Por Marta Contijoch (*)
La Península Arábiga está siendo escenario de un espectacular desarrollo urbano a partir de la riqueza generada con la explotación de sus recursos energéticos. En ese contexto, la capital qatarí, Doha, parece ahora erguirse como una de las principales competidoras de Dubai en el litoral árabe del Golfo Pérsico, a partir de un crecimiento sustentado en la importación masiva de mano de obra y un tejido urbano resultado de estrategias de inversión, desregulación y especulación que pretenden convertirla en centro de conexión global. Como Dubai, la capital de Qatar ha asumido idéntica estrategia de explicitar lo que en otras ciudades del mundo sólo puede ser un horizonte deseado: convertir el capitalismo en gran espectáculo urbanístico. En efecto, Doha es una ciudad convertida, toda ella, en un aparador de los extremos más estridentes del ultraliberalismo y el derroche consumista, compatible con un régimen político absolutista y con las condiciones rayanas en la esclavitud a que somete a buena parte de su población de trabajadores inmigrantes, casi el 80% del total de sus habitantes.
En Doha el espacio urbano se impone como el mejor escenario para la conversión del Estado en un show del que la ciudad es al mismo tiempo tras y proscenio, en relación con el cual el poder político ejerce el papel de productor. En la capital se representa esa retórica que hilvana distintas unidades de paisaje urbano planificado, en una zonificación de las distintas “dohas” que conforman, a modo de cuadros escénicos, la puesta en escena de la ciudad-capital global en la que quiere convertirse.
El caso de la West Bay debe ser leído como encarnación de esta utopía capitalista, paisaje urbano identificable e identificado como símbolo del progreso que materializa el sueño urbanístico neoliberal. Lugar sembrado de rascacielos sin diálogo con el entorno, en el que el lugar para la sociabilidad pública se reduce a ese espacio residual que conforman los huecos (todavía) no urbanizados o los pasillos del gran centro comercial que se yergue entre las altas torres, resulta un buen ejemplo de este modelo de ciudad en el que el espacio urbano no es concebido en su dimensión a la vez política y sociabilizadora, sino como decorado para la ostentación de la imagen que un Estado quiere proyectar de sí mismo.
En la West Bay se concentran oficinas y edificios oficiales, salpicados de restaurantes y clubes depositarios de un tipo de ocio que podríamos describir como “occidental”, establecimientos por supuesto exclusivos y, por tanto, excluyentes. Son estos los únicos espacios en los que se permite el consumo de alcohol, arquetipo de una estrategia de integración zonificada de este componente foráneo indesligable del cosmopolitismo que se supone que corresponde a una capital de vocación internacional como Doha.
Pero esta modernidad tan entusiastamente perseguida se logra a expensas de los sectores más vulnerables de la población: los miles de trabajadores inmigrados sobre cuya explotación se sustenta la prosperidad del país; más de un tercio de la población, que es expulsada o inadmitida de esta centralidad de la ciudad-aparador. Así, junto al exhibicionismo de la West Bay encontramos, semioculta, la Industrial Area, a las afueras de la ciudad, donde se concentran miles de estos trabajadores, confinados en labour camps, que comparten espacio con almacenes de material de obra y de industria pesada y talleres mecánicos que ofertan, también, piezas de algunos de los vehículos desguazados que se amontonan a lado y lado de la cuadrícula de calles a medio asfaltar, escenario de un caos de coches que circulan como pueden, dejando pasar los camiones que entran y salen de los cientos de naves distribuidas en la zona, para dirigirse a alguna de la multitud de obras que se abren por toda la ciudad. En ese margen se concentran aquellos habitantes y actividades incompatibles para la buena representación de la capital, pero que son, a su vez, parte indispensable de esos flujos globales de cuyos beneficios se nutre la opulencia de las elites qatarís.
Dentro de esta misma dinámica, es el propio centro de la capital, el área circundada por el B Ring –antigua circunvalación ya por completo absorbida por el crecimiento de la ciudad-, lo que podríamos apodar "centro histórico”, donde se encuentran barrios como el Musheireb, que concentra las viviendas más vetustas, ocupadas también por trabajadores inmigrados con pocos ingresos, invisibilizado como espacio indeseable, al margen de la nueva norma urbana.
Es ese espacio al mismo tiempo morfológicamente central y socialmente marginado el que debe ser reconquistado como centro por el nuevo orden urbano capitalista por medio de una “rehabilitación" que no consiste en otra cosa que en una sustitución de las viviendas degradadas, habitadas por la cara más oscura de la modernización qatarí, por nuevos enclaves más adecuados para el diseño futuro de Doha. Y como primeros actores en esta nueva escena empiezan a erguirse complejos como el Doha Oasis, que albergará nuevas viviendas, un hotel y áreas comerciales y de recreo, o el megaproyecto Msheireb Downtown Doha, en manos de una única promotora –Msheireb Properties- encargada de la “reconstrucción” de más de 30 hectáreas del distrito. Todo ello sobre los restos todavía visibles de las antiguas casas en otro momento habitadas por vecinos ahora considerados indignos de participar en la función ni siquiera en tanto que figurantes.
Hablamos, por tanto, de una fragmentación espacial que debe ser entendida como aspecto territorial del conjunto de procesos de exclusión social que está conociendo la capital qatarí, un mecanismo de segregación, exclusión y ocultamiento de una parte de sus habitantes, víctimas de una injusticia que es al mismo tiempo social y espacial.
(*) Marta Contijoch es investigadora del OACU (Universitat de Barcelona). Desarrolla su trabajo de campo en Doha, Qatar, a propósito de las dinámicas de automovilización y la implementación del metro en la capital qatarí. Es coautora de los libros La Nit de Sant Joan a Barcelona (Angle Editorial, 2016), y La llum dels carrers (Pol·len, 2016) y autora de "Movilidades excluyentes: Automovilización y utopía capitalista en Doha, Qatar", Working Paper Series. Contested Cities, Serie (IV-5B) (2016).
Fuente: El País
Pero esta modernidad tan entusiastamente perseguida se logra a expensas de los sectores más vulnerables de la población: los miles de trabajadores inmigrados sobre cuya explotación se sustenta la prosperidad del país; más de un tercio de la población, que es expulsada o inadmitida de esta centralidad de la ciudad-aparador. Así, junto al exhibicionismo de la West Bay encontramos, semioculta, la Industrial Area, a las afueras de la ciudad, donde se concentran miles de estos trabajadores, confinados en labour camps, que comparten espacio con almacenes de material de obra y de industria pesada y talleres mecánicos que ofertan, también, piezas de algunos de los vehículos desguazados que se amontonan a lado y lado de la cuadrícula de calles a medio asfaltar, escenario de un caos de coches que circulan como pueden, dejando pasar los camiones que entran y salen de los cientos de naves distribuidas en la zona, para dirigirse a alguna de la multitud de obras que se abren por toda la ciudad. En ese margen se concentran aquellos habitantes y actividades incompatibles para la buena representación de la capital, pero que son, a su vez, parte indispensable de esos flujos globales de cuyos beneficios se nutre la opulencia de las elites qatarís.
Dentro de esta misma dinámica, es el propio centro de la capital, el área circundada por el B Ring –antigua circunvalación ya por completo absorbida por el crecimiento de la ciudad-, lo que podríamos apodar "centro histórico”, donde se encuentran barrios como el Musheireb, que concentra las viviendas más vetustas, ocupadas también por trabajadores inmigrados con pocos ingresos, invisibilizado como espacio indeseable, al margen de la nueva norma urbana.
Es ese espacio al mismo tiempo morfológicamente central y socialmente marginado el que debe ser reconquistado como centro por el nuevo orden urbano capitalista por medio de una “rehabilitación" que no consiste en otra cosa que en una sustitución de las viviendas degradadas, habitadas por la cara más oscura de la modernización qatarí, por nuevos enclaves más adecuados para el diseño futuro de Doha. Y como primeros actores en esta nueva escena empiezan a erguirse complejos como el Doha Oasis, que albergará nuevas viviendas, un hotel y áreas comerciales y de recreo, o el megaproyecto Msheireb Downtown Doha, en manos de una única promotora –Msheireb Properties- encargada de la “reconstrucción” de más de 30 hectáreas del distrito. Todo ello sobre los restos todavía visibles de las antiguas casas en otro momento habitadas por vecinos ahora considerados indignos de participar en la función ni siquiera en tanto que figurantes.
Hablamos, por tanto, de una fragmentación espacial que debe ser entendida como aspecto territorial del conjunto de procesos de exclusión social que está conociendo la capital qatarí, un mecanismo de segregación, exclusión y ocultamiento de una parte de sus habitantes, víctimas de una injusticia que es al mismo tiempo social y espacial.
(*) Marta Contijoch es investigadora del OACU (Universitat de Barcelona). Desarrolla su trabajo de campo en Doha, Qatar, a propósito de las dinámicas de automovilización y la implementación del metro en la capital qatarí. Es coautora de los libros La Nit de Sant Joan a Barcelona (Angle Editorial, 2016), y La llum dels carrers (Pol·len, 2016) y autora de "Movilidades excluyentes: Automovilización y utopía capitalista en Doha, Qatar", Working Paper Series. Contested Cities, Serie (IV-5B) (2016).
Fuente: El País
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