Estos días nos llega la nueva edición de Trotskismos, de Daniel Bensaid (la primera en Latinoamérica), con prólogos de Eduardo Lucita y François Sabado y epílogo de Martín Mosqueras. Es una iniciativa de la editorial Sylone, un nombre que ofrece un guiño que evoca a la casi mítica Fontamara y que aparece en la colección “Fututo Interior”. Este es un proyecto en el que participan Democracia Socialista de Argentina y Libres del Sur de Chile con todas sus historias propias, así como Anticapitalistas del Estado español. Es igualmente una reedición (la primera en castellano fue en El Viejo Topo fue pensada para los lectores hispanos) que aparece en un momento de redefinición de la izquierda marxista francamente apasionante y en el que esta tradición que representa la oposición comunista al estalinismo pero también muchas otras cosas, entre ellas el rechazo al sectarismo que pretende que ya está todo dicho y que lo único que importa es saber interpretarlo. Originariamente, el concepto trotskista nació con la singular intervención del joven Trotsky (1879) en el soviet de Petrogrado en el curso de la revolución de 1905. Fue empleado por el historiador cadete Miliukov, para referirse al bosquejo de la teoría de la revolución permanente, elaborada en colaboración con Parvus, uno de los portavoces de la izquierda socialdemócrata de principios de siglo (3). A veces se empleó luego para describir algunas de las actuaciones de Trotsky en los conflictos internos de la socialdemocracia rusa, en parte para señalar la fuerte personalidad del personaje que fue acusado en ocasiones de lo que entre nosotros llamaríamos “sobrado”, creo que con mayor precisión. Nada de particular aparte de reconocer una sugestiva reflexión sobre la naturaleza de la revolución rusa que, después de muchas y ásperas discusiones entre exiliados, fue básicamente confirmado por la propia revolución de Octubre en la que Trotsky ocupó un papel central…el término se habría olvidado al incorporarse al acervo general del PCUS y de la Internacional Comunista a no ser por… Por el conflicto planteado por la sucesión del liderazgo de Lenin, la llamada “troika” (Zinóviev-Bujarin-Stalin) en oposición al recién codificado “marxismo-leninismo”, una verdad revelada en nombre de la cual Stalin (“el Lenin de hoy”), se erigió no mucho después en líder incuestionable; en sus manos el “leninismo” se convirtió en una suerte de escolástica religiosa tan elástica y pragmática como la Vaticana. La definición de “trotskismo” fue definitivamente “enriquecido” a finales de 1936, cuando Stalin dictaminó que este había dejado de representar una corriente “oportunista” para convertirse en el núcleo más perverso de lo que se llamará la “quinta columna”. En un compinche de Hitler, Franco, pero también del imperialismo yanqui mientras duró el pacto Molotov-Ribbentropp. El dictamen de Stalin se tradujo por una suerte de “solución final” de toda oposición o presunta oposición (es imposible que hubieran 30.000 trotskista entre la oficialidad del Ejército Rojo) y que después trató de trasladar a la República española asediada, obligando al PCE-PSUC a actuar en consecuencia, a participar en la guerra sucia contra el POUM y en menor medida, contra los anarcosindicalistas. El sambenito conoció numerosas variantes, por ejemplo a finales de los años cuarenta principios de los cincuenta, se decía “tito-trotkista” englobando a los disidentes que apoyaron a Tito, si bien en los años sesenta-setenta, el concepto aquí como en América Latina apuntaba que los trotskistas eran invariablemente “agentes de la CIA”. Pero más allá y durante largo tiempo, el epíteto se aplicó de muchas maneras. Sin duda la más perversa fue la que el estalinismo siguió aplicando contra cualquier disidencia, incluyendo las de sus propias filas tanto en los partidos comunistas (por ejemplo, así fueron llamados desde el PCE los “sospechosos” por provenir del BOC catalán o los disidentes que tomaron partido por la Yugoslavia de tito al final de los años cuarenta. Uno de los ejemplos más delirantes se dio en el curso de los procesos contra altos cuadros en las “democracias populares”, de los que tenemos un buen ejemplo en Arthur y Lise London, convencidos estalinistas hasta que fueron arrojados a las tinieblas. Cuando el primero publicó La confesión (obra de la que existe una conocida adaptación para el cine realizada por Costa-Gravas con Ives Montand y Simone Signoret), al final de los años sesenta, dirigentes del PCF y del PCE como Louis Aragón y Federico Melchor, justificaron su apoyo a London en razón de que en realidad…este nunca había sido trotskista. La confusión también ha sido servida por no pocos historiadores que, a falta de un mayor rigor, hicieron extensible la palabra a formaciones que en un momento dado se opusieron al estalinismo. Se podría matizar mucho en el caso del POUM tanto por su compasión (el grupo trotskista fue el segundo componente), como por su compromiso (el POUM denunció los procesos y trató de que Triotsky fuera acogido en Cataluña), como por aspectos centrales de su programa, por lo que no resulta de todo desacertado hablar de semi, pero el asunto se complica cuando la extensión –académica- llega hasta el Independent Labour Party, el partido de Orwell que en los años treinta radicalizó su tradición socialista de izquierda, abrió una vía de diálogo con Trotsky y admitió sin problemas a los trotskistas en su seno. Los ejemplos son mucho más abundantes, por ejemplo en los que hacen trotskismo sin saberlo, o sea autores que por su propia cuenta se han acercado a la teoría de la revolución permanente o a la definición del estalinismo y de los países del “socialismo real”. Por su parte, aunque Trotsky no aceptó nunca la denominación y cuando la utiliza lo hace con un entrecomillado, tratando de aclarar lo perverso de su utilización, no es menos cierto es que el término adquirirá su sentido último para nombrar a los comunistas que se opusieron al estalinismo al tiempo, y lo hicieron marcando unas pautas programáticas muy perfiladas, en un desarrollo analítico impresionante al frente del cual se situó Trotsky en su último y más intenso combate, pero también toda una resistencia internacional con numerosas derivaciones nacionales y de escuelas hasta tal punto que se impone pluralizar el término según diferentes parámetros. Finalmente, una parte de la propia tradición como la que representaba Daniel, habla de “un cierto trotskismo” o sea de una variante que apostó por puesta al día constante y en el que resulta inexcusable evocar la inmensa obra de Enest Mandel, clave para la actualización del marxismo tanto desde el punto de vista científico como de un militante con una biografía tan deslumbrante como modesta. Resulta extremadamente singular que una medida tan inconmensurable como la suya fuese reducida al epíteto “pablista”, lo que no deja de resultar un buen ejemplo del mismo reduccionismo perverso que originó un concepto, el de trotskista, el mismo que sido utilizado de arma arrojadiza con la que evitar cualquier discusión seria y abierta sobre un legado abrumador. Un componente bastante representativo de una de las variantes “auténtica”, me declaraba que la mejor garantía de dicha fidelidad era la que ellos –su grupo- había utilizado, ellos habían ido al original rehuyendo las interpretaciones. Le respondí que tal garantía no existía, primero, porque Trotsky no pretendió ser la última palabra en nada aunque a veces lo pareciera; segundo, que desarrollaba sus trabajos en base a aproximaciones e hipótesis que no tenía problemas en cambiar cuando la realidad lo contradecía; tercero que en ocasiones perfiló análisis diferenciados sobre una misma cosa, por ejemplo sobre el significado de la Segunda Guerra Mundial de la que solamente pudo conocer sus comienzos; cuarto, tanto él como Lenin o Rosa fueron grande porque se atrevieron a adecuar un legado que se había quedado esclerotizado por el segundo marxismo (Kautsky, Plejanov, etc.)…quinto, lo que ellos querían eran blindar sus propios análisis con el refrendo de una autoridad por encima de la historia. No pudimos continuar. Bensaïd de cuestiona el concepto al tiempo que lo amplia. Aunque se podría hablar de más de un Trotsky y de los conflictos de este con sus propios partidarios (con los que mantuvo unas relaciones intensas y complicadas), hay que hacerlo sobre el después de Trotsky, de sus variaciones por época, latitudes y escuelas en un sentido muy amplio, sino en lo que a la influencia social se refiere (que no siempre resultó desdeñable), sí en cuanto a una producción teórica que tuvo que crecer y adecuarse a situaciones totalmente imprevisible, sobre todo considerando las consecuencia de la Segunda guerra Mundial y del “desvío” revolucionario hacia la periferia. Bensaïd como librepensador y militante todo terreno –entre otras cosas fue sesudo responsable de cargos como las finanzas o del servicio de orden en la LCR-, asume los desafíos de la guerra de las interpretaciones sin miedo a mirar de frente al venerado clásico en nombre del cual algunos se han arrogado una autoridad que nadie fuera de su círculo les reconocía. Tampoco tiene problemas en abordar las cuestiones más dolorosas, los errores que no fueron poco, aunque añade, nunca se equivocaron de enemigos. Desdichadamente, no hay muchas escuelas que puedan decir lo mismo. Esta edición prosigue y amplia una tarea imprescindible de reconocimiento para unas nuevas generaciones para las que el estalinismo es una pesadilla superada, para las que se están abriendo expectativas que parecían impensables hace dos días y que necesitan del conocimiento del “futuro anterior” para interpretar todo lo que viene.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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