ARTÍCULO DE LINA DE FERIA PUBLICADO EN CUBARTE EL 14 Y 15 DE FEBRERO DE 2009
El multánime quehacer literario de María Teresa León, hija de los celtíberos, abarca desde la novela, el testimonio, la traducción, el teatro, el guión de cine, y otras especificidades, hasta el ejercicio esencial de una historia personal que, siendo parte de la “escritura”, podemos los lectores, vivir su vida, y contaminarnos hasta crearnos una verdadera adicción por su existencia y su obra que cobra en nuestros espíritus lo más superior en cualquier altímetro interior por estable que sea.
Ya Monseñor Carlos Manuel de Céspedes se preguntaba con respecto a la identidad de una de las poetas más grandes cubanas, Fina García Marruz,: “¿Existe algún secreto que podría dar razón de su ser más entrañable?”. En el caso de María Teresa, quizás, Rafael Alberti, en una extraordinaria síntesis, dio pie para contestarnos, a partir de su ejecutoria, sobre la grandeza de la mílite y escritora española, cuando escribe: “(…) autora de “Memoria de la melancolía”, a la que unas noches de noviembre ayudó a salvar los cuadros del Museo del Prado, a la tenaz y entusiasta de las “Guerrillas del Teatro del Ejército del Centro” y del Teatro de Arte y Propaganda de Madrid, que sostuvo la Numancia de Cervantes, durante los días gloriosos de su defensa. Y luego, la Argentina, el exilio de veinticuatro años en aquellas orillas del Río de la Plata, y todo lo que allí trabajaste, creaste, hiciste.”
Pero lo enumerativo sería manco para alguien a quien la Historia, con Mayúscula, y la historia de la literatura mundial, reconoce hoy como no olvidada, como una persona que integra el conjunto de características necesarias e imprescindibles para que alguien sea lo que es: la esencia de una alta postura humana y una enorme escritora.
Es cierto que el tiempo puede ser un instrumento reductor, o algo que refracta la luz de la escritura, hasta dimensionarla por estadio congruentes con la universalidad. Y María Teresa ha sido parte constitutiva de los que andan por este segundo camino, difícil de lograr, fin objetivo que hoy celebramos en este especial evento, en el que todos coincidimos, en primer lugar, en la catalogación de su jerarquía, y en segundo lugar, en desentrañar lo que los “secretos” de su ser entrañable guiaron, con el halo intuitivo que siempre la caracterizó, a una prosa contemporánea y única, y para la que cabe igualar a lo que Beatriz Maggi señalara en relación a Emily Dickinson: “describimos la belleza del pensamiento en tanto que veloz, los años-luz que éste recorre en la millonésima fracción de un instante, fundiendo con ello las más lejanas y dispersas regiones de la experiencia, del saber, del cosmos, del corazón, mediante fulminantes asociaciones, inéditas, (identidades asombrosas que descubre) que reducen la inmensidad del éter (y del éter del alma) a una uña.”
Y es que cuando María Teresa León afirma “pero escribir es mi enfermedad incurable”, nos está advirtiendo que no ha habido juego floral en su escritura, sino que guiada por una pasión irrefrenable, vierte en sus libros la pujanza de lo sanguíneo, de lo inevitable, de lo justificador de vida, de la vocación bien arraigada. Alguien que conceptúa así su propia letra, ya nos acerca a la imposibilidad del retrato simple, de la frase halagadora, de la evanescencia.
Se trata de un reto, y ¿por qué no?, bastante inalcanzable porque todo ensayo sobre lo que es vida tiende a enfriar lo que se revive, más allá de lo matérico, en esos múltiples sentidos y fluencia continua, de María Teresa, en ideas y comparativas, de tamaño, de importancia, de calibre en sí, bien singulares, marcados por un sello, pero de aquel que grababa cifras, sin recurrencia fácil, sino el montaje testimonial y ficcional, de calidades ascendentes, que nos obligan , desde nuestra perspectiva crítica, a perder lo cualificador para expresar el disfrute de lo degustable.
Observando algunas fotos de la escritora, fotos de juventud, pensábamos que María Teresa estaba predeterminada, por su belleza física y su talento, a poseer un súper ego que la pondría a distancia kilométrica de lo que, para suerte de su familia y sus seguidores, sería la más intensa y llena de profundidad y de matices de ternura y de matices de humanidad, personalidad como realmente fuera.
Y es que alguien que describe en su pórtico a “Memoria de la melancolía”: “Todos son palabras y colores dentro de mí que ya no sé muy bien lo que representan. Me asusta pensar que invento y no fue así, y lo que descubro, el día de mi muerte lo veré de otro modo, justo en el instante de desvanecerme.”. Es alguien cuyo inconciente en el soporte, resulta ser consustancial a la propia existencia, y le va la vida o la muerte, en lo que es su obra escrita, resumen de un ejemplo que en los años actuales de los “skin head” , de las guerras bestiales del Medio Oriente, del desánimo ante lo que parece una eternidad horrible entre Israel y Palestina, emerge, como sanidad a la queja del hombre atormentado, como el puntito de luz de una posibilidad, ya no tan remota, cuando la vida ha dado a mujeres y hombres de su talla, que hicieron desbloquear los límites del comportamiento humano más profundo, como cuando, todavía viva, como lo está hoy, fue sepultada el 13 de diciembre de 1988, en medio de una huelga “que paralizó el corazón de España, como una última llamada de alerta de su espíritu revolucionario.”
María Teresa León es, entre otras cosas, la más brillante memoria de la intelectualidad republicana. Cuando ella insistía en que seguía escribiendo sobre los muertos (y también los vivos), inmediatamente sobrevive el personaje del que habla. Así en “Memoria de la melancolía” escribe: “Hoy, Luis Cernuda, de Sevilla”. Y acto seguido habla de un artículo de él en una revista, “Octubre”, en la que el poeta afirma: “Es necesario, es nuestro máximo deber enterrar la carroña. Es necesario destruir la sociedad caduca en que la vida actual se debate aprisionada. Esta sociedad chupa. Agosta, destruye las energías jóvenes que ahora surgen a la luz. Debe dársele muerte, debe destruírsela antes que ella destruya tales energías, y con ella, la vida misma. Confío para esto, en una revolución que el comunismo inspire. La vida se salvará así.”
Y ante estas palabras de Cernuda, la mílite comenta: “Al leer esta declaración muchos se rasgarán las vestiduras. Dirán “Esto es imposible” ¿Ha escrito esto Luis Cernuda, el poeta todo canto interior?”. Y de esta forma, deja como nadie, la arista poco conocida, poco comentada, pero real como la más intrínseca memoria del gran poeta: “Luis Cernuda valientemente, dejó un día la Alianza de Intelectuales de Madrid, para irse de soldado al Batallón Alpino. Ninguna de estas cosas veo nunca en sus biografías.”
Y así, María Teresa, nos dibuja panoramas que otros desdibujan, ocultan, incompletan, ya sea conciente o inconcientemente, pero resulta invaluable algo que nos da la verdadera esencia contra el olvido de lo que particularizaba a un gran escritor como Cernuda. O en otro momento, en el que comenta sobre Picasso, y escribe que “Otto Abtz, aquel embajador de Hitler que coleccionaba cuadros de la pintura contemporánea que Hitler desdeñaba, había un día ido a verlo en su taller. Silencio. Maestro, muéstreme usted sus mejores cosas”.
No sabemos qué murmuraría en su gracioso malagueño-catalán, pero dicen que enseñó algún diseño o reproducción del “Guernica”. El embajador murmuró diplomáticamente: ¡Oh, maestro, es lo mejor que ha hecho usted!”. Y el gran español le contestó: “Esto no lo he hecho yo, lo han hecho ustedes.” Y en fragmento literario de máximo apogeo, confirma María Teresa: “La luminosa onda gris de repente se revolvía como las astas de un toro magnífico, defendiendo la verdad, la belleza, los hombres, los árboles de España, la luz, la Esperanza.”
Descifrar la prosa de la escritora solo lo podemos hacer con ese concepto manejado por Jean Paul Sartre, cuando hablando de la poética del Tintoretto dice: “no es cielo de angustia, ni cielo angustiado, es una angustia hecha cosa, una angustia que se ha convertido en desgarramiento amarillo del cielo y que, por ello, está sumergida y empastada por las cualidades propias de las cosas, por su impermeabilidad, por su extensión, su permanencia ciega, su exterioridad y esas infinitas relaciones que con las otras cosas mantienen.”
Pero no solo es “Memoria de la Melancolía”, su Midas cervantino, sino que tantos otros libros hicieron de su obra, lo más ajeno a un Diálogo de besugos o a un diálogo de sordos. Así destacan “La bella del mal amor”, de 1929, o “Rosa fría, patinadora de la luna”, de 1934, o “Contra viento y marea”, de 1970, o “El soldado que nos enseñó a hablar” de 1978, entre otros.
La poetisa Fina García Marruz, a quien este año se le dedica la Feria del Libro de La Habana, en febrero próximo, tiende a la originalidad siempre de forma visceral, ya sea en poesía o en ensayo. Y valiéndonos de una definición clarividente de esta Maguister Ludi podemos también acercarnos, en alguna medida a lo que era propósito de María Teresa en su escritura: “La poesía -dice Fina- no estaba para mí en lo nuevo desconocido sino en una dimensión nueva de lo conocido, o acaso, en una dimensión desconocida de lo evidente. Entonces trataba de reconstruir, a partir de aquella oquedad, el trasluz entrevisto, anunciador. Relámpago del todo en lo fragmentario, aparecía y cerraba de pronto, como el relámpago,” Y en ese mismo sentido se vincula al “Ismaelillo” de José Martí.
El acto comunicador que une a estas tres grandes personalidades de la literatura de sus respectivos países, José Martí, Fina García Marruz, y María Teresa León, están ligadas por un untamiento de trascendencia que sobrepasa el “esquemático” nivel de género, (lo testimonial, lo periodístico, lo simplemente anecdótico), para ser carneamiento de la expresión escritural, algo trasuntado que imprime diferenciación al rigor oficioso, dejando plasmadas, lo que Maggi llamaría “las voces mentales de la escritura” en un arte totalmente nuevo, permanente, cuya contemporaneidad resulta tan innegable como el hecho astronómico ya precisado de que la luna se aleja, centímetro a centímetro, y muy poco a poco, pero se aleja, de la tierra. Si esto, en el hecho astronómico, es una cuestión ya tan novedosa que nos asusta, y tan irrefutable que nos anonada, de la misma manera, María Teresa León conversiona nuestro momento a través de sus canales comunicantes con una obra que, de imprescindible edición y lectura, posee todas las posibilidades de mostrar códigos necesarios para el existir del siglo veintiuno. La grandeza viene por ahí, porque su cognición de lo que todavía, cibernética y tecnología aparte, constituye fundamentación de la espiritualidad humana, su impostergable necesidad de crecimiento ético, su continuamente nutrida pero imprescindible permanencia de un código de valores que no de pie a aquella frase de: “Dios, barre con el experimento humano.”
Ella es, como la barrera coralina de los fondos del mar, lo que alimenta y protege con su “Memoria de la Melancolía”, lo que no debe ser olvidado nunca: lo bello, lo bueno, lo útil. Así quisiéramos que ese aserto de Marguerite Duras, cuando apunta: “pensamos que la gente está demasiado sola en la sociedad actual. Hay gente que no ve, que no oye, que llena la vida a cualquier precio. Gente espantada, espanto a su vez, que nos espanta”, así quisiéramos, repito, que estas reflexiones de la escritora francesa no sigan siendo realidad, y que sepamos que, con la obra dejada por María Teresa León, los niveles vitales del hombre crecen, porque, captadas la totalidad y las contradicciones del sujeto y paisaje descritos por la mílite, nos explica, desde el espejo desvencijado de la vida, la necesidad de existir y de no ser olvidados.
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