lunes, 12 de marzo de 2012
"LA MUERTE DE GUSTAV KLIMT"
ARTÍCULO DE MARGARITA NELKEN PUBLICADO EL 12 DE MARZO DE 1918 EN LA REVISTA RENOVACIÓN ESPAÑOLA
Al referirnos la muerte del más ilustre de los pintores austriacos, la prensa vienesa preguntábase quién podría llenar el vacío dejado por él; no es aventurado asegurar que ese vacío es imposible que lo llene nadie.
Klimt no fue sólo un gran pintor: fue la representación más alta de uno de los movimientos más grandes del arte moderno, la encarnación más viva de un ideal nacional, y así, su obra, además de su mérito propio, es, entre todas, significativa. Klimt es el arte vienés. Así como por un trozo de escultura mutilada podemos recomponer en espíritu toda una civilización, dentro de unos siglos bastará con una sola pintura de Gustav Klimt para dar idea del arte decorativo moderno. Y, a pesar de eso, Klimt supo ser mucho más que un creador de pinturas decorativas.
De todos los pintores decorativos, es decir, de todos aquellos que buscan ante todo la sugestión de la apariencia, Klimt, siendo el más visual, el más fastuoso e intrínsecamente decorativo, según la acepción literal del término, es quizá el único para quien la apariencia no lo forma todo; y su exterioridad, con ser fastuosa como ninguna, se apoya siempre en una idea fundamental de arte que busca la emoción y la idea. En su deseo decorativo, su ideal es supremamente reflexionado, tanto, que se le ha tachado a veces de demasiada intelectualidad, pero la apreciación no era justa, pues no hay obra de Klimt en que el refinamiento de la idea quedase sin su interpretación absoluta por el tono y la forma. Debiérase decir que Klimt, entre su intelectualidad, a veces excesiva, pero siempre justificada por su realización plástica y su norma de belleza exterior, siempre razonada en el ideal espiritual de la composición, es, por excelencia, el artista moderno equilibrado. Y esta cualidad, primordial en toda su producción, es la que le ha permitido ser la personalidad más fuerte y más fuertemente adecuada del arte de su patria.
El arte decorativo vienes, no siendo forzado, tiene su vida propia. Con la rusa y la de Munich, la decoración vienesa es la única basada, desde un principio, en un sentimiento nacional, y su nacimiento y su desarrollo no fueron cuestiones circunstanciales. Pueden aprobarse o censurarse las normas de estas artes, pero hay que reconocer siempre su «razón de ser». Por razones de estética –sentimiento popular más flexible y, sobre todo, más occidental–, la influencia del arte decorativo vienes ha llegado muy pronto a ser más completa y más general que la del arte ruso o del muniqués, limitadas en cierto modo estas dos al arte más pomposamente efectista. Y así como Bakst resume por sí solo toda la tendencia decorativa rusa y como, en otro plano, algunos ebanistas o «decoradores en telas» figuran toda la tendencia decorativa de Munich, Gustav Klimt, en su producción diversa y siempre una, es la síntesis más perfecta del arte decorativo vienes en su multiplicidad. Y para ser de este modo la encarnación de un ideal nacional, no era posible confinar su obra en lo exterior, por muy perfecto que éste fuera.
Decir pintura decorativa es decir, casi siempre, belleza hueca. Los frescos de Giotto no eran pinturas decorativas: eran pinturas murales que por su armonía y su equilibrio, por la intuición del genio de su creador resultaban, además, decorativas. Pero hoy, un pintor decorativo no sabe más que de la sensación superficial, y así, por muy hermosa que sea su obra, no puede llegar nunca a la grandiosidad de belleza de una obra intensa, aunque ésta, al parecer, no sea bella: basta con pensar en todas las pinturas del universo llamadas «decorativas» y en lo menos importante de las obras de Van Gogh, pongamos por ejemplo. Y he aquí lo que hace único a Gustav Klimt: el ser, a un tiempo, insuperablemente decorativo en su apariencia y profundamente intenso en su concepción.
Sus retratos ¡qué vieneses, qué decorativamente vieneses son todos! Tienen, en su voluntad de personalización, unido al sentimiento característico del modelo, un ritmo en todos sus detalles que los hace equivalentes a pinturas murales; y sus composiciones todas tienen, unida a su armonía exterior, una agudeza de caracterización que hace de cada una de sus figuras un personaje independiente. Y todo, belleza exterior y profundidad, expresiones y tonos, todo entra en un sentimiento único de originalidad incomparable.
Una pintura de Klimt es inimitable e inconfundible, y no sólo por el acuerdo único entre su idea y su representación. Tonos que, más que vibrantes por su agrupamiento, se imponen por su calidad inaudita; líneas razonadas pero siempre imprevistas; y, por fin, cubriéndolo todo con una riqueza y un refinamiento de lejano orientalismo, el detalle, ese acierto de los mil detalles jamás vistos que son, quizá, la característica más definida del arte vienes. Y luego, por debajo de esa apariencia casi fantástica, la fuerza de la ciencia, de la técnica apretada, de la rigidez constructora, ese dominio insustituible del «oficio» que permite todas las audacias, las justifica todas, las confirma y las hace viables y que poquísimos, entre los que tienden a la sugestión exterior, poseen.
Sí, será muy difícil, y muy largo, sin duda, llenar el vacío dejado por Gustav Klimt.
Margarita Nelken
Renovación Española, revista semanal ilustrada
Madrid, 12 de marzo de 1918
año I, número 7
Fuente: www.filosofia.org
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