que no se aclara en el informe. El caso es que los obreros, dirigidos por la Alianza, hicieron saber al Concejo, por medio de una comisión que, si no estaba dispuesto a mantener en la huelga la neutralidad prometida, lo mejor que podía hacer era dimitir para evitar un conflicto. La comisión no fue recibida y, cuando salía del Ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra el pueblo, congregado en la plaza en actitud pacífica y sin armas.
Así comenzó la lucha, según el informe aliancista. El pueblo se armó, y comenzó la batalla que había de durar «veinte horas». De una parte, los obreros, que Solidarité révolutionnaire cifra en 5.000; de otra parte, 32 guardias civiles concentrados en el Ayuntamiento y algunas gentes armadas parapetadas en cuatro o cinco casas junto al mercado, casas a las que el pueblo pegó fuego a la buena manera prusiana. Por fin, a los guardias se les agotaron las municiones y tuvieron que capitular.
No habría habido que lamentar tantas desgracias -dice el informe de la Comisión aliancista- si el alcalde Albors no hubiera engañado al pueblo simulando rendirse y haciendo luego asesinar alevosamente a los que entraron en el Ayuntamiento fiándose de su palabra; y el mismo alcalde no habría perecido, como pereció a manos de la población, legítimamente indignada, si no hubiese disparado su revólver a quemarropa contra los que iban a detenerle.
¿Cuántas bajas causó esta batalla?
Si bien no es posible calcular con exactitud el número de muertos y heridos (de parte del pueblo), si podemos decir que no habrán bajado seguramente de diez. De parte de los provocadores, no bajan de quince los muertos y los heridos.
Ésa fue la primera batalla callejera de la Alianza. Al frente de 5.000 hombres, se batió durante veinte horas contra 32 guardias y algunos burgueses armados; los venció, después que ellos hubieron agotado las municiones, y perdió, en total, diez hombres. Se conoce que la Alianza inculca a sus iniciados aquella sabia sentencia de Falstaff de que «el mayor mérito de la valentía es la prudencia».
Huelga decir que todas las noticias terroríficas de los periódicos burgueses, que hablan de fábricas incendiadas sin objeto alguno, de guardias fusilados en masa, de personas rociadas con petróleo y luego quemadas, son puras invenciones. Los obreros vencedores, aunque estén dirigidos por aliancistas, cuyo lema es: «No hay que reparar en nada», son siempre demasiado generosos con el enemigo vencido para obrar así, y éste les imputa todas las atrocidades que él no deja de cometer nunca cuando vence.
Eran, pues, vencedores.
«En Alcoy -dice, lleno de júbilo, Solidarité révolutionnaire-, nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la situación».
Veamos qué hicieron de su «situación» los tales «dueños».
Al llegar aquí, el informe de la Alianza y el periódico aliancista nos dejan en la estacada; tenemos que contentarnos con la información general de la prensa. Por ésta nos enteramos de que en Alcoy se constituyó inmediatamente un «Comité de Salud Pública», es decir, un gobierno revolucionario.
Es cierto que en el Congreso celebrado por ellos en Saint Imier (Suiza) el 15 de septiembre de 1872, los aliancistas habían acordado que «toda organización de un Poder político, del Poder llamado provisional o revolucionario, no puede ser más que un nuevo engaño y resultaría tan peligrosa para el proletariado como todos los gobiernos que existen actualmente». Además, los miembros de la Comisión federal de España, residente en Alcoy, habían hecho lo indecible para conseguir que el Congreso de la Sección española de la Internacional hiciese suyo este acuerdo. Pero, a pesar de todo esto, nos encontramos que Severino Albarracín, miembro de aquella Comisión, y, según ciertos informes, también Francisco Tomás, su secretario, forman parte de ese gobierno provisional y revolucionario que era el Comité de Salud Pública de Alcoy.
¿Y qué hizo este Comité de Salud Pública? ¿Cuáles fueron sus medidas para lograr la «emancipación inmediata y completa de los obreros?» Prohibir que ningún hombre saliese de la villa, autorizando en cambio para hacerlo a las mujeres, siempre y cuando que ¡tuviesen pase! ¡Los enemigos de la autoridad restableciendo el régimen de pases! Por lo demás, la más completa confusión, la más completa inactividad, la más completa ineptitud.
Entretanto, el general Velarde avanzaba con sus tropas desde Alicante. El Gobierno tenía sus razones para ir apaciguando silenciosamente las insurrecciones locales de las provincias. Y los «dueños de la situación» de Alcoy tenían también las suyas para zafarse de un estado de cosas con el que no sabían qué hacer. Por eso, el diputado Cervera, que actuaba de mediador, encontró el camino llano. El Comité de Salud Pública resignó sus poderes, las tropas entraron en la villa el 12 de julio sin encontrar la menor resistencia y la única promesa que se hizo a cambio al Comité de Salud Pública fue dar una amnistía general. Los aliancistas «dueños de la situación» habían salido realmente del aprieto una vez más. Y con esto terminó la aventura de Alcoy.
En Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz, «el alcalde -relata el informe aliancista- clausura el local de la Internacional y, con sus amenazas y sus incesantes atentados contra los derechos personales de los ciudadanos, provoca la cólera de los obreros. Una comisión reclama del ministro el respeto del derecho y la reapertura del local, arbitrariamente clausurado. El señor Pi accede a ello en principio pero denegándolo en la práctica; los obreros ven que el Gobierno trata de colocar a su Asociación sistemáticamente fuera de la ley; destituyen a las autoridades locales y ponen en su lugar a otras, que ordenan la reapertura del local de la Asociación».
«¡En Sanlúcar el pueblo es dueño de la situación!», exclama triunfalmente Solidarité révolutionnaire. Los aliancistas, que también aquí, en contra de sus principios anarquistas, instituyeron un gobierno revolucionario, no supieron por dónde empezar a servirse del Poder. Perdieron el tiempo en debates vacuos y acuerdos sobre el papel, y el 5 de agosto, después de ocupar las ciudades de Sevilla y Cádiz, el general Pavía destacó a unas cuantas compañías de la brigada de Soria para tomar Sanlúcar y no encontró la menor resistencia.
Ésas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza donde nadie le hacía la competencia.
III
Inmediatamente después de la batalla librada en las calles de Alcoy, se levantaron los intransigentes en Andalucía. Pi y Margall estaba todavía en el Poder y en continuas negociaciones con los jefes de este grupo político, para formar con ellos un nuevo ministerio. ¿Por qué, pues, echarse a la calle, sin esperar a que fracasaran las negociaciones? La razón de estas prisas no ha llegado a ponerse totalmente en claro. Lo único que puede asegurarse es que los señores intransigentes trataban ante todo de que se llevase a la práctica cuanto antes la República federal para, de este modo, poder escalar el Poder y los muchos cargos nuevos que habrían de crearse en los distintos cantones.
En Madrid, las Cortes tardaban mucho en descuartizar a España; había que tomar cartas en el asunto y proclamar en todas partes cantones soberanos. La actitud que habían venido manteniendo hasta entonces los internacionales (los envueltos bakuninistas), de lleno, desde las elecciones, en los manejos de los intransigentes, permitía contar con su colaboración; además, precisamente se habían apoderado de Alcoy por la violencia y estaban, por lo tanto, en lucha abierta con el Gobierno. A esto se añadía el que los bakuninistas habían venido predicando durante muchos años que toda acción revolucionaria de arriba abajo era perniciosa y que todo debía organizarse y llevarse a cabo de abajo arriba. Y he aquí que ahora se les deparaba la ocasión de implantar de abajo arriba, al menos en unas cuantas ciudades, el famoso principio de la autonomía. Ni que decir tiene que los obreros bakuninistas se tragaron el anzuelo y sacaron las castañas del fuego a los intransigentes para luego verse recompensados por sus aliados, como siempre, con puntapiés y balas de fusil.
Veamos cuál fue la posición de los internacionales bakuninistas en todo este movimiento. Ayudaron a imprimirle el sello de la atomización federalista y realizaron su ideal de la anarquía en la medida de lo posible. Los mismos bakuninistas que, pocos meses antes, en Córdoba, habían anatematizado como una traición y una añagaza contra los obreros la instauración de gobiernos revolucionarios formaban ahora parte de todos los gobiernos municipales revolucionarios de Andalucía, pero siempre en minoría, de modo que los intransigentes podían hacer cuanto les viniera en gana. Mientras éstos monopolizaban la dirección política y militar del movimiento, a los obreros se les despachaba con unos cuantos tópicos brillantes o con unos acuerdos sobre supuestas reformas sociales del carácter más tosco y absurdo y que, además, sólo existían sobre el papel. En cuanto los líderes bakuninistas pedían alguna concesión real y positiva, se les rechazaba desdeñosamente. Lo más importante que tenían siempre que declarar los intransigentes directores del movimiento a los corresponsales de los periódicos ingleses, era que ellos no tenían nada que ver con estos llamados internacionales y que declinaban toda responsabilidad por sus actos, aclarando bien que tenían estrictamente vigilados por la policía a sus jefes y a todos los emigrados de la Comuna de París. Finalmente, en Sevilla, como veremos, los intransigentes, durante el combate contra las tropas del Gobierno, dispararon también contra sus aliados bakuninistas.
Así sucedió que, en el transcurso de pocos días, toda Andalucía estuvo en manos de los intransigentes armados. Sevilla, Málaga, Granada, Cádiz, etc., cayeron en su poder casi sin resistencia. Cada ciudad se declaró cantón independiente y nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Lo mismo hicieron después Murcia, Cartagena y Valencia. En Salamanca se hizo también un ensayo por el estilo, pero de carácter más pacífico. Así estuvieron la mayoría de las grandes ciudades de España en poder de los insurrectos, con excepción de la capital, Madrid -simple ciudad de lujo, que casi nunca interviene decididamente-, y de Barcelona. Si Barcelona se hubiese lanzado, el triunfo final habría sido casi seguro y, además, se habría asegurado un refuerzo firme al elemento obrero que tomaba parte en el movimiento. Pero ya hemos visto que en Barcelona los intransigentes no tenían apenas fuerza y que los internacionales bakuninistas, que por aquel entonces eran aún muy fuertes allí, tomaron la huelga general como pretexto para escurrir el bulto. Así, pues, esta vez Barcelona no estuvo en su puesto.
No obstante, esta insurrección aunque iniciada de un modo descabellado, tenía aún grandes perspectivas de éxito si se la hubiera dirigido con un poco de inteligencia, siquiera hubiese sido al modo de los pronunciamientos militares españoles, en que la guarnición de una plaza se subleva, va sobre la plaza más cercana, arrastra consigo a su guarnición, preparada de antemano, y, creciendo como un alud, avanza sobre la capital, hasta que una batalla afortunada o el paso a su campo de las tropas enviadas contra ella decide el triunfo.
Tal método era especialmente adecuado en esta ocasión. Los insurrectos se hallaban organizados en todas partes desde hacía mucho tiempo en batallones de voluntarios, cuya disciplina era, a decir verdad, pésima, pero no peor, seguramente, que la de los restos del antiguo ejército español, descompuesto en su mayor parte. La única fuerza de confianza de que disponía el Gobierno era la Guardia Civil, y ésta se hallaba desperdigada por todo el país. Ante todo había que impedir la concentración de los guardias civiles y, para ello, no existía más recurso que tomar la ofensiva y aventurarse a campo abierto; la cosa no era muy arriesgada, pues el Gobierno sólo podía oponer a los voluntarios tropas tan indisciplinadas como ellos mismos. Y, si se quería vencer, no había otro camino.
Pero, no. El federalismo de los intransigentes y de su apéndice bakuninista consistía, precisamente, en dejar que cada ciudad actuase por su cuenta y declaraba esencial, no su cooperación con las otras ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a toda posibilidad de una ofensiva general. Lo que en la guerra de los campesinos alemanes y en las insurrecciones alemanas de mayo de 1849 había sido un mal inevitable -la atomización y el aislamiento de las fuerzas revolucionarias, que permitió a unas y las mismas tropas del Gobierno ir aplastando un alzamiento tras otro-, se proclamaba aquí como el principio de la suprema sabiduría revolucionaria.
Bakunin pudo disfrutar de este desagravio. Ya en septiembre de 1870 (en sus Lettres à un Français) había declarado que el único medio para expulsar de Francia a los prusianos con una lucha revolucionaria consistía en abolir toda dirección centralizada y dejar que cada ciudad, cada aldea, cada municipio, dirigiese la guerra por su cuenta. Si al ejército prusiano, con su dirección única, se oponía el desencadenamiento de las pasiones revolucionarias, el triunfo era seguro. Frente a la inteligencia colectiva del pueblo francés, abandonado por fin de nuevo a sus propios destinos, la inteligencia individual de Moltke se esfumaría. Entonces, los franceses no quisieron entenderlo así; pero en España se obsequió a Bakunin, como hemos visto y aún hemos de ver, con un triunfo resonante.
Entretanto, la puñalada trapera de este levantamiento, organizado sin pretexto alguno, imposibilitó a Pi y Margall para seguir negociando con los intransigentes. Tuvo que dimitir; lo sustituyeron en el Poder los republicanos puros del tipo de Castelar, burgueses sin disfrazar, cuyo primer designio era dar al traste con el movimiento obrero, del que antes se habían servido, pero que ahora les estorbaba.
A las órdenes del general Pavía se formó una división para mandarla contra Andalucía, y otra a las órdenes de Martínez Campos para enviarla contra Valencia y Cartagena. La flor de esas divisiones eran los guardias civiles traídos de todas partes de España, todos ellos antiguos soldados cuya disciplina se mantenía aún inconmovible. Como había ocurrido con los gendarmes en la marcha del ejército versallés sobre París, la misión de estos guardias civiles era reforzar las tropas de línea desmoralizadas e ir siempre a la cabeza de las columnas de ataque, cometido que, en ambos aspectos, cumplieron en la medida de sus fuerzas. Además de ellos, contenían las divisiones algunos regimientos de línea refundidos, de modo que cada una de ellas estaba compuesta por unos 3.000 hombres. Era todo lo que el Gobierno podía movilizar contra los insurrectos.
El general Pavía se puso en marcha hacia el 20 de julio. El 24 fue ocupada Córdoba por una columna de guardias civiles y tropas de línea al mando de Ripoll. El 29, Pavía atacó las barricadas de Sevilla, la cual cayó en sus manos el 30 o el 31 (los telegramas no permiten fijar con seguridad las fechas). Dejó una columna móvil para someter los alrededores y avanzó sobre Cádiz, cuyos defensores no se batieron más que en el acceso a la ciudad, y aun aquí con pocos bríos; luego, el 4 de agosto, se dejaron desarmar sin resistencia. En los días siguientes desarmó, también sin resistencia, a Sanlúcar de Barrameda, San Roque, Tarifa, Algeciras y otra multitud de pequeñas ciudades, cada una de las cuales se había erigido en cantón independiente. Al mismo tiempo, envió columnas contra Málaga y Granada, que capitularon sin resistencia el 3 y el 8 de agosto respectivamente; y así, el 10 de agosto, en menos de 15 días y casi sin lucha, había quedado sometida toda Andalucía.
El 26 de julio inició Martínez Campos el ataque contra Valencia. Aquí, la insurrección había partido de los obreros. Al escindirse en España la Internacional, en Valencia obtuvieron la mayoría los internacionales auténticos y el nuevo Consejo federal español fue trasladado a esta ciudad. A poco de proclamarse la República cuando ya se vislumbraba la inminencia de combates revolucionarios, los obreros bakuninistas de Valencia, desconfiando de los líderes barceloneses, que disfrazaban su táctica de apaciguamiento con frases ultrarrevolucionarias, prometieron a los auténticos internacionales que harían causa común con ellos en todos los movimientos locales. Al estallar el movimiento cantonal, inmediatamente ambas fracciones se lanzaron a la calle, utilizando a los intransigentes, y desalojaron a las tropas. No se ha sabido cuál era la composición de la Junta de Valencia; sin embargo, de los informes de los corresponsales de la prensa inglesa se desprende que en ella, al igual que entre los voluntarios valencianos, tenían los obreros preponderancia decisiva.
Esos mismos corresponsales hablaban de los insurrectos de Valencia con un respeto que distaban mucho de dispensar a los otros rebeldes, en su mayoría intransigentes; ensalzaban su disciplina y el orden reinante en la ciudad y pronosticaban una larga resistencia y una lucha enconada. No se equivocaron. Valencia, ciudad abierta, se sostuvo contra los ataques de la división de Martínez Campos desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto, es decir, más tiempo que toda Andalucía junta.
En la provincia de Murcia, las tropas ocuparon sin resistencia la capital, del mismo nombre. Después de tomar Valencia, Martínez Campos marchó sobre Cartagena, una de las fortalezas mejor defendidas de España, protegida por tierra por una muralla y una serie de fortines destacados en las alturas dominantes. Los 3.000 soldados del Gobierno, privados de artillería de sitio, eran, naturalmente, impotentes, con sus cañones ligeros, contra la artillería pesada de los fuertes y tuvieron que limitarse a poner cerco a la ciudad por el lado de tierra; pero esto no significaba gran cosa, mientras los cartageneros dominasen el mar con los barcos de guerra apresados por ellos en el puerto. Los sublevados, que, mientras se luchaba en Valencia y Andalucía, sólo se habían ocupado de ellos mismos, empezaron a pensar en el mundo exterior después de estar reprimidas las demás sublevaciones, cuando empezaron a escasearles a ellos el dinero y los víveres. Entonces, hicieron primero una tentativa de marchar sobre Madrid, ¡que distaba de Cartagena, por lo menos, 60 millas alemanas, más del doble que, por ejemplo, Valencia o Granada!
La expedición tuvo un fin lamentable no lejos de Cartagena; y el cerco cortó el paso a otro intento de salida por tierra. Se lanzaron, pues, a hacer salidas con la flota. ¡Y qué salidas! No podía ni hablarse de volver a sublevar, con los barcos de guerra cartageneros, los puertos de mar que acababan de ser sometidos. Por tanto, la marina de guerra del Cantón soberano de Cartagena se limitó a amenazar con que bombardearía a las demás ciudades del litoral marítimo desde Valencia hasta Málaga -también soberanas, según la teoría cartagenera-, y en caso necesario, a bombardearlas real y efectivamente, si no traían a bordo de sus buques los víveres exigidos y una contribución de guerra en moneda contante y sonante. Mientras estas ciudades habían estado levantadas en armas contra el Gobierno como cantones soberanos, en Cartagena regía el principio de «¡cada cual para sí!» Ahora, que estaban derrotadas, tenía que regir el principio de «¡todos para Cartagena!» Así entendían los intransigentes de Cartagena y sus secuaces bakuninistas el federalismo de los cantones soberanos.
Para reforzar las filas de los combatientes de la libertad, el gobierno de Cartagena dio suelta a los 1.800 reclusos del penal de aquella ciudad, los peores ladrones y asesinos de toda España. Que esta medida revolucionaria le fue sugerida por los bakuninistas es cosa que no admite duda después de las revelaciones del informe sobre la «Alianza». En él se demuestra cómo Bakunin se entusiasmaba ante el «desencadenamiento de todas las malas pasiones» y cómo proclamaba al bandolero ruso modelo de verdaderos revolucionarios. Lo que vale para los rusos, debe valer también para los españoles. Por tanto, el gobierno cartagenero se ajustaba por completo al espíritu de Bakunin cuando desencadenó las «malas pasiones» de los 1.800 matones embotellados, llevando con ellos hasta el extremo la desmoralización entre sus tropas. Y cuando el Gobierno español, en vez de deshacer a cañonazos sus propias fortificaciones, esperaba la sumisión de Cartagena de la descomposición interior de sus defensores, seguía una política totalmente acertada.
IV
Escuchemos ahora el informe de la Nueva Federación Madrileña acerca de todo este movimiento.
Al Congreso que debía celebrarse en Valencia el segundo domingo de agosto estaba encomendada, como se ve, la importante misión de determinar la actitud de la federación española ante los graves acontecimientos políticos que se vienen desenvolviendo en España desde el 11 de febrero último, día de la proclamación de la República; pero la descabellada sublevación cantonal, abortada miserablemente y en la cual tomaron una parte activa los internacionales de casi todas las provincias sublevadas, ha venido, no sólo a paralizar la acción del Consejo federal, diseminando a la mayor parte de sus miembros, sino que ha desorganizado casi por completo las federaciones locales, echando sobre sus individuos -que es lo más triste- todo el peso de la odiosidad, todas las persecuciones que trae siempre consigo una insurrección fracasada y torpemente urdida.
Al estallar el movimiento cantonal, al constituirse las juntas, o sea, los gobiernos de los cantones, aquellos mismos (los bakuninistas) que tanto vociferaban contra el Poder político, que tan violentamente nos acusaban de autoritarios, se apresuraron a ingresar en aquellos gobiernos; y en ciudades tan importantes como Sevilla, Cádiz, Sanlúcar de Barrameda, Granada y Valencia, muchos internacionales de los que se titulan antiautoritarios, formaban parte de las juntas cantonales, sin otra bandera que la de la autonomía de la provincia o cantón. Asi consta oficialmente en las proclamas y demás documentos publicados por las referidas juntas, donde internacionales muy conocidos estamparon sus nombres.
Tanta contradicción entre la teoría y la práctica, entre la propaganda y el hecho significaría muy poco si de semejante conducta resultara o hubiera podido resultar alguna ventaja para nuestra Asociación, algún progreso en el camino de la organización de nuestras fuerzas, algún paso dado hacia el cumplimiento de nuestra aspiración fundamental, la emancipación de la clase trabajadora. Pero ha sucedido todo lo contrario, como no podía menos de suceder. Faltando la acción colectiva del proletariado español, tan fácil si se hubiera obrado en nombre de la Internacional, faltando el acuerdo de las federaciones locales y quedando por consecuencia abandonado el movimiento a la iniciativa individual o de localidad aislada, sin más dirección que la que pudiera imprimirle la misteriosa Alianza, que por desgracia impera todavía en nuestra región, y sin otro programa que el de nuestros naturales enemigos los republicanos burgueses, el alzamiento cantonal sucumbió de una manera vergonzosa, casi sin resistencia, arrastrando en su caída el prestigio y la organización de la Internacional en España.
No hay exceso, crimen ni violencia que los republicanos de hoy no atribuyan a la Internacional, habiéndose dado el caso, según se nos asegura, de que en Sevilla, durante el combate, los mismos intransigentes hacían fuego a sus aliados los internacionales (bakuninistas). La reacción, aprovechándose hábilmente de nuestras torpezas, incita a los republicanos a que nos persigan sublevando al mismo tiempo a los indiferentes contra nosotros, y lo que no pudieron lograr en tiempo de Sagasta lo consiguen ahora: hoy día en España el nombre de la Internacional es un nombre aborrecido hasta para la generalidad de los obreros.
En Barcelona muchas secciones obreras se han separado de la Internacional, protestando contra los hombres del periódico La Federación (órgano principal de los bakuninistas) y contra su inexplicable conducta; en Jerez, Puerto de Santa María y otros puntos, las federaciones se han declarado disueltas: en Loja (provincia de Granada) han sido expulsados los pocos internacionales que allí había; en Madrid, donde se disfruta de la mayor libertad, la antigua federación (bakuninista) no da la más leve señal de vida, y la nuestra se ve forzada a permanecer inactiva y silenciosa por no cargar con culpas ajenas; en las localidades del Norte la guerra cada vez más encarnizada de los carlistas impide toda clase de trabajos; y por último, en Valencia, donde después de 15 días de sitio quedó vencedor el Gobierno, los internacionales que no han huido tienen que permanecer ocultos, y el Consejo federal se halla hoy enteramente disuelto».
Hasta aquí, el informe de Madrid. Como vemos, coincide en un todo con el relato histórico hecho en las páginas anteriores.
Examinemos, pues, el resultado de toda nuestra investigación:
1. En cuanto se enfrentaron con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a echar por la borda todo el programa que hasta entonces habían mantenido. En primer lugar, sacrificaron su dogma del abstencionismo político y, sobre todo, del abstencionismo electoral. Luego, le llegó el turno a la anarquía, a la abolición del Estado; en vez de abolir el Estado, lo que hicieron fue intentar erigir una serie de pequeños Estados nuevos. A continuación, abandonaron su principio de que los obreros no debían participar en ninguna revolución que no persiguiese la inmediata y completa emancipación del proletariado, y participaron en un movimiento cuyo carácter puramente burgués era evidente. Finalmente, pisotearon el principio que acababan de proclamar ellos mismos, principio según el cual la instauración de un gobierno revolucionario no es más que un nuevo engaño y una nueva traición a la clase obrera, instalándose cómodamente en las juntas gubernamentales de las distintas ciudades, y además casi siempre como una minoría impotente, neutralizada y políticamente explotada por los burgueses.
2. Al renegar de los principios que habían venido predicando siempre, lo hicieron de la manera más cobarde y más embustera y bajo la presión de una conciencia culpable, sin que los propios bakuninistas ni las masas acaudilladas por ellos se lanzasen al movimiento con ningún programa ni supiesen remotamente lo que querían. ¿Cuál fue la consecuencia natural de esto? Que los bakuninistas entorpeciesen todo movimiento, como en Barcelona, o se viesen arrastrados a levantamientos aislados, irreflexivos y estúpidos, como en Alcoy y Sanlúcar de Barrameda, o bien que la dirección de la insurrección cayera en manos de los burgueses intransigentes, como ocurrió en la mayoría de los casos. Así, pues, al pasar a los hechos, los gritos ultrarrevolucionarios de los bakuninistas se tradujeron en medidas para calmar los ánimos, en levantamientos condenados de antemano al fracaso o en la adhesión a un partido burgués, que, además de explotar ignominiosamente a los obreros para sus fines políticos, los trataba a patadas.
3. Lo único que ha quedado en pie de los llamados principios de la anarquía, de la federación libre de grupos independientes, etc., ha sido la dispersión sin tasa y sin sentido de los medios revolucionarios de lucha, que permitió al Gobierno dominar una ciudad tras otra con un puñado de tropas y sin encontrar apenas resistencia.
4. Fin de fiesta: No sólo la Sección española de la Internacional -lo mismo la falsa que la auténtica- se ha visto envuelta en el derrumbamiento de los intransigentes, y hoy esta Sección -en tiempos numerosa y bien organizada- está de hecho disuelta, sino que, además, se le atribuye todo el cúmulo de excesos imaginarios sin el cual los filisteos de todos los países no pueden concebir un levantamiento obrero; con lo que se ha hecho imposible, acaso por muchos años, la reorganización internacional del proletariado español.
5. En una palabra, los bakuninistas españoles nos han dado un ejemplo insuperable de cómo no debe hacerse una revolución.
Escrito por Engels en 1873 inmediatamente despues de los eventos en España descritos en el artículo, que fueron el punto culminante de la revolución burguesa española de 1868-1874. La "Advertencia preliminar" fue agregada en 1894.
Fuente: Marxists Internet Archive.
Magnífico blog. Esperemos que la espina siempre esté clavada.
ResponderEliminarSaludos