"ROQUE DALTON, PRESENTE SIEMPRE"
Con el restablecimiento de las relaciones entre El Salvador y Cuba, y también tras la apertura de la sede diplomática de la hermana nación centroamericana en nuestra capital, surge también la necesidad de evocar a una de las voces esenciales de las letras latinoamericanas del siglo XX, y un poeta esencialmente salvadoreño, hijo de aquella tierra a la que entregó su obra y su vida.
Me refiero a Roque Dalton a quien se le rindió tributo por la Casa de las Américas que fue la suya, como lo fue la Isla, a la que llegó con sólo 29 años de edad, y en la que convivió durante largo tiempo también con su esposa y con sus hijos y que, en este año, le rendirá conmovido homenaje en ocasión del 75 aniversario de su natalicio.
Cuando años más tarde ganó el Premio Literario Casa de las Américas, con su poemario Taberna y otros lugares, en 1969, con sólo 34 años, cuaderno que concursó con el seudónimo de Farabundo, intrínseco homenaje suyo y abierto compromiso con su patria y su pueblo, al utilizar el nombre de Farabundo Martí, Roque se inscribía, definitivamente, entre las grandes voces del continente y de la lengua, amén de hacer explícito su amor a Cuba cuando escribía, parafraseando a José Martí: “Dos patrias tengo yo: / Cuba / y la mía”.
Roque Dalton era, para todos, el símbolo de aquel país, el de menores dimensiones geográficas en el Istmo, herida abierta en su propia carne, y crecía en ideas y pasiones, como con la escritura de la prosa reflexiva y de sus versos, para traducirse en una de esas figuras icónicas, como el uruguayo Mario Benedetti y el nicaragüense Ernesto Cardenal.
Había estudiado, tanto en su país natal El Salvador como en Chile y México, Derecho y Antropología, pero su necesidad de expresión y la naturaleza misma de su personalidad lo harían enrumbar hacia el oficio de la palabra, tanto como periodista como en el ejercicio de las llamadas bellas letras, es decir, en la literatura, renglón en el que se identificaba, también, con dos de los grandes líricos de nuestra América, Pablo Neruda y César Vallejo, aunque fue mayor por su propia autenticidad la cercanía a este último, desde la hondura trágica que compartió Roque con el peruano.
Por su sensibilidad, sentido lúdico al tiempo que crítico, y su inteligencia se manifestó en su poética tanto la ironía como un muy particular sentido del humor, inscribiéndose a escala continental dentro de aquella poesía conversacional, que tuvo en su obra uno de sus mayores y más legítimos exponentes.
Cuba fue el escenario propicio de su madurez humana, política y literaria. Aquí escribió conmovedores cuadernos, de ensayo y de poesía como El mar (1962), El turno del ofendido (1962), Los testimonios (1964), ese clásico de las letras hispanoamericanas que es Taberna y otros lugares (1969) y, sin abandonar la escritura, se dio generosamente a sus ideas revolucionarias, al tiempo que dejaba la huella de su espíritu en libros como Poemas (San Salvador, 1968) y Los pequeños Infiernos (Barcelona 1970), entre otros testimonios de su literatura, huella que trazó no sólo con la palabra sino que alimentó con su propia sangre.
Me refiero a Roque Dalton a quien se le rindió tributo por la Casa de las Américas que fue la suya, como lo fue la Isla, a la que llegó con sólo 29 años de edad, y en la que convivió durante largo tiempo también con su esposa y con sus hijos y que, en este año, le rendirá conmovido homenaje en ocasión del 75 aniversario de su natalicio.
Cuando años más tarde ganó el Premio Literario Casa de las Américas, con su poemario Taberna y otros lugares, en 1969, con sólo 34 años, cuaderno que concursó con el seudónimo de Farabundo, intrínseco homenaje suyo y abierto compromiso con su patria y su pueblo, al utilizar el nombre de Farabundo Martí, Roque se inscribía, definitivamente, entre las grandes voces del continente y de la lengua, amén de hacer explícito su amor a Cuba cuando escribía, parafraseando a José Martí: “Dos patrias tengo yo: / Cuba / y la mía”.
Roque Dalton era, para todos, el símbolo de aquel país, el de menores dimensiones geográficas en el Istmo, herida abierta en su propia carne, y crecía en ideas y pasiones, como con la escritura de la prosa reflexiva y de sus versos, para traducirse en una de esas figuras icónicas, como el uruguayo Mario Benedetti y el nicaragüense Ernesto Cardenal.
Había estudiado, tanto en su país natal El Salvador como en Chile y México, Derecho y Antropología, pero su necesidad de expresión y la naturaleza misma de su personalidad lo harían enrumbar hacia el oficio de la palabra, tanto como periodista como en el ejercicio de las llamadas bellas letras, es decir, en la literatura, renglón en el que se identificaba, también, con dos de los grandes líricos de nuestra América, Pablo Neruda y César Vallejo, aunque fue mayor por su propia autenticidad la cercanía a este último, desde la hondura trágica que compartió Roque con el peruano.
Por su sensibilidad, sentido lúdico al tiempo que crítico, y su inteligencia se manifestó en su poética tanto la ironía como un muy particular sentido del humor, inscribiéndose a escala continental dentro de aquella poesía conversacional, que tuvo en su obra uno de sus mayores y más legítimos exponentes.
Cuba fue el escenario propicio de su madurez humana, política y literaria. Aquí escribió conmovedores cuadernos, de ensayo y de poesía como El mar (1962), El turno del ofendido (1962), Los testimonios (1964), ese clásico de las letras hispanoamericanas que es Taberna y otros lugares (1969) y, sin abandonar la escritura, se dio generosamente a sus ideas revolucionarias, al tiempo que dejaba la huella de su espíritu en libros como Poemas (San Salvador, 1968) y Los pequeños Infiernos (Barcelona 1970), entre otros testimonios de su literatura, huella que trazó no sólo con la palabra sino que alimentó con su propia sangre.
Artículo de Mercedes Santos Moray. Fuente: Cubarte
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