sábado, 2 de diciembre de 2017

"DANTON", DEL DIRECTOR POLACO ANDREJ WAJDA

Título original: Danton
Año: 1982
Duración: 136 min.
País: Francia
Dirección: Andrzej Wajda
Guión: Jean-Claude Carrière, Agnieszka Holland, Jacek Gasiorowski, Andrzej Wajda (Obra: Stanislawa Przybyszewska)
Música: Jean Prodromidès
Fotografía: Igor Luther
Reparto: Gérard Depardieu, Wojciech Pszoniak, Anne Alvaro, Roland Blanche, Patrice Chéreau, Emmanuelle Debever, Krzysztof Globisz, Ronald Guttman, Gérard Hardy, Tadeusz Huk, Stéphane Jobert, Marian Kociniak, Marek Kondrat, Boguslaw Linda, Alain Macé, Bernard Maître, Lucien Melki, Serge Merlin, Erwin Nowiaszak, Leonard Pietraszak, Roger Planchon, Angel Sedgwick, Andrzej Seweryn, Franciszek Starowieyski, Jerzy Trela, Jacques Villeret, Angela Winkler, Jean-Loup Wolff, Czeslaw Wollejko, Wladimir Yordanoff, Malgorzata Zajaczkowska, Szymon Zaleski
Coproducción Francia-Polonia

Son unas cuantas sus películas –Kanal, Cenizas y Diamantes, La tierra de la gran promesa, etc.- que ligan al inquieto director polaco con las ideas socialistas, siempre como parte de un debate en el que la “democracia popular” polaca tutelada por la URSS, aparecía como un trasfondo oscuro. No menos sugestiva fue su aproximación a la Gran Revolución con Danton (Francia-Polonia, 1983) que en su momento levantó una buena controversia, sobre todo en la vecina Francia. Los historiadores interrogados clamaron como resulta habitual en toda película “histórica” que se precie, una “superproducción” realizada en Francia en medio del debate que siguió al segundo centenario de la emblemática toma de la Bastilla. Diversos especialistas han interpretado la película, no tanto en relación a los hechos ocurridos como a los recientes hechos ocurridos en Polonia. Se ha descendido hasta el punto de ver detrás del duelo entre Danton y Robespierre el existente entre un Walesa humano y humanista y un Jaruzelski, el último “dictdaor comunista” polaco, frío y dictatorial. No obstante, este extremo ha sido desmentido por el propio Wajda, que ha negado que la evolución polaca fuera el objetivo del filme.

En unas declaraciones hechas para Le Monde, el historiador Jacques Siclier declaró con rotundidad: “Danton no es Walesa y Robespierre no es Jaruzelski.” Pero, aunque este paralelismo no sea verosímil (por los propios modelos históricos escogidos), no hay la menor duda de que existen unas poderosas resonancias polacas en la lucha central de la película. También esto lo ha reconocido Wajda en unas declaraciones en Les Nouuelles Littéraires, en donde llega a decir que: “En cuanto al debate de las ideas, ciertamente Danton es la democracia occidental. Y Robespierre representa, a su manera, los países del Este (…). La película está basada en la obra de teatro El caso Danton, de Stanislawa Przybyszewska, bastante más proclive hacia Robespierre que la película, según ha declarado Wajda. En la película ocurre todo lo contrario: Wajda toma partido por Danton-Gerard Depardieu y la cámara se siente ganada por la impulsión y el dinamismo de aquel antiguo abogado de la cámara real que se hacía llamar d’Antón y al que se le reprochaba su amor al lujo y a la muy volteriana joie de vivre, tan distante del puritanismo revolucionario. Venal y patriota a la vez, miedoso y temerario según su humor, apasionado por su primera mujer y no obstante infiel a la misma, vasallo de la segunda y, pese a ello, dominándola elocuente hasta hacer temblar los cristales, Danton ocupa el escenario como el primer orador de la revolución. Como alguien cuya popularidad lleva a Robespierre y a los suyos a temer más que una insurrección popular contra la dictadura del Comité de Salut Publique.

Para Wajda, Danton es la democracia contra la dictadura, tanto él como Desmoulins, Philippeaux y sus seguidores quieren poner fin al Terror: “Basta de sangre”, repiten en la película. Desde luego, Robespierre no es el malo que sale en El libro negro, una añeja película de Anthony Mann (*), estrenada aquí en TV e interpretada por Richard Basehart, Arlene Dahl y robert cummings, en la que el referente válido es La Fayette o sea el amigo de la revolución de 1776. Aquí es mostrado como un hombre dividido, destrozado incluso, que no se decide sino muy dificultosamente a eliminar a Danton y sus partidarios: “Si Danton triunfa —dirá—, lo hace la revolución; si lo hacemos nosotros, también será el triunfo de la revolución.” Y en la víspera de la ejecución de Danton llegará a afirmar: “La revolución ha errado su camino.” Estamos lejos del símil polaco de nuestros días y del enfrentamiento que se llegó a ofrecer entre Stalin y Trotsky en una representación de La muerte de Danton, de George Büchner, que tuvo lugar este verano en el Festival de Teatro de Nancy.

Situado entre dos gigantes, Wajda ha escogido mostrarnos las contradicciones entre ambos gigantes de la revolución francesa al final del período del Terror (Robespierre será ejecutado en julio de 1794, apenas tres meses después que Danton). En este momento concreto, los hombres que habían hecho salir a la revolución de sus más graves dificultades se pusieron en cuestión el sentido mismo de su lucha, la relación entre sus ideas y la realidad de una revolución que, en palabras de Saint-Just, se había congelado. El problema para Wajda en este instante se plantea entre democracia y dictadura.

Con todo, la realidad es mucho más compleja. Los datos de las contradicciones entre ambos personajes centrales no aparecen claros. El espectador ignora —si se conoce la historia— que la Francia jacobina está en guerra contra una coalición absolutista europea ya que Wajda no dice nada. En cuanto a Danton, aparece simplemente como el partidario de una moderación del proceso revolucionario. No se dice, nada tampoco de la eliminación de los hebertistas que representaban a la izquierda jacobina, aunque su final ocurrió muy poco tiempo antes que el de los dantonistas. Tampoco se dice que Danton y Robespierre hicieron bloque en la Convención contra la derecha girondina y contra la izquierda radical. Tampoco se muestran las relaciones establecidas entre el poder revolucionario y los “descamisados”, entre la burguesía revolucionaria y el pueblo llano.

Wajda trató de demostrar en su trabajo más preocupación por los ricos detalles de los moderados y por el duelo entre los grandes protagonistas que por el rigor histórico. Por esta razón aspectos importantes pero no decisivos como la oratoria de Danton ocupan un lugar desmesurado hasta el punto de cifrar la razón de la derrota de su favorito en el hecho de que Robespierre le impidió hablar. Lo más discutible de esta reducción personalista de los últimos acontecimientos de la revolución francesa es que a partir de aquí se deja entender que toda revolución tiende a devorarse a sí misma y que los revolucionarios más intransigentes se convierten en estalinistas a su pesar. Desde este punto de vista, Wajda nos presenta a un Robespierre que ordena al pintor David borrar a Fabre d’Englantine de su cuadro sobre El juramento de la sala de Juego de Pelotas (episodio inventado, pero que es una alusión evidente a los métodos de Stalin que quiso borrar a Trotsky y a todos sus adversarios de la historia de la revolución rusa). Los errores históricos aparecen como exigencias para concluir en las tesis “democráticas” que el celebrado cineasta polaco pretende defender.

Así por ejemplo, para demostrar que la dictadura revolucionaria de la Montaña sólo se puede mantener sobre la base del Terror, nos presenta este grupo apoyado por la burocracia y por la policía secreta, cuando los hechos fueron muy distintos. Como han demostrado autoridades que van desde Michelet y Jaurés hasta Favre y Saboul, el período robespierrista gozó de un gran apoyo de las masas, la iniciativa popular y la vigilancia de los “sans-culottes” fue no solamente una base social de apoyo sino también un instrumento activo contra los adversarios de una revolución cuya importancia para la instauración de la democracia burguesa moderna difícilmente se puede actualmente cuestionar.

Seguramente, hubiera sido más ajustado presentar a un Danton como un partidario del Terror revolucionario que lúcidamente se da cuenta que los jacobinos se están cavando su propia fosa prosiguiendo con métodos cuyo valor irracional y sangriento pudo justificarse en un momento preciso —de vida o muerte para la causa del 14 de julio de 1789—, y que pensaba que la misión de la burguesía progresista era detenerse en una democracia parlamentaria sin ir más allá de sus posibilidades reales como quisieron Robespierre y Saint-Just. De todas maneras, visto desde un punto de vista u otro, la película acaba siendo recomendable, sobre todo porque coloca al espectador en el centro de un debate que seguía vivo en un Bicentenario muy diferente al anterior que coincidió con la proclamación de la II Internacional. Ahora las barricadas se habían vaciado y el escenario aparecía ocupado por una nueva derecha que trataba de amalgamar la toma de la Bastilla con el Gulag….

(*) Reign of terror (USA, 1949) Se trata de Insólito ejercicio de cine negro, pero pese a ello poseedor de todos los ingredientes habituales en el género, “El reinado del terror” sorprende al elegir el periodo histórico de la Convención Jacobina como marco en el que desarrollar una historia que, de haber tratado de una banda de hampones dispuestos a acaparar el poder en un barrio suburbial de Chicago o Nueva York, no habría presentado sustanciales variaciones como esta en la que Robespierre viene a ser como un gangster siguiendo la tradición denigratoria instalada en el cine sobre 1789 hasta el punto que se podía afirmar que la versión de Wajda resulta extrañamente matizada. Vale la pena la lectura de la elaboradísima novela de Javier García Sánchez “Robespierre” (Galaxia Gutenberg, 2012),

Pepe Gutiérrez-Álvarez (Fuente: Kaos en la red)







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