martes, 12 de junio de 2012

"ANTIACADEMIA"

La vocación de San Mateo

TEXTO DEL PINTOR COMUNISTA RENATO GUTTUSO SOBRE LA OBRA DE CARAVAGGIO PUBLICADO EN 1967

"ANTIACADEMIA"

¿Cómo un muchacho lombardo, aprendiz de pintor, llegado a Roma cuando apenas contaba dieciocho años, pudo edificarse, crecer, desbordar las bajas zonas de la plaza Navona más allá del Tíber y de los Alpes, más allá de su siglo y de los siguientes y llegar a nosotros como uno de los más altos reclamos (quizás el más estable y compacto) e imponerse como bandera de modernidad a las más dispares opciones, a los bando más opuestos? ¿ Cómo es posible que todavía hoy, después de Kandinsky o Mondrian, el viandante más casual o el apasionado de Pollock o de Rauschenberg, o el más condescendiente seguidor del arte lúdico, entre en San Luis de los Franceses y sienta que se le abre en el pecho una llaga que creía restañada para siempre?
Preguntas sin respuesta o cuya única contestación posible (por muchos menospreciada) es que la verdad de una gran pasión creadora se mide por su duración, por su capacidad de reaparecer como fuente de aguas vivas a las ideologías, a las nuevas convicciones, a los gustos nuevos: y mostrar una nueva faz, antes nunca vista.
Es verdad que el joven había salido de Milán dueño ya de un núcleo ideal propio. Había sabido adueñarse de cuanto le servía con un agudo sentido de la fruición cultural que le impedía vacilaciones y dispersiones. Su juvenil certidumbre era para él el más perfecto principio seleccionador, la brújula que lo orientaba y seguiría orientándolo en el porvenir. Por natural adhesión entra en contacto con los grupos "naturalistas" de Lombardía, mantenedores de un arte simple, realista, no "ideal".
Sigue después el viaje a Roma. Y ha de suponerse que en el camino llenó su morral de nuevas adquisiciones útiles para reforzar su propio núcleo. Ignoramos qué caminos siguió, pero sabemos el que había en aquel pedazo de tierra italiana al sur del Po: Parma, Bolonia, Florencia, Asís, tal vez Orvieto; Annibale Carracci, Masaccio, Giotto.
En Roma se instala en cualquier sitio, en las callejuelas llenas de cuchillos en torno a la plaza Navona. Y era natural que se encontrara con los jóvenes rebeldes, afines al ambiente de los naturalistas lombardos y más de acuerdo con su propio talante: los nombres de Lorenzo Siciliano, de Prosperino, de Longo y de Leoni y el del Caballero de Arpiño, ya en el flujo de la moda, nos indican su elección. Una elección normal para un artista llegado recientemente a un gran centro; como ha sucedido y sucede a cualquier joven ardiente que se descuelgue desde su provincia en Roma o en París.
En la Roma "de los manieristas y de los creadores de grutescos" era natural que se acercara a los últimos. No sólo por temperamento o por necesidad; más bien por un pensamiento propio, el pensamiento dominante, y por la conciencia intelectual de que en aquel clima "menor" había más posibilidad de alcanzar el corazón de las cosas, terreno más fecundo para la revolución que llevaba dentro, que el que quedaba bajo el apagado baldaquín académico.
Y aunque su desdén por la "grande maniere" envolviera -y era comprensible- también a Rafael ("despreciando los excelentísimos mármoles de los antiguos y las célebres pinturas de Rafael" [Bellori]), hubo de darse cuenta (y muchos fragmentos de su obra dan fe de ello) de que Rafael no era un " rafaelista": Caravaggio no podía menos de percibir la relación ideal entre Rafael y Masaccio; ni en consecuencia podía excluirlo, por mera polémica, de la propia experiencia creadora.
Los últimos decenios del siglo XVI fueron años de gran actividad, densos de novedades, de extraordinaria importancia en la formación de una conciencia moderna. Son los años que vieron la muerte de Miguel Ángel, el nacimiento de Galileo y la conclusión de los trabajos del Concilio de Trento. Es la hora en que Caravaggio enciende su fuego. La operación, artesanal en apariencia, de pintar frutas y flores exigirá una extraordinaria fuerza moral, se convertirá en arma de renovación, propuesta (y no poco perentoria) de un nuevo realismo. No se trata de proponer una hipótesis, sino de afirmar el significado objetivo de nuevos contenidos y formas, de una pintura ceñida a las cosas reales, nacida de la observación genuina de la realidad.
Después de Giotto y Masaccio, Caravaggio afirma el principio de que no son los conceptos abstractos o las consabidas ideas filosóficas las que hay que extender sobre la tela, sino el conocimiento de la realidad, las cosas tales como son, indagadas y exploradas en sus relaciones de lugar, espacio y luz: las cosas, por sí solas, expresan ideas, filosofía e historia, porque de ellas se libera el "presente" y su sonido, la nueva condición humana, las nuevas relaciones concretas entre los hombres, y de éstos con las cosas y la historia.
No son infinitos los caminos del realismo. Es significativo que, a finales del siglo XVI, sea la naturaleza muerta, la pintura de objetos, el punto de partida hacia el realismo. Lo mismo sucederá en el momento de la nueva reanudación realista en los últimos decenios del siglo XIX: las "flores", la "trucha", las "peras" de Courbet, el "dessert" de Monet y la obstinación de Cézanne ante una bolsa de manzanas, en tantos aspectos semejante a "aquellos dos centavos de fruta" pintados por Caravaggio ante el Baco enfermo. Nace así una tesis revolucionaria, el desmantelamiento de las jerarquías de temas, la elección de una pintura "sin sujeto aparente" y "sin acción", más idónea para acercarse a la verdad y liberarla de mitos, ideologías y del falso decoro. Sólo por ese camino podía llegarse a una justa y moderna idea de la "acción", a una nueva y viva actualización de una pintura de "historia". Y vendrán las "historias" de la mano de Caravaggio — y bien sabido es de qué manera violenta sabrá proponerlas de nuevo.
Su búsqueda, como ya es habitual, va a ser acusada de plebeya. Pero no se trató de una revuelta plebeya, ni de la proposición intelectual de un arte popular que hubiera que oponer al áulico. Al contrario: en la base de su revolución hay un profundo conocimiento del arte, de los hechos, de las obras, de las escuelas, de las discusiones entonces frecuentes: un elevado conocimiento cultural e histórico. No plebeyo, sino de ánimo popular, como de quien ha entendido cuál es la fuente de verdad en la que conviene beber: tocar en tierra para sacar de ella linfa y sangre. Ciertamente, no es casualidad que hayan sido Géricault y Courbet quienes sacaran a Caravaggio de los desvanes de los museos; y que antes aún que ellos haya sido David quien tuviera un pensamiento caravaggesco, inspirándose en el San Mateo de Caravaggio para el gesto de Martin d'Auch en el Juramento del Juego de pelota (y confesando haber sido atraído, en aquellos años juveniles, por las obras " brutalement exécutées, mais pleines de mérite" de Caravaggio).
Es notable el hecho de que en tiempos de total olvido del arte italiano de la segunda mitad del siglo XVI, y del XVII, en medio de la casi total ausencia de textos críticos e historiográficos, entre las informaciones falsas, incompletas, simplistas y de mero oído, hayan sido los pintores quienes buscaran sus ascendientes y por sí solos sacaran sus consecuencias, introduciendo elementos culturales de relación ideal con otras empresas referentes a la misma exigencia.
Su trayectoria, una vez llegado a Roma, es semejante a la de tantos otros. "Sin dinero y pésimamente vestido", miseria, enfermedades, asilo en el hospital de los pobres; trabajuchos de taller con este p aquel pintor, cabezas a un "grosso" [un ochavo] cada una, copias, etc.: para vivir apenas, y mal. Pero también pintaba, por cuenta propia, cuadros de naturalezas muertas y de género, figuras de medio cuerpo de tema "cortado", breve, "ni siquiera en condiciones de recibir un título" [Longhi], temas de la calle. Pero ése es su descubrimiento: sus personajes mitológicos y, más adelante, sus santos, no descenderán a su taller de ningún Olimpo ni de un Empíreo: serán los mismos hombres con quienes mantiene intercambio de juventud y de vida. Porque el mundo está sembrado de dioses, de santos y de héroes, en las calles, en las casas, en los estadios, en los talleres, en los mesones.
Sus malévolos biógrafos y los historiadores de la época, quiéranlo o no, deben darse cuenta de que el joven lleva el diablo en el cuerpo. ¿El tema? Todo es un tema. ¿La "historia"? No la necesita. ¿Las leyes académicas? Inútiles. Puede estructurarse una escena compleja a través de un movimiento de brazos, una inclinación de la cabeza, una vuelta de pliegues. Cada parte contiene en sí la estructura general.
Se trata de elaboraciones en las que, a la simplicidad aparente, corresponden una articulación imaginativa pero controlada, una ciencia de ritmos, de acordes, de correspondencia entre los espacios, una sabia distribución de los acentos, un dibujo extremadamente cuidado y sensible. Pintura que no es tosca, ni incorrecta, ni improvisada. Y no faltó quien llegara a observarlo ya que Caravaggio, dejando atrás a muchos "maestros" acreditados, consiguió obtener cuando apenas superaba los veinte años un importante encargo para la capilla Contarelli en San Luis de los Franceses, en competencia con aquel Caballero de Arpiño (José Cesari, llamado "Cavalier d'Arpiño") en cuyo taller había sido hasta poco antes primer trabajador.
He aquí a Caravaggio frente al compromiso de pintar "historias". E inmediatamente surgen los disgustos. Su San Mateo "no tenía decoro ni aspecto de santo, sentado con las piernas abiertas y con los pies burdamente mostrados al pueblo". Dícese que el cuadro fue rechazado, aunque resulta difícil explicar cómo después pudo obtener Caravaggio el encargo, para la misma capilla, de la Vocación y el Martirio de San Mateo, lo que no sólo no estaba en el contrato inicial, sino que venía a reemplazar un encargo de frescos hecho al de Arpiño.
El primer San Mateo y el ángel -destruido por la guerra en Berlín en 1945- es el primer gesto de su invasión del terreno, de su entrada en el arte "público". En el cuadro, el contraste entre el Santo, terrestre a más no poder, y el ángel, dulcemente manierista, asume un significado ideológico. Mateo es un hombre como los que conoce y trata Caravaggio; pero el pintor no sabe cómo es un ángel: debe imaginarlo; y aunque le dé semblante de muchacho, no parece convencerse él mismo de que lo sea. El ángel, femenino, se insinúa junto a Mateo, desliza un torneado brazo para guiar la gruesa mano campesina, que no parece la de un hombre que no sabe qué escribir, sino la de uno que no sabe escribir en absoluto. De este contraste de declaraciones, terrena y celeste, de esta intersección y cruce de formas heterogéneas nace una violencia ambigua, un nuevo atractivo.
Es más probable que, tras la realización de la Vocación y el Martirio, el mismo Caravaggio lo sustituyera por razones de armonía en el conjunto de la capilla. Y creo que el segundo San Mateo y el ángel es un cuadro de ligamiento, menos intenso que el primero, pero desde luego más culto y menos provocativo.
Caravaggio pasó así en Roma un decenio de tumultuosa creatividad, que lo convierte en "celeberrimus pictor", como lo define en 1597 Ruggero Tritonio. Su campo de acción se ha ensanchado improvisamente y por él corre sin contradecirse, concretando los términos de su propuesta, haciéndolos cada vez más convincentes a medida que adquiere capacidad de integrar culturalmente su propia contribución en una situación histórica.
Los encargos de obras "de historia" le plantean naturalmente nuevos problemas. Caravaggio debe tenerlos en cuenta; pero lo que importa es que Caravaggio no se enfrenta con tales problemas "alineándose" con el gusto de la época: se lanza a una pintura más severa, a timbres más bizarros; da profundidad y nitidez a los oscuros, sin desmentirse a sí mismo o adaptarse a otros; más aún: reafirmando su idea en el ámbito de una operación más vasta. Inventa para la luz una función estructural completamente nueva, como un "tercer elemento" junto al dibujo y al color (Longhi compara su importancia al descubrimiento de la perspectiva cuatrocentista), una nueva emotividad de las relaciones espaciales, que logra que el "tumulto" nazca del equilibrio ortogonal (empleo del cuadrado en el interior de la estructura compositiva) más que de la miguelangelesca pirámide en espiral a través de la cual legislaban los manieristas. Un trabajo intelectual, de efectiva y total construcción del espacio, que se concreta fatigosamente entre vueltas atrás, destrucciones y rehacimientos. Y en cuanto se da cuenta de que se ha dejado atraer por la máquina de su tiempo (primera realización del Martirio, según se ve por las radiografías), deshace en sus piezas la composición y vuelve a conducirla a su propósito con animoso acto de coherencia y moralidad artística.
La Vocación de San Mateo es uno de los cuadros clave de toda la historia del arte. Es el verdadero "objetivo" de Caravaggio. Un cuadro en el que todos sus aspectos están compenetrados y son interdependientes, donde la elección del fragmento de vida -una elección nada casual- se actúa a través del empleo constructivo y lleno de significado de la luz. (Será precisamente esta luz significante la que corroa y adjudique a Caravaggio el manto del apóstol que cubre a Cristo, de invención un tanto manierista).
Naturalmente, para los académicos, para la burocracia cultural y catedrática de la época, sólo los " incompetentes" podían alabar semejante pintura. El príncipe de la pintura de entonces, semejante a los príncipes de la pintura de nuestro tiempo, Federico Zuccaro, se descolgó con la conocida frase referida por Baglione: "¿Qué ruido es este? Yo no veo más que el pensamiento de Giorgione ... y con una risita ...alzó los hombros y se fue con Dios". ¿Qué quería demostrar la Academia? Que en Caravaggio no había nada nuevo, fuera de la vulgaridad; y que en cuanto al estilo llegaba con retraso y estaba superado.
Un juicio torpe y superficial (la única relación con Giorgione está en los gorros con plumas y en los vestidos a lo lansquenete). Pero la escena recuerda otros acercamientos más profundos (al Tributo de Masaccio en el Carmen florentino. Ambos pintores habían metido su mano en el mismo repertorio de verdades).
Poco importa al pintor quién pudo haber sido el Mateo de los Evangelios: bastábale saber que había sido un hombre llamado mientras atendía a cualquier acto de su jornada. Y Caravaggio, para "decir", se sirve de una escena que le es familiar, de un tema que siempre lo ha fascinado, porque sólo puede dar cuenta de la verdad a través de lo que le es congenial y familiar, no a base de reconstruir un teatrillo sobre textos y nociones tradicionales. El hombre lee, piensa, imagina; pero cada cosa en la que pone su mano vive sólo en la comparación con el presente, con lo que él conoce; y las historias del tiempo pasado, o de lugares lejanos y desconocidos, sólo pueden ser devueltas a la vida a través de lo que nos es más próximo, de aquello con lo que tenemos trato habitual -casas, objetos, acciones, sentimientos.
En la Caída de San Pablo de la capilla Cerasi, Caravaggio construye la composición sobre un cuadrado en el rectángulo vertical de la tela. San Pablo, en tierra, levanta las manos: diríase que deslumbrado por la enorme masa luminosa del cuerpo del caballo. También el cuadrado incluido en el rectángulo, en la Crucifixión de San Pedro. Pero los descubrimientos formales y las invenciones están siempre en función del "decir cosas". Una hoja de vid puede arrugarse de la misma manera en que se frunce la frente de San Mateo, porque "tanto trabajo" le "suponía hacer un buen cuadro de flores como de figura". Y no es una tesis formalista, no es una tesis artesanal: es idea de "hombre de valía" ("Para mí", dice Caravaggio, "un pintor de valía es uno que sepa pintar bien las cosas naturales"), de uno que cumple bien su oficio de pintor; oficio por el que se engendra vida, se suscitan impulsos vitales se significan ideas y conceptos, se desvela la realidad.
Diríase que los biógrafos de Caravaggio no saben contarnos la vida del pintor sino a través del rechazo de sus obras por esta o aquella cofradía. Pero la verdad es que en cuanto un cuadro era rechazado, alguien lo recibía inmediatamente. Los encargos se sucedían sin descanso. Por desordenada y complicada que fuera la existencia del pintor, entre peleas, golpes de espada, fugas, obras de gran compromiso se siguen, numerosas, escrupulosamente elaboradas.
¡En qué se convierte entre sus manos el viejo tema de la Dormido Virginis! Una escena cotidiana de luto que se desarrolla entre parientes y amigos, hecha de verdadero dolor: la muerte de la madre tal como ocurre en todas las casas. ¿Cómo va a ser colocado Cristo en el sepulcro? ¿Quién había pensado antes en construir así una escena semejante? Tampoco se da aquí expresionismo alguno ni forzadas actitudes teatrales. El único "gesto" es el de la figura de María Cleofás que levanta al cielo los brazos: y es gesto clásico, de tragedia griega. Todo es sonoro, escandido, concreto: gestos, sentimientos, espacio, volúmenes, color.
Ignoramos, aunque podemos intuirlas, las relaciones de Caravaggio con las disputas ideológicas de su tiempo. Pero debe rechazarse la interpretación de su obra desde el punto de vista de la Contrarreforma lombarda. La naturaleza de Caravaggio se acerca más al pensamiento de Giordano Bruno que al de San Carlos Borromeo.
Caravaggio dispone a su manera el tema sagrado. Su discurso con la realidad no le consiente respetar esquema alguno preestablecido: lombardas o romanas, fastuosas o severas, las "máquinas" pictóricas contrareformistas se asemejan entre sí, expresan la misma ideología, voluntariamente edificante o amonestadora. El arte de Caravaggio es ajeno a ese espíritu. Debe observarse también que en Caravaggio las gentes del pueblo no son, como en la pintura lombarda de la Contrarreforma, espectadores orantes, infelices, apestados, plebe a la que vuelve la pintura la mirada de la candad. No. Son los protagonistas: se convierten en el Cristo muerto, en San Mateo, en la Virgen, en Santa Ana.
Aumenta la gloria, el bienestar y la envidia; crece la convicción de Caravaggio y, con ella, el rencor de los fariseos. El ánimo del pintor se hace más áspero, pero no cambia su estilo, ni su vida; entre impedimentos y oposiciones de todas clases, pinta y sigue tratando a su gente. Hasta que, por una pelea en el Juego de pelota, un hombre cae muerto. Huida del pintor, a Nápoles; y esta vez, no provisional.
En Nápoles llueven en seguida los encargos y en el espacio de un año pintará algunas de sus obras más memorables, sin contrastes con los comitentes y sin incidentes personales. Entre otras, la Flagelación para Santo Domingo: pintura altísima, esencial, compuesta con simplicidad absoluta, cuya estructura compositiva está hecha toda ella de cosas "que contar".
Dos verdugos, cargadores del puerto, preparan a la víctima y del cuerpo de ésta se difunde una luz, una blancura de carne humana cual nunca la había dado la pintura, una masa de candor que está a punto de caer, la blanca piel del Agnus Dei, que en contraste (contacto) con las masas musculosas de los truhanes engendra un impresionante chorro de verdad.
Otro cuadro memorable: Las Siete Obras de Misericordia, donde Nápoles aparece como era, como es, con su estrépito y su actividad. Un cuadro denso, variado, venturoso, como la ciudad.
De Nápoles a Malta. (Tal vez invitado o animado por algún encuentro casual. Desde luego, no "para hacerse investir caballero".)
La obra más importante pintada en Malta, que debe incluirse en la más exigente antología caravaggesca, es la Degollación del Bautista, en la que se superan muchos contrastes ideales y frente a la cual naufragan muchos lugares comunes (realismo opuesto a espíritu clásico), muchas vanas disputas culturales. Como en ciertos fragmentos de Las Siete Obras de Misericordia (la Virgen que se asoma al balcón de la noche, la mujer del pueblo que da el pecho para alimentar al encarcelado), resuena en esta pintura el alto espíritu clásico de Caravaggio -y su encuentro con el mejor Rafael- y aletea una resonancia de Grecia o de Pompeya (¿detalles vistos en Nápoles, o inconsciente acuerdo de intenciones?).
Pero una naturaleza despreocupada, y tal vez un vaso de más de vino maltés, pueden de pronto poner en peligro a un hombre, aunque sea caballero (de Honor y Devoción): habrá en tal caso un supercaballero (de Justicia) que halle el modo de arrastrarlo a la cárcel. Huirá una noche, refugiándose en Siracusa, donde va a nacer otra de sus obras asombrosas: el Entierro de Santa Lucía. De cuantos conoce la historia de la pintura (pienso en el Entierro del Conde de Orgaz del Greco y en el Enterrement a Ornans de Courbet) éste de Caravaggio es desde luego el más trágico, cotidiano y verdadero. Un entierro tal cual es, con la gente tal cual es: un entierro nocturno en el patio de una cárcel; dos terceras partes de la tela, en vertical, están cubiertas por un inexorable muro que se alza sin accidente alguno, pared de piedra, limitada sólo por el arco oscuro cuyo espacio se hunde, a la izquierda, hasta la curva que sobresale en el ángulo superior del cuadro, y es detenido abajo por el montón de luz sobre la maciza espalda del enterrador. Aunque de sentimiento trágico más presente, está bastante próximo a la Degollación de Malta: la misma idea de un gran espacio unido en lo alto, apenas corregido por indicaciones de la narración. Un espacio que engendra una relación inusitada con las figuras, manejado de manera absolutamente nueva, libre, que desconoce los cánones compositivos, igual que, con opuesto procedimiento, los había anulado un año antes en Las Siete Obras de Misericordia.
Después de Siracusa: Mesina y Palermo; siempre dejando huellas de su actividad y de su paso. Hasta la muerte en el trágico litoral tirreno, que arrastró también los huesos de Palinuro, de Shelley, de Nievo.
Pero Roma no supo alcanzar conciencia de aquella muerte, ni de aquella vida. Durante siglos dejó en la sombra la extraordinaria ocasión revolucionaria que le ofrecía la obra de Caravaggio. Y desde entonces correspondió, a escasos hombres nuevos, a creadores solitarios y convencidos, tomar en sus manos los hilos de aquella ocasión y perseguir la idea de la pintura como afirmación de la verdad de las cosas, conciencia de la vida y de la muerte.

Renato Guttuso

Fuente: La obra pictórica completa de Caravaggio (Ed. Noguer, 1972)

Fuente original: Angela Ottino Della Chiesa (ed.), L'opera completa del Caravaggio (Milano: Rizzoli, 1967).

 Las Siete Obras de Misericordia

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