domingo, 1 de febrero de 2009

"NUEVAS REVUELTAS CONTRA EL SISTEMA"


ARTÍCULO DE IMMANUEL WALLERSTEIN PUBLICADO EN NEW LEFT REVIEW, Nº 18 (2003)

Acuñé el término «movimiento antisistémico» durante la década de 1970 con el fin de disponer de una formulación que agrupara los dos tipos específicos de movimiento popular existentes analítica e históricamente, los cuales además habían rivalizado entre sí de innumerables formas: los reconocidos bajo las denominaciones de movimiento «social» y de movimiento «nacional». Los movimientos sociales fueron concebidos primordialmente como partidos socialistas y sindicatos; intentaban intensificar la lucha de clases en el interior de cada uno de los Estados contra la burguesía o los patronos. Los movimientos nacionales eran aquellos que combatían por la creación de un Estado nacional, bien combinando unidades políticas separadas que se consideraba que formaban parte de una nación -como aconteció, por ejemplo, Italia-, o bien logrando la secesión de Estados considerados imperiales y opresivos por la nacionalidad en cuestión, como sucedió, por ejemplo, con las colonias de África o Asia. Ambos tipos de movimiento emergieron como estructuras burocráticas significativas durante la segunda mitad del siglo XIX y se hicieron más fuertes con el paso del tiempo. Ambos tendieron a conceder prioridad a sus objetivos sobre cualquier otro objetivo político y, específicamente, frente a los de su rival social o nacional. Esta tendencia acabó con frecuencia en duras denuncias recíprocas. Ambos tipos apenas cooperaron políticamente y, cuando lo hicieron, tendieron a contemplar tal cooperación como una táctica temporal y no como una alianza fundamental. Sin embargo, la historia de estos movimientos entre 1850 y 1970 revela una serie de características comunes.
· La mayoría de los movimientos socialistas y nacionalistas se proclamaron repetidamente como «revolucionarios», es decir, se declararon partidarios de que se produjeran transformaciones fundamentales en las relaciones sociales. Es cierto que ambos tipos albergaron en su seno habitualmente un ala, en ocasiones constituida como una organización independiente, que abogaba por un planteamiento más gradualista y que, por lo tanto, renunciaba a la retórica revolucionaria. En general, sin embargo, inicialmente -y con frecuencia durante muchas décadas- quienes ocupaban el poder contemplaron a todos estos movimientos, incluso aquellos que presentaban un perfil más moderado, como amenazas para su estabilidad o, incluso, para la propia supervivencia de sus estructuras políticas
· En segundo lugar, ambas variantes fueron en un principio políticamente muy débiles y tuvieron que librar una ardua batalla meramente para asegurarse su existencia. Ambos tipos de movimiento fueron reprimidos o puestos fuera de la ley por sus gobiernos, sus líderes fueron arrestados y sus miembros sufrieron con frecuencia la violencia sistemática desplegada por el Estado o por fuerzas privadas. Muchas de las versiones primigenias de estos movimientos fueron totalmente destrozadas.
· En tercer lugar, durante las tres últimas décadas del siglo XIX ambos tipos de movimiento protagonizaron una serie paralela de grandes debates sobre estrategia que incluyeron a aquellos cuyas perspectivas se hallaban «orientadas hacia el Estado» contra quienes consideraban a éste como un enemigo intrínseco e insistían en la transformación individual. En el campo de los movimientos sociales, este debate enfrentó a marxistas y anarquistas; en el de los movimientos nacionales, los partidarios del nacionalismo político se contrapusieron a quienes propugnaban un nacionalismo cultural.
· Lo que sucedió históricamente en estos debates -y ésta constituye la cuarta similitud fue que quienes sostenían la posición «orientada hacia el Estado» vencieron. El argumento decisivo en cada uno de los casos fue que la fuente inmediata de poder real se localizaba en el aparato estatal y que cualquier intento de ignorar su centralidad política estaba condenado al fracaso, ya que el Estado suprimiría exitosamente cualquier avance conseguido en pos del anarquismo o el nacionalismo cultural. A finales del siglo XIX, estos grupos enunciaron la denominada estrategia en dos fases: primero, conquistar el poder en el interior de la estructura estatal; después, transformar el mundo. Esto fue cierto tanto para los movimientos sociales como para los nacionales.
· La quinta característica común resulta menos obvia, pero no es menos real. Los movimientos socialistas incluyeron frecuentemente la retórica nacionalista en sus argumentos, mientras que el discurso nacionalista tuvo a menudo un componente social. El resultado fue que la indistinción entre ambas posiciones fue mayor de lo que jamás reconocieron sus partidarios. Se ha observado en repetidas ocasiones que en Europa los movimientos socialistas desempeñaron habitualmente un papel más eficaz como fuerza de integración nacional que los conservadores o que el propio Estado; por su parte, los partidos comunistas que tomaron el poder en China, Vietnam y Cuba funcionaron claramente como movimientos de liberación nacional. Concurrieron dos razones para que esto fuera así. En primer lugar, el proceso de movilización obligó a ambos grupos a intentar atraer a sectores cada vez más importantes de la población a sus respectivos campos, para lo cual fue de utilidad la ampliación del alcance de su retórica. En segundo lugar, sin embargo, los líderes de ambos movimientos reconocieron, con frecuencia inconscientemente, que su enemigo común era el sistema existente y que, por lo tanto, tenían más en común entre sí que lo que se desprendía de sus pronunciamientos públicos.
· Los procesos de movilización popular desplegados por ambos tipos de movimiento fueron básicamente muy similares. Ambos comenzaron a actuar, en la mayoría de los países, como pequeños grupos a menudo formados por un puñado de intelectuales a los que se sumaba un reducido número de militantes provenientes de otros estratos sociales. Aquellos que tuvieron éxito, lo habían conseguido porque se habían asegurado mediante largas campañas de educación y organización bases populares seguras, conformadas por círculos concéntricos de militantes, simpatizantes y partidarios pasivos. Cuando el círculo exterior de partidarios crecía lo suficiente para que los militantes operasen, según la frase de Mao Zedong, como pez en el agua, los movimientos se convertían en serios contendientes por el poder político. Deberíamos indicar también, por supuesto, que los grupos que se denominaban a sí mismos «socialdemócratas» tendieron a ser fuertes fundamentalmente en los Estados localizados en el centro de la economía del mundo capitalista, mientras que aquellos que se describían como movimientos de liberación nacional florecieron por lo general en las zonas periféricas y semiperiféricas de la misma. Ésta última característica también fue cierta de los partidos comunistas. La razón parece obvia. Aquellos que se hallaban en las zonas más débiles entendían que la lucha por la igualdad dependía de que pudieran hacerse con el control de las estructuras estatales de las potencias imperiales, con independencia de que éstas ejercieran un dominio directo o indirecto. Quienes se encontraban en las zonas del centro ya se hallaban en Estados fuertes. Para que su lucha por la igualdad progresase, tenían que arrancar el poder a sus propios estratos dominantes. Pero precisamente porque tales Estados eran fuertes y ricos, la insurrección constituía una táctica implausible y estos partidos optaron por utilizar la ruta electoral.
· La séptima característica común es que ambos tipos de movimiento lucharon con la tensión que enfrentaba la «revolución» y la «reforma» como modos básicos de transformación. Un discurso interminable ha girado en torno a este debate en ambos movimientos, pero ambos, a fin de cuentas, se basaron en una lectura errónea de la realidad. Los revolucionarios no fueron en la práctica muy revolucionarios, y los reformistas no siempre fueron reformistas. Ciertamente, la diferencia existente entre estos dos planteamientos perdió paulatinamente su nitidez inicial a medida que los movimientos recorrieron sus trayectorias políticas. Los revolucionarios tuvieron que efectuar muchas concesiones para sobrevivir. Los reformistas aprendieron que las sendas hipotéticamente legales hacia el cambio se hallaban con frecuencia firmemente bloqueadas en la práctica y que se requería la fuerza, o al menos la amenaza de la misma, para superar esas barreras. Los denominados movimientos evolucionarios habitualmente llegaron al poder como consecuencia de la destrucción de las autoridades existentes provocada por la guerra antes que gracias a su propia capacidad insurreccional. Como se dijo que afirmaron los bolcheviques en la Rusia de 1917, «el poder estaba tirado en las calles». Una vez instalados en el poder, los movimientos intentaron permanecer en él, con independencia de cómo lo hubieren obtenido; con frecuencia esto requirió sacrificar la militancia así como la solidaridad con las fuerzas amigas presentes en otros países. El apoyo popular a estos movimientos fue inicialmente idéntico, sin importar si habían ganado en las urnas o triunfado por las armas: las mismas danzas en las calles celebraban su toma del poder tras un largo periodo de lucha.
· Finalmente, ambos movimientos se enfrentaron al problema de implementar la mencionada estrategia en dos fases. Una vez que se completó la «fase uno», y habían llegado al poder, sus seguidores esperaron que estos movimientos cumplieran la promesa contenida en la fase dos: transformar el mundo. Lo que descubrieron, si es que no lo sabían de antemano, fue que el poder estatal era más limitado de lo que habían pensado. Cada Estado se halla constreñido por el hecho de que forma parte del sistema interestatal, en el cual la soberanía de ninguno de los Estados que lo componen es absoluta. Cuanto más tiempo permanecían en el poder esos movimientos, más parecían posponer la realización de sus promesas; los cuadros de un movimiento militante movilizador se convertían en funcionarios del partido en el poder. Sus posiciones sociales se transformaban y así, de modo inevitable, lo hacían sus psicologías individuales. Lo que se conocía en la Unión Soviética como la nomenklatura parecía emerger, en alguna forma, en cada uno de los Estados en el que un movimiento se hacía con el control del mismo, es decir, surgía una casta privilegiada de funcionarios superiores, que disponía de más poder y más riqueza real que el resto de la población. Al mismo tiempo, a los trabajadores ordinarios se les ataba a su herramienta de trabajo de un modo todavía más férreo y se les exigía un sacrificio cada vez más intenso en nombre del desarrollo nacional. Las tácticas militantes, sindicalistas, que habían sido el pan de cada día del movimiento social pasaban a ser, una vez que éste ocupaba el poder, «contrarrevolucionarias», desaconsejadas en grado sumo y habitualmente reprimidas. El análisis de la situación mundial de la década de 1960 revela que estos dos tipos de movimiento se parecían más que nunca. En la mayoría de los países habían completado la «fase uno» de la mencionada estrategias en dos fases, habiendo llegado al poder prácticamente en todos los sitios. Los partidos comunistas gobernaban sobre un tercio del mundo, desde el Elba hasta el Yalu(1); los movimientos de liberación nacional habían ocupado el poder en Asia y África, y los movimientos socialdemócratas, o sus afines, en la mayor parte del mundo paneuropeo desempeñando al menos tareas de gobierno según el principio de alternancia. Sin embargo, no habían transformado el mundo.
1968 y después
La combinación de estos factores define una de las características fundamentales de la revolución mundial de 1968. Los revolucionarios tenían diferentes demandas locales, pero compartían dos argumentos fundamentales en casi todas partes. Ante todo, se oponían tanto a la hegemonía de Estados Unidos como a la participación colusoria en esta hegemonía de la Unión Soviética. En segundo lugar, condenaban a la vieja izquierda, ya que a su juicio ésta «no formaba parte de la solución, sino del problema». Esta segunda característica común surgió de la enorme desilusión sentida por los sectores populares que apoyaron los movimientos antisistémicos tradicionales ante los resultados reales conseguidos por éstos una vez que ocuparon el poder. Los países gestionados por ellos experimentaron un cierto número de reformas, produciéndose habitualmente un crecimiento de los servicios educativos y de salud, y garantizándose el empleo. Siguieron existiendo, sin embargo, desigualdades considerables. El trabajo asalariado alienante no había desaparecido; por el contrario, se había incrementado como porcentaje de la actividad laboral. Se verificó una expansión escasa o nula de la participación democrática real, ya fuera en el ámbito gubernamental o en el lugar de trabajo; con frecuencia ocurrió lo contrario. En el plano internacional, estos países tendieron a jugar un papel muy similar al que habían desempeñado antes en el sistema-mundo. Cuba, por ejemplo, había sido una economía azucarera orientada hacia la exportación antes de la revolución y siguió siéndolo después, al menos hasta el hundimiento de la Unión Soviética. En resumen, no se había producido un cambio suficiente. Las situaciones injustas podían haberse alterado ligeramente pero eran tan reales y, en general, tan amplias como antes. Las poblaciones de estos países fueron invitadas por los movimientos que habían tomado el poder a ser pacientes, ya que la historia estaba de su parte. Pero su paciencia se estaba resquebrajando. La conclusión que las poblaciones de todo el mundo extrajeron de los resultados obtenidos por los movimientos antisistémicos clásicos que habían ocupado el poder fue negativa. Ellas de creer en que estos partidos construirían un glorioso futuro o un mundo más igualitario y dejaron de concederles su legitimación; al perder la confianza en estos movimientos, también dejaron de creer en el Estado como mecanismo de transformación. Esto no significaba que importantes secciones de la población dejara de votar por tales partidos en las contiendas electorales; su voto, sin embargo, había adquirido un carácter defensivo, ya que optaba por el menor de los males sin expresar una afirmación de ideología o expectativas.
Del maoísmo a Porto Alegre
Desde 1968 se ha verificado, sin embargo, una prolongada búsqueda de un movimiento antisistémico de un tipo mejor, que condujera realmente a un mundo más democrático e igualitario. Se han producido cuatro intentos diferentes de conseguir tal objetivo, algunos de los cuales continúan en la actualidad. El primero estuvo constituido por el florecimiento de los múltiples maoísmos. Desde la década de 1960 hasta aproximadamente mediados de la de 1970, surgió un gran número de diferentes movimientos en competencia recíproca, habitualmente pequeños pero en ocasiones impresionantemente amplios, que se declararon maoístas, entendiendo por ello que se inspiraban de algún modo en la Revolución Cultural que había tenido lugar en China. Esencialmente, estos movimientos maoístas sostenían que la vieja izquierda había fracasado porque no había practicado la doctrina pura de la revolución, que ellos en ese momento proponían. Estos movimientos, sin embargo, decayeron por dos razones. En primer lugar, se enfrentaron ferozmente cuando debieron acordar cuál era la doctrina pura y en consecuencia pronto se convirtieron en pequeños grupos sectarios aislados; o si se trataba de grupos importantes, como en India, evolucionaron hacia versiones novedosas de los movimientos de la vieja izquierda. En segundo lugar, y ello tuvo mayor importancia, con la muerte de Mao Zedong el maoísmo se desintegró en China, despareciendo la fuente de su inspiración. En la actualidad, no existe ningún movimiento de este tipo que tenga cierta importancia.
Una variedad más duradera de aspirante al status antisistémico estuvo constituida por los nuevos movimientos sociales: los verdes y otros grupos ecologistas, los movimientos feministas, las campañas de las «minorías» raciales y étnicas, como los negros en Estados Unidos o los beurs en Francia. Estos movimientos reivindicaban una larga historia pero, en realidad, llegaron a ser prominentes por primera vez durante la década de 1970 o bien reemergieron entonces asumiendo una forma renovada y más militante. Por otro lado, fueron más fuertes en el mundo paneuropeo que otras partes del sistema-mundo. Sus rasgos comunes radicaban, en primer lugar, en su vigoroso rechazo de la estrategia en dos fases propugnada por la vieja izquierda, de sus jerarquías internas y de sus prioridades: la idea de que las necesidades de las mujeres, de las «minorías» y del medioambiente eran secundarias y que debían abordarse «después de la revolución». Albergaban, en segundo lugar, profundas sospechas respecto al Estado y la acción orientada hacia el mismo. En la década de 1980, todos estos movimientos sociales llegaron a encontrarse divididos internamente -de acuerdo con la denominación de los Verdes alemanes- entre fundis y realos. Esta división reprodujo una vez más los debates entre «revolucionarios y reformistas» de comienzos del siglo XX. El resultado de los mismos fue que los fundis perdieron en todos los casos, y más o menos desaparecieron. Los victoriosos realos adquirieron paulatinamente la apariencia de una especie de partido socialdemócrata, no demasiado diferente de la variedad clásica, aunque cargados con una mayor retórica sobre la ecología, el sexismo, el racismo, o sobre el conjunto de estas tres problemáticas. En la actualidad, estos movimientos continúan siendo significativos en determinados países, pero parecen poco más antisistémicos que los movimientos pertenecientes a la vieja izquierda, especialmente porque una de las lecciones que éstos últimos extrajeron de 1968 fue que tenían que preocuparse por la ecología, el género, la opción sexual y el racismo en sus declaraciones programáticas.
El tercer tipo de aspirante al status antisistémico estuvo constituido por las organizaciones defensoras de los derechos humanos. Algunas, como Amnistía Internacional, existían como es sabido antes de 1968, pero por regla general estas organizaciones se convirtieron en una fuerza política importante únicamente en la década de 1980, ayudadas por la adopción por el presidente Carter de la terminología de los derechos humanos respecto a América Central, y por la firma del Acuerdo de Helsinki relativo a los países comunistas de Europa centro-oriental. Ambos procesos propiciaron que el establishment concediera su legitimidad a las numerosas organizaciones que en esos momentos estaban abordando la cuestión de los derechos civiles. En la década de 1990, la atención de los medios de comunicación a la limpieza étnica, fundamentalmente en Rwanda y los Balcanes, propició una considerable discusión pública de estos problemas. Las organizaciones defensoras de los derechos humanos afirmaban hablar en nombre de la «sociedad civil». El propio término indica la estrategia: la sociedad civil es por definición lo que no es el Estado. El concepto se inspira en la distinción vigente durante el siglo XIX entre le pays légal y le pays réel -entre aquellos que ocupan el poder y aquellos que representan el sentimiento popular- y plantea la siguiente cuestión: ¿cómo puede cerrar la sociedad civil la brecha existente entre ella misma y el Estado? ¿Cómo puede llegar a controlar la sociedad civil al Estado, o hacer que éste refleje sus valores? La distinción parece asumir que el Estado se halla actualmente controlado por pequeños grupos privilegiados, mientras que la «sociedad civil» consiste en la población ilustrada en general. Estas organizaciones han tenido impacto, ya que han obligado a determinados Estados -quizá a todos- a reorientar sus políticas en la dirección de las preocupaciones suscitadas por los derechos humanos; pero en el curso de ese proceso se han convertido paulatinamente más en los coadyuvantes de los Estados que en sus oponentes y, en conjunto, escasamente parecen muy antisistémicas. Se han convertido en ONG, localizadas en gran medida en las zonas del centro de la economía-mundo pero intentando implementar sus políticas en la periferia, donde han sido contempladas con frecuencia como agentes de su propio Estado de origen y no como organizaciones críticas de éste último. En todo caso, estas organizaciones apenas han movilizado apoyo de masas, recurriendo más a su capacidad para utilizar el poder y la posición de sus militantes de elite presentes en los países del centro de la economía-mundo capitalista. La cuarta y más reciente variante de aspirante a movimiento antisistémico ha sido la de los denominados movimientos antiglobalización, una designación utilizada no tanto por estos movimientos como por sus oponentes. El uso del término por los medios de comunicación escasamente antecede a su cobertura de las protestas contra la cumbre de la OMC celebrada en Seattle en 1999. La globalización, concebida como la retórica neoliberal que aboga por el libre comercio de bienes y capital, se había convertido por supuesto en una poderosa fuerza durante la década de 1990. Su estandarte mediático lo constituía el Foro Económico Mundial de Davos, y su implementación institucional se concretó mediante el consenso de Washington, las políticas del FMI y el fortalecimiento de la OMC. Seattle se concibió como un momento clave en la expansión del papel de la OMC, y las importantes protestas que allí se produjeron, que finalmente provocaron la suspensión del encuentro, causaron una gran sorpresa. Los manifestantes incluían un gran contingente norteamericano, proveniente de la vieja izquierda, los sindicatos, los nuevos movimientos y los grupos anarquistas. En realidad, el mero hecho de que la AFL-CIO se mostrara dispuesta a situarse del mismo lado que los grupos ecologistas en una acción tan militante fue algo nuevo, especialmente para Estados Unidos. Después de Seattle, la serie de manifestaciones que han tenido lugar por todo el mundo contra los encuentros intergubernamentales inspirados por al agenda neoliberal condujo a su vez a la construcción del Foro Social Mundial, cuyas convocatorias iniciales se han celebrado en Porto Alegre; el segundo de éstos, celebrado en 2002, atrajo a más de 50.000 delegados de más de un millar de organizaciones. Desde entonces, han tenido lugar diversos encuentros regionales para preparar el FSM de 2003. Las características de este nuevo aspirante al papel de movimiento antisistémico son muy diferentes de las que exhibían quienes protagonizaron los intentos anteriores. Ante todo, el FSM intenta agrupar a todos los tipos previos de movimiento -vieja izquierda, nuevos movimientos, grupos pro derechos humanos, y otras agrupaciones no fácilmente clasificables en estas categorías- e incluye grupos organizados de modo estrictamente local, regional, nacional y transnacional. La base de participación es un objetivo común -la lucha contra los males sociales derivados del neoliberalismo- y un respeto compartido por las prioridades inmediatas de cada uno de los demás participantes. Reviste su importancia el hecho de que el FSM intente agrupar a movimientos provenientes del Norte y del Sur en un único marco. El único eslogan hasta la fecha es «otro mundo es posible». Y lo que aún resulta más extraño, el FSM pretende hacer esto sin crear una superestructura omnicomprensiva. En estos momentos, dispone únicamente de un comité de coordinación internacional, de unos cincuenta miembros, que representa a una variedad de movimientos que provienen de ubicaciones geográficas diversas. Aunque se han expresado diversas quejas por parte de los movimientos de la vieja izquierda que acusaban al FSM de ser una fachada reformista, hasta ahora éstas han sido mínimas. Quienes se quejan cuestionan, todavía no denuncian. Se reconoce ampliamente, por supuesto, que este grado de éxito se ha basado en un rechazo negativo del neoliberalismo, como ideología y como práctica institucional. Son muchos quienes han sostenido que resulta esencial para el FSM que éste opte por defender un programa más claro y positivo. Si puede hacerlo y, sin embargo, mantener el nivel de unidad actual y la ausencia de una estructura omnicomprensiva (inevitablemente jerárquica) es la gran cuestión de los próximos diez años.
Un periodo de transición
Si, como he sostenido en otra parte, el sistema-mundo moderno se halla inmerso en una crisis estructural y hemos entrado en una «era de transición» -un periodo de bifurcación y caos-, entonces es obvio que los problemas a los que se enfrentan los movimientos antisistémicos se plantean de un modo muy diferente a como se plantearon en el siglo XIX y en la mayor parte del siglo XX. La mencionada estrategia en dos fases orientada hacia el Estado ha perdido todo su interés, lo que explica la desazón experimentada por la mayoría de aquellos procedentes de las viejas organizaciones antisistémicas cuando plantean paquetes de objetivos políticos sean a largo plazo o inmediatos. Los pocos que los plantean se enfrentan al escepticismo de sus potenciales seguidores; o peor aun, topan con su indiferencia. Un periodo de transición como el actual presenta dos características que dominan la idea misma de una estrategia antisistémica. La primera es que quienes ocupan el poder van dejar de intentar conservar el sistema existente (condenado como está a su autodestrucción); van a procurar, por el contrario, que la transición conduzca a la construcción de un nuevo sistema que replicará las peores características del actual, esto es, su jerarquía, sus privilegios, sus desigualdades. No pueden utilizar, sin embargo, un lenguaje que refleje el hundimiento de las estructuras existentes, pero están implementando una estrategia basada en tales hipótesis. Por supuesto, su campo no está unido, como ha demostrado el conflicto surgido entre los denominados «tradicionalista» de centro-derecha y los halcones militaristas de extrema derecha. Pero las elites en el poder están trabajando duro para provocar cambios que no serán tales, para construir un nuevo sistema que será tan malo -o peor- que el actual. La segunda característica fundamental es que un periodo de transición sistémica es un periodo de profunda incertidumbre en el que es imposible conocer cuál será el desenlace. La historia no está del lado de nadie. Cada uno de nosotros puede influir en el futuro, pero no sabemos y no podemos saber cómo actuarán los demás para también influir en él. El marco básico del FSM refleja este dilema y lo pone de relieve.
Consideraciones estratégicas
Una estrategia para el periodo de transición debe incluir, por lo tanto, cuatro componentes, todos ellos más fáciles de enunciar que de realizar. El primero supone un proceso de debate constante y abierto sobre la transición y el resultado que deseamos alcanzar. Esto nunca ha sido fácil, y los movimientos antisistémicos históricos nunca fueron demasiado competentes al respecto. Hoy, sin embargo, la atmósfera es más favorable de lo que lo ha sido en cualquier otro momento anterior, y tal tarea sigue siendo urgente e indispensable, lo cual subraya el papel de los intelectuales en esta coyuntura. La estructura del FSM se ha prestado a estimular este debate; veremos si es capaz de mantener este grado de apertura. El segundo componente debe ser evidente: un movimiento antisistémico no puede descuidar la acción defensiva a corto plazo, incluida la acción electoral. Las poblaciones del mundo viven en el presente, y sus necesidades inmediatas deben ser tenidas en cuenta. Todo movimiento que las descuide está condenado a perder el amplio apoyo pasivo que es esencial para su éxito a largo plazo. Pero la razón y la justificación de la acción defensiva no debe ser el ofrecer un remedio a las fallas del sistema, sino por el contrario impedir que sus efectos negativos sean todavía peores en el corto plazo. Esto es muy diferente política y psicológicamente. El tercer componente tiene que ser el establecimiento de objetivos provisionales de rango medio que parezcan moverse en la dirección adecuada. Sugeriría que uno de los más útiles -substantiva, política y psicológicamente- es la tentativa de moverse hacia una desmercantilización selectiva pero siempre de mayor alcance. En la actualidad, estamos sometidos a un aluvión de intentos neoliberales de mercantilizar lo que previamente apenas o jamás había sido apropiado para proceder a su venta privada: el cuerpo humano, el agua, los hospitales. Debemos no solo oponernos a esto, sino movernos en dirección opuesta. Las industrias, especialmente las industrias en dificultades, deben ser desmercantilizadas. Esto no significa que deban ser «nacionalizadas», ya que para la mayoría significa tan solo otra versión de la mercantilización. Significa que debemos crear estructuras que operen en el mercado y cuyo objetivo sea la prestación de un servicio y su supervivencia, y no el beneficio. Esto puede hacerse, como sabemos de la historia de las universidades y de los hospitales: no conseguirlo todo, pero si el máximo posible ¿Por qué es tal lógica imposible de aplicar a las acerías amenazadas por un proceso de deslocalización?
Finalmente, hemos de desarrollar el sentido substantivo de nuestros objetivos a largo plazo, que yo asumo que han de ser lograr un mundo que sea relativamente democrático y relativamente igualitario. Digo «relativamente» porque es realista. Siempre habrá brechas, pero no existe ninguna razón para que sean tan amplias, incrustadas o hereditarias. ¿Se trata de lo que una vez se denominaba socialismo o incluso comunismo? Quizá sí, quizá no. Esta cuestión nos retrotrae al problema del debate. Debemos dejar de dar por hecho que ya sabemos cómo será la sociedad mejor (no perfecta) que queremos construir. Necesitamos discutirla, bosquejarla, experimentar con estructuras alternativas para realizarla; tenemos que hacer esto al mismo tiempo que llevamos a la práctica las tres primeras partes de nuestro programa en un mundo caótico en transición sistémica. Y si este programa es insuficiente, y probablemente lo sea, entonces esta misma insuficiencia debe formar parte del debate que constituye el punto número uno de aquel.

(1) Río de 790 kilómetros de longitud que traza la frontera nordoccidental entre Corea del Norte y la región nordoriental de Manchuria (China) [N. del T.].

Fuente: Universidad Nómada

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