La Biennale de Berlín convierte en objeto de consumo de “cultura alternativa”
las acciones del movimiento Occupy/Indignados.
Llegamos a la galería de arte Kunst Werke, sede de la séptima
edición de la Biennale de la capital alemana, en Auguststraße 69, uno de los
barrios más exclusivos de Berlin. Lo primero que nos encontramos al entrar es un
patio repleto de gente muy arreglada degustando una copa de vino o una cerveza.
Al fondo del patio, una puerta nos conduce al espacio “Occupy Biennale”, que se
puede visitar hasta el próximo 1 de julio.
La organización ha cedido este espacio al movimiento
Occupy/Indignados para que expresen su creatividad y recreen su espíritu. Al
entrar en la sala vemos la reproducción de una acampada: sacos de dormir,
tiendas de campaña, paneles con las actividades y asambleas diarias, las
pancartas, etc.
Podría ser cualquier plaza (fuera de las de la Primavera Arabe):
Sol, parque Zuccotti o plaza de Catalunya. Pero nos encontramos dentro de una
galería de arte y nos asaltan varias preguntas: ¿cuál es el
sentido de encerrar toda la potencia y la creatividad desarrollada en las plazas
en una sala de una galería de arte?, ¿Por qué la organización de la
Biennale ha cedido el espacio?
Vemos a algunas “artivistas” que se afanan en decorar el espacio,
otras explican las intenciones del mismo, otras organizan las asambleas y
talleres, algunos se afanan en que los visitantes no hagan fotos. En su opinión,
lo que está sucediendo dentro de la sala es real, es una plaza abierta a la
participación de todas. Lo que no terminamos de comprender es cómo, si es un
espacio de ese tipo, está encerrada dentro de la cegadora luminosidad de una
galería de arte.
Las plazas significan justamente tomar sin
permiso el espacio público del que se nos ha expulsado, reivindicar el
común, resignificarlo entre todas. Y la Biennale no es el común: lo es la
cultura y el pensamiento que generamos entre todas, sin marcas, sin modas, sin
permisos, sin copyright.
Las personas que antes tomaban una copa en el patio entran en el
espacio, donde pueden estar cerca de los indignados, verlos, tocarlos, olerlos,
experimentar lo que es estar en una acampada sin los inconvenientes de las
inclemencias meteorológicas o la represión policial. “Es fantástico, cómo no se
le había ocurrido a nadie antes”, exclaman.
Al salir, no sabemos si lo que hemos visto es un espacio de
encuentro del movimiento o si, por el contrario, es un simulacro que servirá
para engordar los currículums de algunos “artivistas”, quienes trabajan con un pie dentro de los museos y otro fuera, fagocitando todo lo que
pueden, auténticos coolhunters. Quizás sea justamente
lo cool, lo trendy del movimiento Occuppy lo que la Biennale ha querido capturar
en esta séptima edición. Parece que algunos, en sus intentos por elevar la
acción directa a la categoría de las bellas artes (para nosotras la historia es
más bien al revés, son las bellas artes las que se tienen que
elevar a la categoría de la acción directa), están cosificando un
repertorio de acción colectiva, un movimiento o un clima, como se ha definido en
ocasiones, que ha cambiado la forma de entender y de estar en el mundo de miles
de personas. Convertirnos en objetos de consumo de “cultura alternativa” nos
debilita.
Nos vienen a la cabeza las palabras del viejo profesor Jesús
Ibáñez: “Los ‘hippies’ atraen al turismo, los turistas se deleitan contemplando
su putrefacción y compran como recuerdo los productos de su trabajo residual”.
Quizás solo tengamos que cambiar la palabra hippie por
activista y turista por artista, para tener una excepcional descripción
de lo que puede verse durante estos días en el número 69 de la Auguststraße.
Richard Crowbar (Diagonal nº 174)
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