I
UMI
UMI
Cada mañana, al despertar, habría yo la ventana de mi cuarto y escuchaba. De la montaña, a través del lujuriante verdor del jardín, descendía una canción soñadora. No bien me despertaba del todo, la sentía temblar en el aire matinal, saturado del perfume dulzón de los melocotoneros y de los naranjos en flor.
Soplaba un viento frío desde la cumbre poderosa del Ai-Petra; doselando mi ventana, se balanceaba suavemente el follaje espeso de los árboles, y este susurro imprimía a las notas del canto una gran belleza enternecedora. Por sí sola, resultaba monótona y sin atractivo la melodía, construida por completo en disonancias: donde aguardaba uno que se atenuara, se exasperaba hasta convertirse en un grito tristemente apasionado, y de una manera igual de sorprendente se trocaba el grito salvaje en dolorida congoja. Era una voz temblorosa de anciano que cantase jornadas enteras, desde el alba hasta el anochecer, y a cualquier hora del día que se le prestara oído, resonaba siempre esta canción sin fin, cual un arroyo que manase de lo alto de la montaña.
Los habitantes de la aldea me habían dicho que, de seis años a la fecha escuchaban a diario esta melodía soñadora. Les pregunté:
—¿Quién es, pues, la persona que canta? Me han contado que es una vieja loca, Umi, cuyos dos hijos y cuyo marido, hace ya seis años de eso, salieron al mar para pescar y no han vuelto nunca más.
A partir de entonces Umi está sentada en el umbral de su casa aguardando a los suyos. Un día fui a verla. Por el estrecho sendero quebrado que pasaba a lo largo de las casas costeras y atravesaba jardines o viñedos, subí a bastante altura la falda de la montaña y desde allí atisbé la casita de la vieja Umi, medio demolida, oculta por las piedras y el verdor invasor. Desde las enormes piedras desplomadas desde las cumbres del Aila crecían un plátano, una higuera y unos melocotoneros; murmuraba un torrente, formando en su curso una serie de pequeñas cascadas; brotaba la hierba sobre la techumbre de la casa, a lo largo de los muros serpenteaba una planta trepadora y la puerta se abría cara al mar.
En el escaño del umbral aparecía sentada Umi, alta, esbelta, con los cabellos blancos, estriado de arruguitas el rostro y curtido por la intemperie. Las piedras amontonadas una sobre otra, la casa medio derruida por el tiempo, la cima gris del Ai-Petra entre el calor del cielo azul y del mar que brillaba al sol con un relampagueo frío en su lontananza baja componían en torno a la vieja un marco austero, impregnado de grave serenidad. A los pies de Umi, en la pendiente, se desparramaba la aldea, y a través del follaje de los jardines, sus tejados, de diferentes colores, hacían pensar en los tubos esparcidos de una caja de pinturas volcadas. Desde abajo subía el ruido de las sonajas de un arnés, el roce del mar contra la orilla y, a ratos, voces de hombres agolpados frente a un café. Aquí, arriba, reinaba la calma, sin que se percibieran más rumores que el murmullo del torrente y la canción de Umi, que lo acompañaba, interminable, soñadora canción, iniciada seis años atrás.
Umi cantaba y sonreía conforme avanzaba yo hacia ella. Su sonrisa le arrugaba más todavía el rostro. Tenía jóvenes y claros los ojos, en los cuales ardía el fuego intenso de la esperanza, y, tras haberme envuelto en una mirada cariñosa, se fijaron de nuevo en la llanura desierta del mar.
Me aproximé y me senté al lado suyo, escuchando su canción. Era una canción muy extraña; vibraba en ella la certeza, que luego cedía el puesto a la angustia, exhalando notas de impaciencia y de lasitud; se rompía, se moría y renacía aún, plena de gozosa esperanza...
Pero, cualquiera que fuere la expresión del canto, el rostro de la vieja no experimentaba sino un solo sentimiento: una esperanza donde no había duda, una esperanza firme, serena y jubilosa.
Le interrogué:
—¿Cómo se llama tu marido?
Respondió con una límpida sonrisa:
—Obder Rahín...; el primer hijo, Aktín, y el otro Ionnos... Llegarán pronto... Están en alta mar. No tardaré en ver la barca. También la verás tú.
"También la verás tú." Lo había dicho como si estuviera segura de que constituiría un alegrón para mí el verlos, y de que la barca de su marido me aportaría una gran felicidad cuando apareciera en el horizonte, allí donde el cielo está separado del mar por una fina línea azul oscuro, hacia el cual me señalaba su dedo moreno de momia, reseco por la despiadada quemadura del sol meridional.
Después reanudó su canción de espera y de confianza. Yo escuchaba, la miraba y pensaba: "Da gusto esperar así. Da gusto vivir cuando llena el corazón la certidumbre de una inmensa ventura en el porvenir."
Entre tanto no cesaba de cantar Umi, balanceando acompasadamente el busto, sin apartar los ojos del mar desierto, que brillaba al sol con un resplandor deslumbrante.
Su conciencia, absorbida en absoluto por una idea fija, no se percataba de otra cosa, y yo, a su lado, no existía para ella. Poseído de respeto a su recogimiento, presto a envidiar su vida llena de una única esperanza, permanecía silencioso, sin intentar recordarle mi presencia. El mar estaba tranquilo aquel día; como un espejo, reflejaba el esplendor del cielo y no me prometía nada. Pasé un largo rato junto a Umi y me marché sin que lo notara, llevándome una honda tristeza conmigo. Me seguía la canción entre el chapoteo sonoro del torrente, planeaban sobre el mar las gaviotas, pirueteaba no lejos de la orilla todo un tropel de delfines y continuaba desierta la alta mar.
Jamás finalizará la espera de la vieja Umi y no vendrá nada a colmarla por cierto; pero ella habrá vivido y morirá con el corazón esperanzado.
Soplaba un viento frío desde la cumbre poderosa del Ai-Petra; doselando mi ventana, se balanceaba suavemente el follaje espeso de los árboles, y este susurro imprimía a las notas del canto una gran belleza enternecedora. Por sí sola, resultaba monótona y sin atractivo la melodía, construida por completo en disonancias: donde aguardaba uno que se atenuara, se exasperaba hasta convertirse en un grito tristemente apasionado, y de una manera igual de sorprendente se trocaba el grito salvaje en dolorida congoja. Era una voz temblorosa de anciano que cantase jornadas enteras, desde el alba hasta el anochecer, y a cualquier hora del día que se le prestara oído, resonaba siempre esta canción sin fin, cual un arroyo que manase de lo alto de la montaña.
Los habitantes de la aldea me habían dicho que, de seis años a la fecha escuchaban a diario esta melodía soñadora. Les pregunté:
—¿Quién es, pues, la persona que canta? Me han contado que es una vieja loca, Umi, cuyos dos hijos y cuyo marido, hace ya seis años de eso, salieron al mar para pescar y no han vuelto nunca más.
A partir de entonces Umi está sentada en el umbral de su casa aguardando a los suyos. Un día fui a verla. Por el estrecho sendero quebrado que pasaba a lo largo de las casas costeras y atravesaba jardines o viñedos, subí a bastante altura la falda de la montaña y desde allí atisbé la casita de la vieja Umi, medio demolida, oculta por las piedras y el verdor invasor. Desde las enormes piedras desplomadas desde las cumbres del Aila crecían un plátano, una higuera y unos melocotoneros; murmuraba un torrente, formando en su curso una serie de pequeñas cascadas; brotaba la hierba sobre la techumbre de la casa, a lo largo de los muros serpenteaba una planta trepadora y la puerta se abría cara al mar.
En el escaño del umbral aparecía sentada Umi, alta, esbelta, con los cabellos blancos, estriado de arruguitas el rostro y curtido por la intemperie. Las piedras amontonadas una sobre otra, la casa medio derruida por el tiempo, la cima gris del Ai-Petra entre el calor del cielo azul y del mar que brillaba al sol con un relampagueo frío en su lontananza baja componían en torno a la vieja un marco austero, impregnado de grave serenidad. A los pies de Umi, en la pendiente, se desparramaba la aldea, y a través del follaje de los jardines, sus tejados, de diferentes colores, hacían pensar en los tubos esparcidos de una caja de pinturas volcadas. Desde abajo subía el ruido de las sonajas de un arnés, el roce del mar contra la orilla y, a ratos, voces de hombres agolpados frente a un café. Aquí, arriba, reinaba la calma, sin que se percibieran más rumores que el murmullo del torrente y la canción de Umi, que lo acompañaba, interminable, soñadora canción, iniciada seis años atrás.
Umi cantaba y sonreía conforme avanzaba yo hacia ella. Su sonrisa le arrugaba más todavía el rostro. Tenía jóvenes y claros los ojos, en los cuales ardía el fuego intenso de la esperanza, y, tras haberme envuelto en una mirada cariñosa, se fijaron de nuevo en la llanura desierta del mar.
Me aproximé y me senté al lado suyo, escuchando su canción. Era una canción muy extraña; vibraba en ella la certeza, que luego cedía el puesto a la angustia, exhalando notas de impaciencia y de lasitud; se rompía, se moría y renacía aún, plena de gozosa esperanza...
Pero, cualquiera que fuere la expresión del canto, el rostro de la vieja no experimentaba sino un solo sentimiento: una esperanza donde no había duda, una esperanza firme, serena y jubilosa.
Le interrogué:
—¿Cómo se llama tu marido?
Respondió con una límpida sonrisa:
—Obder Rahín...; el primer hijo, Aktín, y el otro Ionnos... Llegarán pronto... Están en alta mar. No tardaré en ver la barca. También la verás tú.
"También la verás tú." Lo había dicho como si estuviera segura de que constituiría un alegrón para mí el verlos, y de que la barca de su marido me aportaría una gran felicidad cuando apareciera en el horizonte, allí donde el cielo está separado del mar por una fina línea azul oscuro, hacia el cual me señalaba su dedo moreno de momia, reseco por la despiadada quemadura del sol meridional.
Después reanudó su canción de espera y de confianza. Yo escuchaba, la miraba y pensaba: "Da gusto esperar así. Da gusto vivir cuando llena el corazón la certidumbre de una inmensa ventura en el porvenir."
Entre tanto no cesaba de cantar Umi, balanceando acompasadamente el busto, sin apartar los ojos del mar desierto, que brillaba al sol con un resplandor deslumbrante.
Su conciencia, absorbida en absoluto por una idea fija, no se percataba de otra cosa, y yo, a su lado, no existía para ella. Poseído de respeto a su recogimiento, presto a envidiar su vida llena de una única esperanza, permanecía silencioso, sin intentar recordarle mi presencia. El mar estaba tranquilo aquel día; como un espejo, reflejaba el esplendor del cielo y no me prometía nada. Pasé un largo rato junto a Umi y me marché sin que lo notara, llevándome una honda tristeza conmigo. Me seguía la canción entre el chapoteo sonoro del torrente, planeaban sobre el mar las gaviotas, pirueteaba no lejos de la orilla todo un tropel de delfines y continuaba desierta la alta mar.
Jamás finalizará la espera de la vieja Umi y no vendrá nada a colmarla por cierto; pero ella habrá vivido y morirá con el corazón esperanzado.
II
LA MUCHACHITA
Entre los enfermos que a mediodía paseaban por los caminos del parque respirando el aire salobre del mar, atisbé un día a una muchachita que me conmovió por sus ojos enormes, plenos de extraña tristeza, una tristeza que parecía interrogar sin hablar.
Era difícil precisar su edad: los ojos sombríos e interrogantes tenían una gravedad de anciano; su mirada denotaba un ser que ha sufrido y pensado mucho. Pero ni su cuerpecito flaco y huesudo ni su carita macilenta permitían suponerle más de diez años.
De sus hombros angulosos pendía como de una percha una blusa rosa, y el color alegre del vestido hacía resaltar, por un contraste enternecedor, el amarillo de las mejillas y del cuello, enflaquecidos por la enfermedad. La muchachita estaba un poco encorvada y andaba cargando todo el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda y luego sobre la derecha. No cabía duda de que tenía las piernas torcidas; pero seducía el encanto inefable de sus ojos, que concentraban en ellos la atención, pareciendo borrar la deformidad maltrecha del cuerpo por la dolencia; y la muchachita resultaba hermosa, con una belleza espiritualizada de mártir.
Se notaba que desde el día de su nacimiento soportaba a sus costillas el fardo de la enfermedad que había torcido sus frágiles huesos y del cual bien pronto le libraría la muerte. Tosía con una tos siniestra, seca, y cuando pasaba delante de mí oía yo—quizá no fuese más que una impresión—el ritmo acelerado de su aliento. En medio de la opulenta vegetación del parque, al resplandor del sol meridional, despertaba un sentimiento extraño y doloroso, una piedad mezcla de malestar, y, por mi parte, me sentía indirectamente culpable de que ella fuera tan infeliz. Andaba despacio por la avenida del parque y miraba ante sí con sus ojos espléndidos. Alrededor florecía todo, aspirando ávidamente el aire vivificado de la primavera; cantaban las aves, y los cipreses incensaban con su aroma el cielo; murmuraban arroyuelos de aguas abundosas, parcelando las verdes platabandas que atravesaban, mientras el mar y el cielo se admiraban uno a otro y las olas cuchicheaban, benévolas, como si narrasen cuentos. La muchachita no parecía ver los brillantes colores ni oír la música de la naturaleza que resucitaba, avanzando hacia un añoso cedro, y allí, a la sombra de sus ramas frondosas, se sentaba en un banco.
La acompañaba una sola persona, siempre la misma, un joven de alta estatura, elegantemente vestido, de rostro impasible; ostentaba una gruesa sortija en el índice de la mano derecha, que empuñaba siempre un sólido bastón.
Cuando se sentaba la muchachita, le preguntaba él:
—¿Cansada?
Hablaba con voz fuerte, y la muchachita, a quien hacía estremecerse la interpelación, respondía que sí con un mohín de cabeza. Habitualmente permanecía sentada largo rato, una hora o más; pero nunca le vi hablar a su acompañante. Miraba con ojos sin fijeza que hacía preguntas mudas. ¿A quién? ¿Acerca de qué? Frente a ella había un estanque, en cuyo centro emergía una fea piedra tallada en forma de pirámide, y de su vértice subía muy alto un surtidor de agua para recaer en el estanque con estrépito. Donde se rompía y se desparramaba este surtidor con gotas que descendían en cascadas, los rayos del sol las adornaban con todos los tintes del arco iris; era algo muy bonito que semejaba una granizada de piedras preciosas de mil colores. Pero jamás atraía a la chiquilla este juego solar, dirigiendo de continuo su mirada a un punto más allá de lo que abarcar podía, cual si viese a través de los objetos.
Esta actitud contemplativa en medio de la vida que bullía en torno a la enferma producía una especie de mística sensación rayana en el espanto.
"¿Para quién sufre? ¿En virtud de qué? ¿Y quién necesitaba que viniera ella al mundo para llevar una existencia así?" Tales eran las interrogaciones que se suscitaban en su presencia, y se quedaba helado uno ante la idea de tamaña crueldad, tanto más cruel cuanto a nadie le era útil.
... Un día, cuando se había marchado el que la acompañaba—¿un preceptor o su padre?—, dejándola sola en el banco a la sombra del cedro, me senté al lado de ella. Me miró y sonrió con una sonrisa triste que me oprimía el corazón. Ganas me dieron de hablarle; pero no sabía qué decirle, y guardé silencio, turbado por su mirada, experimentando hacia ella algo más que respeto.
Alrededor nuestro se removía el rumor gozoso y poderoso de la vida, agitándose los pájaros por encima de nuestras cabezas y las hormigas a nuestros pies; todo se afanaba por vivir, volaba, cantaba, correteaba. Acechaba yo a la niña y pensaba: "Sería mucho mejor que no se diera cuenta del contraste aflictivo entre ella y el cedro bajo el cual se sienta, entre ella y la hormiga sobre la cual ha dejado de caer sin notarlo un pétalo de flor."
Fue ella quien trabó conversación.
—¿Está usted enfermo también?—inquirió con voz débil, sonriendo.
—Un poco—respondí.
—¿Se encuentra usted aquí a gusto?
—Sí... ¿Y usted?
—No me agrada que haya mucho sol... ni mucho ruido...
—¿De veras no le place este ruido? Es tan jubiloso... Escuche a los ruiseñores y a las alondras, las olas del mar y los arroyuelos, el susurro de las hojas...
—Es demasiado profuso... y demasiado fuerte. Si pudiera ser más tranquilo...
—Sí, quizá sería mejor si fuese más tranquilo.
Ella aprobó con la cabeza y dijo, todavía con acento de convicción:
—En San Petersburgo se hace inaguantable el alboroto. Pero en el campo, aquí, se respira calma, una calma completa. Sobre todo de noche. Entonces, cuando estoy acostada y escucho, me complace eso en extremo. Se escucha largo rato, muy largo rato, y no se oye nada... Diríase que no hay nada en la tierra y hasta que no hay tierra siquiera... Luego, de pronto, percibimos algo y nos sobresaltamos... Eso sí que está bien...
Rompió a toser.
—Le hace daño hablar...
—Sí—dijo ella sencillamente—y se calló, añadiendo muy por lo bajo, casi en un bisbiseo—: todo me hace daño.
Me levanté y la abandoné, por miedo a dejarle ver mi emoción y la pena que se había apoderado de mí.
A partir de aquella fecha adquirimos la costumbre de saludarnos cuando nos cruzábamos. Cada vez inclinaba ella la cabeza para darme los buenos días y había menos vida en su sonrisa cada vez.
Una mañana, conforme entraba yo en el parque y la buscaba, divisé al señor impasible, que venía a mi encuentro trayendo en sus brazos a la muchachita.
Cuando estuvo a mi lado, invadido de aprensión, le pregunté en voz baja:
—¿Duerme?
Él me lanzó una ojeada inquieta y contestó con voz ahogada:
—Está muerta...
Fuente: Barbara Olessova y otros cuentos (EDAF, 1964)
Era difícil precisar su edad: los ojos sombríos e interrogantes tenían una gravedad de anciano; su mirada denotaba un ser que ha sufrido y pensado mucho. Pero ni su cuerpecito flaco y huesudo ni su carita macilenta permitían suponerle más de diez años.
De sus hombros angulosos pendía como de una percha una blusa rosa, y el color alegre del vestido hacía resaltar, por un contraste enternecedor, el amarillo de las mejillas y del cuello, enflaquecidos por la enfermedad. La muchachita estaba un poco encorvada y andaba cargando todo el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda y luego sobre la derecha. No cabía duda de que tenía las piernas torcidas; pero seducía el encanto inefable de sus ojos, que concentraban en ellos la atención, pareciendo borrar la deformidad maltrecha del cuerpo por la dolencia; y la muchachita resultaba hermosa, con una belleza espiritualizada de mártir.
Se notaba que desde el día de su nacimiento soportaba a sus costillas el fardo de la enfermedad que había torcido sus frágiles huesos y del cual bien pronto le libraría la muerte. Tosía con una tos siniestra, seca, y cuando pasaba delante de mí oía yo—quizá no fuese más que una impresión—el ritmo acelerado de su aliento. En medio de la opulenta vegetación del parque, al resplandor del sol meridional, despertaba un sentimiento extraño y doloroso, una piedad mezcla de malestar, y, por mi parte, me sentía indirectamente culpable de que ella fuera tan infeliz. Andaba despacio por la avenida del parque y miraba ante sí con sus ojos espléndidos. Alrededor florecía todo, aspirando ávidamente el aire vivificado de la primavera; cantaban las aves, y los cipreses incensaban con su aroma el cielo; murmuraban arroyuelos de aguas abundosas, parcelando las verdes platabandas que atravesaban, mientras el mar y el cielo se admiraban uno a otro y las olas cuchicheaban, benévolas, como si narrasen cuentos. La muchachita no parecía ver los brillantes colores ni oír la música de la naturaleza que resucitaba, avanzando hacia un añoso cedro, y allí, a la sombra de sus ramas frondosas, se sentaba en un banco.
La acompañaba una sola persona, siempre la misma, un joven de alta estatura, elegantemente vestido, de rostro impasible; ostentaba una gruesa sortija en el índice de la mano derecha, que empuñaba siempre un sólido bastón.
Cuando se sentaba la muchachita, le preguntaba él:
—¿Cansada?
Hablaba con voz fuerte, y la muchachita, a quien hacía estremecerse la interpelación, respondía que sí con un mohín de cabeza. Habitualmente permanecía sentada largo rato, una hora o más; pero nunca le vi hablar a su acompañante. Miraba con ojos sin fijeza que hacía preguntas mudas. ¿A quién? ¿Acerca de qué? Frente a ella había un estanque, en cuyo centro emergía una fea piedra tallada en forma de pirámide, y de su vértice subía muy alto un surtidor de agua para recaer en el estanque con estrépito. Donde se rompía y se desparramaba este surtidor con gotas que descendían en cascadas, los rayos del sol las adornaban con todos los tintes del arco iris; era algo muy bonito que semejaba una granizada de piedras preciosas de mil colores. Pero jamás atraía a la chiquilla este juego solar, dirigiendo de continuo su mirada a un punto más allá de lo que abarcar podía, cual si viese a través de los objetos.
Esta actitud contemplativa en medio de la vida que bullía en torno a la enferma producía una especie de mística sensación rayana en el espanto.
"¿Para quién sufre? ¿En virtud de qué? ¿Y quién necesitaba que viniera ella al mundo para llevar una existencia así?" Tales eran las interrogaciones que se suscitaban en su presencia, y se quedaba helado uno ante la idea de tamaña crueldad, tanto más cruel cuanto a nadie le era útil.
... Un día, cuando se había marchado el que la acompañaba—¿un preceptor o su padre?—, dejándola sola en el banco a la sombra del cedro, me senté al lado de ella. Me miró y sonrió con una sonrisa triste que me oprimía el corazón. Ganas me dieron de hablarle; pero no sabía qué decirle, y guardé silencio, turbado por su mirada, experimentando hacia ella algo más que respeto.
Alrededor nuestro se removía el rumor gozoso y poderoso de la vida, agitándose los pájaros por encima de nuestras cabezas y las hormigas a nuestros pies; todo se afanaba por vivir, volaba, cantaba, correteaba. Acechaba yo a la niña y pensaba: "Sería mucho mejor que no se diera cuenta del contraste aflictivo entre ella y el cedro bajo el cual se sienta, entre ella y la hormiga sobre la cual ha dejado de caer sin notarlo un pétalo de flor."
Fue ella quien trabó conversación.
—¿Está usted enfermo también?—inquirió con voz débil, sonriendo.
—Un poco—respondí.
—¿Se encuentra usted aquí a gusto?
—Sí... ¿Y usted?
—No me agrada que haya mucho sol... ni mucho ruido...
—¿De veras no le place este ruido? Es tan jubiloso... Escuche a los ruiseñores y a las alondras, las olas del mar y los arroyuelos, el susurro de las hojas...
—Es demasiado profuso... y demasiado fuerte. Si pudiera ser más tranquilo...
—Sí, quizá sería mejor si fuese más tranquilo.
Ella aprobó con la cabeza y dijo, todavía con acento de convicción:
—En San Petersburgo se hace inaguantable el alboroto. Pero en el campo, aquí, se respira calma, una calma completa. Sobre todo de noche. Entonces, cuando estoy acostada y escucho, me complace eso en extremo. Se escucha largo rato, muy largo rato, y no se oye nada... Diríase que no hay nada en la tierra y hasta que no hay tierra siquiera... Luego, de pronto, percibimos algo y nos sobresaltamos... Eso sí que está bien...
Rompió a toser.
—Le hace daño hablar...
—Sí—dijo ella sencillamente—y se calló, añadiendo muy por lo bajo, casi en un bisbiseo—: todo me hace daño.
Me levanté y la abandoné, por miedo a dejarle ver mi emoción y la pena que se había apoderado de mí.
A partir de aquella fecha adquirimos la costumbre de saludarnos cuando nos cruzábamos. Cada vez inclinaba ella la cabeza para darme los buenos días y había menos vida en su sonrisa cada vez.
Una mañana, conforme entraba yo en el parque y la buscaba, divisé al señor impasible, que venía a mi encuentro trayendo en sus brazos a la muchachita.
Cuando estuvo a mi lado, invadido de aprensión, le pregunté en voz baja:
—¿Duerme?
Él me lanzó una ojeada inquieta y contestó con voz ahogada:
—Está muerta...
Fuente: Barbara Olessova y otros cuentos (EDAF, 1964)
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