Exponente realmente destacado de la literatura entendida como revulsivo social, el escritor y cineasta siempre se condujo hacia la denuncia de la corrupción política y las injusticias sociales. Ejemplo de integridad intelectual, Pasolini es hoy en día, quizá más que nunca, una figura merecedora de atención.
Coincidiendo con el centenario del nacimiento de Pier Paolo Pasolini, este 5 de marzo llega a las librerías el ensayo “Pasolini: pasión y muerte. Crónica de una muerte anunciada” (Dyskolo, 2022), de la investigadora Salomé Guadalupe Ingelmo. Una escritora de oficio, doctorada en filosofía y letras, y que ha desarrollado en los últimos años una prolífica carrera como narradora, ensayista, crítica literaria y cinematográfica, traductora y docente.
El libro aborda y desgrana no solo los aspectos oscuros en torno al brutal asesinato de uno de los intelectuales más íntegros y completos del siglo XX, sino, fundamentalmente, para acercarnos a la vida de un Pasolini poeta, escritor y cineasta, cuyas sagaces reflexiones nos advierten 50 años después sobre muchos de los peligros a los que nuestra sociedad se enfrenta todavía.
Digno de la más sofisticada película de espionaje, ese atroz crimen, ocurrido en la mañana del 2 de noviembre de 1975, sigue rodeado de inquietantes incógnitas y generando controversia. La tesis sostenida por el libro es que existen si no pruebas, cuanto menos, indicios de peso en favor de una explicación para el salvaje delito que nada tiene que ver con la inclinación sexual de la víctima y sí con la enquistada corrupción del sistema político italiano y el terrorismo de Estado que Pasolini había denunciado en numerosas ocasiones.
Prólogo del libro «Pasolini: Pasión y muerte. Crónica de un asesinato anunciado» de Salomé Guadalupe Ingelmo
Al escritor no lo mata nadie. Ni siquiera la muerte.
Gabriel García Márquez, “Al escritor no lo acaba nada… ¡excepto el Premio Nobel!”, El Tiempo (1983)
Imposible en los tiempos que corren, aún más siendo escritor, no sentirse indignado y abatido ante la indecente banalización y el infame ultraje a los que se ven sometidas, para empezar en los ámbitos públicos, las palabras. Esta perversión del lenguaje no puede considerarse un incidente casual, sino el síntoma manifiesto de una avanzada descomposición que atraviesa la sociedad entera y afecta incluso a nuestras instituciones, al modelo en su conjunto. Una corrupción de la que el ciudadano de a pie es también responsable por haberla tolerado y así promovido, ya fuese por ignorancia, desidia o estúpido partidismo.
He aquí por qué resulta tan pertinente hablar de nuevo ahora de Pasolini, quien, visionario como pocos, advirtió antes y más claramente que nadie el desastre moral hacia el cual la sociedad contemporánea se encaminaba, un fenómeno que en absoluto se ciñe únicamente a la Italia de los años sesenta y setenta, un persistente cáncer que se propaga sin respetar fronteras.
Hoy que el término “libertad” se revela tan manoseado, tan obscenamente envilecido por bastardos intereses del todo ajenos a su verdadera naturaleza, parece más apropiado que nunca, a pocos días del centenario de su nacimiento, volver la vista a Pier Paolo Pasolini, cuya vida y muerte ejemplifican la responsabilidad que el ejercicio de esa libertad tan mal entendida por algunos lleva inevitablemente aparejada. Porque, como ya denunciaba el incómodo intelectual en su día, hay quien se empeña en hacernos correr tras señuelos, en encandilarnos con espejismos, en citarnos con capotes llamativos pero ilusorios. Se trata, en definitiva, de desviar nuestra atención de lo que realmente importa. Como tan perspicazmente revelase Lampedusa en El gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Así, expresiones como “libertad” o “revolución” —pensemos en el tipo de “revolución” sobre la que previno Pasolini, tan crítico con los jóvenes de clase media que sólo ansiaban derrocar a las élites para ocupar su lugar y perpetuar el sistema hasta el infinito— se desvirtúan, se tergiversan o simplemente se vacían de contenido. Y es que las palabras sirven para aclarar, para racionalizar y comprender; pero también para embrollar, para hacer enrevesado y ocultar cuando es eso lo que se pretende. Y una verdad a medias repetida con insistencia, hasta la saciedad, como si de una certeza universal y única se tratase, al celar voluntariamente una parte de la realidad dándola incluso por inexistente, no deja de convertirse en una medio mentira.
Creo que la muerte de Pasolini debiera ser analizada teniendo en cuenta las consecuencias de esa máxima. Quiero decir que, durante demasiado tiempo, de forma generalizada —incluyendo muchos admiradores de su vida y obra—, se ha aceptado sin más que el fallecimiento del director y escritor estuvo indisolublemente vinculado a su condición sexual y fue, en cierto modo, consecuencia de la misma. No obstante, como se mostrará más adelante, no hay verdaderas pruebas de que ese presupuesto sea cierto. Parece, pues, que el dar por válida esa premisa infundada es fruto de los prejuicios y estereotipos sobre los homosexuales que nuestra sociedad —no digamos la Italia de aquellos años— aún arrastra y no producto de la lógica. La explicación oficial se ajustaba a la imagen extendida sobre la homosexualidad en un mundo todavía eminentemente patriarcal y bastante machista, así que se aceptó sin reticencia: los homosexuales han de ser promiscuos y, si además maduros, han de tener una cierta inclinación fetichista y pedófila; seguro que se dedicarán a perseguir y acosar muchachitos que, en consecuencia, víctimas de un intento de agresión, puede que reaccionen violentamente en legítima defensa. Resumiendo: dada su condición sexual y todo lo que ella, presumimos, llevaría automáticamente implícito, la víctima sería responsable de su propia muerte, que en el fondo se tendría merecida. Construyendo, además, un episodio presuntamente vergonzoso, se lograba desincentivar, al tiempo, futuras indagaciones por parte de los más allegados al difunto, los menos interesados en seguir enfangando su memoria. La burda táctica parte de premisas a todas luces homófobas; pero, habida cuenta de lo bien que funcionó hasta hoy, pone de manifiesto las deficiencias que aún hemos de subsanar en nuestra educación si queremos alcanzar una sana convivencia algún día.
Lo cierto es que no fue un homosexual quien apareció asesinado la funesta mañana del 2 de noviembre de 1975, sino un intelectual y periodista muy molesto que había denunciado, entre otras cosas, una enquistada corrupción en el panorama político italiano, un hombre aterrado pero recto que, haciendo uso de su libertad —la verdadera, la responsable y plagada de cargas, la que siempre es generosa, aunque por ella haya que pagar un alto precio—, convertido en exponente destacado de la literatura entendida como revulsivo social, no renunció a gritar a los cuatro vientos los males que asolaban el país y sus gentes. Un intelectual y periodista que, sí, cómo no reconocerlo, además de fastidioso forúnculo en las posaderas de oscuros individuos ebrios de poder, era, también, casualmente, homosexual. Porque pretender reducir una de las figuras más poliédricas y prolíficas de los últimos siglos únicamente a su orientación sexual resulta del todo delirante.
La tesis sostenida por este libro se resume muy brevemente: si accedemos a analizar el sangriento episodio libres de prejuicios, constataremos que la versión oficial deja de parecernos tan convincente. Existen, si no pruebas, cuanto menos, indicios de peso en favor de una explicación para el salvaje crimen que nada tiene que ver con la inclinación sexual de la víctima.
Digno de la más sofisticada película de espionaje, su atroz asesinato, rodeado de inquietantes incógnitas, sigue generando controversia. Sobre la siniestra tragedia y sus antecedentes intentaremos arrojar un poco de luz, recapitulando una serie de datos —algunos de ellos conocidos y otros no tanto— acerca de los cuales procuraremos reflexionar teniendo en cuenta el marco histórico en el que acontecieron los hechos.
Acudiendo a menudo a las palabras del propio Pasolini, en especial a su poesía —que con tanta franqueza y sencillez plasmó sus inquietudes, esperanzas y decepciones—, las páginas que siguen pretenden perfilar un carácter rico y complejo, poner en relieve la faceta más crítica y contestataria de una mente aguda y sensible que sucumbió presa de su honestidad, una tara imperdonable en un mundo hipócrita y puritano, si bien capaz de cometer las mayores aberraciones en privado o bajo la protección del anonimato.
Aunque es tarea imposible condensar un ser humano en un libro, espero que este al menos sirva para acercar al lector una figura polifacética como lo hayan sido pocas del siglo pasado. Una figura trágicamente visionaria en cuyas sagaces reflexiones podemos encontrar vaticinios sobre muchos de los peligros a los que nuestra sociedad se enfrenta todavía, sobre las amenazas que nos siguen acechando —incluso con mayor virulencia— como colectividad y como individuos. Motivo por el cual hoy, quizá más que nunca, su rico legado, de poderosa y turbadora actualidad, debiera ser revisitado.
Confío, resumiendo, en que estas páginas sirvan para despertar del letargo sembrando fértiles dudas donde otrora hubo sólo estériles certezas. Al fin y al cabo, en la obra de Pasolini, lejos de adoctrinamientos de cualquier signo, subyace un permanente anhelo de razón y una insistente defensa de la libertad de pensamiento. Guiado por su inclinación natural hacia la pedagogía, asistimos a un denodado —y sin duda frustrante— esfuerzo por dotar al pueblo de herramientas intelectuales que le permitan no estar tan indefenso. Porque es el lobo quien a menudo guarda el rebaño. O, mejor dicho, quien mira por sus intereses mientras finge guardar las ovejas.
Inevitablemente, en la coetánea Italia corrupta que más tarde habría de revelarse colma de una podredumbre ocultada con esmero, su proyecto suponía una amenaza para demasiados intereses políticos y económicos que, carentes de escrúpulos, no dudarían en recurrir a cualquier método para perdurar. En efecto, todo parece indicar que si bien la marginalidad —esa a la que, desde sus textos, procuró devolver una dignidad robada— proporcionó la mano ejecutora que acabó con el polémico escritor, en la autoría intelectual del crimen, como siempre se ha sospechado, seguramente se vieron involucradas las más altas esferas del poder, principal interesado en acallar para siempre su afilada lengua.
Consiga su objetivo o no, este libro será un modesto tributo, un merecido reconocimiento para quien, guiado por una admirable integridad, desempeñó con honor su labor como profesional y ser humano. Será un justo pago con el que corresponder a lo recibido, pues, no lo puedo olvidar, en mi biblioteca personal descansa un ejemplar de Poesia in forma di rosa, de Pier Paolo Pasolini. En su guarda, una dedicatoria, un fragmento en italiano de Élévation, de Baudelaire: “Fortunato colui che può con ala vigorosa slanciarsi verso campi sereni e luminosi, abbandonando i vasti affanni ed i dolori, peso gravante sopra la nebbiosa vita; […] colui che sulla vita plana e, sicuro, intende la segreta lingua dei fiori e delle cose mute”. Está fechada el 3 de julio de 1996. Por aquel entonces yo vivía en Pisa, esa Pisa que tanto amé y por la que, creo, fui correspondida. Corrían buenos tiempos; eran los años de la ligereza, años felices de juventud despreocupada. Esa que Pasolini, vitalista y apasionado, idealizó, pero de la cual, en pleno uso de la más noble de las libertades, lastrado por el sentido del deber, por la responsabilidad social vinculada a su profesión de escritor, periodista y cineasta, en realidad apenas pudo gozar.
Fuente: Rebelión
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