lunes, 15 de octubre de 2018

A LOS 90 AÑOS DE "SIETE ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA", DE JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI



A 90 años de su publicación, con más de ochenta ediciones de más de dos millones de ejemplares, en veinte países y en once idiomas, los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, la obra más emblemática del Amauta José Carlos Mariátegui, exhiben una renovada vitalidad. Ítalo Calvino decía que un clásico “es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. De este modo, un clásico podría caracterizarse por su rechazo a la fijación de fronteras de “normalidad semántica” y por su capacidad de permanecer a través del tiempo, incontrolable y sistemáticamente creativo. Los Siete ensayos siguen desafiándonos, interrogándonos y seduciéndonos. En efecto, década tras década los Siete ensayos se prolongaron desestabilizadores y sobre todo aurorales. Y si su voz, en algunos períodos históricos infaustos, se tornó leve susurro por proliferación de sordinas, hoy es grito desgarrado. Si su lenguaje fue ininteligible para ciertas predisposiciones dogmáticas, hoy es palabra prístina para los luchadores y las luchadoras populares de Nuestra América.
Constituidos prácticamente en un contramanual o un antitratado, reacios a ser concebidos como un catecismo político, fieles a los modos de un género al que suele recurrirse a la hora de decir las cosas más importantes en Nuestra América (Germán Arciniegas decía que América misma era un “ensayo”), estos textos de José Carlos Mariátegui continúan reescribiéndose. No se equivocó Ángel Rama cuando dijo que los Siete ensayos eran un libro cargado de futuro. Tampoco Alberto Flores Galindo cuando dijo que el mariateguismo era una aventura inconclusa.
En líneas generales esta situación puede explicarse, en primera instancia, con la simple referencia a un contexto político y teórico que, en los últimos años, viene favoreciendo la reinserción –claro que con los ropajes característicos de la era la “transmodernidad”– de un conjunto de temas y problemas (viejos e irresueltos) en la agenda política e intelectual de Nuestra América: la dependencia, la colonialidad del poder, la cuestión indígena en marcos anticapitalistas, los formatos no liberales de la nación, la interculturalidad, la defensa de la biodiversidad, etc.. Un color de fondo, entonces, que otorga, nuevamente, centralidad política y teórica a cuestiones como el antiimperialismo, la lucha de clases y las perspectivas del socialismo en Nuestra América.
Desde el punto de vista del pensamiento se puede afirmar que dicho contexto exige una tarea de reflexión-acción sobre las posibilidades de generar conocimiento radicalmente crítico de la matriz eurocéntrica y que esté al servicio de una política revolucionaria, es decir, una teoría convertida en fuerza productiva transformadora. Queda claro que el inicio del siglo XXI ha suscitado la necesidad de reinterpretar el continente.
Pero la presencia de Mariátegui y sus Siete ensayos también se puede explicar por el hecho de que se trata de una obra que ha sobrevivido a la crisis de los socialismos reales y al agotamiento de la matriz clásica de una izquierda (del leninismo en general) que buscó reducir toda la vida a un ordenamiento sistemático. Una decadencia tal, más allá de que muchos la consideraron arrasadora de toda idea de cambio radical, no podía afectar dicha obra en sus aspectos medulares.
Esto fue percibido por sectores de la izquierda europea (los que aún conservan algún vestigio del sueño emancipador) que vieron en Mariátegui las posibilidades de un marxismo operativo y con arraigo, un socialismo sin fórmulas envenenadas, un pensamiento genuino que suministraba claves para la vida práctica y una esperanza. El espejo europeo nos puede servir para ver en los Siete ensayos y en toda la obra de José Carlos Mariátegui, un aporte, tal vez el más importante, del marxismo de Nuestra América a la revolución mundial (o a la globalización de los proyectos emancipadores, si se prefiere) y al pensamiento crítico. Un tributo que por su relevancia ha sido paragonado, con toda justicia, al de la Teología de la liberación, la Teoría de la dependencia y la Investigación-acción participativa.
La contribución de Mariátegui se relaciona con un modo original de asumir las mejores promesas de la ilustración, en primer lugar porque las metabolizó sin producir formulaciones saturadas de alocalismo y universalidad, luego porque las puso en tensión constante, conmoviendo sus bases epistemológicas pero conservando sus horizontes emancipadores. Se trata de una contribución que también puede vincularse a la posibilidad de imaginar una razón que sea algo diferente a los artefactos despóticos y que no se limite a la paranoica persecución de objetivos, una razón modesta y no autosuficiente.
Podrá discutirse la potencia autosuficiente que Mariátegui, como contrapartida, le otorga a la voluntad, a la que, influido por Georges Sorel, considera ilimitada e incondicionada. Pero tal “exageración” debería analizarse en el marco más amplio de una batalla permanente contra el economicismo, contra los modos de producción de sujetos desanimados y otras formas del fatalismo de izquierda. Mariátegui asume la indispensable tarea de restituir la voluntad y la subjetividad y la pasión al sitial del que habían sido arrancadas por el socialismo reformista e integrado o el socialismo dogmático y unidimensional. El realce de la voluntad propuesto por el Amauta es básicamente expresión de lo que Ernst Bloch llamaba optimismo militante: la actitud ante algo no decidido, pero que puede decidirse por la vía del trabajo y la acción.
Para delinear un pensamiento y una política de izquierda con capacidad de intervención en la realidad, hoy resulta fundamental repensar todos los ejes del pensamiento emancipador, desde la noción de sujeto y vanguardia hasta la de de transición. Para relanzar el proyecto socialista se impone asimismo el reconocimiento de sus elementos relacionales y civilizatorios, la valorización de las experiencias populares prefigurativas, el peso de las subjetividades colectivas y el poder creador de la fantasía. En el marco de estas tareas, Mariátegui vuelve a tener mucho que decir. La productividad política de sus Siete ensayos, vuelve a ser justipreciada como insumo imprescindible de un neo-humanismo revolucionario.
 No tendría ningún sentido detenerse en las figuras inactuales de la radiografía y en aquellos tópicos de los Siete ensayos que han sido definitivamente superados. Después de 90 años sería terrible que esto no suceda. De seguro será mucho más provechoso hacer un alto en lo que aún late con vigor y conserva inalterada su productividad teórico-política que, por cierto, no es poco. ¿En que aspectos debemos reparar para plantear una renovada productividad de estos textos octogenarios? ¿Qué elementos fundan las posibilidades de un diálogo contemporáneo con esta obra? ¿Por qué –tal como plantea Héctor Alimonda– este “pequeño libro ha sobrevivido mientras tantos otros proyectos imperiales o vanguardistas se disolvieron en el humo de la historia”?
La interpretación mariateguiana, cuyos fundamentos aparecen mejor desplegados en los Siete ensayos, parte de una operación antropofágica y no una idealizadora o fetichizadora respecto de la cultura occidental, busca consolidar las identidades particulares a partir de una identidad universal, asume una idea de la totalidad no totalizante y rechaza el evolucionismo, el economicismo, el reduccionismo y toda causalidad mecánica o funcionalista. Se trata, por lo tanto, de una hermenéutica que sigue siendo apta para caracterizar y comprender la raíz de los males que aquejan a Nuestra América. Y para remediarlos.
Así, una lectura sintomática de: “ Esquema de la evolución económica”, “El problema del indio”, “El problema de la tierra”, “El proceso de la instrucción pública”, “El factor religioso”, “Regionalismo y centralismo” y “El proceso de la literatura”, nos permitirá hallar un método que se distingue por una elección de las herramientas conceptuales siempre condicionada por el objeto de estudio e interpretación y, a la vez, de transformación: la realidad peruana. En el caso de Mariátegui el “análisis concreto de una situación concreta” está muy lejos de ser un slogan justificador del pragmatismo y, como orientación, resulta siempre incompatible con el oportunismo. Lejos de utilizar categorías autosuficientes caracterizadas por el ejercicio del desden y la indiferencia, el lenguaje mariateguiano fluye de las exigencias planteadas por el asunto mismo. He aquí una de las diferencias más notorias del marxismo de Mariátegui con el marxismo insincero de los dogmáticos que confunden los postulados con los hechos, precisamente aquellos que consideraron (y consideran) que el marxismo del Amauta es “insuficiente”. El contraste con los modos lamentablemente persistentes de una izquierda que adaptaba y adapta la realidad a la teoría universal inmutable, resulta inevitable.
Los Siete ensayos también nos ponen cara a cara con un esbozo de un proyecto de racionalidad alternativa a la moderna-instrumental. Decimos alternativa porque la crítica de Mariátegui está lejos de ser antiracional y antimoderna, como algunos han planteado ligeramente. Se trata de un esbozo donde mito y logos, aunque en constante tensión, no se contraponen absolutamente, sino que se complementan y se potencian, al igual que materialismo e idealismo, porque la racionalidad aparece determinada como un momento dentro del todo o descubriendo su propio ser natural, como diría Theodor W. Adorno.
Para Mariátegui el mito es inseparable de la revolución porque es el proveedor de las imágenes y las ideas que trascienden lo dado, por lo tanto le asigna un papel clave. Además de colmar el yo profundo y la necesidad de infinito de los seres humanos, el mito para el Amauta debía abastecer los requisitos de articulación de la diversidad, cambiar el logos de la fragmentación y la serialidad (fuente de escepticismo, de resignación y adaptación al poder) en el seno de las clases subalternas, en fin, el mito, productor de comunidad y de “presencia social”, también es lo que puede conjurar a Babel sustituyendo la certidumbre por la esperanza, contrarrestando los efectos de la razón desencantada y desencantadora de la realidad, siempre atada al poder económico, social, político e ideológico, más allá de que proclame su autonomía a los cuatro vientos. Por supuesto, para el Amauta el mito distaba de ser una construcción artificial, pura abstracción, por el contrario, se originaba en fuerzas históricas concretas, era la condensación de tendencias reales y de lo que se encontraba en proceso de gestación subterránea, de ahí su poder movilizador (y no de la astucia manipuladora de cierta izquierda, o de la astucia “fundadora” en los términos del código heideggeriano). Mariátegui reconoce la porción de logos que contiene el mito. El mito para Mariátegui remite a lo vivo, al lenguaje, a la creación colectiva, al esfuerzo y la originalidad. El mito no es de los intelectuales, sino de las multitudes.
Al exponer la homogeneidad entre lo real y lo imaginario, Mariategui abre todo un campo de posibilidades para el pensamiento crítico y la política revolucionaria, un abanico de formas variopintas de conocer y apropiarse del mundo. Mariategui rehabilita la imaginación, retoma el planteo kantiano que consideraba a la imaginación como parte de la razón y nutre al marxismo de Nuestra América con lo que Michael Löwy denomina una “sensibilidad romántica” que constituye la “atmósfera” que permite establecer un parentesco esencial entre el Amauta y Antonio Gramsci, Rosa Luxemburgo, Georgy Luckacs, Walter Benjamín y Ernst Bloch. En el Amauta lo intelectual no oprime lo sensual, a diferencia de lo que ocurre con la izquierda dogmática que le rinde culto a un angosto racionalismo –que la lleva a asumir un socialismo puro e incontaminado– y que termina pagando los costos políticos de la abstracción.
De alguna manera esta apertura al mito y a la imaginación también explica la opción de Mariátegui por el ensayo, el “centauro de los géneros”, tal como supo definirlo Alfonso Reyes. En efecto el ensayo articula ficción (concebida como generadora de hechos) y el discurso más erudito, y también –siguiendo en la línea de Reyes– combina belleza y concepto, lo objetivo y lo subjetivo, lo propio y lo ajeno. No es causal el peso de los temas “culturales” (y específicamente literarios) en la obra de Mariátegui y en particular en los Siete ensayos. El Amauta concebía a la obra literaria como expresión ideológica y, por lo tanto, en estrecha relación con las experiencias y los deseos colectivos, de ahí su búsqueda de valores-signos y su certeza de que la realidad más profunda puede encontrarse por los caminos de la fantasía.
Los Siete ensayos son la más nítida expresión, en Nuestra América, de una concepción del marxismo que asume el horizonte de la autenticidad y no el de la rigidez, de la perspectiva heterodoxa entendida como superación cualitativa de la ortodoxia (que se caracterizó en Nuestra América por desarrollar una escasa presencia en la clase “tal como es”). Por eso el marxismo para un hermeneuta consumado como Mariátegui, más que una ideología o incluso una filosofía de la historia cerrada, era una filosofía abierta y un método creativo y crítico.
Los Siete ensayos proponen una dimensión societal y civilizatoria del socialismo: Mariátegui, sin dejar de partir del análisis “material”, no pone el eje en la letanía del desarrollo de las fuerzas productivas. Subyace en la obra de Mariátegui, y en particular en los Siete ensayos, una economía política de las clases subalternas. En contra de lo que sostenía V.I. Lenin, para el Amauta el socialismo era más, mucho más, que el paso siguiente después del monopolio capitalista del Estado o que el monopolio capitalista del Estado puesto al servicio de todo el pueblo. El socialismo era algo cualitativamente diferente a “un sistema económico en el cual la mayoría de las actividades importantes son realizadas por agencias de propiedad del gobierno y controladas por él mismo gobierno” (tal como ha planteado, recientemente, Robert Dhal). En este aspecto cobra una importancia crucial la noción de “elementos de socialismo práctico”, presente en los Siete ensayos, que nos muestra al socialismo como algo propio de la realidad intrahistórica y geopolítica de Nuestra América.
Para Mariátegui estos elementos surgieron en el Perú en tiempos pre-incaicos y se desarrollaron, junto a una economía que se desenvolvía "espontánea y libremente", hasta la conquista española. Lo que significa que estos elementos no fueron eliminados o afectados por los incas, que éstos no alteraron ese estado natural, por el contrario, según Mariátegui, lo potenciaron: "El trabajo colectivo, el esfuerzo común, se empleaban fructuosamente en fines sociales". De esta manera, estos elementos garantizaron la subsistencia y el crecimiento de la población. En el marco del imperio incaico, las comunidades fueron las células de un Estado "dinámico".
Esta postura, que ubica a Mariátegui en la línea de los sostenedores de la tesis del "comunismo incaico", no lo condujo a una idealización ingenua del incanato y a la formulación de restauraciones utópicas. Por el contrario, el Amauta sostenía que el pasado debía ser “raíz y no programa”. En las notas de los Siete ensayos, correspondientes al "Problema de la Tierra". Mariátegui deja en claro que no cree en la obra taumatúrgica de los incas. Sostiene que la comunidad fue la célula del Imperio pero que no fue creada por los incas sino que estos reprodujeron un “estado natural preexistente” y remata con una de las conjeturas más poderosas de los Siete ensayos: “los incas no violentaron nada". Su moción es indirecta, pero muy accesible la deducción: su idea del socialismo es del mismo signo: un socialismo que no sea el fruto de una imposición externa y compulsiva de una totalidad, de la normativización de la productividad política de las bases, del forzamiento de una totalización trascendente.
Lo mismo cabe para el plano de las superestructuras, específicamente para la religión. Mariategui también se encarga de destacar que la religión del Tawantinsuyo no violentaba los sentimientos, ni los hábitos de los indios. La inferencia se impone nuevamente: Mariátegui le adjudica una dimensión religiosa al socialismo. Por supuesto, no concibe a la religión sólo como dogmas, ritos y parafernalias, sino como lo que "relaciona" y une, es decir, lo que "religa". El mito revolucionario no violenta al mito religioso, no lastima al ancestral colectivismo teocrático y a la utopía andina con su carga de mesianismo y milenarismo.
Para Mariátegui la conquista española acabó con el imperio de los incas y sentó las bases, en la sierra, de una economía que denominaba "feudal". Más allá de la pertinencia del uso de la categoría "feudal" para caracterizar la realidad de Nuestra América, más allá de las precisiones semánticas, es evidente que Mariategui remite a un régimen económico-social que no logró mayores rendimientos que la economía precolonial y que además "desnaturalizó" a las comunidades a la vez que les permitió subsistir. Mariátegui confiaba no sólo en el carácter "resistente" de la comunidades, también en sus potencialidades, que podían desarrollarse una vez liberadas del régimen de servidumbre que las sofocaba, en el marco de un sistema que no las violente, que las proteja y que las asista con tecnología, escuelas, hospitales, etc.. Para el Amauta ese sistema era el socialismo.
La República no modificó esta situación, pero invocando el liberalismo, más que al latifundio y al gamonalismo, lastimó a las comunidades. En un pueblo de tradición comunista, disolver la 'comunidad' no servía a crear la pequeña propiedad. Dice Mariátegui: “No se transforma artificialmente a una sociedad...". La República no asistió la parición de una verdadera burguesía nacional y ofreció el marco adecuado para la consolidación del capital extranjero (tanto o más voraz y saqueador que los conquistadores ibéricos) y del imperialismo que profundizó las deformidades y el atraso del Perú. A partir de la República, la formación social peruana se caracterizará por la articulación entre capital imperialista y precapital. Articulación que remite a un todo orgánico característico de las formaciones sociales periféricas y que es compatible con la noción de desarrollo desigual y combinado. Es decir, el desarrollo capitalista del Perú - nación atrasada - asiste a la superposición de distintas fases del proceso histórico. Mariategui prefigura la crítica al "dualismo". Lo arcaico y lo moderno que conviven en Nuestra América para él son resultado del mismo proceso histórico. La escisión entre estos sectores es sólo aparente y superficial. Mariátegui también se anticipa a las explicaciones "conflictuales" y "neomarxistas" de los años 60-70 que percibían la totalidad multisocietaria, su punto de vista, "realista" y no "ideológico", se contrapone a la ilusión del desarrollo gradual conducido por una burguesía nacionalista y progresista.
Pero, a pesar de la penetración del capital monopólico, la comunidad sobrevivió, y junto con ella los "residuos vivos de una economía comunista indígena", los "elementos de socialismo práctico".
Así, las comunidades indígenas son reconocidas como punto de partida para el socialismo, un socialismo “desde abajo”. Mariátegui, lejos del inconsciente vanguardista, no reconocía ni en la conciencia crítica ni en la conciencia científica producidas por elites los requisitos indispensables para el socialismo (un socialismo “desde arriba”), pero sin dudas admitía que, metabolizadas por las bases, podían servir para potenciar y proyectar los elementos de socialismo práctico.
En términos de Sigmund Freud podemos pensar el socialismo práctico como “ese algo” que viene al encuentro de una tradición cuando esta se pone de manifiesto, “un algo afín”, unas “huellas nemotécnicas” o prácticas concretas (decimos nosotros), que permiten que una teoría, o un saber conocido por unos pocos, pueda apoderarse de las masas. El socialismo moderno, “científico”, en fin, el marxismo, viene así a reanimar una vivencia perteneciente a los tiempos primordiales. En el mismo sentido podemos decir que el socialismo del Amauta, el socialismo de Nuestra América, es más socialismo porque la versión eurocéntrica (el socialismo como un universal abstracto) lo dejó afuera. Lo mismo cabe para el marxismo.
Es decir, en Mariátegui se percibe una tenaz resistencia a toda forma de conciencia revolucionaria abstracta, sobrepuesta a la clase. Así, sin el desarrollo de una praxis significativa que hiciera posible la refutación de la posición anterior, las clases subalternas no podrían ser “instruidas” o “convencidas” respecto de sus posibilidades históricas. En esta disposición palpita una orientación estratégica: el igualitarismo de las bases (o “los núcleos de buen sentido”, en términos de Gramsci, o “los momentos de verdad”, en términos de Adorno) se puede multiplicar cuando se lo combina con formatos, ideas y proyectos no dogmáticos, no sectarios y no elitistas.
Para Mariátegui las comunidades, a partir de los elementos de socialismo práctico que en ellas sobrevivían, ofrecían una alternativa, económica, social, política, identitaria y axiológica al erigirse en ámbitos donde se frustraban los mecanismos reproductivos de la burguesía y su inoculación automática en las clases subalternas. Mostraban en concreto que otro mundo y otra vida eran posibles. Al contraponer los modos comunitarios con el contexto general, Mariátegui rechazaba cualquier actitud sectaria o purista. De este modo lo alternativo no busca imponerse desde afuera y desde arriba. Al mismo tiempo reconoce el carácter experimental de las comunidades, ya que prefiguran cambios en escalas mayores.
Muchos años después de la muerte de Mariátegui, náufrago en un mar de desilusiones, Louis Althusser hablará de “islotes de comunismo” (donde hacer pie) o de valorar las potencialidades de los “fragmentos de comunismo” que existen en los intersticios de la sociedad capitalista. Esta idea, como la noción de elementos de socialismo práctico, va mucho más allá de cualquier idealización de una comunidad incontaminada o aislada. Trata de pensar el socialismo con un fundamento social, comunitarista, relacional, intersubjetivo.
Los Siete ensayos convocan a la reinterpretación de los valores considerados arcaicos y de los componentes valorativos usualmente desechados por precapitalistas. Entre esos valores y componentes podemos mencionar el “familismo” o el “comunalismo” en la línea de lo planteado por el intelectual colombiano Orlando Fals Borda. Mariátegui nos convoca a rescatar del orden áylico los valores familistas del grupo vecinal incaico y a ubicarlos en el marco de la acción política moderna, en el contexto de la fragmentación de las clases subalternas. Vale la asociación con el comunalismo del padre Camilo Torres. En términos del Fals Borda, podemos plantear los siguientes pares dicotómicos: frente a los valores instrumentales, antivalores libertarios, frente a las normas, contranormas participativas, frente a las instituciones elitistas, disórganos y grupos claves populares, frente a las técnicas de control, las tecnologías humanistas. Frente al mercado, la comunidad y un Estado con determinaciones societarias fuertes.
De esta manera, una articulación similar (no exenta de tensiones) a que Mariátegui establece entre mito y logos, se percibe también en la que establece entre tradición y modernidad. En última instancia ambas remiten al macro proyecto de articulación entre Arthur Rimbaud (cambiar la vida) y Carlos Marx (transformar el mundo). Así, los Siete ensayos, proponen a la dialéctica entre revolución y tradición como el arma más letal contra el colonialismo.
Hoy, donde prácticamente todos los órdenes sociales caracterizados por el predominio de la cooperación, la solidaridad y el respeto por la vida son considerados por las clases dominantes como parte del pasado, recobra vigencia el planteo de Mariátegui consistente en recuperar y activar esos órdenes y pensarlos como fundamento de la nueva sociedad que deberá recuperar la idea misma de individuo, tan vapuleada por los dispositivos de las cultura de masas del sistema capitalista (y no precisamente por el “colectivismo marxista”). Poco importa el carácter “precapitalista” de esos órdenes. Dado el grado de disolución social producido por el capitalismo (sobre todo en las clases subalternas) casi todos ellos podrían ser tildados de anacrónicos o desfasados: desde la comunidad campesina indígena a las formas más avanzas de sociabilidad obrera de los años 60- 70. Mariátegui también enseña a construir con vestigios. Vestigios organizativos. Vestigios axiológicos.
Como los Siete ensayos constituyen un programa para la acción, despliegan, en algunos pasajes en forma directa, en otros en forma un tanto solapada, una concepción del Estado sumamente rica que constituye un punto de partida para los debates actuales. No domina en Mariátegui ni el punto de vista estatalista ni el antiestatalista. Ni la caricatura de Lenin que considera que tomar el gobierno es tomar el poder, ni la caricatura de Gramsci, que cree que “ganar” a la sociedad civil es tomar el poder. En Mariátegui podemos identificar una concepción “relacional” del Estado. Mariátegui no coloca al Estado en el horizonte del pensar-hacer la política, allí reinan otra instancias, comunitarias, societarias, pero no lo niega ni lo considera un momento invariablemente reaccionario e incompatible con la democratización social. Una noción como la de “elementos de socialismo práctico”, además, nos permite pensar en un Estado con determinaciones societarias (y nacional - populares) fuertes y extensas. Un Estado que, a su vez, alimente esas determinaciones.
Esta concepción del Estado, no puede dejar de vincularse a la del partido político. La concepción del partido en Mariátegui (tan debatida, tan controversial) es hoy también punto de partida para pensar la herramienta política que las clases subalternas necesitan para su emancipación. Un aspecto fundamental de la concepción del Amauta es el repudio de la idea de partido como salto en calidad a priori y de toda función de explotación de la “plusvalía política” de las organizaciones sociales y los colectivos militantes. Así, para Mariátegui, la herramienta política revolucionaria aparece como expresión de un proceso de constitución de campos de hegemonía, o mejor, de contrahegemonía, por lo tanto consideraba que el partido no era el lugar exclusivo (y tampoco el más adecuado) para que las clases subalternas adquieran los elementos necesarios de cara a su futuro rol directivo. Mariátegui nos invita a pensar en instrumentos políticos no hipostasiados. Reluce en Mariátegui una concepción de la política como apuesta y no como la concreción de una verdad prefabricada. La política para el Amauta no es ejecución de los designios de un saber poder: la línea correcta o la dirección esclarecida.
Se ha sostenido que para Mariátegui el socialismo era el resultado inevitable de un liberalismo auténtico o, en términos de Eduard Bernstein, el corolario de una expansión del liberalismo. Así, se vinculó a Mariátegui a una tradición liberal-socialista al tiempo que se lo desvinculaba de la tradición nacional-popular y la bolchevique. Esta operación ha respondido al desconocimiento de la obra y la trayectoria del Amauta quien sólo se aproximó a esta noción del socialismo como consecuencia del despliegue del liberalismo en sus escritos juveniles, en una etapa de búsquedas y tanteos teórico-políticos que el mismo denominó su “prehistoria”. Lo medular de la obra de Mariátegui (incluyendo, claro está, los Siete Ensayos), se aleja de una ingenuidad tal. Sintetizar el pensamiento de Mariátegui en torno a su confianza en tales ilusiones, hacerlo partícipe de tal fetichismo, es de una gran liviandad e irresponsabilidad intelectual. Pero esta visión distorsionada también se corresponde con los intentos de recuperación del Amauta desde aquellas posiciones que hace rato abjuraron de todo anticapitalismo (aunque sigan definiéndose como “socialistas”) y que intentan construir un imposible Mariátegui apto para la centroizquierda y el progresismo, un epígono peruano del doctor Juan B. Justo, un defensor de la “ocupación molecular” del Estado. Dicha visión, también puede verse como la expresión de la pervivencia de esas ilusiones liberal-socialistas en ciertos sectores de las capas medias. Que el socialismo para Mariátegui sea algo diferente del populismo, del totalitarismo o del desarrollismo, que Mariátegui haya sido un contradictor de la idea de la “toma” del poder del Estado y de la noción simple de la transición basada en la destrucción-transformación del Estado por parte del proletariado organizado autónomamente, que haya excedido la idea de la neutralidad y la potencialidad instrumental del Estado, no significa que esté emparentado con el liberalismo.
La adhesión incondicional de Mariátegui a la Revolución de Octubre, su participación en un universo ético-político “comunista”, pero sobre todo su concepción profundamente anticapitalista, su idea del socialismo, la Nación, el Estado y la revolución, su enfoque que no dejaba de considerar las mediaciones operadas por las instituciones en la relación entre las masas y las clases dominantes, lo colocan en las antípodas de socialismo liberal y lo diferencian parcialmente de la tradición bolchevique, al tiempo que lo acercan a una tradición nacional-popular pero no precisamente concebida en los términos del populismo, sí en los términos gramscianos. Por cierto esa contraposición entre una tradición liberal socialista y otra nacional popular carece hoy de sentido en Nuestra América. Sus contradicciones son superficiales, se agotan en la mera retórica y los imaginarios retrospectivos. Se ha conformado un campo ecuménico que articula a esas tradiciones: el campo el “progresismo realmente existente” cuyo eje es el rechazo a todo horizonte anticapitalista y su concepción institucionalista, racionalista y tecnocrática de la política.
Los Siete ensayos, permiten pensar en las posibilidades emancipatorias de los sujetos plurales al reconocerle capacidad emancipatoria a los sujetos subalternos no obreros. Así, se reconoce la fuerza que yace en la multiplicad de los microuniversos y no los límites de una socialización heterogénea del trabajo tan lejana del proceso de homogeneización prevista por las versiones más economicistas del marxismo. Mariátegui reconoce en las clases subalternas no proletarias capacidad de acumulación de clase, capacidad de devenir masa hegemónica. Nunca dejó de pensar Mariátegui en términos de clase, pero lo hizo sin las rigideces típicas de la izquierda de su tiempo. Del mismo modo, reconoce el potencial emancipatorio de las tradiciones autóctonas: toda idea de cambio radical sólo resulta eficaz si se inscribe en la propia historia. Para cambiar el mundo no hay nada mejor que insistir en los elementos subversores de la propia forma de ser, pero sin desechar “los caminos universales y ecuménicos” que pueden servir para acercarnos a nosotros mismos, tal como plantea al final de los Siete ensayos.
Los Siete ensayos, no eluden la dimensión ecológica y, de hecho, son prácticamente pioneros en el planteo de esta problemática desde la izquierda. Se trata de una dimensión claramente identificable en las alegorizaciones y metáforas sobre los incas y el imperio del Tawantinsuyu. En el marco de sus cuestionamientos a la idea de progreso y de modernidad impuesta por occidente, Mariátegui propone un nuevo ethos que modifique las actitudes de las gentes ante la naturaleza. Por cierto, una temática poco atendida en los 60-70 y que hoy es ineludible.
El problema de la Nación recorre cada uno de Los Siete ensayos. Por cierto, la cuestión agraria, la emancipación del indio, la revolución socialista y la construcción de la nación aparecen como planos inescindibles, dialécticamente articulados en un mismo proceso histórico. Los Siete ensayos, nos convocan a repensar la nación a partir de coordenadas originales. Mariátegui, como Tupac Amaru II, propugnó la nacionalización, no a partir de una homogenización compulsiva sino en torno a una hipótesis profunda, raizal: el indio. Mientras que para otros el indio era un obstáculo para la nación, para Mariátegui su presencia fantasmal operante era la única posibilidad de una nación, su fundamento mismo. La nación no podía ser “nacional” sino se basaba en la concurrencia de las clases subalternas y en su historia alternativa, sino se configuraba como nación popular, democrática y diversa, estableciendo así una relación dialéctica entre las políticas de soberanía y las de autonomía. En este sentido, Mariátegui propone una serie de fundamentos adecuados para subvertir el concepto liberal de nación y el concepto liberal del Estado monocultural basado en el ciudadano individual.
Los Siete ensayos destacan el contenido de clase del imperialismo y plantean una crítica a la lógica abstracta y antidialéctica del etapismo compartido en tiempos de Mariátegui (y también después de su muerte) por el populismo y la izquierda vinculada a la Internacional Comunista. Sin invocar las Tesis de Abril de Lenin o La revolución permanente de León Trotsky, Mariátegui insistirá en las incapacidades congénitas del régimen burgués en Nuestra América a la hora de resolver las tareas democrático-burguesas. Para el Amauta esas tareas sólo eran realizables en el marco de un proceso general socialista, es decir: un proceso que sobredetermine esas tareas y les imponga una perspectiva no burguesa.
Los Siete ensayos contienen una expresión de la utopía socialista en su dimensión raizal. Existen síntomas de que se abre, en Nuestra América, un tiempo de reiteración de esa utopía, pero también podemos percibir señales de que esta reiteración asume inéditos perfiles de autoctonía, de “creación heroica” y no de “calco y copia”.
Los Siete ensayos dicen cosas esenciales, de ahí su “presencia” (término que Jean Paul Sartre oponía a vigencia”, para él inexacto, además de remanido). Ellos condensan los lineamientos básicos de una tradición –un “ser-ahí”, un sustrato– que se vincula tanto a una hermenéutica como a un pensamiento estratégico y una conciencia telética. Estos textos de Mariátegui son piedra angular, útero, partida de nacimiento. Por eso, como decía el escritor cubano José Antonio Portuondo: “ahí resisten, en pie, esperando ser impugnados, los fundamentos de esos Siete ensayos”. 

Miguel Mazzeo

* El autor es Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales. Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Venezuela, Chile y Perú, entre otros: Piqueter@s. Breve historia de un movimiento popular argentino; ¿Qué (no) Hacer? Apuntes para una crítica de los regimenes emancipatorios; Introducción al poder popular (el sueño de una cosa); El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de “socialismo práctico y El hereje. Apuntes sobre John William Cooke. Colaborador de los portales Contrahegemonía.web, Resumen Latinoamericano, La Haine y Rebelión.

Fuente: www.contrahegemoniaweb.com.ar

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