Taibo II, Paco Ignacio
Editorial Crítica
Fecha de edición octubre 2013 · Edición nº 1
704 páginas
155 mm x 230 mm
P.V.P. 29,90 €
En octubre de 1922, tras un periodo de violentos enfrentamientos callejeros, Mussolini se hace con el poder en Italia y funda un régimen en torno al Partido Nacional Fascista que encarcelaría y enviaría al exilio a miles de opositores. En enero de 1933 Hitler es nombrado canciller en Alemania y el aparato del Estado proporciona a los nacionalsocialistas un aumento exponencial en su capacidad para la violencia contra los socialistas y comunistas, a los que tanto habían combatido en las calles durante la República de Weimar. En menos de dos meses Hitler abre el campo de concentración de Dachau para disidentes políticos, dispuesto a aniquilarlos con implacable determinación. Mientras tanto el canciller austriaco Engelbert Dollfuss inicia un acercamiento al fascismo que le lleva a prohibir los partidos políticos y culmina con la masacre de opositores socialistas a manos del ejército en febrero de 1934.
En ese contexto europeo intentaba mantenerse a flote la Segunda República Española. Desde amplios sectores de la izquierda se interpretaba que si la CEDA —partido de corte católico conservador— llegaba al gobierno podría repetirse aquí la historia. ¿Pero era un temor fundado, un pretexto para llevar a cabo su agenda revolucionaria o un poco de ambas? He aquí un debate que hoy en día sigue desatando invectivas con los ojos inyectados en sangre en tertulias radiofónicas e internet. Desde luego algunas declaraciones del portavoz de la Confederación Española de Derechas Autónomas, Gil Robles, no eran demasiado tranquilizadoras:
En el fascismo hay mucho de aprovechable: su raíz y su actuación eminentemente populares; su exaltación de los valores patrios; su neta significación antimarxista; su enemistad a la democracia liberal y parlamentarista; su labor, coordinadora de todas clases y energías sociales; su aliento juvenil, empapado de optimismo, tan opuesto al desolador y enervante escepticismo de nuestros derrotistas e intelectuales.
Así que mientras los conservadores temían una revolución marxista como la que había llevado a Lenin al poder en Rusia en 1917, los grupos de izquierdas temían una reacción fascista que los aniquilase como estaba ocurriendo en otros países europeos. En ese contexto, cualquier actitud conciliadora era considerada un signo de debilidad: «Aplastar o ser aplastados, recibamos las enseñanzas que vienen del extranjero» dijo Ramón González Peña, secretario del Sindicato Minero. De manera que la llegada al Gobierno de la República de tres ministros de la CEDA fue el detonante de la revolución obrera que llevaba meses preparándose en secreto. Era octubre de 1934. Ocurrieron muchas cosas esos días, especialmente en Cataluña y en Asturias. Pero, si me permiten los lectores, ahora nos centraremos en la segunda (aunque eso suponga estar varios minutos sin tener presente el temita catalán, ¡aguanten, por Dios!). Fue el escenario de una revolución iniciada en las fábricas y cuencas mineras que, como acostumbra a ocurrir con las revoluciones, acabó en fracaso, transitando inevitablemente de la esperanza a la melancolía. A ella dedica su ensayo Asturias, octubre 1934 (Ed. Crítica), Paco Ignacio Taibo II.
Se trata de una nueva edición ampliada del trabajo que realizó en los años 70 reuniendo unos cuatrocientos testimonios de quienes protagonizaron los hechos. Los propios abuelos del autor estuvieron implicados, lo que lleva al libro a retratar a sus protagonistas en ocasiones de forma un tanto benevolente y romántica, que en otras partes se compensa con crudas pinceladas que nos quitan la tontería y nos recuerdan que estamos en España:
Desde una ventana un fascista lanza una bomba a la calle contra los revolucionarios, y al verse sorprendido se arroja al jardín por una ventana, pero con tan mala suerte que cae sobre una verja, donde queda ensartado como un pelele o un sapo cuando los aldeanos le clavan en una estaca a la vera del sembrado.
La narración de los hechos comienza a finales de 1933, cuando las fuertes divisiones sectarias entre las corrientes izquierdistas —con reproches mutuos de ser sumisos a Moscú, «anarcofascistas» o «socialtraidores»— dan paso a diversos pactos regionales cuya finalidad será «la conquista del poder político y económico para la clase trabajadora, cuya concreción inmediata será la República Socialista Federal». Lo sustancial del acuerdo se mantuvo en secreto, dando detalles generales en la prensa afín, como por ejemplo el diario Avance, un periódico de tendencia obrera que era leído con auténtica devoción en fábricas y minas, donde pasaba de mano en mano, y que sería célebre por su enfrentamiento con el gobernador de la región. Sus ejemplares fueron secuestrados por la policía incontables veces y su director acabó acostumbrándose a entrar y salir de la cárcel.
Son precisamente los detalles acerca de la época y los personajes que la protagonizaron lo más interesante de esta nueva descripción de unos hechos que de otra forma ya serían suficientemente conocidos. Sin esa intrahistoria, que decía Unamuno, que explique la forma de pensar, las costumbres y en definitiva la causa de que las cosas pasaran de una manera y no de otra, la historia acabaría siendo poco más que una recopilación de fechas, nombres y número de muertos. Como ejemplo de ello tenemos el retrato del principal responsable de ese pacto, el líder sindical Jose María Martínez. Un antiguo obrero metalúrgico y más tarde taxista, «oficio que le permitía polemizar continuamente con sus pasajeros». Era un hombre de acción, dedicado a la agitación y las revueltas, aunque también de una gran curiosidad intelectual por materias como la historia y ciencia. De hecho tenía siempre cerca de sí un frasco con el feto de un hijo suyo que no llegó a nacer. Martínez murió durante la revuelta que tanto contribuyó a fraguar, un once de octubre de 1934, pero no por disparos enemigos: fue a agacharse para coger una hoja de maíz del suelo cuando se le cayó una pistola que llevaba al cinto, con tan mala suerte que se le disparó y la bala le atravesó el pecho. Ese interés por la cultura en aquellos hombres que no tuvieron oportunidad de ir a la universidad no era infrecuente, como el caso del anteriormente mencionado Peña, que llegaría a ser dirigente de UGT y ministro de Justicia: «una vez en un mitin empezó a hablar de las galaxias, los cometas y las estrellas, y terminó hablando de socialismo, ante un grupo de mineros que no sabían muy bien lo que estaba pasando».
A lo largo de 1934 las manifestaciones y huelgas fueron sucediéndose, con especial intensidad durante el verano, y mientras tanto los insurgentes fueron haciendo acopio de armamento. Fue célebre el episodio del Turquesa, un barco cargado de armas y munición que fue interceptado por las autoridades en la costa cantábrica en septiembre. Pero finalmente el elemento decisivo resultó ser la dinamita. Fue gracias a ella cuando, una vez estalló la rebelión el cinco de octubre, buena parte de la región pasó bajo el control de los revolucionarios, como en Campomames:
Los guardias procedentes de León conocieron el ataque de la dinamita que los batió por los flancos. Con la misma violencia se castigaba a los que se guarecían en la fábrica de pastas. El fuego de los fusiles protegía el despliegue de los dinamiteros, que alcanzaban bordeando las cunetas. Las lumbres de los pitillos, cerca de las mechas y a ras de tierra, parecían deslizarse como luciérnagas. Atacábase a pocos metros de los coches. Se les paralizó la acción a los guardias que echaron a correr a través de la carretera. Pocos fueron los que se salvaron.
Llegó a haber incluso burros-bomba, como aquel al que Rafael Alberti posteriormente dedicaría unos versos. Pero en el resto de España no se produjo el seguimiento esperado y se quedaron solos. Particularmente decepcionante les resultó la falta de iniciativa mostrada por sus compañeros catalanes (¿ven?, al final ha acabado saliendo el temita), según recoge el autor, en lo que consideraron una traición. De manera que en algunos bares y restaurantes de la región posteriormente se popularizaría un menú consistente en «huevos a la asturiana, lengua a la madrileña y gallina a la catalana». El resultado final ya es conocido, aislados y sin apenas munición, los insurgentes no pudieron resistir el contrataque de las tropas gubernamentales unos días después, al mando de un general llamado Franco. Unas mil cuatrocientas personas murieron en total durante estos días de octubre del 34, aunque otras estimaciones elevan esa cifra. Una vez restaurado el orden se producirían unas veinte mil detenciones en toda España. La brutalidad de los interrogatorios dejaría graves secuelas físicas a algunos y llevaría a otros a suicidarse en sus celdas mordiéndose las muñecas. Pero el resto acabó siendo amnistiado con la llegada al poder del Frente Popular en 1936. Ahí comenzaría otra historia…
Fuente: Jot Down
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