“El instante solo dispone de nuestro esfuerzo físico para revelar lo infinito”
Un libro, ha dicho Eric Vuillard, que es a la vez crónica y poema, narra el trabajo de los más pobres, el trabajo más duro, el de un obrero. Efectivamente, eso narra. Con mucha fraternidad obrera, sin distancias y separaciones étnicas, con estilo autocontenido, sin prosa dramática-muy-dramática. El autor de El orden del día añade: “En cierto modo, es un milagro, ya que, en principio, un hombre que trabaja siete u ocho horas al día en una obra, cargando sacos de cemento, descargando bloques de hormigón y cavando zanjas, no tiene ni tiempo ni oportunidad para escribir. A veces lo vemos trabajando de lejos, en la calle o al borde de la carretera. Reconocemos su silueta, pero no sabemos nada de su existencia ni de sus cualidades interiores”. Y es que, concluye Vuillard, “desde la noche de los tiempos, la escritura ha sido el privilegio de unos pocos, un pequeño grupo de escribas, hombres de letras”.
En la línea del prologuista de la obra, de Jean Grosjean: “La vida es de una elementalidad aterradora. Cada mañana el alma se despierta desnuda, y el trabajo, el dolor, la gente y el desposeimiento del ser están de pie, de brazos cruzados, esperándola con la dura mirada de un examinador. Pero, cada día, cuando el cansancio no lo ha anestesiado, Thierry Metz anota la parte respirable de las horas que ha vivido”.
Un breve apunte sobre el autor. Thierry Metz nació en París en 1956. Poeta autodidacta, se ganó el pan trabajando de temporero en fábricas, en mataderos y en la construcción (el ámbito de este diario, en el que trabaja para una empresa temporal relacionada con ¡una cooperativa obrera!). En los períodos de desempleo, Metz escribió catorce poemarios, entre los que destacan Sur la tabla inventée (1988), no traducido aún al castellano, con el que inició su andadura literaria y que le valió el Premio Voronca. Ese mismo año, la muerte a los ocho años de uno de sus hijos lo sumió en una inconsolable tristeza que lo llevó al alcoholismo y a ingresar varias veces en una clínica psiquiátrica donde escribió su último diario, L’Homme qui penche (1997), meses antes de quitarse la vida a los 41 años.
Además de su aclamada poética, Metz escribió Lettres à la bien-aimée (1995) y este Diario de un peón, la única de sus obras, salvo error por mi parte, que ha sido traducida al castellano (o a cualquier otro idioma peninsular, portugués incluido) hasta el momento.
Diario de un peón se inicia el 16 de junio. Con estas palabras: “La empresa de trabajo temporal me ha encontrado un empleo en una cooperativa obrera. Ocho horas al día. Salario mínimo. Después de los mataderos y las fábricas, regreso a la construcción. La obra está en una callejuela de sentido único. Transformaremos una manufactura de zapatos en un edificio de viviendas de lujo. En pie solo quedan los muros exteriores. El interior está vacío, sin suelo ni tabiques. Es un inmueble viejo. Hay que reconstruirlo todo: consolidar los cimientos existentes, hacer la entrada de las plazas de garaje, colocar los suelos, construir el hueco del ascensor, encofrar la escalera… Todo. Tenemos mucho por hacer”.
Cuatro meses y cuatro días después, el 20 de noviembre, cierra el diario. Con estas palabras: “La gran obra está terminada. Solo nos queda guardar las herramientas en la caseta y marcharnos. Mañana empezaremos otra cosa”.
Un ejemplo del decir del autor, de su sentir obrero: “8 de julio. Las piedras se amontonan alrededor de los andamios, augurio de que tendremos que mover y cargar unas cuantas toneladas. Ahmed trabaja con Alain arriba, en un estrecho puente de tablones. Han encontrado unos pichones en un nido encima de un alféizar. Abajo, el capataz va de un lado a otro. Louis se encarga de ordenar la ferralla y los puntales. El brazo de la excavadora abre un hoyo. Bajo y cavo. El instante solo dispone de nuestro esfuerzo físico para revelar lo infinito. Y, para iluminarlo, nuestras manos avanzan como linternas a lo largo de la tarde”.
Joseph Ponthus, autor de otro libro obrero imprescindible: Desde la línea, ha comentado: “Hay que leer Diario de un peón. Es una obra maestra. El libro que mejor describe el silencio del obrero”. No sé si es el mejor, pero seguramente uno de los mejores.
Léanlo, por favor, y recomiéndenlo, si así lo estiman. Diario de un peón merece nuestro interés.
Salvador López Arnal
Fuente: Rebelión
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