Marta Sanz
Editorial Anagrama
2020
Fosas comunes, voces del pasado en el presente
Aunque con pequeñas mujeres rojas (Anagrama, 2020) cierra Marta Sanz la trilogía del detective Arturo Zarco –iniciada con Black black black (2010) y seguida por Un buen detective no se casa jamás
(2012)–, en ella nos encontramos ante un Zarco ausente, fantasmagórico,
que cede su lugar protagónico a la guapa y/pero coja Paula Quiñones.
Paula ha decidido pasar el verano colaborando en un proyecto para
localizar y abrir fosas comunes en el pueblo de Azafrán, lugar al que
nos desplazamos con ella y desde el cual no tardamos en retrotraernos
hacia los períodos de la Guerra Civil española y de la posguerra. Esta
mirada al pasado es, sin embargo, también una mirada al presente, en la
medida en que la comprensión del uno repercute en la explicación del
otro, y viceversa. Pasado y presente se imbrican con la realidad y la
ficción para conformar un texto coral y punzante: profundamente
político.
Creo que una novela política es toda aquella que trata de echar luz sobre parcelas de la realidad invisibilizadas. Con el levantamiento de las fosas de pequeñas mujeres rojas no solo se pone nombre y apellido a los vencidos, no solo se los muestra (oigan, ¡están ahí! La materia no se evapora, si acaso se transforma), sino que con él se erige todo un cuestionamiento en torno a la memoria histórica, al relato y al lenguaje con el que se construye ese relato. Que las palabras las carga el diablo y que el lenguaje es de todo menos inocente lo advierte Sanz en cada una de sus novelas. Si la realidad se construye con palabras y estas no son sino el lienzo y los colores de la literatura, cabe suponer que esta última, además de reflejar la realidad, tiene potencial para participar en ella. En otras palabras: el medio de representación –que no es sino el modo de contar– puede transformar las formas de ver, de pensar y de habitar lo real. Dentro de esta lógica, para que algo sea oído no basta con alzar la voz. La autora lo sabe, y, por ello crea un coro de mujeres muertas y de niños perdidos que, desde la fosa, acompañan su discurso de gritos, pero también de humor, de provocaciones, de vísceras, gusanos y saliva. Las voces no callan –no pueden hacerlo, el silencio es siempre cómplice–, y en el modo de narrarse a sí mismas, tan poco grandilocuente, tan poco sentimentaloide, tan bello, reside una de las grandes propuestas de la novela.
En Azafrán, que pronto irá convirtiéndose en Azufrón conforme vaya descubriéndose el infierno bajo su epidermis, Paula decide, al contrario que el resto de los colaboradores del proyecto, hospedarse en el hotelucho regentado por la familia Beato, una decisión que sellará el destino de la mujer cuando se conozca el estrecho vínculo que una a los Beato con la fosa.
Si bien la violencia vertebra también los anteriores volúmenes de la trilogía, en pequeñas mujeres rojas esta adopta una entidad distinta, mayor, terrorífica. Aquí, la violencia no es solamente la violencia en el espacio doméstico como reflejo de comportamientos y de discursos perpetrados por el poder, sino también la violencia a gran escala, la tortura, el asesinato, la masacre. Y no es, tampoco, únicamente el exterminio de los perdedores; es el feminicidio pasado y presente, la violencia sistémica contra el cuerpo de la mujer metaforizada en un artefacto, en un instrumento de ejercer dolor cuya descripción es más que suficiente para la imaginación del lector.
Con pequeñas mujeres rojas regresan Marta Sanz y su sospecha en la palabra. Su estilo barroco, plagado de imágenes, de enumeraciones, de dislocaciones, de golpes, de aristas, lucha por romper con el paisaje estanco, con el marco de lo esperable y lo representable, con la automatización de la mirada monolítica y con la perversa equidistancia para sacudir al lector y ponerlo frente al abismo. Un abismo al que arribar requiere partir de la tierra y ensuciarse con el fango. Prestar atención a las voces. Rescatarlas y escalar. Seguir subiendo y cargar con nosotros las ruinas. Porque solo con ellas y al final del camino, solo desde el abismo, se ofrece la visión alternativa.
Creo que una novela política es toda aquella que trata de echar luz sobre parcelas de la realidad invisibilizadas. Con el levantamiento de las fosas de pequeñas mujeres rojas no solo se pone nombre y apellido a los vencidos, no solo se los muestra (oigan, ¡están ahí! La materia no se evapora, si acaso se transforma), sino que con él se erige todo un cuestionamiento en torno a la memoria histórica, al relato y al lenguaje con el que se construye ese relato. Que las palabras las carga el diablo y que el lenguaje es de todo menos inocente lo advierte Sanz en cada una de sus novelas. Si la realidad se construye con palabras y estas no son sino el lienzo y los colores de la literatura, cabe suponer que esta última, además de reflejar la realidad, tiene potencial para participar en ella. En otras palabras: el medio de representación –que no es sino el modo de contar– puede transformar las formas de ver, de pensar y de habitar lo real. Dentro de esta lógica, para que algo sea oído no basta con alzar la voz. La autora lo sabe, y, por ello crea un coro de mujeres muertas y de niños perdidos que, desde la fosa, acompañan su discurso de gritos, pero también de humor, de provocaciones, de vísceras, gusanos y saliva. Las voces no callan –no pueden hacerlo, el silencio es siempre cómplice–, y en el modo de narrarse a sí mismas, tan poco grandilocuente, tan poco sentimentaloide, tan bello, reside una de las grandes propuestas de la novela.
En Azafrán, que pronto irá convirtiéndose en Azufrón conforme vaya descubriéndose el infierno bajo su epidermis, Paula decide, al contrario que el resto de los colaboradores del proyecto, hospedarse en el hotelucho regentado por la familia Beato, una decisión que sellará el destino de la mujer cuando se conozca el estrecho vínculo que una a los Beato con la fosa.
Si bien la violencia vertebra también los anteriores volúmenes de la trilogía, en pequeñas mujeres rojas esta adopta una entidad distinta, mayor, terrorífica. Aquí, la violencia no es solamente la violencia en el espacio doméstico como reflejo de comportamientos y de discursos perpetrados por el poder, sino también la violencia a gran escala, la tortura, el asesinato, la masacre. Y no es, tampoco, únicamente el exterminio de los perdedores; es el feminicidio pasado y presente, la violencia sistémica contra el cuerpo de la mujer metaforizada en un artefacto, en un instrumento de ejercer dolor cuya descripción es más que suficiente para la imaginación del lector.
Con pequeñas mujeres rojas regresan Marta Sanz y su sospecha en la palabra. Su estilo barroco, plagado de imágenes, de enumeraciones, de dislocaciones, de golpes, de aristas, lucha por romper con el paisaje estanco, con el marco de lo esperable y lo representable, con la automatización de la mirada monolítica y con la perversa equidistancia para sacudir al lector y ponerlo frente al abismo. Un abismo al que arribar requiere partir de la tierra y ensuciarse con el fango. Prestar atención a las voces. Rescatarlas y escalar. Seguir subiendo y cargar con nosotros las ruinas. Porque solo con ellas y al final del camino, solo desde el abismo, se ofrece la visión alternativa.
María Ayete
Publicado en el Nº 338 de la edición impresa de Mundo Obrero octubre 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario