Todo empieza con la punzada de la humillación y la conciencia de la injusticia que alimenta el instinto subversivo: abonado a ratos con rabia y rencor, a ratos con ensoñaciones utópicas de fraternidad universal. Luego se forma el partido o el sindicato, los humillados se organizan, sea con el viento de la Historia soplando a popa o a merced del capricho de las mareas, y se acaban tomando las armas. Se derrota, con sacrificios, al viejo orden y comienza a construirse uno nuevo. También con sus excesos e iniquidades, sus verdugos y sus víctimas inocentes. El viejo mundo reacciona y aplasta la revolución, tortura y asesina a los rebeldes, y sus cadáveres acaban sepultados bajo la nieve, en las arenas del desierto o en el fondo del mar. Una dialéctica trágica que la humanidad ha visto repetirse cientos de veces.
Y en una ocasión sucedió en Asturias, en octubre de 1934: el ciclo completo que va desde la humillación hasta la derrota, con una fugaz parada en la esperanza. El drama universal del poder y la rebeldía, representado en esta ocasión entre las cuencas mineras asturianas y ciudad de Oviedo, inspiró al joven Albert Camus, por entonces un estudiante de Filosofía en la Universidad de Argel afiliado al Partido Comunista, para escribir junto a tres amigos su primera obra literaria: “Rebelión en Asturias”.
Esta obra de teatro, casi inencontrable hasta la fecha y ahora felizmente recuperada por la editorial Altamarea con prólogo y traducción de Alfredo Álvarez, se concibió como un “ensayo de creación colectiva” para el Théâtre du Travail, un colectivo de jóvenes intelectuales de izquierda que adaptaban y representaban obras en los círculos obreros de Argel. No pudo ser el caso de “Rebelión en Asturias”: Augustin Rozis, a la sazón alcalde ultraderechista de Argel, no autorizó la representación por miedo a que suscitase veleidades revolucionarias entre los jóvenes de la ciudad.
Camus y sus compañeros no disimulan el carácter militante de la obra, en cuya presentación se refieren a “nuestros camaradas que fueron muertos por las balas de la Legión”. Pero no se trata de una mera celebración de la épica revolucionaria o un alegato colérico del fusil y la dinamita. En sus personajes, en sus monólogos y en sus escenas ya se advierten algunas de las ideas sobre la rebeldía, la violencia y el poder que vertebrarían luego la obra del Camus maduro.
Y eso no anula el compromiso político y de clase que anima “Rebelión en Asturias”. La obra se compuso para ser una puñalada de la que el espectador no pudiera zafarse: “El decorado está pensado para impedirle defenderse”, dicen. Camus y sus colegas quieren obligarle a “entrar en una acción que los clásicos prejuicios le obligarían a ver desde el exterior”. “Rebelión en Asturias” no aspira a ser una plácida experiencia estética, sino más bien una octavilla ardiendo en las manos del espectador-lector. A esa atmósfera sofocante contribuyen también las constantes locuciones de radio, que interrumpen las escenas de la obra para dar el parte de la avanzadilla militar y actualizar la contabilidad de los muertos.
La obra denota un notable conocimiento de los sucesos de octubre del 34, apareciendo citados personajes secundarios de la revolución, como el periodista Javier Bueno o el sacerdote fusilado Eufrasio del Niño Jesús. Según se cuenta en la introducción, Camus y los demás supieron de la insurrección asturiana por un reportaje del periodista André Ribard aparecido en la revista Monde con el título “Oviedo, la vergüenza del gobierno español”. El relato debió conmover a estos jóvenes proletarios de la lejana y calurosa Argel, que de inmediato reconocieron su camaradería con los revolucionarios del norte.
Es muy probable que Camus conociese más tarde en París a algunos de los protagonistas de la revolución exiliados en Francia. El compromiso del escritor con los derrotados de la guerra de España no remitió con el paso de los años, y nunca dejó de participar en mítines sindicales, escribir en la prensa libertaria y denunciar la tiranía del régimen franquista. Aunque no hay documentos que lo prueben, no sería descabellado aventurar que en alguno de aquellos actos Camus estrechó la mano y conversó con, por ejemplo, el cenetista gijonés Ramón Álvarez Palomo.
“Rebelión en Asturias”, como decimos, es una primera aproximación a los conflictos y preguntas que constituirán luego la obra literaria y filosófica del futuro Premio Nobel. Si bien su implicación social no decayó nunca, tampoco se dejó tentar por un realismo político que, en palabras de su contemporáneo George Bernanos, no es más que “la buena conciencia de los hijos de puta”. Sánchez, uno de los personajes de “Rebelión en Asturias”, insiste con delectación en que “la revolución no se hace con abanicos”.
Es él quien manda a morir en primera línea a sus compañeros, y después quien ordena fusilar al farmacéutico y al tendero sin darles la oportunidad de defenderse. Sánchez es el arquetipo del revolucionario justiciero para el que la política no debe entramparse en las sutilezas de la moral. La política de morir o matar, de vencer o ser derrotado, siempre disgustó a Camus, y ello le granjeó la enemistad con la troupe estalinista de la intelectualidad parisina de la época. La revolución era odiosa para el argelino si la animaban la venganza o la cólera. Es bien conocida aquella frase suya cuando Argelia vivía una ola de atentados de los independistas del FLN: “Entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre”.
Pero en los textos de Camus la interpretación política va siempre enhebrada con la angustia de una conciencia que se interroga sobre el sentido y la trascendencia de sus esfuerzos en el mundo. Recordemos el mito de Sísifo, con el que el escritor tituló uno de sus más conocidos ensayos: condenado por los dioses a cargar una y otra vez con una pesada piedra monte arriba. Así los mineros una de las últimas noches de la revolución, mientras escuchan por la radio que los legionarios se acercan con “sed de victoria” y órdenes de liquidarlos. El ciclo está a punto de cerrarse.
Los revolucionarios son torturados a manos de los militares y fusilados luego. Las nieves de noviembre—la obra estuvo a punto de titularse así: “La nieve” o “La breve vida”—cubren la fosa común y su recuerdo. En el último acto, las voces de los mineros muertos se preguntan “¿y quién se acordará? Es imposible que todo esto no sirva para nada”. Albert Camus se duele de la derrota y del olvido de los suyos, pero sabe que el invierno no dura para siempre. Unos años después, durante la Segunda Guerra Mundial, escribía: “Cuando vivía en Argel, esperaba siempre pacientemente durante el invierno, porque sabía que en una noche, en una sola noche fría y pura de febrero, los almendros del valle des Consuls se cubrirían de flores blancas. Después me maravillaba al ver cómo esa nieve frágil resistía todas las lluvias y el viento del mar. Sin embargo, todos los años resistía lo suficiente para preparar el fruto”.
Fuente: Nortes
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