El número de Temps modernes publicado en el momento de la guerra de 1967 ilustraba el malestar de la izquierda francesa, incluidos quienes se habían comprometido ardientemente en la lucha por la independencia argelina y, de manera más amplia, a favor de la descolonización. Jean-Paul Sartre, en el prólogo de la revista que dirigía, no disimulaba su preocupación.
“Quería simplemente recordar que existe, entre muchos de nosotros, esta determinación afectiva que, sin embargo, no es un rasgo cualquiera de nuestra subjetividad sino un efecto general de unas circunstancias históricas, perfectamente objetivas, que no olvidamos fácilmente. Así, somos alérgicos a todo lo que pudiera, de cerca o de lejos, parecerse al antisemitismo. A lo cual numerosos árabes responderán: “No somos antisemitas, somos antiisraelíes”. No cabe duda de que tienen razón: ¿pero pueden impedir que estos israelíes, para nosotros, no sean asimismo judíos?”
Tal y como destaqué en mi libro De quoi la Palestine est-elle le nom?:
“No se pueden resumir mejor las reticencias de la izquierda europea con respecto a la causa palestina. Reticencias que lindan con la obcecación: a los palestinos ni tan siquiera se les menciona como tales, mientras que la amenaza sobre Israel, descrita con los términos más alarmistas en los años 1960, perdía toda consistencia real: el país, apoyado por Estados Unidos, podía vencer a todos los Ejércitos árabes juntos. En Europa, tal y como explicara Sartre, se percibía este conflicto a través de las persecuciones antisemitas y ‘la legítima aspiración a una patria del pueblo judío, expulsado de sus tierras dos mil años antes”.
Esta obcecación aparecerá mucho más tarde, a finales de los años 1970, tal y como recuerda el intelectual palestino-estadounidense Edward Said, en un texto publicado en Le Monde diplomatique de septiembre de 2000, “Ma rencontre avec Jean-Paul Sartre”, del que aquí se encuentra un extracto (el texto completo está disponible en el DVD-ROM de Le Monde diplomatique que reúne todos los artículos del periódico publicados desde 1954). Said describe en él una reunión organizada bajo los auspicios de Sartre en París, tras los acuerdos de Camp David (1978), y que congregó a intelectuales franceses, palestinos, árabes e israelíes.
“Harto de discusiones ampulosas y vanas, interrumpí sin vergüenza los debates pronto por la mañana, e insistí en que escucháramos a Sartre inmediatamente, lo que suscitó la consternación entre sus satélites. La sesión se suspendió, mientras ellos deliberaban de manera urgente. El conjunto, debo decir, se dividía para mí entre farsa y tragedia, ¡porque el mismo Sartre no parecía tomar parte alguna en estas deliberaciones que se referían precisamente a su participación! Al final, un Pierre Victor visiblemente irritado nos volvió a llamar a la mesa y, con la pomposa afectación de un general romano, anunció con un tono irritado: “Mañana, hablará Sartre”. Y nos retiramos, para vernos de nuevo en la mañana del día siguiente a fin de escuchar al gran hombre”.
“Al día siguiente, Sartre tenía ciertamente algo que mostrarnos: un texto mecanografiado de en torno a dos páginas que, en su mayor parte –lo que escribo se basa únicamente en un viejo recuerdo de hace veinte años–, recurría a las peores banalidades para alabar el valor de Sadate. No recuerdo muchas palabras que evocaran a los palestinos o su pasado trágico, los territorios ocupados. No hubo, sin duda alguna, ninguna referencia al colonialismo de implantación israelí comparable en numerosos aspectos con las prácticas francesas en Argelia. Fue tan instructivo como un comunicado de la agencia Reuters, obviamente escrito por Victor, para sacar del apuro a un Sartre que parecía tener totalmente bajo su influencia”.
“Yo estaba completamente trastornado de ver que este héroe intelectual se hubiera dejado llevar, en sus últimos años, por un mentor tan reaccionario, y que a propósito de Palestina, una cuestión que en mi opinión tenía urgencia moral y política –indudablemente en el mismo plano que Argelia y Vietnam–, el viejo defensor de los oprimidos no encontraba sino las palabras más convencionales para alabar a un líder egipcio que ya había sido objeto de grandes elogios”.
Said también destacaba que Sartre hubiera caído bajo la influencia de Pierre Victor (Benny Lévy), un ex maoísta que se convertiría en rabino y se volvería defensor encarnizado, junto a Bernard-Henri Lévy, de Israel y de las acciones de su Ejército en contra de los palestinos.
Se han dedicado pocos escritos a las posiciones de Sartre entre estas dos fechas, en particular durante el principio de los años 1970, cuando apoyaba al grupo maoísta Izquierda Proletaria. Serge Halimi me llamó la atención respecto de una obra que me había pasado desapercibida, un libro de conversaciones mantenidas desde 1970 hasta 1974 entre un universitario estadounidense, John Gerassi, y Sartre, que se publicó en español en 2012 con el título de Conversaciones con Sartre (Editorial Sexto Piso).
Al preguntarle sobre las contradicciones entre su posición y la de Izquierda Proletaria, Sartre respondió:
“Nuestras posiciones no están tan alejadas. Siempre he sido favorable a un Estado palestino-israelí, dentro del cual todos fueran iguales. El problema se debe a que la derecha religiosa es demasiado poderosa. Quieren un Estado judío, sea como sea, con esa tontería histórica de la que se ha embrollado su Constitución, lo que aliena, no sólo a todos los musulmanes y a todos los cristianos, sino igualmente a todos los judíos laicos. Por lo tanto, si consideramos las cosas de tal manera, soy favorable a la existencia de dos Estados independientes, iguales y libres”. Antes de precisar que Israel “somete a los palestinos, les quita sus tierras y les impide vivir libres”.
Respecto a los actos suicidas y a los kamikazes, Sartre afirma: “Siempre he apoyado el contraterrorismo contra el terrorismo institucional. Y siempre he definido el terrorismo como la ocupación, la confiscación de las tierras, las detenciones arbitrarias y así sucesivamente…”. Una posición cercana a la que siempre ha defendido Nelson Mandela: “Es siempre el opresor, no el oprimido, quien determina la forma de la lucha. Si el opresor utiliza la violencia, el oprimido no tendrá otra opción que responder mediante la violencia. En nuestro caso, no era sino una forma de legítima defensa”.
Sartre critica a continuación a Claude Lanzmann, quien declaró, justo en medio de la guerra de Vietnam, que si el presidente estadounidense Lyndon B. Johnson respaldara a Israel, él gritaría “¡Bravo Johnson!”.
En otra parte del libro, el filósofo vuelve a los Juegos Olímpicos de Munich de 1972 y a la toma de rehenes israelíes por un comando palestino. “Los palestinos no tienen otra opción, ante la falta de armas y de defensores, que el recurso al terrorismo. […] El acto terrorista cometido en Munich, como ya he dicho, se justificaba a dos niveles: primero, porque los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos eran soldados y, segundo, porque se trataba de una acción destinada a obtener un intercambio de prisioneros. Sea como fuere, sabemos que la policía alemana los mató a todos, a los israelíes y a los palestinos”.
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