jueves, 26 de julio de 2012

"ELEFANTE BLANCO", DE PABLO TRAPERO

Título: Elefante blanco.
Dirección y guion: Pablo Trapero.
Países: Argentina y España, 2012.
Intérpretes: Ricardo Darín, Jérémie Rénier, Martina Gusman.
Producción: Alejandro Cacetta, Pablo Trapero, Juan Gordon, Juan Vera y Juan Pablo Galli.
Fotografía: Guillermo Nieto.
Vestuario: Marisa Urruti.
Distribuidora: Alta Classics.
Estreno en España: 13 Julio 2012.


CRISTIANOS POR LA JUSTICA SOCIAL

ARTÍCULO DE JUAN CARLOS RIVAS FRAILE PUBLICADO EN MUNDO OBRERO Nº 250 DE JULIO DE 2012

En 1999 el argentino Pablo Trapero realizó su primer largometraje, "Mundo grúa", que en España conocimos gracias al Festival de Valladolid. Descubrimos a un poeta del realismo cinematográfico, un pintor de escenas crudas, pegadas a la realidad, marcado por una vocación notarial irrenunciable, frío y distante por fuera, pero arrebatado por la solidaridad hacia los retratados por dentro, gentes que obviamente pertenecen a los estratos básicos de la sociedad (algunos de ellos antes considerados clase media y hoy definitivamente proletarizados), sean obreros de la construcción o médicos en las guardias de un hospital. Varios títulos y varios años despúes ("El bonaerense", 2002; "Familia rodante", 2004; "Leonera", 2008; "Carancho", 2010) Trapero se ha convertido en un cineasta de poderoso estilo personal, probablemente uno de los grandes cineastas del continente suramericano, lo que hace que cada nueva película que lleva su firma acreciente el interés de la crítica -y en el caso de "Elefante blanco" también el público argentino- por su trabajo.

"Elefante blanco" se sitúa en el territorio en que se debate esa raza de individuos admirables, idealistas que entregan sus vidas a la causa de los pobres, de la gente más olvidada por el sistema capitalista, los parias de la tierra que habitan el estercolero y no tienen más remedio que aferrarse a la mano bienhechora de alguien a quien identifican como uno de los suyos para intentar sobreponerse a todas las injusticias de este mundo. En este caso, los protagonistas son dos curas y una asistenta social, y el marco en el que se desarrolla su impagable labor es un edifico, el elefante blanco que menciona el título, o mejor, el esqueleto de un edificio que estuvo un tiempo destinado a ser el mayor hospital de América y acabó siendo, tras sucesivos aplazamientos, oscuros episodios de corrupción, la gran chabola habitada por numerosas familias.

El gran Ricardo Darín y Martina Gusman, actriz y productora ejecutiva al lado de su esposo, el director, a los que se suma el belga Jérémie Rénier (una gratísima sorpresa; reencontrado desde que trabajó, muy joven, a las órdenes de los hermanos Dardenne en "La promesa") son el magnífico trío de intérpretes que llenan de gloriosa humanidad sus respectivos personajes. Si la película tuviera algún problema de verosimilitud (y no lo tiene, salvo en minutos contados, en alguna secuencia de manifestación disuelta por la policía, con numerosa participación de extras, en la que hay que fijarse mucho para detectar falta de tensión) estos tres actores encarnan con tanta fuerza, tanta credibilidad a sus ángeles protectores que por sí mismos la sostendrían.

Pero habrá que aclarar rápidamente que, aunque Darín y Rénier son como hemos dicho dos sacerdotes entregados a su causa, no estamos hablando de labores apostólicas que camuflan sus prédicas religiosas bajo capa de la bondad con los humildes. No, hablamos de lucha pura y dura contra la corrupción policial, gubernamental... en el infierno de una ciénaga podrida por las luchas entre bandas de narcotraficantes. De hecho, apenas hay escenas que reflejen ritos católicos -alguna oración en privado a la hora de comer- y cuando entra en acción la autoridad eclesial es para verse exigida por el párroco a tomar partido por la comunidad con mucho más ahínco del que dice hacerlo. Y esa es una de las grandes virtudes de la película, prescindir por completo de cualquier prejuicio, antirreligioso o favorable a esas creencias, para describir con apabullante verismo, antes que lo admirable de unas vidas casi ejemplares, las miserias de una sociedad que exige el sacrificio de unos pocos elegidos, sea por su credo, o por su generosidad, en el altar de la solidaridad. Podría estar refiriéndose al movimiento “Cristianos por el socialismo”, pero sin mencionarlo, sin hacer apología de movimiento alguno, Trapero defiende con todo un claro ejemplo práctico de compromiso ético, lo que quiere decir político, lo que en el lenguaje de los dos personajes masculinos significa vivir su fe. ¿No es ésa la confluencia real de algunos cristianos con el marxismo? Al lado de los curas, la asistente social muestra idéntico grado de implicación con los olvidados.

En una estremecedora secuencia la cámara se introduce a través de los pasillos de plásticos y chapas metálicas, de cartones y ladrillos que constituyen las infraviviendas de la barriada, rebasando varios puntos fuertemente custodiados por individuos armados hasta los dientes y alcanza el corazón del fuerte, el laboratorio donde se elabora la droga; y allí, tirado como una piltrafa, el cadáver que el cura ha venido a rescatar, arriesgando su propia vida, para entregarlo a su familia. El patetismo del sacerdote que traslada los despojos en un carro se erige en el potente icono de un filme durísimo, emocionante, inolvidable.



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