EL DOMINGO ROJO
La muchedumbre semejaba un oleaje del océano. Avanzaba con lentitud, como si los primeros fragores de la tormenta no la hubiesen despertado todavía.
Las caras opacas de las turbas sórdidas parecían ondas coronadas de espuma. Los ojos tenían brillo de excitación. Se miraban los individuos unos a otros, pasmados de la resolución que habían tomado, y como si a sí mismos no se creyesen. Las palabras revoloteaban sobre la masa tétrica como pajarillos grises. Hablaban en voz queda y grave, como si cada cual quisiera disculpar ante los demás su conducta.
- Padecemos con exceso... Esto va resultando insoportable... Por eso venimos...
- Si no hubiera motivo serio, el pueblo hubiera continuado tranquilo en su casa...
- Es imposible que el zar no se haga cargo de nuestra situación... Nos comprenderá...
Las conversaciones giraban principalmente sobre él. Todos abrigaban la convicción de que era bueno, de que poseía un corazón magnánimo, y de que atendería a su humilde y clamorosa súplica.
Pero en las palabras que describían su imagen no había vida ni colores. Se notaba a las claras que hacía mucho tiempo, acaso nunca, que no se había pensado en él seriamente. No se lo figuraban como un ser vivo y real, no se sabía lo que era, y apenas se comprendía su función y lo que podía hacer. Mas, como le necesitaban, todo el mundo trataba de comprenderle, y, como se desconocía al que existía en realidad, empezó a forjarse, inconscientemente, en la fantasía, una imagen grandiosa.
Las esperanzas eran grandes, y exigían, para su realización, algo también grandioso.
A veces salía de la multitud una voz atrevida:
- Camaradas, no os dejéis engañar por ilusiones...
Y, como el deseo de serlo era en aquel momento necesario, oíanse en la muchedumbre gritos temerosos e irritados contra aquella voz alarmante.
- ¡Queremos obrar claramente!
- ¡Cállate, imbécil!...
- El mismo padre Gapón...
- Ya sabe lo que ha de hacer...
La multitud aún no había adquirido fisonomía determinada. Presentaba sólo una silueta imprecisa, y resultaba algo ancho, blando, vago.
Caminaba inquieta por la estrecha calle, ora dividiéndose en grupos separados, bien reuniéndose de nuevo en una masa densa, que disputaba, murmuraba, se agitaba, chocaba con las paredes de las casas, ocupando todo el centro de la calle, y formando una masa oscura y fluida. Se advertía claramente que estaba dominada por una vaga fermentación de dudas, que esperaba impaciente algo de que no podía prescindir y que pudiera iluminar el camino hacia el fin, por la fe en el éxito, y que aquella fe organizaba a todos sus grupos en un cuerpo fuerte y flexible.
El día era abigarrado como la multitud. El sol, en medio de unas nubes grises, aparecía de cuando en cuando para iluminar los rostros con su resplandor frío, y desaparecía a su vez, cubriéndolos de nuevo con la sombra unicolora de la incertidumbre. La mayoría de la gente se figuraba que se dirigía hacia la fuerza poderosa, que lo podía hacer todo, para dulcificar la vida del pueblo. Muchos no creían que aquella fuerza quisiera hacerlo. Procuraban ocultar su incredulidad, pero era difícil. Se veía que la multitud estaba turbada y dominada por una vaga inquietud, y que percibía agudamente los rumores más leves.
Todos caminaban escuchando atentamente y buscando, obstinados, algo con los ojos.
Los que creían en la fuerza interna, pero no en la exterior a ellos, despertaban en la muchedumbre el espanto y la irritación. En todos los discursos se transparentaba claramente el deseo de hallar un poder titánico y una mano firme, capaz de descartar de un solo golpe todas las injusticias de la vida. A medida que avanzaba, la multitud aumentaba rápidamente, y este crecimiento externo provocaba la sensación de un crecimiento interno y despertaba en el pueblo esclavo la conciencia de su derecho a elegir a las autoridades que se preocuparan de sus necesidades.
- No somos unas simples bestias...
- El nos comprenderá. Sólo eso pedimos...
- ¡Debe comprendernos!...
- No somos rebeldes...
- Camaradas, la libertad no se pide, se toma...
- ¡Ay, Dios mío!...
- Con tal que nos dejen verle...
- ¡Dadle un puntapié! ¡Que se vaya al diablo y que nos deje en paz!...
- El padre Gapón sabe mejor que nadie lo que debemos hacer...
Cuando los hombres necesitan una fe, esta fe surge, y lo que desean ardientemente, sobreviene...
Un hombre de estatura elevada, envuelto en un gabán negro usado, subió sobre una piedra y, quitándose el sombrero de su cabeza calva, empezó a hablar muy alto, con voz solemne. Sus ojos brillaban y le temblaba la voz.
Habló de él.
Por el tono y por las palabras que empleaba se notó, desde el primer momento, que aquello era algo artificial. Le faltaba esa fe en uno mismo que puede comunicarse a los demás y que es capaz de hacer milagros. Hacía el efecto de un hombre que hablaba de mala gana y que trataba de despertar y de evocar en su imaginación una imagen casi muerta, impersonal, gastada por el tiempo. En toda su vida había pensado en aquel hombre misterioso. Pero en aquel momento le era necesario, y quiso atribuirle todas sus ardorosas esperanzas ingentes que poco a poco reanimaban el cadáver. La multitud le escuchaba atenta, porque veía en sus palabras reflejados sus deseos.
Aunque la idea de aquella fuerza misteriosa no correspondiese a la imagen que se había formado la multitud, todo el mundo sabía, sin embargo, que tal fuerza existía. Era preciso a toda costa y con la mayor rapidez posible encontrarla, y el orador la encarnó en el ser conocido de todos por los retratos y por los cuentos que le pintaban como un ser bueno y humanitario.
Según sus palabras, elevadas y comprensibles, podía uno figurarse un ser bueno, justo y poderoso, que no pensaba más que en su pueblo.
La fe venía, penetrando en todos los corazones, excitándolos, desvaneciendo las turbaciones de la conciencia apenas despierta, ahogando el dulce cuchicheo de las dudas. Las gentes corrían a entregarse a los sentimientos tanto tiempo esperados y se estrechaban en una masa compacta de los cuerpos. Y el hecho mismo de que los brazos y las piernas y los hombros se tocasen y tropezaran, caldeaba los corazones con una nueva fe recién nacida y con una esperanza de éxito.
Los rostros se animaban, brillaban los ojos más intensamente, el paso se hacía más rápido, la aceleración de todos los movimientos del cuerpo aumentaba aún la excitación interna. La multitud crecía sin cesar.
Hacía más calor y las voces temblaban con más fuerza.
- ¡Banderas rojas, no!-gritó el hombre, calvo.
Iba en primera fila, gesticulando delante de la muchedumbre, con el sombrero en la mano, y su cráneo pelado lucía de lejos, atrayendo las miradas de todo el mundo.
- ¡Vamos a ver a nuestro padre!
- ¡Sí, sí, vamos!
- ¡Creemos en él!
- ¡No tolerará que se nos haga sufrir!
- ¡El color rojo es el de nuestra sangre, camaradas! -gritó obstinadamente una voz aislada, que se elevaba sobre la multitud.
- La única fuerza que puede dar al pueblo la libertad es su propia fuerza y ninguna otra...
La multitud, embriagada por su propio ímpetu y contenta con su decisión, gruñó:
- ¡Abajo! ¡Abajo! ¡Basta ya de discursos!
- El nos comprenderá.
- ¿Qué dices, viejecito?
- Si nos dejan verle...
- ¡No escuchéis a los provocadores de tumultos! ¡Que el diablo les lleve!...
- El padre Gapón lleva en sus manos la cruz, mientras que ellos nos embrutecen con sus banderas...
- ¡Es todavía demasiado joven para mandarnos!
- Queremos obrar con tranquilidad...
- ¡Que se vaya con sus banderas!
Caminaban de prisa y sin vacilaciones. A cada paso se comprendía cada vez más que la embriaguez y el deseo de engañarse les hervía a todos en su cuerpo. La imagen creada despertaba perseverantemente en su memoria las viejas sombras de los héroes buenos, los ecos débiles de los cuentos oídos en la infancia, y todo se consolidaba gracias a aquel deseo ardiente de creer.
Alguien gritó:
- ¡El nos ama a todos!...
La multitud sentía una afección profunda por el ser que acababa de crear en su imaginación. Muchos estaban deslumbrados por la imagen del reanimado semidiós. Cuando la multitud salió a la calle para entrar en el río y vio delante de sí una larga fila de soldados que le cerraba el paso del puente, no se detuvo ante aquel muro gris. Las siluetas de los soldados, que se destacaban distintamente sobre el fondo azul del ancho río, no tenían nada de amenazador. Saltaban para calentarse los pies helados y movían los brazos, atropellándose unos a otros. Allá abajo, al otro lado del río, les esperaba él. Poderoso, bueno, fuerte y cordial, ciertamente no podía ordenar a los soldados que impidiesen al pueblo, que le amaba y que quería hablarle en tono de amistad, que fuera a verle.
No obstante, en muchos rostros, especialmente de las personas que ocupaban las primeras filas, se pintaba claramente una expresión de duda y de vacilación. Acortaron el paso. Miraron unos hacia atrás, se separaron un poco otros, pero todos querían aparentar que esperaban encontrar a los soldados y que su presencia no les sorprendía. Algunos contemplaban el ángel de oro que brillaba, muy alto, en el cielo, sobre la sombría fortaleza. Sonreían los menos.
Una voz apiadada clamó:
- ¡Pobres soldaditos, tienen frío!
- Lo creo, lo creo...
- No tienen, que hacer nada, pero deben permanecer de pie.
- ¡Están ahí para asegurar el orden!...
- Dulcemente, camaradas. Permaneced tranquilos.
- ¡Adelante!
- ¡Vivan los soldados! -gritó uno.
El oficial, con el capuchón amarillo sobre los hombros, desenvainó el sable y gritó a su vez algo a la multitud, agitando en el aire su espada curvada.
Los soldados se quedaron inmóviles, brazo con brazo.
- ¿Qué les pasa? -preguntó, mirándoles, una mujer gruesa.
Nadie le respondió, pero todo el mundo empezó a sentir un súbito malestar.
- ¡Atrás! -gritó el oficial.
Algunos hombres miraron hacia atrás. La multitud compacta aumentaba por momentos. Y era su aspecto, con las gentes que sin cesar afluían de las calles inmediatas, como el de un río caudaloso que agitara de continuo sus ondas sombrías. La muchedumbre, cediendo a los empellones, iba haciendo sitio a las nuevas personas que venían a engrosarla y llenaba la plaza que había delante del puente. Algunos hombres agitaron blancos pañuelos y se adelantaron hacia el oficial, gritando:
- ¡Queremos hablar a nuestro zar!
- ¡Muy humildemente!
- ¿Qué dice usted?
- ¡Atrás, o mando disparar!
Cuando estas palabras llegaron a la multitud se elevó en el aire un eco sordo de sorpresa.
La idea de que no se permitiría al pueblo hablar con él no era completamente inesperada, pues se hablaba ya de ello. Pero la idea de que podía dispararse contra el pueblo, que deseaba hablarle humildemente, creyendo en su fuerza y en su bondad, estaba en completo desacuerdo con la imagen formada a última hora. Se le creía una fuerza superior a todas, que no temía a nadie, que no necesitaba rechazar a su pueblo con fusilamientos. La amenaza de disparar era incomprensible, hasta ofensiva.
Un hombre alto y delgado, de rostro hambriento y negros ojos, gritó al oficial:
- ¿Disparar? ¡No te atreverías!...
Y, volviéndose a la multitud, siguió en voz alta, lleno de cólera:
- ¡Ved, ved cómo tenía razón! Ya os dije que no nos permitirían...
- ¡Eso hay que verlo!...
- Cuando sepan de qué se trata, nos dejarán pasar...
El ruido se hacía cada vez mayor. Se oían gritos amenazadores y exclamaciones irónicas. El buen sentido chocó con lo absurdo del obstáculo y no supo qué decir. Los movimientos de las gentes se hicieron más nerviosos y más agitados. Del río se levantaba un frío agudo. Las bayonetas brillaban en el aire.
La multitud seguía avanzando, empujada por los que iban al final. Sonaban protestas. Los que llevaban los pañuelos blancos se pararon y en seguida desaparecieron en la multitud, y los que iban en las primeras filas, hombres, mujeres, muchachos, agitaban sus pañuelos.
- ¿Por qué disparar? ¡Qué contrasentido!... -dijo firmemente un buen hombre de barba gris-. Si no nos dejan pasar por el puente, pasaremos por el hielo del río.
De pronto, un ruido seco y monótono estremeció el aire, como si cayeran de lo alto pequeños objetos duros, zahiriendo a la multitud una docena de látigos invisibles. Durante un segundo se paralizaron las voces, como heladas. La multitud siguió avanzando.
- Los fusiles están cargados sólo con pólvora, no con balas -dijo una voz débil e insegura, como si no afirmara, antes bien, pidiese el parecer de los demás.
Pero en torno se oían los gemidos. En tierra, a los pies de la multitud, yacían varios cuerpos. Una mujer, exhalando dolorosos quejidos, se llevó la mano al pecho, y con paso rápido avanzó hacia las bayonetas tendidas hacia ella. Las gentes la seguían, corriendo, rodeándola y adelantándola. Luego se oyó otra vez el ruido de la descarga, más resonante aún e irregular que el de la primera. Los que se hallaban junto al vallado oyeron crujir las tablas, como si unos dientes invisibles las mordieran. Una bala, después de haber taladrado la madera del seto, lanzó contra los rostros de las gentes toda una lluvia de cascos. Caían los individuos dos a dos, tres a tres, revolcándose en la tierra; se llevaban las manos, dando alaridos de dolor, a los vientres heridos; luego levantábanse, corrían, cojeando, sin darse cuenta a dónde, por la nieve, teñida en todas partes de manchas rojas, que se hacían cada vez más grandes, y que desprendía una especie de vapor que atraía la vista y fascinaba.
La multitud retrocedió, se detuvo un instante como petrificada y de pronto estalló en aullidos salvajes, producto de mil voces, que se elevaron en el aire como una nube interrumpida, temblorosa, preñada de gritos de dolor agudo, de venganza, de horror, de cólera, de incomprensión penosa y de voces de auxilio. Con la cabeza baja se adelantaron las gentes por grupos para recoger a los heridos. Los heridos gritaban también y amenazaban con los puños. Todos los rostros habían adquirido, de repente, una nueva expresión, e iluminaba todos los ojos un resplandor siniestro. No era el pánico, ese estado de horror general que se apodera, de pronto, de los hombres externa e internamente, barre los cuerpos en un montón compacto, como el viento las hojas, los envuelve en una malla invisible y los arrastra no se sabe dónde, entre el torbellino salvaje del deseo de ocultarse a sí mismos. No. Era el terror, pero el terror frío y ardiente al mismo tiempo, como el hierro helado, que paralizaba el corazón, encogía el cuerpo, hacía mirar con ojos muy abiertos la sangre absorbida por la nieve, las caras ensangrentadas, las manos, los vestidos, los cadáveres, que conservaban una tranquilidad trágica en medio de los vivos. La multitud era presa de una cólera agria, dolorosa e impotente. No sabía qué hacer. Se veían en todas partes miradas extrañamente inmóviles, cejas severamente pronunciadas, puños crispados con fuerza, gestos convulsivos, y se oían palabras duras y ásperas. Los corazones, sobre todo, estaban invadidos por una fría oleada de sorpresa mortificante y cruel. Unos minutos antes, todos aquellos hombres marchaban alegremente, viendo con claridad su fin, y ante ellos se elevaba majestuosamente una imagen poética, que admiraban y que amaban. Y, ebrios de aquel amor, caminaban animados de grandes esperanzas. Pero dos salvas de fusil -sangre, cadáveres, gritos de dolor-acabaron con todo. Las gentes se hallaron, de súbito, ante el vacío gris sin fondo, aisladas e impotentes, con los corazones desgarrados, sintiendo dolorosamente lo que acababan de perder y experimentando la necesidad apremiante de llenar con algo el terrible vacío del alma y de expulsar del corazón aquel frío insoportable.
Naturalmente, les costaba mucho separarse de la imagen del zar que se habían forjado, aquella imagen que, hacía poco, les parecía tan cercana, tan indispensable, tan luminosa. Permanecieron allí, en el mismo lugar, como sujetos por algo invisible, contra lo que nada podían. Unos, silenciosos, con aire pensativo, transportaban a los heridos, recogían los cadáveres. Otros, sin comprender nada, les miraban pasmados, como sonámbulos, en una pasividad extraña. Algunos lanzaban a los soldados reproches y quejas, agitaban las manos, se quitaban las gorras, saludaban, sin saber a quién ni por qué, y amenazaban con la venganza terrible de algo misterioso. Los soldados, con sus rostros rígidos de piel más tensa que de costumbre, permanecían inmóviles, con el fusil a los pies. Parecía que todos eran de ojos azules y que tenían los labios apretados por el frío.
En la multitud, alguien clamó con voz fuerte e histérica:
- ¡Es un error! ¡Sí, hermanos, es un error! Se han engañado, nos han tomado por otros... No tengáis miedo, todo se explicará... ¡Hay que explicárselo!... Adelante, hermanos... ¡Ay, Dios mío! ¡Qué desgracia, qué desgracia!
- ¡Gapón es un traidor!-voceaba con todas sus fuerzas un joven, casi un chico, agarrándose a un mechero de gas.
- ¿Veis, camaradas, cómo os acoge el zar?
- Esperad, es un error... ¡Es imposible, comprended que es imposible!... Si tú eres un hombre, lo comprenderás.
- Yo soy un hombre, pero vosotros no sois más que borregos, un rebaño de borregos, y así se os trata.
- Atención... Abrid paso...
- ¡Paso al herido!...
Dos hombres y una mujer conducían a un hombre flaco y de elevada estatura. Estaba cubierto de nieve. De las mangas del abrigo goteaba la sangre. Su rostro se había puesto azul. Con sus labios sombríos murmuraba penosamente:
- Ya os había dicho... que no nos dejarían pasar... Lo ocultan... Se burlan del pueblo...
- ¡Cuidado! ¡La caballería viene sobre nosotros!
- ¡Huyamos!
El muro de los soldados vaciló un poco y se abrió como las dos hojas de un portal. Por el hueco pasaron, brincando y relinchando, los caballos de los escuadrones. Se oyó la voz del oficial. Relucieron los sables, hendiendo el aire, sobre la cabeza de la multitud y brillaron como cintas de plata. La multitud no se movía. Esperaba emocionada, creyendo que no se atreverían a hacerla sufrir más. Se hizo el silencio.
- A-de-lante -gritó de pronto, con todas sus fuerzas, el oficial.
Y fue como si el huracán azotara a la multitud en pleno rostro. La tierra parecía estremecerse bajo los pies. Todos se echaron a correr locamente, empujándose unos a otros, tirándose, abandonando a los heridos, saltando sobre los cadáveres.
Los caballos los perseguían, galopando pesadamente, impelidos por los gritos y por los alaridos de los soldados. Saltaban sobre los caídos, sobre los heridos, sobre los muertos. Los sables relucían en el aire que se estremecía con gritos de terror y de dolor. De cuando en cuando oíase el silbido del acero y el crujir de los huesos humanos partidos por los sables. Y los lamentos de las víctimas se unían en un terrible gemido prolongado.
- ¡A-a-a-a-h!...
Los soldados agitaban sus sables, dejándolos caer sobre las cabezas de las gentes. Después de cada golpe, sus cuerpos se inclinaban ligeramente a un lado. Sus caras se ponían rojas, como hinchadas, agitando las cabezas y mostrando los dientes de una manera horrible.
La multitud era rechazada a las calles vecinas. Cuando cesó el galope de los caballos y hubo acabado la persecución, las gentes se detuvieron, sofocadas, mirándose unas a otras con dolorosa sorpresa. Muchos rostros dibujaban la sonrisa confusa de quien se cree culpable. Alguien gritó, riendo:
- ¡Ay, Dios mío, cómo he corrido!
- Buena falta hacía, que si no te hubieran machacado -le respondieron.
Y, de pronto, se elevaron de todas partes explosiones de asombro, de terror, de cólera.
- Pero ¿qué significa esto, hermanos míos? ¿Qué se hace con nosotros?
- ¡Asesinarnos, sencillamente, cristianos!
- Pero ¿por qué?
- Sí, ¿qué crimen hemos cometido?
- ¡Este es el Gobierno!
- ¡Es un verdadero asesinato!
- Nos hieren, nos matan...
Las gentes sentían necesidad de expresar, formulando en palabras la indignación que les consumía. Nadie sabía qué convenía hacer. No se iba nadie. Se apretaban unos contra otros. Todos trataban de encontrar una salida cualquiera a aquel laberinto inexplicable de nuevos sentimientos y de nuevos pensamientos. Con una inquieta curiosidad se miraban unos a otros en los ojos, y, más asombrados que espantados, esperaban algo, escuchaban, miraban en torno.
Estaban como estupefactos, aplastados por la sorpresa, que dominaba a las demás emociones, impidiéndolas formarse, en el curso de aquellos minutos inútilmente crueles, horribles, preñados de la sangre de los inocentes.
Una voz joven, llena de energía, gritó imperiosamente:
- ¡Pronto, señores! ¡Vamos a recoger a los heridos!
Todos se agitaron, poniéndose en marcha en dirección al río. A su encuentro y andando con dificultad sobre la nieve venían los heridos y los mutilados, cubiertos todos de nieve y sangre, a los que se acogía y llevaba a un carruaje -no sin expulsar a los que estaban dentro-, que les conducía a alguna parte.
Las gentes estaban tristes, taciturnas, preocupadas. Examinaban con la vista a los heridos, como si quisieran pesarles o medirles. Parecían buscar una respuesta a la cuestión turbadora y terrible que se elevaba ante ellos como una sombra negra, vaga, de forma imprecisa, que envolvía, destruyendo, la imagen de aquel ser a quien la multitud había tenido recientemente aún por una fuente de bondad y de misericordia. Pero muy pocos se atrevían a confesar en voz alta que aquella imagen había sido deshecha. Era triste y doloroso confesarlo, porque, al hacerlo, se perdía la única esperanza. Un hombre calvo, envuelto en un abrigo viejo, avanzaba lentamente al encuentro de la multitud.
Tenía la cabeza ensangrentada, se le doblaban las piernas y caminaba con gran esfuerzo. Otro hombre joven, ancho de hombros, sin gorra, de cabellos rizados, y una mujer con el traje hecho jirones, de inanimado rostro, le sostenían del brazo.
- Oye, Mikhailo... -balbucía el herido-. ¿Qué te parece esto? ¿Es que tienen derecho a disparar contra el pueblo?... Eso no puede ser...
- ¡Y, sin embargo, lo hacen! -le gritó alguien de la multitud.
- Sí, se dispara..., se asesina... -dijo tristemente la mujer.
- ¡Eso es que los soldados han recibido órdenes de arriba, que, si no, no se habrían atrevido! -replicó el herido débilmente.
- ¡Yo así lo creo!-exclamó el joven-. ¿Creías tú acaso que el zar iba a permitir que lo molestaras, que iba a hablar contigo y a escucharte, que iba a ofrecerte un vaso de vino?
- Pero entendámonos...
El herido se detuvo y, con la espalda apoyada en la pared, se puso a hablar más alto:
- Vamos a ver, mis hermanos en Cristo... ¿Por qué nos matan? ¿En virtud de qué ley? ¿Quién lo ha ordenado?
Las gentes pasaban delante de él con la cabeza baja. En otro lugar, junto al vallado, se reunieron varias docenas de hombres. En el centro del grupo, una voz turbada sonaba, ansiosa y colérica:
- Gapón estuvo ayer a ver al ministro. Sabía todo, sabía que nos iban a asesinar. ¡Gapón, por consiguiente, es un traidor! Nos ha conducido a la muerte...
- Pero ¿qué provecho puede rendirle esto?
- ¿Lo sé yo acaso? ¿Por qué disparan contra el pueblo? ¿Quién lo sabe? ¿Quién podría respondernos?
La emoción aumentaba en todas partes y se hacía cada vez más intensa. Surgían ante todos multitud de problemas, vagos aún, poco precisos, pero cuya gravedad todos sentían, así como su profundidad, su importancia y la necesidad urgente de encontrarles respuesta a toda costa. Y el fuego de aquella emoción parecía consumir y deshacer completamente la fe en aquel socorro externo, que por ellos, algunas horas antes, había sido considerado como algo bienhechor y todopoderoso.
Por el centro de la calle marchaba una mujer gruesa, mal vestida, con expresión de madre y grandes ojos tristes. Lloraba y, sosteniendo con su mano derecha su mano izquierda ensangrentada, decía:
- Ved..., ved cómo acaban de mutilarme... ¿Cómo vaya trabajar ahora? ¿Cómo daré de comer a mis hijos?... ¿Y a quién puedo quejarme?... Mis queridos hermanos, ¿en dónde están los defensores del pueblo, si el mismo zar se pone frente a él?... ¿A quién vamos a ir con nuestras penas?...
Sus preguntas, formuladas con claridad y en voz alta, parecieron despertar a las gentes, llenándolas de nuevas turbaciones y de inquietudes nuevas. Todos la escuchaban atentamente y con aire taciturno.
- Entonces -seguía-, ¿el pueblo está solo, sin defensa? Entonces, ¿no existen leyes para él, ni socorros, ni fuerza alguna que auxilie? ¿Cómo vamos a vivir ahora? ¿En quién podemos confiar?
A su alrededor, la gente permanecía en silencio. De vez en cuando se oía un suspiro. Algunos, en voz baja, proferían juramentos de maldición. Desde lejos llegaron más voces.
- ¡Sí, ved cómo se nos ha ayudado! ¡A mi hijo le acaban de romper una pierna!
- ¡La pobre mujer ha muerto! La han matado.
- ¡Petruja ha muerto también!
Aquellos gritos eran múltiples, llenaban la calle, herían como látigos los oídos y despertaban un deseo de venganza, una cólera sorda, la necesidad apremiante de defenderse contra los asesinos. Los rostros pálidos parecían animados por una decisión firme.
- ¡Camaradas! Sigamos adelante... Acaso logremos obtener algo... Vayamos en pequeños grupos...
- Nos asesinarán a todos...
- Hablemos a los soldados... Quizá exista alguna ley que permita fusilar a las gentes... ¿Lo sabemos acaso?...
- No, no sabemos nada, ni lo que nos beneficia ni lo que va contra nosotros...
La mentalidad de la multitud cambiaba lenta pero irresistiblemente, y se iba haciendo temerosa. Los jóvenes se adelantaban en grupos pequeños. Todos caminaban hacia el río.
Seguían transportando a los heridos y a los muertos. Olía a sangre cálida. Sonaban lamentos y gritos.
- A Jacobo Zimis una bala le ha atravesado la frente.
- ¡Gracias a nuestro padrecito el zar!
- Sí, ¡nos ha acogido bien!
Se oyeron algunos juramentos. Un cuarto de hora antes la multitud hubiese linchado a quien se hubiese atrevido a insultar al zar.
Una muchachita corría entre la multitud, gritando:
- ¿No han visto ustedes a mamá? ¡Es tan grande!...
Las gentes la miraban en silencio, y, como si tuviesen miedo de aquella pequeñita, se apartaban a su paso.
Poco después sonó la voz de la mujer del brazo mutilado:
- ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!...
La calle se iba quedando desierta. Los jóvenes se adelantaban precipitadamente. Los viejos caminaban lentamente, melancólicos y pensativos, de dos en dos o de tres en tres, mirando a hurtadillas a los jóvenes. Todos adivinaban los pensamientos ajenos. Hablaban poco. Sólo de vez en cuando alguno, no pudiendo dominar su cólera, gritaba con voz ahogada:
- ¿Os habéis reído del pueblo?... ¿Para qué?
Y otra voz, temblorosa de indignación, añadía:
- ¡Asesinos malditos! ¿Qué habéis hecho?
Y de paso que sentían una piedad sincera por los muertos, se daban cuenta de que había muerto otra cosa también, su antiguo prejuicio de esclavos, y ya no se atrevían a pronunciar el nombre de aquel ser cuya imagen habían destruido las balas de sus soldados, nombre que sólo despertaba en sus corazones el desprecio y la cólera. O tal vez no se atrevían a pronunciarlo por temor a que en el lugar de la imagen desvanecida apareciese otra...
La casa del zar estaba acordonada por un cinturón de soldados. Debajo de las ventanas del palacio se veía la caballería. Se percibía el olor del heno, del estiércol, del sudor de los caballos, y se oía el ruido de los sables, de las espuelas, de las voces de mando.
Rodeaba a los soldados por todas partes una masa compacta, compuesta de docenas de millares de hombres indignados y coléricos. Hablaban en voz tranquila, pero grave, empleando palabras nuevas, en las que se adivinaban nuevas esperanzas, vagas para ellos mismos. Una compañía de soldados guardaba desde la pared del palacio hasta la verja del jardín, curando a la multitud el paso a la plaza del palacio. Al lado de ella se extendía la multitud infinitamente grande, muda, negra.
- ¡Marchaos, señores!-decía a media voz el suboficial, tratando en vano de ocultar sus ojos inquietos.
Se paseaba por delante de la compañía, rechazando ligeramente con sus manos y sus hombros a la multitud y evitando mirar los rostros humanos.
- ¿Por qué no nos dejáis pasar? -le preguntaron.
- ¿Adónde?
- A ver al zar.
El suboficial se detuvo un instante, y con voz abatida, casi dolorosa, exclamó:
- ¿No les digo a ustedes que no está?
- ¿El zar?
- ¡Claro! Estamos cansados de repetíroslo. ¡Marchaos!
- Entonces, ¿ya no hay zar? -preguntó una voz irónica.
El suboficial se detuvo de nuevo y levantó la mano con gesto amenazador.
- Ten cuidado con lo que dices..., que puedes pagarlo caro.
Y añadió con otro tono:
- El zar no está en San Petersburgo.
Varias voces le respondieron:
- ¡Ni en ningún sitio!
- ¡Ha terminado el zar!
- ¡Vosotros mismos le habéis fusilado!
- ¡Sí, a él le habéis fusilado, y no al pueblo!
- Al pueblo no se le puede matar. Es demasiado fuerte y todopoderoso.
- Sí, habéis matado al zar... ¿Os dais cuenta?
- ¡Marchaos, señores! ¡Basta ya de hablar!
- ¡No! ¡Yo quiero hablar!
En otro sitio, un viejo de perilla puntiaguda decía a los soldados, con bondad amonestadora:
- Sois hombres como nosotros, hijos míos. Hoy vestís uniformes, pero mañana llevaréis un traje como el nuestro, y para no perecer de hambre, buscaréis trabajo. Entonces os veréis en nuestra misma situación, y contra vosotros se lanzará a otros soldados para que os fusilen. Y os fusilarán únicamente porque no querréis sufrir hambre. ¿Creéis que será justo?
Los soldados tiritaban de frío. Sin cesar mudaban de postura, golpeaban la tierra con los pies, se subían el cuello del capote hasta los oídos y cogían el fusil tan pronto con una mano como con la otra. A las palabras que se les dirigían, contestaban con miradas turbias y mordiéndose los labios, azulados por el frío.
Sus rostros, azulados también, revelaban tristeza y esfuerzo por comprender lo que se les hablaba. Sus ojos pestañeaban, como si no pudieran ver. Algunos se sentían furiosos contra aquella multitud, por cuya causa se veían forzados a permanecer allí, expuestos al frío. Sus labios se contraían, sus ojos parecían asaetear a la multitud, y se advertía que dominaban su cólera con dificultad. En general, aquella línea opaca y monótona de soldados daba una impresión de aburrimiento fatigoso.
La multitud continuaba frente a ellos. Impelida desde detrás, impelía a su vez, de cuando en cuando, a los soldados.
- No empujéis -clamaba con voz débil el viejecito bonachón.
Algunos individuos de la multitud cogían a los soldados por las manos y les hablaban animadamente. Los soldados les escuchaban con expresión tímida e infeliz, guiñando los ojos con impotencia y marcando muecas de malestar.
- ¡No toques el fusil! -advirtió uno de ellos a un obrero joven cubierto con un gorro.
El obrero golpeaba con el dedo el pecho del soldado y le decía:
- Tú eres un soldado y no un verdugo. Te han llamado a filas para defender a Rusia contra los enemigos exteriores y no para fusilar al pueblo. ¿No lo comprendes así? El pueblo es Rusia. Al disparar contra el pueblo, es a Rusia a quien asesináis.
- ¡Nosotros no disparamos! -replicó el soldado.
- Mira -continuó el obrero-. ¡Esta multitud es Rusia, es el pueblo, y quiere ver a su zar!
Alguien le interrumpió, gritando:
- Pero ¡no puede verle!
El obrero insistía:
- ¿Es un crimen que el pueblo pretenda hablar al zar? Di, ¿es un crimen?
- ¡Yo no sé nada! -respondió el soldado, escupiendo en el suelo.
El soldado que estaba al lado suyo añadió:
- Nos está prohibido hablar con vosotros.
Otro soldado preguntó al obrero que tenía delante de sí:
- ¿Eres de la región de Riazan?
- No, soy de la de Pakoff. ¿Por qué?
- Porque yo soy oriundo de Riazan.
E iluminó su rostro una franca sonrisa.
La multitud se agitaba ante el muro gris y uniforme de los soldados y chocaba contra él, como las ondas de un río contra las piedras de la orilla. La gente retrocedía un poco y, en seguida, avanzaba de nuevo. La mayoría no comprendían siquiera por qué estaban allí, qué querían, qué esperaban. La multitud no tenía intenciones determinadas ni un fin claramente concebido. Era presa de un amargo sentimiento de indignación y de cólera, que la retenía allí, en la calle, que la ataba, que la unificaba. Pero no había nadie contra quien vengarse, dando rienda libre a sus sentimientos. Los soldados no despertaban la ira ni irritaban. Eran simplemente estúpidos, poco inteligentes, desgraciados, y, de añadidura, el frío les helaba, haciéndoles castañetear los dientes.
- ¡Estamos aquí desde las cuatro de la mañana! -decían-. ¡Es horrible!
- ¡Qué vida de perros!
- Vosotros haríais mejor yéndoos. Así nosotros podríamos volver a nuestros cuarteles y entrar un poco en calor. ..
- ¿Qué hora es?
Eran las dos aproximadamente.
El suboficial se dirigió de nuevo a la multitud:
- Hacéis muy mal quedándoos aquí. Nada podéis esperar.
Sus palabras serenas, su rostro grave y el tono serio y firme de su voz enfriaba un poco a las gentes. En todo lo que decía se adivinaba un sentimiento particular, más profundo que sus palabras.
- Aquí estáis de más. No hacéis más que molestar a los soldados.
- ¿Vais a disparar contra nosotros? -le preguntó un joven que llevaba al cuello un grueso tapabocas.
El suboficial, tranquilamente, respondió después de un corto silencio:
- ¡Si se nos manda, dispararemos!
Aquello provocó una explosión de gritos llenos de reproches.
- ¿Por qué, decidlo, por qué tiráis? -preguntó, más alto que todos, el hombre rojo de elevada estatura.
- ¿No comprendéis que es la orden? -replicó el suboficial, acariciándose la mejilla.
Los soldados escuchaban el rumor de la multitud y entornaban tristemente los ojos. Uno dijo en voz baja:
- Tomaría ahora con gusto algo caliente.
- ¿Querrías tal vez mi sangre? -preguntó una voz de odio.
- ¡No soy una bestia salvaje! -replicó severamente el soldado.
Los soldados estaban fríos y exánimes como sus fusiles. Algunos individuos de la multitud se daban perfecta cuenta de ello. Muchos ojos contemplaban la larga fila de los soldados con una fría curiosidad silenciosa, con desprecio y con disgusto. Pero la mayoría trataba de comunicarles el fuego de su propia excitación, de conmover sus corazones oprimidos, de poner luz en su cabeza ensombrada por la estupidez. La mayoría sentía la necesidad de hacer algo y de dar libre curso, de una u otra manera, a sus emociones y a sus pensamientos. Luchaban obstinadamente contra aquella muralla viva, fría y gris, mientras los soldados manifestaban un único deseo: el de dar a sus cuerpos un poco de calor. Los discursos se iban haciendo cada vez más apasionantes, y las palabras, cada vez más ardientes.
- ¡Soldados! -decía un hombre fuerte, de ojos azules y de larga barba-. ¿Qué sois vosotros? Sois los hijos del pueblo ruso. El pueblo está empobrecido, abandonado, sin defensa, ni trabajo, ni pan. Hoy venía a implorar socorro al zar. Pero el zar os ordena que disparéis contra él y que le asesinéis. ¡Soldados! El pueblo, es decir, vuestros padres y vuestros hermanos, se preocupan no sólo de sí mismos, sino de vosotros también. Y se os arroja contra él, contra el pueblo, y se os convierte en parricidas y en fratricidas. ¡Pensadlo bien! ¿No comprendéis que vais contra vosotros mismos?
Aquella voz tranquila y convincente, aquel rostro simpático por las hebras de plata de su barba, todo el aspecto, en suma, de aquel hombre, con sus palabras justas y sencillas, turbaba visiblemente a los soldados. Bajando los ojos ante su mirada, escuchábanle con atención. Algunos, a veces, sacudiendo la cabeza, suspiraban. Otros fruncían el ceño, mirando a su alrededor.
Uno exclamó dulcemente:
- ¡Vete!... ¡El oficial va a oírte!
Un oficial alto, rubio, de grandes bigotes, pasó a lo largo de la fila, con un guante en la mano derecha y balbuciendo con los dientes apretados:
- Circulad... Dispersaos... ¿Cómo? ¡Te callarás, si no quieres recibir una buena lección!
Era de cara gruesa, roja, de ojos claros, redondos y sin brillo. Andaba despacio, pisando fuertemente. Desde que llegó, el tiempo pasaba más de prisa, como si cada segundo se apresurara a desaparecer, por temor de llenarse de algo innoble e hiriente. Se diría, por lo recta que se había puesto la fila de soldados, que los alineaba con una regla invisible.
Los soldados adoptaban una actitud marcial, levantaban los pechos y miraban la punta de los pies. Algunos dirigían a las gentes miradas expresivas, invitándoles a alejarse por miedo al oficial y componiendo una expresión severa. Deteniéndose en un extremo, el oficial gritó:
- ¡Haya orden!
Los soldados se agitaron un momento y no volvieron a moverse más.
- ¡Os vuelvo a repetir que circuléis! -dijo el oficial, y, sin precipitarse, desenvainó el sable.
Era imposible circular. La multitud inundaba la plazoleta y por las calles inmediatas seguía llegando gente. Se lanzaban miradas de odio al oficial, oía befas e insultos, pero permanecía tranquilo. Contempló a su compañía. Las cejas le temblaban un poco. La multitud, agitada, parecía molesta por aquella tranquilidad, inadecuada en aquéllos momentos, y en la que adivinaba un desprecio a las gentes del pueblo.
- ¡Este no tendrá que violentarse!... ¡Lo veréis!
- Es un verdadero asesino...
- Está dispuesto a fusilar sin aguardar la orden.
- ¡Miradle, se diría que es feliz por tener el sable en la mano!
- ¿Verdad que está usted dispuesto a disparar?
El arrebato impetuoso crecía y nacía un sentimiento de bravura desenfrenada. Los gritos se hacían más intensos, y más hirientes las burlas.
El suboficial miró a su jefe, estremeciéndose, y, pálido, desenvainó a su vez el sable.
De pronto, los toques agudos y lúgubres de una corneta rasgaron los aires. La multitud miró al que la tocaba y que soplaba con todas sus fuerzas, girándole los ojos. La corneta temblaba entre sus manos, dejándose oír por mucho tiempo. La gente ahogaba sus sonidos metálicos con silbidos agudos, con maldiciones, con alaridos, con clamores de reproche, con lamentos de impotencia dolorosa, con gritos de desesperación y de bravura, nacidos ante el sentimiento de la posibilidad de una muerte inmediata e imposible de evitar. Parecía sobrehumano salvarse de ella. Algunas personas se dejaron caer en la tierra, apretándose contra el suelo, y otras se tapaban la cara con las manos. El hombre de la barba larga se ajustó el abrigo a los hombros, manteniéndose en pie delante de todos y mirando a los soldados con sus ojos azules. Y les hablaba, diciéndoles algo incomprensible, que se perdía en el caos de los gritos. Los soldados levantaron los fusiles, apuntaron a la multitud, inmóviles, en una posición rígida, con las bayonetas armadas.
La hilera que formaban las bayonetas estaba suspendida en el aire de un modo irregular e indeciso, unas demasiado altas, demasiado bajas otras. Sólo algunas apuntaban rectamente a los pechos, y todas parecían blandas y temblaban, como plegándose.
Una voz exclamó llena de horror y de repugnancia:
- ¿Qué hacéis? ¡Asesinos!
Las bayonetas se estremecieron en el aire y estalló una descarga. Las gentes retrocedieron un poco, rechazadas por el estrépito, por los balazos, por los muertos y por los heridos que caían a tierra. Algunos, en silencio, saltaron la verja del jardín. Se oyó otra descarga. Y después otra.
Un muchacho, alcanzado por una bala en el momento de saltar la verja, se inclinó de repente y quedó suspendido, con las piernas al aire. Una mujer, esbelta, de elevada estatura y de abundantes cabellos, cayó, lanzando un grito, al lado del muchacho.
- ¡Asesinos!-aulló alguien.
El espacio vacío aumentaba cada vez más, y el silencio se hacía más profundo. Los que estaban en las últimas filas huían por las calles inmediatas o se ocultaban en los patios. La multitud retrocedía penosamente, obedeciendo a un impulso invisible. Entre ella y los soldados, en un espacio de varios metros cuadrados, unos cuerpos yacían por tierra. Algunos de ellos se levantaban precipitadamente y corrían hacia la multitud. Otros se levantaban con doloroso esfuerzo, dejando tras de sí manchas de sangre, y avanzaban vacilantes, a pasos lentos. Muchos cuerpos permanecían inmóviles, con los rostros mirando al cielo o contra la tierra, paralizados por la muerte, y sus miembros estaban rígidos por la tensión, como si hicieran esfuerzos por desprenderse de los brazos de la muerte.
El aire se hallaba impregnado del olor de la sangre, que recordaba la brisa tibia y salada del mar en los anocheceres de los días cálidos. Pero era un aire malsano, que embriagaba, dando una sed desagradable. Si se aspiraba mucho tiempo, inspiraba malos pensamientos y pervertía la imaginación, como podrían acreditarlo los criminales y otros asesinos de profesión.
Gemía la multitud retrocediendo, y los juramentos, las maldiciones, los gritos de dolor se mezclaban en un abigarrado torbellino. Los soldados conservaban una posición rígida, inmóviles como muertos. Sus rostros se habían vuelto grises y apretaban los labios con fuerza. Parecía como si ellos sintieran también la necesidad de gritar y de jurar, pero no se atrevieran y se contuvieran. Miraban fijamente ante sí con ojos muy abiertos. Y su mirada, profunda y limpia como el aire húmedo de un día otoñal, carecía de brillo humano. Diríase que aquellos ojos -puntitos negros sobre las caras grises- no veían nada de lo que miraban, o más bien, que no querían ver, ante el temor secreto de que la contemplación de la sangre derramada por ellos les hiciese sentir el deseo de seguir derramándola.
Tenían frío. Los fusiles temblaban en sus manos y las bayonetas se estremecían en el aire. Pero aquellos escalofríos de su cuerpo resultaban impotentes para despertar sus corazones impasibles, corazones hacía tiempo muertos por la violación de su voluntad, y sus cerebros. El hombre de larga barba y de ojos azules se levantó del suelo y, tembloroso, se puso a hablar con voz sollozante:
- No me habéis matado... Porque os decía la verdad santa... No me habéis matado, no...
La multitud avanzó de nuevo, lentamente, en actitud severa, recogiendo los muertos y los heridos. Algunas personas se pusieron al lado del hombre de larga barba, que hablaba a los soldados, e interrumpiéndole, les gritaron también, llamándoles a la razón, dirigiéndoles reproches exentos de cólera, pero llenos de dolor y de piedad. Había en sus voces
una fe ingenua en el triunfo de la verdad, un deseo de demostrar a los soldados la locura y estupidez de la crueldad, un ansia de hacerles comprender que acababan de incurrir en un terrible error. Se esforzaban por despertar en ellos la conciencia de la vergüenza y del horror de su papel involuntario, pero repugnante.
El oficial sacó su revólver de la vaina, lo examinó atentamente con la mirada y se dirigió hacia aquel grupo. Las gentes empezaron a retroceder ante él sin precipitarse, como se hace ante una piedra que desciende lentamente de la montaña. El hombre de la barba larga y los ojos azules no se movía de su sitio, acogiendo al oficial que se aproximaba con palabras llenas de ardientes reproches. Y, señalando con un gesto fuerte la sangre que se veía alrededor, le dijo:
- ¿Cómo puede justificarse esto? ¡Reflexionad! Es un crimen imperdonable.
El oficial se colocó ante él, frunció las cejas y extendió la mano con el revólver. No se oyó el disparo, y sólo se vio la humareda que envolvía la mano del asesino. El oficial disparó tres veces seguidas. Después de la tercera, se doblaron las piernas del hombre de ojos azules, que se inclinó hacia atrás, agitó su mano derecha y cayó.
Las gentes se abalanzaron de todas partes hacia el asesino, que empezó a retroceder, agitando su sable y apuntando con su revólver a los que le perseguían.
Un chicuelo se tiró a sus pies y el oficial le atravesó el vientre con su sable. Se puso a gritar, retrocediendo siempre. Alguien le dio con una gorra en pleno rostro. Otros le arrojaban bolas de nieve ensangrentada.
Un minuto después, el suboficial y varios soldados llegaron en socorro de su jefe. Apuntaron las bayonetas contra las masas y la multitud se dispersó. El vencedor la amenazaba con su sable, que bajó luego, atravesando una vez más el cuerpo del niño, que seguía a sus pies, y que manchaba la nieve con su sangre.
Los sonidos horribles de la corneta se oyeron de nuevo. La multitud, espantada por aquellos toques, abandonó rápida la plaza. La corneta seguía estremeciendo el aire, subrayando el carácter trágico del cuadro.
El color vivo y rojo de la sangre irritaba la vista, atraía las miradas, fascinaba, despertaba un deseo horroroso de ver más, siempre más, en todas partes. Los soldados estaban excitados y alargaban los cuellos, como buscando con la vista más blancos vivos para sus balas... El oficial, de pie ante ellos, agitaba furiosamente su sable; clamaba algo con voz aguda, convulsiva, salvaje, plena de cólera.
La gente le gritaba de todos lados:
- ¡Verdugo!
- ¡Canalla!
Las calles estaban llenas de gentes. Había relativamente pocos obreros. La mayoría eran pequeños comerciantes y empleados. Algunos habían visto la sangre y los cadáveres, y otros habían sido ellos mismos maltratados por la policía. La angustia les obligaba a salir de sus casas a la calle, y sembraban el miedo y la inquietud en todas partes, aumentando más aún el carácter horrible de la jornada.
Los hombres, las mujeres, los niños, todos dirigían en derredor turbias miradas, escuchaban, esperaban algo. Se referían los detalles de los asesinatos cometidos y daban gritos de indignación, maldiciendo a los asesinos. Alrededor de los obreros heridos levemente se formaban grupos que les hacían preguntas en voz baja, como si se comunicaran algo muy íntimo y muy misterioso. Nadie hubiera podido decir lo que se necesitaba y lo que debía hacerse, y nadie quería irse. Se comprendía que había ocurrido algo grave, y que aquellos asesinatos serían seguidos de algo más trágico y más profundo que los centenares de muertos y heridos.
Hasta aquel día habían tenido ideas vagas, formadas no se sabe cuándo ni por quién, en lo tocante a las autoridades, a la ley y a sus derechos. Las gentes no se ocupaban de esto ni procuraban formularse ideas fijas y determinadas con precisión. Esto no les impedía tener cubierto el cerebro por una densa corteza de prejuicios. Se habituaron a creer que existía en la vida una fuerza destinada a defenderles y capaz de hacerlo. La costumbre de confiar en la ley les daba una cierta seguridad, no admitía que otras ideas entraran en sus cabezas y les defendía contra los pensamientos turbadores. Vivían tranquilamente con aquella fe en la fuerza de la ley. La vida, es cierto, hacía vacilar con frecuencia aquella fe con sus sensibles golpes. Pero seguían conservándola, porque resultaba cómoda y porque hacía más fácil la existencia.
Y aquel día, de pronto, el cerebro de la multitud quedó al descubierto. Como si la corteza que lo cubría cayera hecha pedazos, la angustia y el frío invadieron los corazones. Todo lo que parecía tan sólidamente establecido, fijo, dispuesto, se deshizo de repente, se rompió, se descompuso. Todos, de un modo más o menos claro, se sintieron de súbito privados de algo, aislados, sin defensa ante la fuerza cruel y cínica que se burlaba del derecho y de la ley.
Aquella fuerza disponía de todas las existencias. Tenía derecho a sembrar la muerte, sin dar cuentas a nadie, y a destruir todas las vidas humanas que quisiera. Nadie podía impedírselo ni pedía el parecer de nadie. Era todopoderosa, y manifestaba tranquilamente su terrible poder, obstruyendo las calles de insensata manera con montones de cadáveres e inundándolas de sangre. Su capricho loco y sanguinario estaba a la vista de todos e inspiraba una inquietud general y un miedo que paralizaba el alma. Y, al mismo tiempo, despertaba a la razón, obligándola a pensar y a buscar una defensa cualquiera contra ella y nuevos medios que sirvieran para proteger la vida.
Un hombre grueso y fuerte atravesaba la calle con la cabeza baja, agitando sus brazos ensangrentados. Su abrigo estaba lleno de manchas de sangre.
- ¿Está usted herido? -le preguntaron.
- No.
- ¿Y esa sangre?
- No es mía, señores... Es la sangre de los que, por tener fe...
No terminó la frase, siguiendo su camino. Un destacamento de caballería, agitando sus nagaikas, avanzaba veloz. La multitud huía en todas direcciones, atropellándose, trepando sobre los muros. Los soldados, borrachos, sonreían bestialmente, balanceándose sobre las sillas de los caballos, golpeando a veces con sus nagaikas a las gentes que encontraban a su alcance. Parecía que lo hacían de mala gana. Un herido cayó, pero se puso en pie en seguida:
- ¿Porqué, imbécil, por qué nos asesináis?
Un soldado cogió rápidamente su fusil y, apuntándole, hizo un disparo. El hombre cayó de nuevo. El soldado se echó a reír.
- Pero ¿ven ustedes lo que hacen estos canallas? -gritó temblando de cólera un señor enérgico y bien vestido, volviendo a todas partes su rostro pálido y alterado-. ¿Cómo se puede vivir así? ¡Decídmelo, por favor! ¿Entienden ustedes algo?.. ¡Mirad, Mirad!...
El ruido de las voces excitadas llenaba el aire con un sordo caos. En medio de las torturas del terror, de la alarma, de la desesperación, aparecía lentamente algo que, tímido y vago, hacía renacer al pensamiento como un resplandor nuevo.
Había también gentes tranquilas que preguntaban:
- ¿Por qué ha reprendido al soldado?
- ¡Porque le ha pegado!
- Debía haberse apartado, simplemente.
En el fondo de una puerta cochera, dos mujeres y un estudiante hacían la cura a un obrero, herido en el brazo. Sufría horriblemente, parecía taciturno y, mirando en derredor, decía a los asistentes:
- Había intenciones criminales. Sólo los cobardes y los espías dicen otra cosa. Se ha visto claramente... Los ministros sabían perfectamente por qué íbamos; conocían perfectamente nuestra petición... ¡Cobardes! Tenían tiempo de habernos prevenido para que no fuéramos... Podían habérnoslo confesado... No ha sido hoy la primera vez que nos hemos reunido... Todo el mundo, la policía como los ministros, sabían que iríamos... ¡Bandidos!
- ¿Qué pedíais? -preguntó un señor viejo y delgado, que parecía serio y meditabundo.
- Suplicábamos al zar que convocara a los elegidos del pueblo para gobernar con ellos, y no con los chinovniks que arruinan a Rusia. Esta canalla está reduciendo a la miseria a todo el mundo... y es hora de acabar con ella... Sí, es hora...
- Es verdad... ¡Es indispensable! -observó el señor viejo.
Terminaron la cura del obrero, bajando con precaución la manga de su abrigo.
- ¡Muchas gracias, señoras y señores! -exclamó dulcemente-. Ya les decía yo a mis camaradas que no valía la pena venir y que no daría esto ningún resultado... ¡Y, en efecto, pueden ver las pruebas!
Metió con precaución su mano entre dos botones de su abrigo y se fue sin prisa.
- ¿Veis cómo razonan estas gentes? Es algo...
- Ciertamente... Pero, de todos modos, es demasiado escandaloso asesinarlos...
- Por otra parte, ya no hay remedio. Hoy les ha tocado a ellos la vez, y mañana quizá me toque a mí.
.. ¿Y qué ocurrirá entonces, decid?
- Tiene usted razón, señor.
En otro lugar se disputaba ardientemente.
- Acaso él no sabía nada...
- Entonces, ¿para qué sirve?
Los que querían suscitar la imagen del zar y salvar su prestigio estaban ahora en minoría. Apenas se les encontraba. Provocaban el odio con su intento de hacer revivir al fantasma muerto... Se les atacaba como a enemigos, y ellos desaparecían temerosamente. Las gentes trataban de libertarse por completo de los residuos de su ingenua creencia. La excitación crecía. El pensamiento trabajaba. En la calle apareció una batería, que atropellaba a la multitud. Los soldados, a caballo, miraban delante de sí con ojos pensativos sobre las cabezas de las gentes. La multitud se agitaba, dejando el paso franco, en un silencio lúgubre. Se oía el ruido de las pisadas de los caballos y el de las cajas. Los cañones, inclinando sus bocas, contemplaban la tierra atentamente, como si quisieran olerla. El cortejo tenía el aspecto de un funeral. El estrépito de una descarga de fusilería rasgó los aires. Las gentes se callaron para escuchar. Alguien dijo:
- ¡Todavía más! ¡No tienen bastante!...
La multitud cobraba animación de nuevo.
- ¿Dónde disparan?
- Al otro lado del río.
- ¿Lo oís?...
- ¡No es posible!...
- A fe mía que se han apoderado del arsenal...
- ¡No está mal, no está mal!...
- Pero ¿son muchos?
- No lo sé. Han cortado los hilos telegráficos, levantando barricadas...
- ¡Cómo! Pero esto es muy grave...
- ¿Son muchos?
- Sí.
- ¡Si al menos la sangre inocente fuera vengada!...
- ¡Vamos allí!...
- ¡Iván Ivanich, pronto..., vamos!
- A fe mía que esto es algo...
Delante de la multitud apareció un hombre, cuya voz resonó en el crepúsculo.
- ¿Quién quiere batirse por la libertad, por el pueblo, por los derechos del hombre a la vida y al trabajo? ¿Quién desea morir luchando por el porvenir?
Unos se dirigieron hacia él, formando, en el centro de la calle, un grupo bastante numeroso. Otros trataban de irse rápidamente.
- Hay que reflexionar..., que comprender...
- ¡Ved lo irritado que está el pueblo!
- ¡Le sobran razones!
- Y todavía se han de ver más horrores. ¡Dios mío, Dios mío!
- ¿Qué pasa?
Desaparecían las gentes en la oscuridad de la noche, camino de sus casas, llevándose consigo la inquietud, el sentimiento horrible de su aislamiento, la conciencia apenas despierta de su vida llena de dolores, ¡vida de esclavos, sin ningún sentido ni derecho!..., mas sintiendo, no obstante, a la vez, el deseo de adaptarse a cuanto fuera provechoso y cómodo.
Aquello era horrible. La oscuridad separaba a las gentes, rompiendo el débil lazo del interés exterior. Los que no sentían la fiebre interior de la revuelta marchaban con rapidez hacia su mísero hogar. La noche se ennegreció más aún. Las linternas no se encendían. De repente oyóse una voz bronca que gritó:
- ¡Los cosacos!
Al extremo de la calle apareció un escuadrón. Los caballos trotaron unos momentos, como si vacilasen. Pero en seguida se precipitaron sobre la multitud. Los cosacos comenzaron a dar alaridos salvajes, en los que había algo inhumano, ciego, oscuro, desesperado, triste. En la lobreguez de la noche, jinetes y caballos parecían más pequeños. Los sables brillaban con resplandor mortecino. Sonaban menos gritos y más golpes.
- ¡Hay que contestarles como sea, compañeros! Sangre por sangre... ¡Dadles con más fuerza!...
- ¡Huid, poneos a salvo!...
- ¡Armaos de piedras!
- Pero ¿estáis locos?
Entre brincos y relinchos, los caballos derribaban aquellos cuerpos negros. Se oían los sablazos y las voces de mando.
- ¡Apunten! -ordenó el oficial.
La corneta tocaba nerviosamente. Los individuos de la multitud escapaban, cayendo aquí y allá y atropellándose unos a otros. La calle iba quedando solitaria. En su parte central se veía un montón de armas negras. Más allá se distinguía el rápido galopar de los caballos.
- ¿Te han herido, compañero?
- Creo que me han cortado una oreja.
- ¡Es imposible hacer nada sin armas!
En la calle, desierta, continuaban escuchándose los ecos del estrépito de la fusilería.
- ¡Los malditos no se cansan!
Sobrevino el silencio, sólo interrumpido por el ruido de unos pasos precipitados. ¡Parecía mentira que en la calle aquella hubiera tan pocos movimientos y tan pocos sonidos! Un murmullo sordo y húmedo se elevó por doquiera, como si el océano hubiese invadido la capital. Entre las tinieblas brotó un gemido suavísimo de alguien, que paralizaba su respiración penosa. Una voz preguntó, inquieta:
- ¿Te han herido, compañero?
- ¡Calla, no me ocurre nada!-respondió otra voz ronca.
En la calle próxima, donde habían disparado los cosacos, apareció una densa muchedumbre, que la ocupó por entero. Y alguien exclamó:
- El derecho de ser ciudadanos, desde hoy, lo hemos comprado al precio de nuestra sangre.
Una voz dolorida y temblorosa le interrumpió:
- ¡Nuestros gobernantes se han lucido, como hay Dios que se han lucido!
Otra voz, amenazadora y ruda, añadió:
- ¡Jamás olvidaremos este día!
La multitud avanzaba con rapidez. Todos hablaban a un tiempo, y las palabras se confundían en un vocerío fatídicamente lóbrego.
A ratos, una voz, casi una interjección, ahogaba momentáneamente las demás.
- ¡Cuánta gente han matado hoy, Dios mío!
- ¿Y por qué, por qué?
- ¡Oh, esta fecha nefasta no la olvidaremos nunca!
Una exclamación nerviosa y solemne como una profecía resonó en los aires.
- ¡La olvidaréis muy pronto, porque tenéis alma de esclavos! ¿Qué os importa la sangre ajena?
- ¡Calla, compañero!
La oscuridad se hizo más densa y el silencio más profundo. Las turbas caminaban, volviéndose hacia aquella voz y gruñendo...
Sobre el adoquinado de una calle se proyectaba, desde la ventana de una casa, el resplandor de una luz amarilla, que permitía distinguir las siluetas sombrías de dos hombres. Uno, tirado en el suelo, apoyaba la espalda contra la linterna, y el otro se inclinaba sobre él, tratando de incorporarle, a lo que parecía.
Una voz vibrante y henchida de melancólico acento repitió:
- ¡Esclavos!
Fuente: http://bolchetvo.blogspot.com
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